ESTHER COHEN
El testimonio de los campos:
entre realidad y ficción 

 

La vergüenza de ser un hombre,

¿acaso existe mejor razón para escribir?

Kafka, Auschwitz

 

 

 

Vivir para contar, ésta parece ser la máxima de buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración y de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Pero si hay alguno entre ellos que lo practica de manera obsesiva y desesperada, con la angustia de contar y no ser creído, es el escritor italiano Primo Levi, quien vuelve una y otra vez sobre este adagio: sobrevivir para contar lo que fue el infierno de ese lugar llamado Auschwitz.

 

Auschwitz, ciudad desconocida hasta el año 1940, se convertirá en poco menos de cinco años en el signo de nuestros tiempos, en el parte aguas de la civilización occidental, en la “ruptura de la civilización” (Adorno), en la “experiencia central de nuestra época” (Arendt), en la “imagen del infierno donde se trató de erradicar el concepto de ser humano”(Arendt) o como escribe Jean Améry, “Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de la humanidad”. Si es cierto lo que acabamos de decir de manera sintética, si es cierto que Auschwitz representa, como lo plantea Adorno, la “autodes-trucción de la razón” y que lo sucedido en ese no-lugar –donde en términos heideggerianos nadie logró habitar los campos, porque “solamente podemos habitar cuando podemos construir” (Heidegger, 191) y en ese campo de exterminio no se construyó nada sino la muerte– Auschwitz se convierte en el paradigma de la civilización occidental del siglo veinte. Auschwitz, sitio que pasó inadvertido durante siglos, ese nombre, Auschwitz, fue construido, cadáver sobre cadáver, ceniza sobre ceniza, para convertirse en el rostro del terror, de la Gorgona, de la muerte en masa, organizada y tecnificada: Auschwitz como rasgo e imagen de nuestros tiempos, Auschwitz como el sello del siglo XX .

Si la Gran Guerra fue el acto fundador del siglo, como lo expresa Enzo Traverso en su libro La violencia nazi, la Segunda Guerra vino a poner un punto final al quebrantar, desgarrar y fracturar toda la visión del hombre en Occidente. Nada quedará en pie de la concepción del hombre occidental después de la barbarie del nazismo. Como bien escribe Bataille: “[...]Auschwitz es el hecho, es el signo del hombre. La imagen del hombre ya es inseparable de una cámara de gas.” (Bataille, citado en Traverso, La historia desgarrada, 230 ) En este sentido, Auschwitz no remitirá sólo a la tragedia judía, al intento de aniquilación radical de todo un pueblo, sino a un espacio donde se puso en práctica la mayor destrucción tecnificada de distintas figuras: judíos, gitanos, homosexuales, disidentes políticos, etc, ante los ojos de un mundo que no quiso saber, que no quiso actuar para detener un acontecimiento inédito en la historia del hombre.

Por ello, Auschwitz nos pertenece a todos, porque el mundo calló, no quiso ver lo que sucedía, porque se asintió con nuestro silencio, como lo hacemos ahora con Ruanda, con Afganistán, con el África negra cuya población padece las mayores hambrunas y de cuyos habitantes diez millones están destinados a la muerte por sida, con las dictaduras latinoamericanas, con la muerte día con día de indígenas de nuestros países latinoamericanos que mueren de inanición o de enfermedades perfectamente curables. Vivimos en una burbuja en la que nadie quiere saber nada del otro, indio, negro, indígena, mujer, etc. Auschwitz, ese nombre que ahora estremece y ruge en nuestros oídos y que nos obliga a mirar hasta dónde llegó el hombre “civilizado”–porque no hay que olvidar el nivel de civilización de la Alemania de mitad de siglo– se ha convertido en nuestros días en el sinónimo de la industrialización de la muerte y del exterminio en masa. En este sentido, habría que tomar en cuenta lo que plantea Ian Kershaw, uno de los mayores especialistas en la Segunda Guerra Mundial: “La carretera a Auschwitz la construyó el odio, pero la pavimentó la indiferencia”.(Kershaw, citado en Traverso, La historia desgarrada, 165) Esta misma indiferencia seguirá construyendo, si nos aislamos en el silencio, otros campos, otras muertes y, por qué no, otros Auschwitz.

 

Testimoniar

 

La era del testimonio, como escribe Annette Wieviorka, tuvo su gran desenlace a partir del proceso a Eichmann en 1961 (Cfr. Wieviorka, L'ére du témoin), no obstante que ya para entonces se habían publicado una centena de textos testimoniales. Hasta ese momento, con excepción de ciertos casos, la experiencia de Auschwitz había sido vivida como una experiencia de vergüenza y turbación. Ni víctimas ni victimarios deseaban recordar aquello que los había convertido en una especie de subhombres, bestias salvajes y asesinas, por un lado, o, por el otro, ovejas llevadas al matadero sin siquiera poder levantar la voz, en bestias hambrientas dispuestas a matar por un mendrugo de pan. Podemos comprender mejor la vergüenza de los victimarios, pero ¿qué sucedió con las víctimas que decidieron callar para seguir viviendo, que se refugiaron en un silencio lleno de culpa para mantenerse en vida? Porque la culpa y la vergüenza de ocupar el lugar del otro, de ese otro al que se le deseó la muerte para tener un mayor espacio en la barraca o para robarle ese pequeño pedazo de pan extra para sobrevivir y que, finalmente, acabó esfumándose por las chimeneas de los crematorios, pobló la memoria y la vida de la gran mayoría de los sobrevivientes. En este sentido, no habría que olvidar que cuando el escritor Primo Levi quiso publicar, en 1947, Si esto es un hombre, obra maestra de la literatura testimonial que daba cuenta del infierno nazi, nadie quiso publicarlo. Al final, una pequeña editorial apoyó la publicación de este libro, que pasó casi inadvertido. Parecía que las pesadillas de los habitantes de los campos se hubieran hecho realidad: el mundo no quería saber, no se atrevía a imaginar o, en otras palabras, deseaba olvidar el episodio más denigrante y vergonzoso del siglo.

Jean Améry, Imre Kertész, Victor Klemperer, Elie Wiesel, Etty Hillesum y tantos y tantos más han testimoniado sobre sus experiencias en los campos de concentración y exterminio, pero si hay uno de ellos que lo hizo con la fuerza y la inmediatez de la experiencia, ese fue sin lugar a dudas Primo Levi. Podríamos decir, sin pretensiones de jerarquías, que este escritor italiano se convirtió desde un principio, apenas salido de las cámaras de la muerte, en el testimonio por excelencia, en aquel que habló y escribió el infierno de Auschwitz ante un público incrédulo o, para decirlo de manera más suave, para un público que no obstante la información que circuló durante y después del mayor genocidio del siglo veinte, no quería saber; que se ocultaba en el vacío de la memoria para no reflexionar sobre los límites a los que había llegado el hombre.

Levi vivió toda una vida para contar; como el narrador nostálgico de Walter Benjamin y no permitió que Auschwitz cayera en el olvido. Escribió una y otra vez, habló y escribió hasta el día de su muerte sobre aquella parte de la historia que, por desgracia para la humanidad, le había tocado vivir. No permitió que la memoria, como escribe Jacques Derrida, perdiera su carácter de porvenir, porque la memoria no es una cuestión del pasado, insiste el filósofo, sino del futuro. (Cfr. Derrida, Memorias para Paul de Man) Y aquí, Levi fue enfático y su adagio hasta el día de su muerte fue: contar. Sin embargo, es el mismo Levi, en su libro Los hundidos y los salvados, de 1986, quien da un giro a sus propias reflexiones de cuarenta años, dejando al lector y, sobre todo, al sobreviviente, en una situación de desamparo. Esta última obra de Primo Levi, parecería dejar al testigo fuera del “juego”, negando en cierta forma la tarea del narrador que tanto lo ocupó en vida. Levi escribe:

Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos [...] Los que hemos sobrevivido somos una minoría anómala, además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los “musulmanes”, los hundidos, los testigos integrales, aquellos cuya declaración habría podido tener un sentido general. Ellos son la regla, nosotros la excepción [...] La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había empezado ya antes de la muerte corporal... Nosotros hablamos por ellos, por delegación (Levi, Los hundidos y los salvados , 72-73 )

 

Pero no es sólo Levi quien, con los años, duda de la integridad del testigo y del testimonio. Como cuenta Giorgio Agamben en su libro Lo que queda de Auschwitz, tanto Shoshana Feldman como Dori Laub elaboraron la noción de la Shoá como acontecimiento sin testigos”. (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 35). ¿Es acaso, entonces, que la historia de los campos ha ido con el tiempo perdiendo voz, que se trata de un acontecimiento cuyas víctimas –por suerte o por habilidad y que quedaron vivas para relatar lo que sucedió– han ido perdiendo toda credibilidad? ¿Acaso esa figura del narrador tan amada por Walter Benjamin se extinguió realmente durante la Primera Guerra Mundial? Me niego a pensarlo. Levi dedicó toda una vida a la memoria y esa memoria no puede ser cancelada por su último texto, por bello que éste sea. Giorgio Agamben, sin embargo, se apoya en este último libro para reforzar la tesis de que testimoniar implica la imposibilidad misma de testimoniar. Si el “musulmán” es aquel que ha llegado a un estado físico y moral que lo incapacita para tener voz y dar testimonio, si él representa la única e íntegra figura del testimonio fiel pero a la vez su propio estado lo imposibilita para hablar, estamos entonces ante la terrible amenaza de perder la voz, de poblar aún más el olvido y de hacer desaparecer la palabra del horizonte de la “verdad”. En palabras de Agamben: “Quien asume la carga de testimoniar por ellos [por los musulmanes] sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar. Y esto altera de manera definitiva el valor del testimonio, obliga a buscar su sentido en una zona imprevista.” (Agamben, Ibid. 34 )

¿Cuál sería esa “zona imprevista” que permitiría hablar de aquello que tanto en palabras de Levi como en las del propio Agamben permitiría hablar de lo supuestamente “indecible”, “inenarrable”, “intestimoniable”? ¿Es el Holocausto realmente algo impensable? Habría que decir, con Pierre Vidal-Naquet que: “El genocidio fue pensado, por lo tanto era pensable”. (Vidal-Naquet, cit, en Didi-Huberman, 48) Insisto entonces sobre esa zona imprevista cuando, de manera contradictoria, aunque esta vez acertada, Agamben, refutando la indecibilidad de la Shoá planteada por Levi, escribe. “¿Por qué indecible? ¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística? [...] Decir que Auschwitz es “indecible” o “incomprensible”, equivale a euphemein , a adorarlo en silencio, como se hace con un dios. [...] Por eso los que hoy reivindican la indecibilidad de Auschwitz deberían mostrarse más cautos en sus afirmaciones...” (Agamben, Ibid. 31) El libro de Agamben no deja de causar cierta contrariedad, una especie de turbación. Por un lado, plantea que testimoniar es la imposibilidad de testimoniar y, por otro, defiende frente a uno de los mayores testigos, la no indecibilidad de la Shoah ¿Será entonces que la palabra, siendo insuficiente para dar cuenta del infierno, es capaz, pese a todo , de decir lo indecible? ¿Representará la palabra ese horizonte de “verdad” que permite y seguirá permitiendo escribir los campos?

 

Imaginar: La palabra pese a todo

 

No hay testimonio que no implique estructuralmente en sí mismo la posibilidad

de la ficción, del simulacro, de la disimulación, de la mentira y del perjurio

–es decir, también de la literatura, de la inocente o perversa literatura

que juega inocentemente a pervertir todas estas distinciones.

Demeure , Jacques Derrida

 

 

“Para saber hay que imaginarse”, escribe Georges Didi-Huberman, al inicio de su libro Imágenes pese a todo. Contra la tesis de Agamben, pero también contra la del propio Primo Levi, y de tantos otros que han hablado o escrito sobre lo “inimaginable”, lo “intestimoniable” de Auschwitz, Didi-Huberman apuesta por la imaginación. Se trata con ello de introducir esta dimensión en todo lo narrado, sea escrito u oral. El autor defiende concretamente el valor de la imagen, de cuatro fotografías tomadas clandestinamente en los crematorios de Auschwitz y conservadas en una pasta de dientes. La imagen, sostiene de manera sorprendente, nos permite ir más allá de la imagen, esto es, imaginarse, imaginar lo que se encuentra más allá de ésta o incluso a pesar de ésta, cuando aquello que desea mostrarse, como son los crematorios, se oculta tras los árboles, o los arbustos que se encargan de camuflar la imagen misma, la imagen del horror que yace ahí detrás.

De la misma manera, podríamos decir, Primo Levi, muy a su pesar, o muy a pesar de su último libro, nos narra su experiencia en los campos, escribe los campos y su escritura ya es, en definitiva, una forma de la imaginación, no porque lo que escriba sea un mero invento de una experiencia imaginada sino porque narrar implica por principio una organización del discurso, una, podríamos llamarla, “ficcionalidad”. De la misma manera en que, en términos freudianos, no llegamos nunca a conocer el sueño en cuanto tal, sino la narración misma del sueño, su disposición discursiva, la narración de Levi de Si esto es un hombre , por poner un ejemplo, sin dejar de ser un auténtico testimonio, es a su vez un relato y, por lo tanto, no escapa a la llamada “literariedad” de lo narrado. Levi quiere guardar memoria y, para recordar, nos dice de nuevo Didi-Huberman, hay que imaginar, imaginar lo que fue Auschwitz en 1944. A su vez, Jorge Semprún, en su novela La escritura o la vida , regresa sobre esta idea: “Les enseñé la hilera de hornos, los cadáveres medio calcinados que habían quedado en su interior. Casi no les hablaba. Les nombraba sencillamente las cosas, sin comentarios. Era necesario que vieran, que trataran de imaginar .” (Semprún, 137) De ahí que la palabra, acompañada de la imagen y, éstas, a su vez, acompañadas por la imaginación, nos conduzcan en efecto al lugar del narrador como lugar mismo de la justicia benjaminiana.

En este mismo sentido tiene razón Didi-Huberman al decir que “la ‘verdad' de Auschwitz, si es que esta expresión tiene algún sentido, no es ni más ni menos inimaginable que indecible.” (Didi-Huberman, 49) Por ello la escritura se convierte en una lucha contra el olvido, en una facultad política, en un momento ético donde el otro, el “hundido” cobra vida a través de la pluma del escritor y del sobreviviente. Es cierto que la imagen total de la Shoah no existe, como no existe una verdad total y absoluta del genocidio pero, si hay algo que nos ofrece la palabra, es el destello benjaminiano, la epifanía de un momento donde, en un instante, todo se revela para ofrecernos la “verdad” del “infinito tormento de morir”. Y si quisiéramos ir más allá de lo planteado por Primo Levi, podríamos citar un pasaje del libro de Jorge Semprún, La escritura o la vida, donde el autor propone justamente que, para hacer “creíble” el infierno vivido, es necesario hacer uso del artificio, es decir, de la ficción. “Contar bien, escribe Semprún, significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!” (Semprún, 140 ) Esto, que ciertamente puede provocar desconcierto, ya que concretamente en el caso de los campos de concentración y exterminio nazis resulta difícil pensar en el testimonio como forma literaria, como ficcionalidad, es un problema que se presenta al leer los testimonios de los habitantes de los campos. Sin embargo, lo que nos dice Semprún es cierto: no se trata sólo de contar sino de contarlo bien; sólo así podrá llegar a los oídos de quienes desean escuchar porque, como bien dice otro de los personajes de su novela y que remite al sueño obsesivo de Primo Levi y de tantos otros: “El verdadero problema no estriba en contar, cualesquiera que fueren las dificultades. Sino en escuchar[...]¿Estarán dispuestos a escuchar nuestras historias, incluso si las contamos bien?” (Semprún, 140 ) Y de nuevo aquí, surge la desolación de Benjamin frente a la desaparición de la figura del narrador a partir de la Gran Guerra. ¿Será cierto esto que Walter Benjamin tanto sufre, por lo que tanto se lamenta?

 

Soñar

 

Victor Klemperer, en su libro lti. La lengua del Tercer Reich, señala con gran agudeza la transformación de la lengua alemana durante el nazismo. La lengua, nos dice el filólogo, se uniformó a tal grado que ya no había cabida para el pensamiento ni la crítica. La lengua alemana se convirtió en una especie de robot militarizado que respondía sólo a estímulos del exterior y respondía de una única manera. “La lengua”, como escribe Paul Celan, “tuvo que pasar a través de la propia falta de respuesta, a través de un terrible enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero. Pasó a través y no tuvo palabras para lo que sucedió.” (Paul Celan, Obras completas, 497). Si la lengua es justamente ese espacio desde donde somos capaces de pensar, podríamos decir que el nazismo, con su gusto por lo uniforme, por los slogans y los clichés que nada acabaron diciendo a fuerza de repetición, también invadió y puso en jaque la zona del inconsciente, no sólo el de las víctimas sino también el de aquellos alemanes que no vivieron el exterminio en carne propia, pero a quienes se les “expropió”, por decirlo de alguna manera, la capacidad de soñar “libremente”. Y quien se doblega ante la palabra, se somete a su vez a la imposibilidad misma de la narración “libre” del sueño. Y si éste se encuentra sometido a las cadenas de la retórica nazi, soñar se convierte, ya no en un claro de libertad sino justamente en el espacio de sometimiento total, individual y colectivo. El sueño muestra así ya no la separación entre un espacio público y otro privado, sino precisamente el lugar de la fractura, del desgajamiento radical de lo íntimo, el punto de fisura, la demolición metódica del Yo. Charlotte Beradt, en su libro Rêver sous le iii e Reich , recoge alrededor de 300 sueños en los que identifica la uniformización del inconsciente alemán derrotado ante las palabras. Cuenta la autora el siguiente sueño de un médico en 1934:

 

Después de mis consultas, hacia las nueve de la noche en el momento en que me dispongo a descansar tranquilamente sobre mi sofá con un libro sobre Matthias Grünewald, el cuarto y mi departamento pierden bruscamente sus muros. Aterrado miro a mí alrededor tan lejos como me permite la mirada, ya no quedan muros en los departamentos. Escucho un alto parlante que grita: “de acuerdo con el decreto sobre la supresión de los muros del 17 de este mes”. (Beradt, 61)

 

En este sueño tan significativo se concentra el propósito central del totalitarismo: hacer desaparecer al individuo como tal para hacerlo formar parte de una maquinaria colectiva al que le es negada la posibilidad del pensamiento y la crítica, a quien se le niega en todas las formas la posibilidad de tener un espacio privado, y ¿qué más privado que el sueño mismo? En el sueño arriba citado encontramos precisamente esta exclusión de lo privado, esta incapacidad para decir “Yo” y, en su lugar, aparece una sociedad (“departamento”) sin muros donde, al desaparecer el espacio privado, todos se vuelven iguales y sus reacciones se vuelven idénticas, casi como la de los acusados de En la colonia penitenciaria de Kafka. De ahí podríamos citar otro sueño que nos habla de la prohibición misma de soñar:

 

Sueño que ya no sueño más que con cuadrados, triángulos, octágonos que parecen pasteles de Navidad, porque está prohibido soñar. (Beradt, 87)

 

Como bien escribe Charlotte Beradt inmediatamente después de citar este sueño: “Alguien ha resuelto, por precaución, elaborar sueños sin objeto”. (Ibid, 87) En este sentido, el sueño ya no es más un refugio, ha dejado de pertenecer al espacio privado para transformarse y pasar a formar parte del gran engranaje totalitario. No obstante, lo que es importante subrayar es cómo la maquinaria nazi logró penetrar hasta las capas más profundas del sujeto y desde allí manipular a su antojo a quienes, tanto víctimas como testigos, vivieron el periodo nazi como un tiempo de terror que daba lugar, en cierta medida, a un mínimo margen de movimiento, ya que el terror no fue sólo prerrogativa del judío o del gitano sino de todos aquellos que vivieron la oscuridad de Europa durante los trece años del nazismo.

 

Genocidio y literatura

 

 

Todo testimonio responsable

compromete una experiencia poética de la lengua.

Jacques Derrida

 

 

 

El término “genocidio” fue inventado por Rafael Lemkin, un jurista judío polaco a finales de 1942 o principios de 1943. (Cfr. Bauer, Repenser l'Holocauste) No es casual, a pesar de que ya se había cometido un acto igualmente genocida con los armenios durante la Primera Guerra por parte de los turcos, que este concepto salga a la luz el mismo año en que se pone en marcha la “solución final” nazi, es decir, en el momento en que se intenta la destrucción total de un grupo étnico. La conferencia de Wannsee, en enero de 1942 , que planteaba la llamada “solución final”, marca un hito en la historia, un cambio de rumbo radical de la civilización occidental . O quizás estamos ante la máxima benjaminiana de que “no existe documento de cultura que no sea a su vez documento de barbarie.” (Benjamin, Tesis VII, 81) Sea como fuere, el hecho es que el país europeo con el mayor desarrollo industrial y cultural de Europa pudo producir lo que Goya describió en uno de sus cuadros, “el sueño de la razón engendra monstruos”. Y en este sentido me deslindo del concepto arendtiano de “banalidad del mal”, ya que no alcanzo a comprender la banalidad de quienes arrojaron al fuego, como siglos antes lo hicieran los inquisidores con las brujas, a millones de seres inocentes, cuya “culpa” fue el haber nacido judíos, gitanos, incapacitados, etc.

Ahora bien, si continuamos pensando e imaginando el genocidio que marcó una ruptura en el pensamiento occidental, que puso en cuestión la capacidad del hombre de autodestruirse, es precisamente porque tanto masacres como genocidios han seguido ocurriendo a los ojos del mundo sin que el Hombre, aquel que, como escribe Levi, desapareció en Auschwitz, reaparezca de nuevo. “Vivimos una época donde acontecimientos similares al Holocausto son posibles” (Bauer, Repenser l'Holocauste, 29); por ello es necesario continuar pensando e imaginando Auschwitz, no como algo que perteneció al pasado sino como un espacio que puede pertenecer al futuro: el Holocausto como premonición y no como antecedente.

Si hay un espacio de resistencia donde la necesidad de vivir se hace enfáticamente patente, ese es el espacio de la escritura. A partir de los años sesenta una infinitud de textos escritos sobre el Holocausto han visto la luz, especialmente en Europa. Los escritores son innumerables: Primo Levi, Bruno Bettelheim, Etty Hillesum, Victor Klemperer, Jorge Semprún, Jean Améry, Charlotte Delbo, Robert Antelme, Ana Frank y Albert Camus quien, sin haber vivido la experiencia de los campos, escribió en su novela La peste una terrible alegoría del genocidio y su posible repetición, etc. No terminaría de enumerar la cantidad de libros publicados sobre las experiencias de sobrevivientes en los campos de concentración y exterminio nazis. ¿Acaso podemos hablar no sólo de una novela o de una literatura testimonial en términos generales o efectivamente se puede hablar de una “literatura de los campos”? ¿Podría ser Auschwitz el motivo aglutinador de toda una serie de testimonios, aunque no sea este campo el único que marcó el descarrilamiento del hombre hacia la barbarie? Ciertamente se trata de literatura testimonial, pero podríamos ir más allá y plantear que se trata de una literatura particular que gira alrededor de las barracas, las cámaras de gas, los crematorios, el hambre, la autodestrucción del hombre a manos del hombre; de eso que hizo que Paul Celan escribiera: “grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire/así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho/[...] tu pelo de oro Margarete/tu pelo de ceniza shulamit.” (Paul Celan, Fuga de la muerte , en Obras Completas , 64 ) ¿Será que estamos ante un nuevo género testimonial: el género de la literatura concentracionaria nazi?

Jorge Semprún insiste sobre la necesidad de hacer de la experiencia concentracionaria una experiencia “estética”, arrancarles a los hornos las palabras para transformarlos en aquello que podríamos llamar literatura. Como él mismo escribe: “ Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma de conseguirlo es la escritura”. Semprún tardó cuarenta años en dar cuenta de su experiencia, en hacer de ésta un acto cargado de artificio, como él mismo lo dice. Y lo podemos ver. Podríamos encontrar un contraste entre Si esto es un hombre de Primo Levi y el libro de Jorge Semprún La escritura o la vida. En el primero está la inmediatez de la experiencia y, aunque el propio Levi no quiera aceptarlo, hay en esta “novela” un elemento que se podría caracterizar simplemente como el arte del bien contar; Levi cuenta bien, sin retórica, como él lo quiere, su experiencia concentracionaria. “Los problemas de estilo me parecen ridículos.[...] Escribí de la manera más natural escogiendo deliberadamente un lenguaje....no demasiado sonoro. Lo que tenía que decir tenía en sí mismo suficiente fuerza para admitir un estilo medio, de manera que la escritura, el sonido de las palabras, no rompieran jamás el contenido.[...] valía más dejar que las cosas se relataran a sí mismas; es decir, un miedo constante de caer en la retórica[...]. No había necesidad de subrayar el horror. El horror estaba ahí. No era necesario escribir ‘esto es horrible'”. (Levi, cit. en Parrau, Écrire les camps, 286) A pesar de todo, Levi está consciente de la escritura, una escritura sobria y “sin artificios retóricos”. El problema que se plantea al hablar de literatura en casos como éste es aparentemente un problema ético. Si se trata de ficción, ¿entonces estamos hablando de mentira? Esta relación ficción-mentira parece acompañar el pudor de hablar de literatura frente a los crímenes atroces del nazismo. Sin embargo, es necesario superar este prejuicio para abrirle un espacio a este nuevo género.

Como el propio Semprún lo dice, él es un “aparecido”, no un sobreviviente. Y eso parecen ser casi todos aquellos que lograron salir vivos del infierno: aparecidos que, una vez dado su testimonio, se esfuman, desaparecen para, en algunos casos, volver a aparecer. Porque están los aparecidos, los que cuentan para luego desvanecerse, no por las chimeneas, pero sí por su propia mano. Ahí están aquellos “espectros” que escriben para morir después: Jean Améry, Bruno Bettelheim, Primo Levi, Stefan Zweig, Paul Celan y tantos otros, optan por la muerte antes que seguir ocupando el lugar de otro, de ese otro que se esfumó por los aires. La culpa de seguir vivo, el recuerdo de la vergüenza de lo que significó ser un hombre en los campos, los empuja al vacío, como a Primo Levi que se lanza por el hueco de la escalera para decirnos, quizás, que la escritura tiene sus límites en el poder de resistencia: la muerte de quienes sobrevivieron, junto con los genocidios que seguimos viviendo son, en cierta medida, un triunfo de la barbarie sobre la cultura, la venganza del nazismo por su derrota. Por ello, es necesario seguir escribiendo ya que toda palabra arrancada a la sofocación es una victoria sobre la barbarie, incluso si esta palabra, como en el caso de Paul Celan, no exprese sino el silencio. De ahí que Kafka tenga razón: “La vergüenza de ser un hombre, ¿acaso existe mejor razón para escribir?”

 

Bibliografía

Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Barcelona, Pre-Textos, 2000.

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Yehuda Bauer, Repenser l Holocaust , Paris, Editions Autrement-Frontieres, 2002.

Walter Benjamin, “Tesis de filosofia de la historia”, en Angelus Novas, Barcelona, Edhasa, 1971.

Charlotte Beradt, Rever sous le IIIe Reich, Paris, Petite Bibliotheque Payot, 2004.

Paul Celan, Obras completas, Barcelona, Trotta, 1999.

Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, Barcelona, Gedisa, 1989.

Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidos, 2004.

Martin Heidegger, Essais et conferences, Paris, Gallimard, 1999.

Victor, Klemperer, lti. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo Barcelona, Editorial Minúscula, 2002.

Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Barcelona , Muchnik Editores, 1997.

_______, Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik Editores, 1997

Alain Parrau, Ecrire les camps, Paris, Belin, 1995.

Jorge Semprun, La escritura o la vida, Barcelona, Tusquets, 1995.

Enzo Traverso, La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, Barcelona, Herder, 2001.

_______, La violence nazi, Paris, La fabrique, 2002.

Annette Wieviorka, L'ere du temoin, Paris, Hachette, 2002.

 

Esther Cohen, “El testimonio de los campos: entre realidad y ficción”, Fractal nº 34, julio-septiembre, 2004, año IX, volumen IX, pp. 139-156.