ÓSCAR MARTIARENA

Tranquilidad del alma y poesía

en De rerum natura

 

 

Domingo en la tarde. Ciudad Universitaria. El estacionamiento del Estadio Olímpico: desierto. En las inmediaciones, de cuando en cuando un coche pasa por el circuito que rodea el estadio en dirección a Insurgentes. Fuera de eso, todo es silencio. Estoy en la vertiente norte del Estadio, ahí donde la curva se inclina y alarga en una deriva pronunciada. Miro la enorme estructura que se alza: esbelto edificio que simula un tazón truncado dejando ver el graderío bajo las torres de iluminación. Ante mí, en primer plano, el estacionamiento se extiende como una planicie de asfalto que la topología del lugar hace ondular suavemente en colinas y hondonadas. La extensión es una enorme zona franca cruzada por un entramadoa quienes hayan avanzado ya en su estudio, dado que el tener a la vista el todo les facilitará expresar sus conocimientos a través de reglas y máximas elementales y, con ello, contarán con la posibilidad de una eficaz y rápida utilización de la teoría de la naturaleza ( physiologia ), con cuya práctica se alcanza, advierte, una vida tranquila.

Antes de iniciar la exposición de los contenidos de su teoría de la naturaleza, Epicuro presenta en la carta a Heródoto dos principios esenciales de su pensamiento. El primero se refiere a la importancia de expresar con claridad el significado de las palabras, lo que a su vez permite la emisión de juicios precisos en la investigación, en las opiniones e incluso en las dudas; y con respecto al segundo, Epicuro recuerda a sus discípulos la obligación que en el ámbito de su doctrina tiene el estar atentos a las sensaciones, a las percepciones y a los sentimientos experimentados, todo lo cual ha de permitir designar lo que queremos confirmar o lo que no nos es evidente.3 

Habiendo enunciado ambos principios, Epicuro emprende la descripción de su teoría de la naturaleza. Apunta así que nada nace de la nada, que el universo es infinito y que está compuesto únicamente de cuerpos y de vacío, ambos también infinitos. Observa asimismo que, en su infinitud, el todo ha sido siempre tal y como es ahora y que entre los cuerpos unos son compuestos y otros simples, los llamados átomos, los cuales son indivisibles e inmutables, y agrega que es a partir de éstos últimos que se constituyen los primeros.4  De los átomos eternos, es decir, indestructibles e inmutables, Epicuro afirma que el número de sus formas está definido, que el de aquellos que tienen la misma hechura es infinito, que se encuentran en perpetuo movimiento, que chocan continuamente y que por su dureza rebotan hasta que al entrelazarse se combinan formando así los mundos existentes que, para Epicuro, también pueden ser infinitos. 5  A su vez, sostiene que de los cuerpos sólidos y con su misma forma, aunque sumamente ligeras, se desprenden imágenes, emanaciones continuas, réplicas de los objetos que reproducen su forma; a tales imágenes Epicuro las llama éidola , cuya velocidad de desplazamiento depende de los obstáculos a los que enfrentan, (principio al que Epicuro sugiere conservar en la memoria dada su gran utilidad), y añade que por medio de tales imágenes nosotros no sólo percibimos la forma de los objetos sino que incluso pensamos.6  Ahora bien, dado que pensamos gracias a las emanaciones procedentes de los objetos exteriores que se introducen en nosotros, Epicuro sostiene que el error o el engaño a los que estamos expuestos en el conocimiento de la naturaleza se origina, no por la acción de los sentidos, sino por lo que nuestra opinión añade a lo percibido, la cual tiene origen en nuestra capacidad de discernir.7  Por ello, a fin de no confundir la verdad con el error, Epicuro sugiere que no olvidemos las fuerzas que actúan dentro nosotros mismos en el momento en el que conocemos a los objetos.8 

Después de apuntar que la fuente de los errores con respecto a nuestro juicio sobre los objetos, más que en los sentidos descansa en nuestro discernimiento, Epicuro se detiene en el oído y en el olfato y en la forma en la que son afectados por las emanaciones provenientes de los objetos,9  y presenta algunos elementos más de su teoría atómica: así, asegura que los átomos están formados por partes más pequeñas, aunque indiscernibles y que en el vacío, añade, la velocidad del movimiento de los átomos, cualquiera sea su forma, es la misma, aunque diferente cuando se enfrenta con obstáculos o bien cuando forma parte de un cuerpo. 10 

Es de importancia señalar además que, para Epicuro, al predicado de la existencia del vacío sólo llegamos a partir de la mente,11  y que los períodos de tiempo son concebibles sólo mediante el uso de la razón y no a través de los sentidos;12  es decir, vacío y tiempo son, para Epicuro, conceptos que la mente produce, dado que en sí mismos no son percibidos por los sentidos. De modo que si a la capacidad de formular conceptos añadimos la de discernir mencionada, tenemos que Epicuro otorga a la mente, es decir, al alma, una actividad fundamental en su teoría de la naturaleza. Ahora bien, dado que sostiene que en el todo sólo existen cuerpos y vacío, es natural que al tratar de las sensaciones y los sentimientos, Epicuro se refiera al alma en términos corporales. Así, describe al alma como un cuerpo sutil disperso por todo el organismo, formado por una mezcla de aire y calor, aunque añade que una de sus partes está constituida por partículas singulares que hacen posibles las facultades que la caracterizan, como el sentir y el propio pensamiento.13  Pero dado que dichas facultades las perdemos con la muerte, Epicuro afirma que, separado del alma el cuerpo no experimenta sensación alguna;14  añade además que, destruido el cuerpo, el alma se dispersa y pierde la capacidad de experimentar sensaciones.15 A su vez, dado que dentro de su teoría de la naturaleza considera que lo único incorpóreo que existe es el vacío, el cual no puede realizar ni sufrir nada, Epicuro sostiene que aquellos que afirman que el alma es incorpórea están errados, puesto que en caso de que no fuese corporal no sería capaz de realizar ni sufrir nada, siendo que es claro que el alma tiene ambas características.16 

En relación con los movimientos de los cuerpos celestes, así como sus órbitas, sobre los eclipses y fenómenos similares, Epicuro sostiene que no se originan por obra de ser alguno que los gobierne, es decir, que no descansan en la mano de divinidad alguna, la cual, por naturaleza, continúa, goza de completa felicidad e inmortalidad y está exenta de preocupaciones, iras y temores que tiene su origen en la debilidad de los seres humanos.17  Así, de acuerdo con su teoría, Epicuro afirma que los movimientos de los astros se producen de acuerdo con la manera en la que originariamente, después de múltiples colisiones, los átomos se agruparon y que tal conocimiento nos proporciona felicidad, en tanto nos permite conocer a la propia naturaleza y comprender las leyes supremas.18  Además, si bien reconoce que son posibles diversas explicaciones sobre el movimiento de los cuerpos celestes, lo importante es, sugiere Epicuro, tener presente que una gran turbación se produce en el alma de quienes consideran que una misma naturaleza puede ser feliz e inmortal al tiempo de experimentar deseos y realizar acciones contrarias a tales atributos; a lo que añade que sufren aquellos quienes, por su creencia en los mitos, temen un tormento eterno o incluso la muerte misma. Somos presas de tales aflicciones, asegura, por un estado irracional del alma motivado por creencias insensatas.19  Así, Epicuro afirma: “La tranquilidad del espíritu (ataraxia) nace del liberarse de todos estos temores y del rememorar de forma continua los principios generales y los preceptos fundamentales.”20 De modo que, continua, lo que conviene es atenernos a las sensaciones, a las comunes y a las particulares, que constituyen la evidencia inmediata para nuestro conocimiento. Al aplicarnos a ello, descubriremos de manera correcta la fuente de donde provienen la perturbación y el miedo, de los cuales podemos liberarnos al investigar las causas verdaderas de los fenómenos celestes y de lo que sucede a menudo y provoca gran temor al resto de los hombres. 21 

En la carta a Pitocles encontramos algunos elementos más de la teoría epicúrea de la naturaleza. Como la dirigida a Heródoto se trata de un compendio, conservado gracias también a Diógenes Laercio, en la que Epicuro se ocupa de la explicación de los fenómenos celestes, no sin antes recordar que la finalidad de tal conocimiento es alcanzar la tranquilidad del alma y una sólida confianza, las cuales son el fin, advierte, de cualquier investigación.22  A su vez, como en el caso de la carta a Heródoto, Epicuro señala que en el caso de los fenómenos celestes habría que asumir que no existe una única explicación de su naturaleza, aunque confía en que obtendremos la máxima serenidad al acudir al método de las múltiples explicaciones basadas en los fenómenos y al admitir las que tengan mayor pertinencia.23 

Asimismo, en la carta a Pitocles, Epicuro se refiere a los astros y en especial a la formación del Sol y de la Luna y a la manera en que nacen y se ocultan periódicamente, a cuyo respecto afirma que de ninguna manera habremos de considerar como causa de sus movimientos regulares a los dioses, e incluso observa que si adoptamos una posición opuesta a la evidencia de los hechos, nunca alcanzaremos la verdadera serenidad. 24 

Además de referirse a astros como el Sol y la Luna, Epicuro explica la formación de las nubes, las lluvias, los truenos y relámpagos, los rayos, los terremotos, los vientos, el granizo, la nieve, el rocío, la escarcha, el hielo, el arco iris, el halo de la luna, los cometas, las estrellas fugaces. Y en todo ello, claro está, Epicuro presenta explicaciones congruentes con su teoría de la naturaleza con las que busca dejar de lado las explicaciones míticas a las que considera, como mencionamos, fuente de la turbación y los temores de los seres humanos. De hecho, al final de la carta, Epicuro recuerda a Pitocles que sólo con la teoría de la naturaleza podrá superar los errores contenidos en los mitos.25 

Como sabemos, la carta a Meneceo, conservada también por Diógenes Laercio, inicia con una sentencia fundamental del pensamiento de Epicuro: “Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se canse. Porque para alcanzar la salud del alma, nunca se es ni demasiado viejo ni demasiado joven.”26  Epicuro acompaña tal afirmación con una más: “practique la filosofía tanto el joven como el viejo”, uno para mantenerse joven y el otro para que pueda ser joven y viejo a la vez y mantener la serenidad ante el futuro.27  Ambas, claro está, son máximas, dice Epicuro a Meneceo, necesarias para alcanzar una vida feliz; y a continuación el sabio añade algunas observaciones más: es necesario considerar a la divinidad, afirma, como un ser incorruptible, dichoso y, por tanto, inmortal; los impíos, agrega, no son los que reniegan de los dioses, sino aquellos que les atribuyen las opiniones de la multitud; los bienes y los males, apunta, no nos llegan de los dioses porque ellos, ocupados en sus virtudes, consideran extraño a todo aquel que no sea semejante a ellos.28 A su vez, Epicuro alienta a Meneceo a pensar que la muerte es nada para los seres humanos, dado que todo bien y todo mal residen en la sensación, cuya ausencia caracteriza precisamente a la muerte: “El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe y cuando está presente nosotros no existimos.”29 

Con respecto a los deseos, Epicuro sostiene que unos son necesarios y otros vanos, y que entre los primeros, unos son indispensables para obtener la felicidad, otros para el bienestar y otros para la vida en general.30  Conocer los deseos, añade Epicuro, nos permite elegir aquellos que nos conducen a alcanzar una vida feliz y, con ello, alcanzar la tranquilidad del alma. No por ello, sabemos, Epicuro condena el placer, al que entiende como ausencia de dolor y como principio de una vida feliz. Pero porque el placer es el bien primero, Epicuro sugiere no hacer uso de todos los placeres, sino renunciar a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno mayor. Con frecuencia, subraya, muchos dolores son preferibles a los placeres si a los dolores les sigue un placer superior. Así, aconseja a Meneceo un cálculo entre los beneficios e inconvenientes de los placeres dirigido a favorecer la autarquía, la autosuficiencia y el bastarse a sí mismo;31 a la par, sugiere a su discípulo alimentos frugales y placeres simples y, sobre todo, el bien superior: un buen juicio ( phronesis ), de donde provienen, señala, todas las virtudes y nos proporciona una vida feliz, sensata y bella.32  Claro está, una vida en la que se goza de la tranquilidad del alma.

II

Si con los textos conservados de Epicuro nos acercamos al fascinante y prodigioso poema de Tito Caro Lucrecio, escrito en latín a mediados del siglo I a. C. y titulado De rerum natura,33 podemos constatar que los contenidos a los que hemos aludido como propios del pensamiento epicúreo están presentes a lo largo de los poco más de 7400 hexámetros que constituyen los seis Libros del poema.

Ahora bien, es muy probable que para la composición de De rerum natura, Lucrecio haya conocido muchos otros textos de Epicuro que, a lo largo de los siglos se perdieron debido a la censura de la que fueron objeto durante la Antigüedad tardía y durante toda la Edad Media. Pero si bien es cierto que muchos de los textos de Epicuro desaparecieron a lo largo del tiempo, también lo es el que los conservados por Diógenes Laercio, cuyos momentos fundamentales hemos querido subrayar, nos dan una idea general de su teoría de la naturaleza con la que Lucrecio trabaja detenida y pródigamente la composición de De rerum natura .

En efecto, todos los contenidos de las cartas a Heródoto, Pitocles y Meneceo están presentes en el poema de Lucrecio. De hecho, De rerum natura cumple con el objetivo general que Epicuro se propone al escribir la carta a Heródoto, consistente en presentar en un sólo texto el conjunto de su doctrina con vistas a que su estudio y práctica conduzcan a la tranquilidad del alma, es decir, a la ataraxia. De modo que, a lo largo de los seis libros de su poema, Lucrecio desarrolla, a menudo ampliamente, la teoría epicúrea de la naturaleza sin olvidar ninguno de sus elementos fundamentales. Así, Lucrecio apunta que nada nace de la nada;34  que el universo es infinito;35 que son infinitos también los cuerpos y el vacío que lo constituyen;36  que los cuerpos pueden ser simples y compuestos37; que los simples, es decir, los átomos, a los que Lucrecio llama cuerpos primeros,38 son indivisibles e inmutables39 y que, al combinarse, generan los compuestos40; que el número de las formas de los átomos es limitado, mientras que el de los átomos de cada forma es infinito;41  que los átomos se encuentran en perpetuo movimiento y choque,42  hasta que llegan a formar los mundos existentes;43 que de los cuerpos se desprenden imágenes, sutiles emanaciones que replican sus formas a las que Lucrecio llama simulacros, a partir de los cuales, mediante los sentidos,44  percibimos a los objetos y pensamos.45  A su vez, al tiempo de mostrar que el vacío46  y el tiempo47  son conceptos a los que llegamos a través de la mente, Lucrecio presenta una minuciosa descripción de la naturaleza del alma,48 sutil complejo de átomos dispuesto a lo largo de todo el cuerpo,49  donde el ánimo, es decir, la mente, lugar en el que descansa el “gobierno de la vida”, es sólo una parte constitutiva aunque fundamental del todo anímico,50  el cual, en su totalidad y a la par del cuerpo, es mortal.51 

A su vez, siguiendo a Epicuro, Lucrecio se detiene en los cuerpos celestes, cuyos movimientos describe ajenos a los dioses, quienes, lejos del mundo, gozan de total felicidad y, en tanto inmortales, nada necesitan de nosotros y ni el dolor ni la ira los toca.52  Es decir, de la mano de su maestro, Lucrecio sostiene que el mundo carece de naturaleza divina, que los dioses son ajenos a su creación y, por tanto, que carece de sentido alguno el que, a partir de los mitos, supongamos un castigo después de la muerte o penas eternas,53  y sugiere, en cambio, investigar el origen de los temores y supersticiones a fin de alejarlos y alcanzar la tranquilidad del alma a través de la contemplación y el conocimiento de la naturaleza.54  De manera que, con tal finalidad, Lucrecio emprende la descripción de los cuerpos celestes, de la formación, el curso y el calor del Sol, de las fases de la Luna, de las causas de los eclipses,55 y de diversos fenómenos naturales como el trueno, el relámpago, el rayo, la lluvia, los terremotos, los volcanes, el magnetismo e incluso las epidemias.56 

En fin, tal como en la carta a Meneceo, Lucrecio insta al lector a la práctica permanente de la filosofía,57  que nos lleva al conocimiento de la naturaleza inmortal y feliz de los dioses, siempre ajenos al mundo;58  a la consideración de que la muerte no significa nada para nosotros;59  al reconocimiento de que muchos de nuestros deseos son vanos y, con ello, origen de dolor y desdicha;60 que no hay razón para adherirse a la vida o temer a la muerte;61  y que la renuncia a algunos de nuestros deseos, acaso los más persistentes, conduce a un placer superior: la tranquilidad del alma.62 

III

La presencia en el poema de cada uno de los principios contenidos en las cartas a Heródoto, Pitocles y Meneceo es muestra de que Lucrecio despliega De rerum natura a partir del núcleo duro, riguroso y sistemático de la doctrina de Epicuro. Y sin embargo, si bien es cierto que describe y desarrolla los fundamentos del pensamiento de su maestro, también lo es que Lucrecio no se limita a la mera traducción o a la repetición exacta de sus postulados. De hecho, desde el inicio del poema, desde la enigmática invocación a Venus, se muestra la magistral escritura de Lucrecio, que se extiende a lo largo de todo el poema. Escribe Lucrecio en primeras líneas:

Madre de los Enéadas, gozo de los hombres y dioses,

alma Venus, que bajo los signos errantes del cielo

animas al mar que lleva naves y a la tierra fecunda,

por ti todo género viviente es concebido

y nacido contempla las luces del sol;

de ti, diosa, de ti huyen los vientos, de ti las nubes del cielo,

y a tu llegada, para ti, la tierra artífice

ofrece suaves flores, para ti sonríen las llanuras del mar

y el cielo sereno brilla con la luz derramada. 63 

 

Y líneas después, el poeta añade su sorprendente suplica a la diosa:

puesto que sola gobiernas la naturaleza de las cosas

y sin ti nada nace a las divinas regiones de la luz,

ni nada alegre ni amable sucede

deseo que seas mi aliada al escribir los versos

que intento componer sobre la naturaleza de las cosas. 64 

Y en efecto, se trata de una súplica que nos sorprende, porque a pesar de ella, a pesar del anhelo enunciado, Lucrecio tiene la clara conciencia epicúrea, pues de inmediato la afirma categóricamente, de que los dioses se encuentran a buen recaudo de nuestros asuntos, que en nada están necesitados de nosotros y que ni los favores los alcanzan ni la ira los toca.65  Incluso, Lucrecio asevera que, más que haber sido creada por inteligencia alguna, la totalidad que habitamos es resultado de los múltiples choques de los cuerpos primeros que finalmente se han agrupado de un modo tal que, habiendo llegado a los movimientos apropiados,

hace que los ríos con las abundantes aguas de su corriente

abastezcan al ávido mar y la tierra renueve sus frutos

abrigada por el calor del sol, florezca la especie de los seres vivos

y vivan los errantes fuegos del éter. 66 

En efecto, observador por doctrina de la naturaleza de las cosas, Lucrecio describe el movimiento de los cuerpos en el todo y, en particular, el de los seres vivos, la manera en que se forman y engendran, se alimentan y viven, y tiempo después retornan a la tierra o incluso al inmenso éter:

En fin, todos somos oriundos de semilla celeste

para todos es el mismo padre de quien, cuando la generosa madre tierra

ha recibido gotas de líquido humor,

preñada pare nítidos cereales, abundantes árboles

y a la especie humana, pare todas las especies de fieras

procura alimentos con los que todos nutren sus cuerpos

y pasan una dulce vida y propagan su prole;

por lo que merecidamente ha obtenido el nombre de madre.

Retorna así de vuelta lo que antes fue de la tierra

a la tierra y lo enviado desde las orillas del éter

lo recuperan de nuevo, devuelto, las regiones del cielo... 67 

Y acaso desde la contemplación del movimiento perpetuo, desde el examen de ida y vuelta de los seres a la tierra o al éter, que es asimismo un movimiento continuo de vida y muerte, es que se producen los afanes y temores de los seres humanos, su dolor y sus tinieblas al barruntar que su propia vida habrá de dar paso a la muerte. Pero para Lucrecio, fiel a su mentor, lo insensato es precisamente huir de lo que nos es propio, correr precipitadamente queriendo evitarlo, cambiar de lugar de manera incesante en vez de conocer la naturaleza de las cosas que, con su cambio perpetuo, nos muestra que:

Hay en efecto un límite de la vida seguro para los mortales

y no se puede evitar que a la muerte vayamos.68 

Quizá por ello Lucrecio afirma que es suave contemplar a lo lejos los esfuerzos de quien lucha por evitar un naufragio, no porque el sufrimiento del otro nos genere placer sino por estar exentos de esos males, y que es suave también ver a lo lejos cómo los ejércitos se enfrentan sin tener que participar en sus luchas; no obstante, para el poeta,

nada es mas suave que ocupar los elevados templos bien guarnecidos

edificados por la enseñanza de los sabios,

desde donde puedas mirar a los otros y por todos lados

verlos vagar y buscar errantes el camino de la vida,

competir en talento, rivalizar en nobleza,

esforzarse noches y días con intensa fatiga

por elevarse al más grande poder y apoderarse de las cosas... 69 

Es decir, para Lucrecio, como para Epicuro, no hay placer superior a que “la mente disfrute de una agradable sensación alejada de preocupación y de miedo;”70  no hay mayor bien que disfrutar de la tranquilidad del alma producida por la práctica de la filosofía. Es situados en los elevados templos edificados por la enseñanza de los sabios que a distancia podemos mirar los afanes inútiles de quienes errados se empeñan en alcanzar la opulencia y el poder y, más que ocuparse de sí mismos, se esfuerzan por imponerse a los otros y competir inútilmente. Es desde la filosofía que podemos volver hacia nosotros y dominar incluso las inclinaciones propias del temperamento del que la naturaleza nos dotó y llevar una vida que se asemeje a la imperturbable de los dioses;71  es desde la filosofía que podemos gobernar nuestra vida con verdadera razón y espíritu sereno72  y acceder a los verdaderos deleites de la existencia.73 

Es también desde la filosofía, que es contemplación y conocimiento de la naturaleza, que a su vez nos enseña que la muerte es nada para nosotros, 74  que podemos distanciarnos de las narraciones que nos mantienen inquietos y temerosos del castigo de los dioses, de un supuesto tormento eterno después de la muerte:

Si tienes esto bien sabido, se ve que la naturaleza,

libre siempre, privada de amos soberbios,

por su propia voluntad todo lo hace sin la competencia de los dioses.

Pues, por los sagrados corazones de los dioses que en paz tranquila

pasan su vida plácida y serenamente,

¿quién puede regir la suma de lo inmenso, quién tener en su mano

el control de las riendas impetuosas de lo profundo,

quién a la vez hacer girar todos los cielos

y calentar todas las tierras feraces con fuegos etéreos,

o en todos los lugares estar presente en todo tiempo

para hacer con nubes tinieblas y lo sereno del cielo

sacudir de improviso, arrojar luego rayos

y destruir a menudo sus propios templos y retirándose a desiertos

enfurecerse y ensayar su venablo, que a menudo a culpables

pasa por alto y quita la vida a inocentes y a quienes no lo merecen? 75 

Es decir, para Lucrecio, la contemplación nos muestra que la naturaleza, libre de los que llama “amos soberbios”, por sí misma todo lo rige sin que medie divinidad alguna; porque, quién, pregunta, puede regir al todo en su inmensidad, hacer girar los astros, calentar las tierras, hacer tinieblas de nubes y lanzar rayos que no tocan a los culpables y si, a menudo, a inocentes. Así, en vez de mitos que involucran a los dioses, que nos prometen castigos y tormentos eternos, Lucrecio anuncia lo que llama “una nueva verdad”, a cuya contemplación invita:

Ahora dirige tu ánimo a una razón verdadera.

Pues una realidad extraordinaria y nueva se dispone a llegar

a tus oídos y una nueva visión de las cosas a mostrársete.

Aunque ninguna cosa es tan fácil que no sea, al principio,

más difícil de creer, ni de la misma manera

nada tan grande ni tan maravilloso

que no vayan todos paulatinamente dejando de admirarla.

En principio, el claro y puro color del cielo

y lo que en sí contiene, astros errantes por todas partes

y la luna y la clara luz del esplendor del sol;

si ahora todas estas cosas existiesen por primera vez para los mortales

si de improviso les fuesen ahora súbitamente mostradas,

¿qué más admirable pudiera decirse que estas cosas

o que antes se atrevieran las gentes a creer que existiese?

Nada según creo: hasta tal punto tal visión habría de ser admirable. 76 

 

IV

Al inicio de su carta a Heródoto, Epicuro, decíamos, presenta dos principios esenciales de su pensamiento. Es necesario, dice a su discípulo, expresar con claridad el significado de las palabras, lo que, a su vez, permite la emisión de juicios precisos; apunta además que es indispensable para la formulación y el ejercicio de la teoría de la naturaleza el estar atentos a las sensaciones, percepciones y sentimientos que experimentamos.

Ahora bien, en su despliegue a partir del núcleo del pensamiento de Epicuro, en la composición de De rerum natura Lucrecio sigue de cerca ambos principios. Con respecto al primero es tal su cuidado que en diversos fragmentos nos deja conocer las dificultades de formular en el latín de su tiempo, con los términos apropiados, el pensamiento de su maestro. Dice Lucrecio a Memio, al amigo a quien dedica su poema:

Y no se oculta de mi ánimo que los oscuros hallazgos de los griegos

son difíciles de ilustrar en versos latinos,

sobre todo cuando deben tratarse muchas cosas con nuevas palabras,

a causa de la pobreza de la lengua y la novedad de las cosas;

sin embargo, tu virtud y el suave gozo esperado

de tu amistad me invita a soportar cualquier trabajo

y me inducen a velar en las noches serenas

buscando con qué palabras y con cuál canto, en fin,

pueda abrir a tu mente las claras luces

para que puedas examinar a fondo las cosas ocultas.77 

Pero además de mostrar sus escrúpulos con respecto al cuidado en el uso de los términos apropiados, Lucrecio sigue también de cerca el segundo principio aludido. De hecho, no sólo lo sigue sino lo desarrolla de un modo tal que no cabría esperarse de la mera lectura de los textos conservados de Epicuro. En efecto, a lo largo del poema asistimos a una minuciosa descripción de diversas sensaciones, percepciones y sentimientos que, de acuerdo con nuestra naturaleza, experimentamos. Así, en tanto que la sensibilidad es la base de la teoría de la naturaleza epícurea, Lucrecio se detiene en cada uno de los sentidos, a los que presenta, no sólo en su funcionamiento regular, sino en los errores en los que podemos incurrir, si bien no a partir de los propios sentidos, sí de la mente, al interpretar erróneamente diversas sensaciones.78  A su vez, el poeta se detiene y describe también los sentimientos que experimentamos; por ejemplo, los propios de la pasión amorosa, a la que, desde la perspectiva de la tranquilidad del alma, describe deliciosamente;79  aunque también los que caracterizan a la inquietud que, ante la ineludible muerte, se instalan en el alma:

Si los hombres pudiesen, al igual que parecen sentir

el peso que habita en su ánimo y los fatiga con su carga,

conocer también las causas por las que ello sucede

y de dónde proviene la gran mole que se forma en el pecho,

no llevarían así la vida, cono ahora vemos a menudo,

desconocer qué quiere cada uno para sí y buscar siempre

cambiar de lugar, como si pudiera deponer la carga. 80 

A lo que líneas después, Lucrecio añade:

De este modo huye cada uno de sí y de quien, sin duda,

no es posible escapar y a disgusto está adherido y a quien odia,

porque enfermo no comprende la causa de la enfermedad;

que si la viese bien, cada uno, dejando atrás sus asuntos,

primero se dedicaría con afán a conocer la naturaleza de las cosas,

ya que está en litigo el tiempo eterno, no una sola hora,

en el que los mortales habrán de permanecer

todo el tiempo que queda después de la muerte. 81 

Es claro que las descripciones como la que acabo de citar no aparecen, ni si quiera se barruntan en los textos conservados de Epicuro. Si bien de acuerdo con el segundo principio aludido, conforme al cual para la práctica de la teoría de la naturaleza, cuya finalidad, ya lo sabemos, es alcanzar la tranquilidad del alma, es indispensable ocuparnos de las sensaciones, percepciones y sentimientos que experimentamos, es justo decir que, con sus minuciosas descripciones, a veces imágenes que son cuadros, pinturas de lo que nos sucede, Lucrecio desarrolla y enriquece la filosofía de su maestro al mostrarnos muchos de los obstáculos a enfrentar en la búsqueda de la tranquilidad del alma.

Aunque además, a lo que Lucrecio añade al pensamiento de Epicuro con sus imágenes se suma lo que tenemos a la vista desde las primeras líneas del poema. Como mencionamos, Lucrecio escribe De rerum natura en hexámetros, esto es, en la misma forma en la que escribió Homero; y, con ello, hace filosofía animado por una voluntad poética:

Y no se oculta a mi ánimo cuán oscuro es; pero con agudo tirso

una gran esperanza de gloria ha herido mi corazón

y a la vez me infundió en el pecho el suave amor de las Musas,

por el que ahora inspirado recorro con vívida mente

apartadas regiones de las Piérides no holladas antes por nadie:

me deleita recoger flores nuevas

y buscar una insigne corona para mi cabeza, de ahí

de donde las Musas no hayan ceñido ante las sienes de nadie,

primero, porque enseño acerca de grandes cosas

y me empeño en liberar el ánimo de los nudos de las religiones;

luego, porque de una cosa oscura compongo tan lúcidos cantos,

tocándolo todo con la gracia de las Musas. 82 

A su vez, a esta voluntad poética que anima la escritura de De rerum natura , acaso meramente individual, hay que añadir lo que el propio poeta dice líneas después a su amigo Memio sobre el tono de la doctrina de la que su poema se ocupa:

así yo ahora, dado que esta doctrina a menudo parece ser

demasiado amarga a quienes no la han tratado

y el vulgo hacia atrás se aleja de ella con horror,

he querido exponerte nuestra razón en el suave canto de las Piérides

y como tocarlo con la dulce miel de las Musas,

por si acaso podía retener de tal manera tu ánimo

en mis versos, en tanto que con la mirada penetras

toda la naturaleza de las cosas, con qué orden se encuentra dispuesta. 83 

Es decir, a la voluntad singular que lleva a Lucrecio a escribir poéticamente, hay que añadir un ingrediente más: la intención de quien quiere describir dulcemente, como la miel, la a veces “amarga” naturaleza de las cosas, para su amigo Memio, es decir, para el otro, para los otros.

V

Si bien la presencia de cada uno de los principios contenidos en las cartas a Heródoto, Pitocles y Meneceo es muestra de que el poema se despliega a partir del pensamiento de Epicuro, en De rerum natura Lucrecio da un giro con respecto al pensamiento de su maestro. Es cierto, lo hemos querido mostrar, que Lucrecio sigue la filosofía epicúrea en la presentación del conjunto de la teoría de la naturaleza, de la physiologia , y también en lo que constituye su finalidad: alcanzar la tranquilidad del alma. Además, Lucrecio sigue a Epicuro también en los dos principios esenciales de su teoría: en todo momento busca ser preciso en cuanto el significado de los conceptos y a largo del poema despliega sendas descripciones de las sensaciones, percepciones y sentimientos a los que es necesario atender en nosotros mismos. Incluso es posible afirmar que, en esto último, De rerum natura desarrolla, enriquece el cuerpo del pensamiento de Epicuro, en tanto que muestra la distancia que hay que salvar, los obstáculos que enfrentar, los esfuerzos que realizar para alcanzar la tranquilidad del alma. Pero si bien el dibujo de lo que hay que superar es de fundamental importancia, no está aquí todavía el giro que De rerum natura da con respecto a la filosofía de Epicuro.

En todo caso, el giro comienza a insinuarse en la voluntad poética de Lucrecio, la cual, como señalamos, pareciera ser en principio una mera voluntad individual. Dice el poeta, recordemos:

me deleita recoger flores nuevas

y buscar una insigne corona para mi cabeza, de ahí

de donde las Musas no hayan ceñido antes las sienes de nadie...

Aunque lo que parece ser mera voluntad individual toma un matiz distinto al virar hacia Memio, hacia el otro, hacia los otros, al declarar Lucrecio que con su poema busca endulzar con la miel de las musas lo amargo de la teoría de la naturaleza. Y sin embargo, ambos momentos, el de la voluntad individual y el volverse hacia el otro, sólo preparan el giro fundamental que en principio consiste en que De rerum natura está escrita en hexámetros, es decir, en forma poética, lo cual trastoca la expresión del pensamiento de Epicuro dándole un nuevo aliento.

No se trata sólo de una cuestión de estilo y, desde luego, no afirmo que el rigor del sistema epicúreo se pierda o se debilite en De rerum natura. El giro consiste en que, al escribir en forma poética, Lucrecio nos entrega la posibilidad de una mirada también poética hacia la naturaleza. Pero hay que añadir que, la que Lucrecio nos ofrece es una mirada poética hacia la naturaleza cernida a través del ejercicio de la filosofía y de uno de los sistemas éticos, el de Epicuro, más rigurosos que haya conocido Occidente.

Así, a lo largo de los seis libros del poema, Lucrecio nos entrega en De rerum natura la multiplicidad del todo expresada poéticamente: los astros y los átomos, el tiempo y el vacío, los mares y los montes, la lluvia y la nieve, el Sol y la Luna, el trueno y el rayo, el alma y la muerte, tienen lugar poéticamente en la forma y la belleza en las que son descritos. Es decir, en su poema, Lucrecio nos entrega una naturaleza que en sí misma es poética, al tiempo que nos invita a habitarla poéticamente sin olvidar que su contemplación y conocimiento ha de conducirnos a la imperturbabilidad, a la tranquilidad del alma, a la ataraxia. Y al hacerlo, Lucrecio ensaya una vía que, al dar un giro a partir del pensamiento de Epicuro, abre una posibilidad para la existencia con la cual es posible enfrentar los temores, las tinieblas y supersticiones, las amenazas de la religión, el azar de la naturaleza, la muerte misma. Con De rerum natura Lucrecio abre una posibilidad para la existencia en la que pensamiento y forma, tranquilidad del alma y expresión poética, filosofía y poesía se funden en una unidad indisoluble.

 

NOTAS

1 Epicuro, Carta a Heródoto (35), en Diogène Laërce, Vies et doctrines des philosophes illustres , Deuxième édition, Le livre de poche, Librairie Général Française, 1999, pp. 1264-5. Los números entre paréntesis que aparecen en las citas de las obras de Epicuro refieren los fragmentos correspondientes al Libro X de la obra de Diógenes Laercio.

2 Op. cit ., (36-7), pp. 1265-6.

3 Ibid ., (38), p. 1266.

4 Ibid ., (39-41), pp. 1267-9.

5 Ibid ., (42-45), pp. 1269-70.

6 Ibid ., (46-49), pp. 1271-3.

7 Ibid ., (50-51), pp. 1273-4.

8 Ibid ., (52), p. 1274.

9 Ibid ., (52-53), pp. 1274-5.

10 Ibid ., (61-62), pp. 1278-9.

11 Ibid ., (40), p. 1268.

 12 . Ibid., (62), p. 1279.

 13 . Ibid ., (63), pp. 1279-80.

 14 . Ibid ., (64), p. 1280.

15 . Ibid ., (65), pp. 1280-1.

16 . Ibid ., (67), p. 1281.

17 . Ibid ., (76-77), p. 1286-7.

18 . Ibid ., (77-79), p. 1287.

 19 . Ibid ., (80-81), pp. 1288-9.

 20 . Ibid ., (82), p. 1289.

 21 . Ibid ., (82), pp. 1289-90.

22 . Epicuro, Carta a Pitocles (85), en Diogène Laërce, op. cit., (85), pp. 1290-1.

23 . Ibid ., (86-87), pp. 1291-2.

 24 . Ibid ., (96), p. 1295.

 25 . Ibid ., (116), p. 1304.

26 . Epicuro, Carta a Meneceo (122), en Diogène Laërce, op. cit ., p. 1308.

27 . Ibid ., (122-123), p. 1308.

 28 . Ibid ., (123), p. 1308.

 29 . Ibid ., (125), p. 1309.

 30 . Ibid ., (127), p. 1310.

 31 . Ibid ., (129), p. 1311.

 32 . Ibid .

33. Existen varias versiones de De rerum natura al castellano. Así, habría que mencionar la realizada por el Abad Marchena a fines del siglo XVIII y que tiene varias ediciones, entre ellas la de Editorial Porrúa que lleva el título de De la naturaleza . Entre las más cercanas a nosotros tenemos las siguientes: Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas , 2 vols., versión de René Acuña, México, Biblitheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México, 1963. Lucrecio, De la natura de las cosas , versión de Rubén Bonifaz Nuño, México, Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, 1984. Lucrecio, De la realidad , versión de Agustín García Calvo, Zamora, España, Editorial Lucina, 1997. Lucrecio, La naturaleza de las cosas , versión de Miguel Castillo Bejarano, Madrid, Alianza Editorial, 2003.

  34 . I, 146-214.

 35 . I, 951-1001.

 36 . I, 1002-1051.

 37 . II, 581-660.

 38 . I, 265-328.

 39 . I, 483-598.

 40 . II, 661-729

 41 . I, 478-568.

 42 . II, 80-141.

 43 . I, 1021-1037.

 44 . IV, 469-721.

 45 . IV, 26-468.

 46 . I, 329-369.

 47 . I, 459-463.

 48 . IV, 94-416.

 49 . IV, 277-230.

 50 . IV, 136-176.

 51 . IV, 417-829.

 52 . I, 45-49.

 53 . V, 91-145; V 146-234.

 54 . III, 31-93. En diversos momentos del poema, Lucrecio insiste en que lo que permite vencer los temores y supersticiones de los seres humanos es la contemplación y el conocimiento de la naturaleza que nos abre el camino para alcanzar la tranquilidad del alma. I, 146-148; II, 58-61; III, 91-93; VI, 39-41.

 55 . V 509-770.

 56 . VI 96-1137.

 57 . II, 1-61.

 58 . I, 45-49.

 59 . III, 830-930.

 60 . III, 1053-1075.

  61 . III, 1075-1094.

 62 . IV, 1058-1287.

 63 . I, 1-9. La versión castellana de los fragmentos citados del poema es mía.

  64 . I, 21-25

 65 . I, 44-49.

 66 . I, 1031-1034.

 67 . II, 991-1001.

 68 . III, 1078-79.

 69 . II, 7-13

 70 . II, 18-9

 71 . III, 307-3212.

 72 . V, 1117-1119.

 73 . V, 1430-1435.

 74 . III, 830.

 75 . II, 1090-1104.

 76 . II, 1023-1037.

 77 . I, 136-145.

 78 . IV, 216-823.

 79 . IV, 1037-1287.

 80 . III, 1053-1059.

  81 . III, 1068-1075.

 82 . I, 922-934.

 83 I, 943-950.


Oscar Martiarena, “Tranquilidad del alma y poesía”, Fractal nº 33, abril-julio, 2004, año IX, volumen IX, pp. 11-34.