EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN
Alegato de un poeta
contra la lógica del cálculo
egoísta y a favor del deseo
Entrevista con Tomás Segovia
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EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN contra la lógica del cálculo egoísta y a favor del deseo Entrevista con Tomás Segovia
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Junto a miles de españoles que encontraron refugio en México tras la Guerra Civil viajaban algunos de sus más grandes poetas (Altolaguirre, Cernuda, Garfias, León Felipe, Moreno Villa), pero también algunos niños que más tarde escribirán una parte fundamental de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX a la fecha (Ramón Xirau, Luis Ríus, Juan Almela, Tomás Segovia, y algunos otros). De diferentes maneras y en distinto grado, estos poetas no dejarán de mirar hacia España, pero se formarán en México, tendrán hijos mexicanos, algunos nietos, y verán el mundo desde una curiosa condición: la de formar parte de una geografía sin dejar de pertenecer del todo a otra, la de ser un solo cuerpo que ocupa al mismo tiempo dos lugares en el espacio. Como la de Rubén Darío, Pablo Neruda y Octavio Paz, la poesía de Tomás Segovia ha sido un punto de encuentro, un lugar en común, para muchos adictos al verso tanto en México como en España: el autor de Anagnórisis es tan heredero de Xavier Villaurrutia o López Velarde como de Juan Ramón Jiménez o Jorge Guillén, y su obra se lee afortunadamente de un lado y otro del Atlántico. Es cierto que Segovia cuenta literalmente con la doble nacionalidad y que reparte su vida entre España y México, pero su más profunda condición no ha sido otra que la del exiliado: el exilio como orfandad y como destierro, y probablemente como definición última del hecho literario:
La muerte de la madre le mostró a Segovia la incertidumbre del deseo al negarle su objeto en la infancia, pero la experiencia del exilio le hizo desarrollar una mirada crítica sobre el poder y la historia, desde una lucidez que únicamente puede nacer del conocimiento profundo de la derrota: la caída de la República y la victoria fascista, así como la tolerancia de las democracias occidentales hacia la dictadura franquista, fueron para Segovia, como para millones de personas en todo el mundo, una lección amarga pero reveladora de lo que en política se entiende por ética. Su poesía, y su pensamiento en general, tiene mucho de eso a lo que se refiere Gonzalo Rojas cuando dice que la escritura poética es una forma peripatética de la derrota, pensando probablemente, como Segovia, en el mismo príncipe de Aquitania, en la misma torre abolida. No es posible escindir, en Segovia, al poeta del que dialoga o confronta a la historia, al amante del hombre que camina por las ciudades atento a sus tramas públicas; Tomás, a diferencia de Cernuda, no ha querido ver la realidad como un universo radicalmente confrontado con el deseo, sino, a pesar de todas las adversidades, como su objeto verdadero. Tomás Segovia pertenece a una generación de intelectuales y artistas que modificaron sustancialmente la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo XX, una generación que en la pintura (José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Roger von Gunten) se emancipó de los estereotipos del arte nacionalista con sello oficial, que estableció un diálogo sin prejuicios con la literatura contemporánea y cultivó no sólo la creación sino también la crítica (Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes o el heroico Juan García Ponce) y que junto a Octavio Paz se lanzó a la aventura de renovar la cultura en México retomando el espíritu universalista de Alfonso Reyes y los llamados Contemporáneos, primero desde la Revista Mexicana de Literatura, que Segovia dirigió, más tarde desde la revista Plural, de la que fue Jefe de Redacción, y después desde Vuelta. Aquellos medios no sólo sufrieron en alguna ocasión el acoso del poder político (Plural, como parte del diario Excélsior, padeció el golpe del presidente Luis Echeverría contra aquel medio), también la incomprensión de una izquierda presa del maniqueísmo que impuso la Guerra Fría, esclavizada por los dogmas de soviéticos y cubanos. En el México de aquellos años, con un partido de Estado (el PRI ) en el poder, con las libertades políticas acotadas y el trauma de las masacres de Tlaltelolco y del jueves de Corpus Christi, con una izquierda que se debatía entre asumir plenamente la lucha por la democracia o empuñar las armas y subirse al monte (y que en realidad hizo ambas cosas), o con una derecha clerical aunque demócrata, tantas veces aislada en los espacios de una moral de sacristía y temerosa de cualquier innovación en las costumbres, los espacios de reflexión abiertos por Octavio Paz, el poeta de Libertad bajo palabra y Blanco, el crítico de los gulags que había renunciado a ser embajador en la India de un gobierno con las manos manchadas de sangre joven, fueron ventanas abiertas al aire fresco, cuyas repercusiones en la cultura mexicana son ya definitivas. En estos medios se generó una reflexión sobre la naturaleza del Estado, ese “ogro filantrópico” que decía Paz, así como contra los dogmas de la izquierda, donde cabría destacar la lúcida crítica de Gabriel Zaid al Estado improductivo y a los múltiples espejismos del progreso. La democracia, sobre todo en lo que se refiere al sistema de partidos, pero también del liberalismo económico, se convirtió hacia finales del siglo XX en referentes indiscutibles de legitimidad intelectual, en México como en casi todo el mundo. En el camino fueron desapareciendo, aunque prácticamente impunes, las dictaduras militares de América Latina, mientras los estados totalitarios de Europa del este transformaban a sus funcionarios comunistas en flamantes empresarios y ejecutivos de ventas. Lo que no desapareció fue la industria de la guerra (ni la guerra, se entiende) ni el hambre ni la pobreza, y la amenaza que la urss representó para Occidente fue sustituida por la emergencia del fundamentalismo islámico, mientras los conflictos nacionalistas volvieron a provocar, en el centro de Europa, tragedias que nos recordaron las ocurridas durante la Segunda Guerra. En este paisaje se ha dado muchas veces por terminado el debate sobre la legitimidad del orden social fundado en las leyes del mercado, es decir las de la competencia y la máxima ganancia. Apenas, desde ciertas minorías políticas y alguna contestación social, se vuelve a replantear la crítica del capital, mientras las ideas políticas dominantes se han situado dentro de un discurso teológico (de Geoges W. Bush a Bin Laden), tras de cuyas referencias a Dios se encubre una feroz lucha por los recursos del planeta y los intereses confrontados de las grandes empresas. Aun así, no ha desaparecido, o por lo menos no del todo, cierta desconfianza acerca del sentido ético y civilizatorio de lo que Carlos Marx llamó “la lógica del cálculo egoísta”, y algunas voces insisten en poner sobre la mesa su crítica. Tomás Segovia ha querido volver sobre estos asuntos (digo volver porque muchas cosas de las que habla en este texto fueron materia de ensayos como “Los intelectuales y la prosperidad” o “La tercera vida de Nerval”, allá por los años sesenta). Lo hace a partir de un ejercicio del pensamiento poco convencional que recuerda al de Walter Benjamin, donde el curso de sus reflexiones sobre la naturaleza social tienen más que ver con las ideas estéticas que con las ciencias políticas. Recientemente Ediciones sin Nombre publicó en México su más reciente libro de poemas, Salir con vida, que acaba de aparecer también en España bajo el sello editorial de Pre-Textos. Se trata del libro de un poeta que a través de su obra nos ha acostumbrado a conocer las razones de su corazón, un corazón al que han tenido acceso no sólo los objetos de su amor, sino también los cirujanos, y que regresa del quirófano con la impresión de haberse sobrevivido, de ser una especie de fantasma de Tomás Segovia, pero que a pesar de ello vuelve a decir del amor como el último y verdadero sentido de la vida:
En Salir con vida, Segovia incluye un puñado de poemas titulados “Recalcitrancias”, donde hace suya –sin ser solemne pero tampoco banal, entre Góngora y Machado– la resistencia de la palabra poética frente a los valores del consumo y la ganancia:
Esta entrevista puede ser leída como una continuidad de lo dicho en verso pero por otros medios, una afirmación de su disidencia desde el espacio del diálogo, desde cierta soledad y contra el consenso, de lo que piensa y defiende el poeta. A mediados de diciembre del año pasado me encontré con Tomás Segovia en el café Comercial, en la madrileña glorieta Bilbao, donde habitualmente el poeta trabaja con su diminuto ordenador Palm conectado a un no menos breve teclado desmontable –en aquel momento terminaba de traducir la obra completa de Gérard de Nerval, próxima a publicarse por la editorial Círculo de Lectores. Finalizaba el año 2003, todavía gobernaba un arrogante José María Aznar y las tropas españolas permanecían en Irak en contra de la opinión de millones de españoles para colaborar en la ocupación estadounidense de aquel país bajo el emblema del toro de brandy Osborne, Al-Qaeda preparaba la masacre de la estación de Atocha y la izquierda española aún no se imaginaba capaz de quitarle el poder a la derecha en las urnas. Ya que está sobre la mesa el poeta romántico, me gustaría que empezáramos por recordar aquel ensayo de 1967, “La tercera vida de Nerval”, donde sugieres que Carlos Marx hubiese sido más preciso si en lugar de llamar a su pensamiento materialismo histórico lo hubiese definido como materialismo romántico. Cuando Nerval se refiere al materialismo lo hace en su sentido corriente: un materialista es el que se interesa por las cosas materiales, por el dinero, las propiedades, el poder, etc. Cuando Marx dice materialismo no lo hace en el sentido científico contemporáneo –hoy los científicos dudan de la existencia de la materia– sino en el de Nerval. Cuando los románticos inauguran un cierto historicismo lo ven en ese mismo sentido, no en el de la Odisea, que no se puede verificar, sino en el de las vivencias y la experiencia; a eso le llaman materialismo. Lo que hacen es descubrir el tiempo pero no en el sentido de los físicos, sino en lo que yo llamo el tiempo como cumplimiento. Detrás de ellos hay una idea de la significación, que es la otra manera de ver la historia: como significación en el tiempo. En este sentido se puede contar la evolución de los peces pero no la historia de los peces, porque la historia es exclusivamente humana en cuanto relato de la significación, es decir del valor, de lo que ha sido valioso o deseado. También podemos decir que la historia es la historia del deseo. Cuando los románticos inauguran la idea de que el hombre se entiende y se realiza en la historia, comprenden esta última en cuanto significación o historia de los lenguajes. Una de las descripciones de la razón, es que ésta no es otra cosa que el lenguaje vuelto sobre sí mismo, como metalenguaje o crítica del lenguaje que busca lo que en verdad dice lo que se dice. Poincarré, que está en el límite de la física tradicional y la física relativista, dice que la ciencia es un lenguaje bien hecho, es decir el lenguaje de la razón. Lo que el romanticismo descubre en el siglo XVIII –porque el romanticismo es una revolución que sucede en el XVIII y no en el XIX– es que la razón no sólo ha depurado el lenguaje sino que también lo ha matado. Lo que los románticos dicen es: “nosotros sabemos lo que Homero dijo pero también lo que quiso decir sin darse cuenta, cómo se hace un poema épico y cuál era el contexto histórico que hizo posible su escritura, pero al saber eso hemos perdido el poder de escribir la Ilíada.” Pero esta reflexión no se la hacían confrontados a la razón o contra la ciencia, sino desde la razón y con la ciencia. Los románticos eran científicos y se consideraban herederos de Rousseau y Voltaire, lo que buscaban era la síntesis, eran críticos de la objetividad que nos hizo perder el genio, por eso se acercan a los lenguajes oscuros, como el religioso o el mágico, al lenguaje de los que han sido proscritos por la razón: los locos, los niños, las mujeres, los salvajes. El romanticismo se interesó en los lenguajes que no son obra de los varones blancos, adultos, razonables, cultivados y ricos, del honnête homme un hombre ejemplar, que gracias a su superioridad tiene derecho a oprimir a la mujer, al loco o al salvaje. La rebeldía romántica es revolucionaria en la medida que reivindica los lenguajes oscuros. Nerval es el ejemplo típico de esa búsqueda, que también encarna en el mito de Frankenstein o en aquel grabado de Goya: “El sueño de la razón engendra monstruos”. Los románticos buscaban entonces una cierta emancipación de los cánones de la razón en cuanto negación de la libertad y es eso lo que los acercó a la revolución. Uno de los mitos del romanticismo es el magnetismo. El magnetismo es donde se une el materialismo científico de la electricidad con un sentido espiritual del lenguaje. Para ellos la electricidad era la zona donde el universo de las leyes físicas se cruzaba con el universo interior de los hombres: gracias a ello desarrollan el mundo moderno. Lo que busca la revolución romántica no es negar la ciencia sino encontrar una ciencia que además procure la libertad del espíritu, la creatividad: la electricidad como alma. El deseo romántico se realiza bajo la forma de la Revolución Francesa, pero cuando las ideas pasan a la acción política inevitablemente se enajenan. Nerval, en Los iluminados, cuenta cómo, en una cena donde coinciden los promotores de la ilustración, Jacques Cazotte, que era un profeta, anticipa lo que les va a pasar a los comensales cuando llegue la revolución –porque todo el mundo estaba esperando la revolución en Francia casi veinte años antes. En aquella cena, Cazotte les dice: “Tú vas a morir en la guillotina, tú vas a venderte por un pedazo de pan, tú vas a comer ratas en la cárcel”, etcétera. Al final dice que él también va a morir en la guillotina y que todo lo harán los personajes que van a hacer realidad lo que la ilustración ha propuesto: “Los jueces que nos van a asesinar lo van a hacer en nombre de Diderot, de Voltaire y de Rousseau”. Esto está escrito después de la revolución, desde luego, y es muy probable que no haya sucedido así, pero lo que sí es posible que pasara es que los ilustrados anticiparon la enajenación de sus ideas en cuanto éstas fueran asumidas por los hombres de acción, por los políticos. Eso es exactamente igual a la forma en que Octavio Paz cuenta la revolución socialista en Rusia: es la idea de que la utopía en el poder es asesina. No es que el pensamiento utópico pueda ser criminal, o que haya sido secuestrado por manos criminales de un modo desafortunado. En lo que todos estos autores coinciden, grosso modo , es en que el utopismo, que en esencia es la institución del paraíso en la tierra (la “sociedad perfecta”, “sin clases”, “libre de la enajenación del capital”, o lo que quieras), tiene un origen religioso aun cuando no lo asuma e incluso lo niegue (caso del marxismo) y, más aún, como es evidente, un origen religioso milenarista, con todas sus implicaciones de guerra santa entre las fuerzas del bien y del mal. Por eso, la persistencia de la represión industrializada y las matanzas masivas en todos los países del socialismo real no es circunstancial, desafortunada o contingente, sino necesaria en términos de congruencia argumentativa, o sea, producto de una lógica perversa, pero incuestionable en su coherencia interna. Evidentemente los románticos se aterraron al ver que el espacio de la revolución social, la plaza pública, era ocupado por la guillotina, pero eso no les hizo cambiar la idea de la emancipación del hombre. La desilusión que produjo la Revolución Rusa, en cambio, no es la misma que suscitó la revolución francesa: ante la Revolución Francesa se unió toda Europa y la revolución sólo pudo subsistir traicionándose, convirtiéndose en el imperio de Napoleón, quien finalmente la asumió al suprimirla y llevó la revolución a toda Europa. El resultado es que sesenta o setenta años después todas las naciones europeas van hacia la democracia tal como la concibió la Revolución Francesa. Lo que pasó con la revolución soviética es que el mundo que le siguió fue antisocialista. La sociedad que fue relegada por la Revolución Francesa esperó a la otra revolución, la de 1848, para vencer, y venció. La sociedad que fue desplazada por la revolución bolchevique no quiso aprender nada de ella, no salvó sus verdades desechando sus mentiras como hizo la Europa del siglo XIX, sino que restauró simplemente la misma injusticia, la sociedad de los ricos. La sociedad del orden y no la de la justicia, se impuso a la revolución socialista. Orden versus justicia, izquierda versus derecha. ¿Tú crees que los conceptos heredados de la Revolución Francesa son todavía útiles para comprender las diferentes actitudes frente a la política o frente a la sociedad? La política es un espacio que tiene dos polos: la justicia y el orden. Aun cuando no existen sociedades sin poder –o las que existen son tan primitivas que no cuentan– el poder necesita justificarse, y su justificación es ésa: que procura orden y justicia. En los hechos, todo lo que se gana en justicia se pierde en orden y todo lo que se gana en orden se pierde en justicia. La izquierda es en principio aquella que está dispuesta a sacrificar algo del orden a favor de la justicia y la derecha es quien prefiere sacrificar la justicia en nombre del orden. Por eso se entiende que las posturas de izquierda y derecha cambien tanto, porque la polaridad es ésa y esa polaridad se manifiesta distinta en diferentes contextos. Estos dos polos ¿no podrían definirse también en términos de libertad y justicia, donde el liberalismo defiende la libertad de mercado y las libertades políticas, fundamentalmente las individuales, mientras que la izquierda tiende a valorar más la igualdad, la solidaridad y el bien común? Lo que sucede es que el poder, a su vez, es polo. Y en esa otra polaridad existe un espacio de representación y un espacio de lucha de la sociedad contra el poder y del poder contra la sociedad. El poder siempre intentará quitarle libertad a la sociedad, libertad en el sentido de poder de decisión. Lo que yo he aprendido es que yo salí de la España dictatorial que despreciaba la libertad y perseguía a la izquierda, y en nombre de esa misma izquierda en Rusia se metía a la gente en campos de concentración. Desde muy pequeño empecé a pensar que el problema no era sólo entre izquierda y derecha, que el problema es también el poder mismo. Esa crítica al poder ha tenido dos contestaciones: desde el comunismo libertario y desde el liberalismo burgués. Esta última es la que se ha impuesto como crítica del Estado en favor de la iniciativa de los individuos en el contexto del mercado, y de éste como el espacio determinante de las relaciones entre aquéllos, mientras el pensamiento libertario ha pasado al desván de las utopías. El liberalismo es crítico no del poder, sino de un Estado cuyas políticas tienden a favorecer la justicia. La izquierda por su parte es crítica del poder del Estado cuando éste privilegia el orden sobre la justicia. Nadie ha atacado últimamente al Estado como la derecha y lo ha hecho en nombre de la libertad, sobre todo de la libertad de enriquecerse y consumir. Pero el discurso liberal asegura que es justamente la libertad de mercado la que permite el desarrollo de las demás libertades. El argumento es que existe una tendencia al equilibrio y que el crecimiento de la riqueza de unos se traduce en el bienestar de todos. Hemos visto que esto no es cierto. Pero el liberalismo se asume como el representante del progreso y argumenta que ese reparto de la riqueza a través del mercado se ve frenado por quienes se resisten a las leyes del mismo en nombre de la justicia. De este modo la izquierda es representada ahora como conservadora: frente a los liberales de hoy, los enemigos del progreso son los restos del pensamiento socialista y comunista, el indigenismo, etcétera . El problema radica en que la izquierda se creyó progresista, pero el progreso por sí mismo no es un valor de izquierda. El progreso puede ser tan de izquierda como de derecha según el contexto. Hoy en día la idea dominante de progreso es de derechas y la izquierda en efecto no hace otra cosa que estorbar al progreso. La izquierda se opone al progreso en la medida en que ese progreso se opone a la justicia. La izquierda se opuso a las máquinas en la revolución industrial inglesa; es cierto que las máquinas pasaron encima de los obreros y que ese desarrollo industrial trajo consigo, posteriormente, cierto bienestar a la sociedad, pero por lo menos hay que reconocer que esa crítica del progreso valió la pena, porque no todo lo que es progreso es en principio justo. El problema de la izquierda contemporánea es que ha dejado de ejercer la crítica del progreso y ha asumido el programa de la derecha aunque con algunos matices. Pero no bastan esos leves matices si no se declara la diferencia. Regreso a la contradicción entre los dos polos esenciales: orden y justicia. Los conservadores han hecho la crítica del progreso en defensa del orden, no de la justicia, y yo hago la crítica del progreso en defensa de la justicia, no del orden. El contenido del discurso está también en el contexto. No hay más contenido que el contexto. Significar es usar. El uso es el que significa. ¿No te parece que en muchas ocasiones los liberales idealizan las ventajas de las sociedades regidas por el mercado, que se refieren a una especie de capitalismo utópico y minimizan la naturaleza del capitalismo realmente existente? Los liberales contemporáneos hacen lo mismo que le reprochaban a la izquierda dogmática e ideológica cuando pontificaba sobre las bondades del socialismo: convierten la idea de progreso en una entelequia, la vacían de contenidos precisos y en la práctica la reducen a la posibilidad o no de consumir, no de ser más sabios, más libres, más felices, sino más consumidores. Tu crítica del progreso tiene sus raíces en el pensamiento romántico más que en la crítica al capital, es una visión que necesariamente pasa por la crítica de la política, del lenguaje político. En una conversación, probablemente apócrifa, Goethe le dijo a Napoleón que no creía en el destino, dicen que éste le respondió que el destino es la política. En mi juventud se pensaba así: el hombre es un ser histórico y la política es la que condiciona todo. Yo muy pronto empecé a desconfiar de eso. La política en todo caso es una instancia donde las significaciones se transponen al entrar en su dominio y dejan de significar lo mismo. Yo no creo que la política sea la historia, pienso que hay que superar la política para volver a la historia. Hoy en día, y quizá siempre, la política frena la historia. La política es el otro lado de la sociedad, no es cierto que la expresa, en la medida que la traduce la sustituye. El poder en todo caso representa. Es importante el mecanismo de esa representación, no es lo mismo representar por designio divino que por herencia o por elección, pero representar en términos políticos no es lo mismo que en la semiología, porque el poder no es un hecho simbólico sino fáctico, no es metafórico, es literal. ¿Cómo se puede representar literalmente? Es imposible. El poder, lo mismo el poder monárquico que el poder democrático, representa la soberanía, que siempre, unos y otros lo han dicho, es del pueblo. ¿Pero qué soberanía es esa? Es una soberanía que no existe más que en la forma de entregarla. No hay más soberanía que la soberanía representada. Esa crítica de la política te acerca al anarquismo. Si uno pudiera estar seguro de que es posible una sociedad sin poder constituido seguro que yo sería anarquista, lo que pasa es que no puedo confiar en que la abolición de un poder no provoque la inmediata sustitución por otro. Es lo que le pasó a la generación de Nerval, que asistió a la caída de un poder y se encontró frente a la guillotina. Se dice muchas veces que el romanticismo fue reaccionario pero no es cierto, lo que pasó es que vio cómo la monarquía era sustituida por la cuchilla. Sin embargo el romanticismo es revolucionario en la medida en que cree que la revolución es producto de la irrupción de la sociedad y no de la manipulación de la política, como piensan los reaccionarios. Hay una frase que a mí me gustó mucho porque en mi juventud siempre me reprocharon que yo no estaba politizado: decía Horkheimer que toda politización es de derechas y me parece que tiene toda la razón. A los jóvenes izquierdistas de principios de los sesenta que nos reclamaban a los poetas escribir versos mientras el pueblo muere de hambre, yo les respondía que la política es el opio de los pueblos, porque la política enmascara. Por cursi que parezca la ética está por encima de la política. La política es cada vez más un mero instrumento mientras que el valor es cada vez menos relevante. ¿A qué te refieres cuando hablas de valor? El valor es el correlato del deseo. Vale lo que es deseable. Me parece que el deseo es lo primero. El mundo como vida primero vale y después es. ¿Cómo puedo imaginar un mundo sin mi vida? El hombre nace animal y se hace hombre, y si se hace hombre es porque el mundo vale. O para decirlo de un modo suavecito: el valor no depende del ser, el mundo vale porque vale, no porque es. El mundo es el correlato del deseo. Lo que vale vale porque es deseable y lo que se desea se desea porque vale. Es la misma cosa mirada desde diferente punto de vista. Es a lo que se refiere Rilke cuando reivindica al animal que vive en lo abierto frente al hombre que vive en lo cerrado. Lo cerrado es la entrega de la libertad, de la libertad de desear. La política cosifica el valor, esconde, manipula, oblitera y miente cuando se refiere al valor, es decir cuando se refiere a lo que es bueno. Hoy día todos los políticos proponen lo mismo, progreso y libertad, pero nunca aclaran bien a bien qué entienden por progreso y menos por libertad. Ante el derrumbe de la crítica del progreso desde la izquierda y entendido éste casi exclusivamente como el desarrollo del mercado, o sea del consumo, se ha abierto el camino a la crítica del progreso desde el espacio de las ideas religiosas. ¿El valor de la justicia ha sido sustituido por la idea de Dios? Cuando la derecha triunfa y consigue sus metas en ausencia de la izquierda suscita necesariamente los fundamentalismos, lo mismo que los nacionalismos y los particularismos. El hombre sigue deseando el valor, la verdadera libertad, y que la vida humana sea valiosa. La derecha degrada la libertad porque la convierte en puro instrumento para el consumo y la vida humana deja de valer. La derecha en la oposición ha reivindicado la libertad frente a los límites que muchas veces le han impuesto los deseos de justicia. Pero la derecha en el poder, como lo está ahora en términos planetarios, degrada la vida humana, convierte al hombre en un ser que no tiene ningún valor en sí mismo y por lo tanto le arrebata su dignidad. Así se explica que esa dignidad se busque en las religiones y en los nacionalismos. En realidad el integrismo religioso y el nacionalismo son lo mismo, o por lo menos se parecen mucho. ¿El integrismo y los nacionalismos son otra forma de usurpación del valor? La falta de dignidad, es decir de valor de lo humano, lleva a un proceso de negación del otro. Para poder ser yo tengo que afirmarme bajo la forma de negación del otro, para poder ser yo tengo que decir que soy diferente. Eso es lo que han reivindicado los machistas para oprimir a las mujeres y los blancos para oprimir a los negros. El hecho diferencial es la justificación, vagamente biológica o histórica, de la injusticia. ¿Pero no es esa misma diferencia la que han reivindicado el feminismo o los movimientos homosexuales, la que hoy toma la forma de un nuevo indigenismo? El que llamamos otro es el que ha sido descubierto por el uno, y se encuentra en un estado de debilidad frente a la fuerza de quien lo descubre, lo nombra y, la mayoría de las veces, lo somete. La antropología es la reflexión de occidente sobre la naturaleza humana de esos otros. No es lo mismo, no se parece en nada, afirmar una identidad –y a partir de esa identidad una diferencia–, cuando se está abajo que cuando se está arriba. Es un absurdo equiparar los discursos sobre la supremacía blanca en Estados Unidos o en Sudáfrica con las afirmaciones de los negros en esos mismo países, como no se parece en nada la exaltación de la raza aria en la Alemania nazi a la defensa que hacen algunos indígenas de su cultura. Insisto en que los discursos se dan en un contexto determinado, son ellos mismos contexto, y que cuando se les compara al margen de sus referentes se puede llegar al absurdo. Por lo mismo es un despropósito equiparar las demandas de los indígenas con los discursos nacionalistas, incluso racistas, que se dan en el contexto europeo: defender la diferencia como vasco o serbio nada tiene que ver con hacerlo como maya o quechua. Ahora se insiste mucho en que las demandas de algunos pueblos indios son reaccionarias, o sea que se oponen al progreso y la modernidad; quienes aseguran eso tienen razón en parte, porque muchos de esos indios se resisten a la modernidad en la medida en que esa modernidad es percibida como injusta. Defender la identidad para defender la justicia no es lo mismo que defender la modernidad para legitimar un orden donde lo que prevalece es su contrario. Pero la propia izquierda, o una parte significativa de ella, se ha hecho también liberal. Hay temas donde lo que se piensa en la derecha española se comparte plenamente por la izquierda británica. Cuando hay un vacío de aquella actitud que defiende al hombre como fuente del deseo, correlato del valor, se impone la derecha. Por eso yo creo que existe una traición inmensa en Tony Blair: que Bush defienda con sus cañones el libre mercado y los intereses de las compañías norteamericanas en el mundo, y diga que eso es la libertad y la democracia, es natural, pero que lo afirme un partido que se asume de izquierdas, el laborista, es de una indignidad notable. El personaje más despreciable de los últimos años es Blair, sólo comparable con otro inglés, con Mister Chamberlain, el que traicionó a la España republicana y a Europa entera frente al fascismo. En cuanto a la derecha española, su posición es comprensible porque España no es del todo Europa. A la Europa contemporánea la definen entre otras cosas su carácter laico y la derrota del fascismo, pero España no es propiamente laica y aquí no se ha hecho una revisión crítica del fascismo como la que sucedió en toda Europa después de la guerra. Un ejemplo de esto es que el Estado español se niega a compensar dignamente a las víctimas de la dictadura y a abrir las fosas comunes donde fueron enterrados los represaliados del régimen, en cambio patrocina a una fundación cuyo propósito es preservar y difundir la memoria de Franco. Da la impresión de que el liberalismo se alimenta de los totalitarismos para legitimar la defensa de lo que tú señalas como la supremacía del orden sobre la justicia. Nadie favorece más el discurso de los poderes aliados de Estados Unidos en el mundo musulmán como los ayatolas y los talibanes, ni hay nadie que le regale mejores argumentos a los Estados Unidos en América que Fidel Castro. Fusilar a un disidente, como hace Castro, es tan abominable como ignorar la legitimidad de los tribunales internacionales que persiguen a los criminales de guerra, pero nadie ha dicho nada, o pocos han dicho poco, frente al desprecio de Estados Unidos a las instituciones universales de justicia. Bush y Castro aplican con igual impunidad la pena de muerte, pero el primero gobierna sobre toda la humanidad y el segundo una isla, ambos se representan a sí mismos como el bien absoluto frente al mal absoluto. Pero es evidente que Cuba no es el bien absoluto, como también es obvio que no es el mal absoluto. Sin embargo, frente a la lógica del más poderoso, los crímenes de Bush tienden a mostrarse como relativamente justificados y los de Castro no. La izquierda hoy es incapaz de decir esto con claridad porque la verdad ofende a sus electores: a los de izquierda porque no quieren ver la verdad del castrismo y a los otros por que no quieren confrontarse con el imperio. Si en la democracia no se puede decir la verdad, la democracia tiene un puñal clavado en el corazón. Yo he tratado toda mi vida de no caer en el pesimismo pero de momento me parece que el hombre está manipulado, que el hombre no quiere la libertad, que el hombre quiere permiso para matar. Entiendo que los liberales no quieren matar al de al lado, pero sí se proponen chuparle la sangre. Lo que el liberalismo reclama es permiso para chuparle la sangre al vecino. Tú perteneces a una atmósfera cultural que ha viajado de ciertas posturas de izquierda al liberalismo; la que va de la participación de Octavio Paz en el Congreso Antifascista de Valencia a la defensa del liberalismo y la democracia occidental frente al comunismo, ¿cómo te ves frente a ella? Tengo muchos amigos de mi edad a quienes tengo que recordarles que existió una época en que PC no quería decir Personal Computer. A muchos de mis compañeros de viaje –y a muchos de mis maestros, porque Octavio fue mi maestro– se les fue olvidando eso, pero a mí no. Quizá lo que pasó es que a diferencia de otros yo nunca fui estalinista; a mí desde muy joven me llamaban reaccionario, y me ha tocado ver que bastantes de quienes me llamaron reaccionario hoy me dicen nostálgico del comunismo. Yo nunca he negado el comunismo porque nunca afirmé que el comunismo ruso fuera la salvación. Se trata de preguntarnos si creemos o no creemos en el hombre y se trata también de preguntarnos si queremos o no hacer el mundo más justo, y no sólo más justo sino más bello, más deseable y más libre –libre también para los pobres, no solamente para los ricos. En tu libro de poemas más reciente, Salir con vida, publicas un puñado de poemas a los que titulas Recalcitrancias, ¿te has vuelto en verdad un recalcitrante? Es sabido que muchos de los nombres que damos ahora a las corrientes literarias o artísticas fueron en un principio insultos: romántico era un insulto, cubista era un insulto, incluso surrealista. He dicho, en prosa y en verso, que hay momentos en que la única dignidad humana está en la resistencia, y la recalcitrancia es una forma de resistir. La derecha acusa a quienes todavía defendemos una especie de idealismo de izquierda de resistirnos al progreso y yo lo acepto. Cuando Octavio Paz empezó a hablar del fin de las ideologías yo empecé a decir que era el fin de la ideología en Octavio. Yo sigo creyendo en la pertinencia de la ideología siempre que entendamos por ello tener o proponer un sistema de valores. Tras la caída del muro de Berlín se le reprochaba a la izquierda haber cometido muchos horrores en nombre de la ideología, y es verdad, pero deducir de eso que proponer ciertos ideales sociales, que proponer una sociedad valiosa, implica asesinar a la gente, es lo que se llama paralogismo: no es verdad. Es como la famosa frase de Danton, “Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”, que es absolutamente cierta, pero deducir de ello que la libertad no es más que fuente de crímenes es una aberración. ¿De verdad piensas que después de este largo proceso la humanidad ya no quiere la justicia sino permiso para matar? No es el ser humano en general, pero sí la perversión que ha producido este ciclo. El ser humano podría liberarse de la sociedad del orden, pero las armas creadas por la sociedad de los ricos, este adoctrinamiento continuo de los medios de comunicación en su favor, ha producido un tipo de ser humano que se ha dejado convencer de que se realiza como hombre en la medida en que posee licencia para matar. Creo que todavía es posible que el hombre supere ese aparato de manipulación planetario y vuelva a amar la justicia, la belleza, el valor, la libertad y la dignidad, y vuelva a buscar donde debe buscar: en la justicia, no en la fuga de los fundamentalismos y los nacionalismos. Yo aspiro a que el hombre busque la dignidad dentro de la libertad, porque la dignidad del hombre es la libertad, no el sometimiento a los poderes religiosos. Mientras haya quien piense que la dignidad está en la religión el liberalismo seguirá imponiéndose mediante la idea de que la libertad está en el mercado, cuando es evidente que el mercado no puede ser libre, que el mercado es esclavizante por naturaleza. Desde siempre hemos sabido que el hombre es esclavo del dinero: ¿cómo entonces el dinero nos va a hacer libres? ¿No es el mercado también el gran escenario del deseo, la feria de los deseos? El hombre es obra del deseo. ¿Qué es lo que hace persona a un niño? El deseo. El niño, sus padres y la sociedad desean que el niño se haga hombre. El niño desea angustiosamente hablar y ser persona. La historia es el deseo de ser de la humanidad. Si los hombres dejan de desear ser hombres, desaparece la humanidad. Estamos sostenidos por ese deseo. Las cosas que el mercado le ofrece al deseo cumplen con cierto apremio del deseo, pero en otro sentido obliteran el deseo de ser libres, de ser dignos. El deseo verdadero implica que haya deseo falso o menos verdadero. Lo mismo sucede con el lenguaje: si no hay velo o mentira, tampoco hay revelación, pero la mentira y los velos ocultan la revelación. Lo que es ridículo es pensar que la mentira dice la verdad o que lo que cumple el consumo es el verdadero destino del hombre. La globalización no es otra cosa que la invasión planetaria de Occidente, de un Occidente que carga con una gran traición, la traición de Platón, que vio el abismo del deseo, el abismo del bien –y el bien es vertiginoso, tan terrorífico como el mal–, y se dio cuenta de que el deseo es el fundamento, pero concluyó que el deseo era carencia, que sólo somos capaces de desear lo que no tenemos. Según el platonismo sólo puedo desear ser el ser que no soy, por eso el mercado no crea satisfactores del deseo sino carencias para después satisfacerlas. Una cosa es que yo pueda, en efecto, desear cosas que no tengo, y otra es que sólo pueda desear lo que no tengo. Ese paralogismo nos lleva a negar que puedo desear lo que tengo. La estrategia del mercado consiste en hacerme creer que yo deseo todo lo que no tengo, incluso el mercado me quita lo que tengo para después vendérmelo, para que después lo desee. Ahí está sostenido el más rudimentario machismo, que piensa que sólo se puede desear a la mujer que no se tiene y que una vez que se ha tenido se deja de desear. Eso es absolutamente falso y para demostrarlo están las mujeres, a quienes esto no se les pasa por la cabeza. El personaje que me ha entendido muy bien esto, que piensa como yo, es Julieta. En la escena del amanecer en Romeo y Julieta hay unos versos que nadie cita. Dice Julieta: And yet I wish but for the thing I have: . . . the more I give thee, The more I have. En realidad al hombre le pasa lo mismo, pero se ha creído que desear a una mujer es desear meterle el pito, y no es así, desear a una mujer es, al estar dentro de ella, desear estar en ella. Lo de Julieta es notable porque a continuación dice: “porque cuanto más te doy más tengo, cuanto más me quitas más quiero darte”. Lo que Julieta está diciendo es que hay algo que sucede en el mundo del valor, que es diferente de lo que sucede en el mundo del mercado, donde lo que doy dejo de tenerlo. En el mundo del amor lo que doy lo sigo teniendo. La lógica del consumo es: o me lo como yo o te lo comes tú. En el mundo del valor es diferente, en la cama, por ejemplo, para que uno de los amantes goce no necesita que el otro no goce, todo lo contrario –mientras más goces tú más gozo yo. Lo mismo pasa en el mundo de la belleza, en el mundo del arte: cuando yo gozo una sinfonía no hay menos belleza, hay más. El fundamento de la economía es la escasez, como dijo Adam Smith: si todo fuera abundante no habría economía. En cambio la belleza no tiene que ser escasa para ser valiosa. Eduardo Vázquez Martín, “Alegato de un poeta contra la lógica del cálculo egoísta y a favor del deseo entrevista con Tomás Segovia”, Fractal nº33, abril-julio, 2004, año IX, volumen IX, pp. 137-161.
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