TOMÁS SEGOVIA

Don Quijote en los caminos

 

 

Carta a Eulalio Ferrer

Querido Eulalio:

Cuando me invitaste a participar en uno más de los encuentros cervantinos que has apadrinado desde hace tanto tiempo, me puse de inmediato a releer el Quijote , sin sospechar entonces que, llegado el momento, no estaría presente en Guanajuato. La reflexión que empecé a anotar quedó inconclusa, y la retomo ahora dirigida a ti, puesto que fuiste tú quien me pidió personalmente algunas páginas sobre el Quijote en la perspectiva del siglo XXI.

Antes de asomarme a esa perspectiva, tengo que dejarme invadir, lo más abiertamente posible, de todo lo que esa lectura, emprendida en lo posible sin prejuzgar y sin propósito determinado, ha dejado depositado en mí. Cuando volvemos la última página de un gran libro, nos quedamos un buen rato en una especie de flotación soñadora, dejándonos impregnar por la atmósfera largamente emanada de la lectura, una atmósfera a la vez vaga y punzante, inconfundible como el olor de un lugar y como él a la vez elemental y compleja. De esa ensoñación flotante y que no da pie tenemos que salir, como tenemos que salir de nuestros sueños dormidos so pena de no vivir entre nuestros semejantes. Pero a la vez sabemos que esa atmósfera incapturable, incompendiable, más husmeada que contemplada, sería lo único que valdría la pena comunicar a un semejante con el que quisiéramos compartir la experiencia de esa lectura. Como sabemos también que, cuando intentamos contar un sueño al despertar, acabamos siempre por confesar que “no era eso”. Referida al sueño dormido, la cosa es especialmente visible, porque es tan grande el hueco de nuestra impotencia para reducir a fórmulas esa atmósfera, que se traga incluso grandes trozos del relato que intentamos construir sobre el sueño mismo, de tal manera que el relato de un sueño es siempre tanto más incoherente cuanto más fiel logra ser.

Sentimiento sería la única manera sencilla de llamar a esto, y si el sentimiento de un sueño se disipa al despertar, por lo general en muy pocos segundos o minutos, el sentimiento de una lectura tampoco suele durar mucho. Podemos intentar prolongarlo manteniendo a raya los mil conceptos operativos, ordenadores, transpositores, codificadores que se disponen de inmediato a abalanzarse sobre la experiencia para desmenuzarla y reducirla a un orden conceptual, pero claro que haciéndola picadillo; podemos reprimir en lo posible, más o menos heroicamente, nuestra cultura, nuestros prejuicios, nuestra ideología, incluso nuestra inteligencia en su aspecto explicativo, especulativo y conclusivo. Tal vez también la ingerencia de otras experiencias emparentadas con ésta, aunque aquí yo no estaría tan seguro, pues no creo que toda comparación sea odiosa, sino que más bien la mayoría de las comparaciones son “amorosas” y mucho más fecundas que las exclusividades, y si una evocación puede alguna vez debilitarse y un sueño entenebrecerse por hermanarse con otra evocación u otro sueño, más a menudo, por el contrario, se realzan y refuerzan. Pero aun si lográramos prolongarla, de todos modos es en rigor imposible dar una descripción, o siquiera un relato de veras satisfactorio, no digamos ya una explicación, de una de estas ensoñaciones más o menos embriagantes y siempre evocadoras que bien podemos decir, por lo menos en uno de los modos de decir, que es el verdadero sentido de una obra, como trataré de aclarar más adelante. Y con todo, no podemos sin más dar la espalda a esa posibilidad, por inefable o por incomunicable, y excluir del todo de la comunión humana algo que con tan evidente pasión los humanos tratamos de darnos unos a otros y de recibir unos de otros.

Acabo de decir “por inefable o por incomunicable”; creo en efecto que no es lo mismo, y en el arte en especial puede que se aclararan un poco algunas de nuestras perplejidades si estuviéramos dispuestos a probar ocasionalmente la idea de que tal vez hay cosas inefables que no son incomunicables. Probar por ejemplo alguna vez la idea de que en el deseo amoroso hay acaso una tentativa de comunicación y adivinación de algo inefable : de ese sueño anhelante donde vive y se manifiesta a sí mismo el deseo. Seguramente uno no puede sentir tal como lo siente ella lo que siente una persona amada cuando está hundida en ese sueño deseante, pero sí puede intentar hasta el extremo, hasta perder pie, llegar hasta el lugar donde lo sueña. Dicho de otra manera, uno puede intentar adivinar el centro oscuro de donde brota el deseo de un ser amado. Y también, más locamente aún, ser adivinado así. Comparablemente, aunque uno no pueda apresar el sentimiento de una lectura para colocarlo afuera y hacerlo ver, tal vez puede intentar dejarlo ver. Quiero decir: no perseguirlo con nuestras jaurías de palabras, de conceptos, de categorías, de teorías y de prejuicios en una especie da cacería enjauladora y adquisitiva, sino pasear nuestras palabras por sus parajes, por sus bordes o acaso con descuido por su centro, con la esperanza de que alguien adivine en ese paseo el paisaje en que se despliega.

Seguramente te has dado cuenta ya de que en todo esto no he dejado de hablar del Quijote . Un libro así está tan imbricado en nuestra cultura, que es dificilísimo leerlo con alguna inocencia. La lectura de toda obra literaria, pero muy marcadamente la de estos grandes clásicos, remueve, repasa, reexplora y reaviva nuestra cultura, o sea nuestra herencia mirada como heredad; la desentume como un miembro inerte y la oxigena como el arado que levanta la tierra. Pero podría proponerse que una lectura ideal sería la que a la vez lograse leer ese libro como su primer lector. Que es también, por supuesto, momentáneamente el único. Lo que yo pueda decir del Quijote será inevitablemente una lectura, seguramente una de las menos especializadas, eruditas, enteradas, explicativas e informativas que puedan escribirse o leerse, pero de todos modos lectura, por lo menos en el sentido de que no podré dejar de interpretar en relación con mi contexto cultural muchas de las cosas que vaya encontrando en esa lectura. Pero puesto que sé con toda certeza que no tengo nada que enseñarle a nadie sobre el Quijote , que no tengo sobre eso ninguna clave ni ninguna idea iluminadora, que mis ocasionales interpretaciones ni rebasarán ni invalidarán las innumerables interpretaciones que las han precedido, lo único que puede justificar añadir unas páginas más a los millones que ya se han escrito sobre ese libro sería tal vez la tentativa, no tanto de dar mi lectura, una lectura más, del Quijote , sino de aludir a mi sentimiento de esa lectura.

Y en seguida tengo que añadir: esta vez. Porque una lectura es en rigor tan irrepetible como un sueño, por lo menos en el nivel de la experiencia pura, de la vivencia , como se decía en mis tiempos, y todo lo que reconozcamos como repetido de una lectura a otra podemos decir por eso mismo que no es vivencia. Esta vez pues, al volver la última página del Quijote , traté de seguir flotando un rato en la atmósfera soñadora que me había dejado la lectura, como quien ya despierto no quiere todavía abrir los ojos, sino respirar un poco más el clima emocionante de su sueño, y antes de que me invadiera el tropel de ideas, conocimientos, categorías, esquemas, que sólo un momento pueden mantenerse a raya, quise probar a decir algo que evocase ese sentimiento. Lo más aproximado que encontré fue decirme que era como el sentimiento de una libertad.

No digo la libertad, sino una libertad, en la que se manifiesta sin duda la libertad en su generalidad, pero no en su totalidad. Porque si al terminar esta lectura trato de decirme a mí mismo, prescindiendo obstinadamente de todo lo que ya sé sobre el Quijote e incluso sobre la literatura en general y aun sobre nuestra civilización, renunciando también a sacar algún provecho de mi lectura, algún enriquecimiento de mis conocimientos, de mis ideas, de mi cultura; si me pregunto pues qué es lo que he leído, encuentro que he leído por encima de todo, por encima incluso de la historia imborrable de dos hombres definitivos, la historia de una dichosa y maravillosa errancia por un mundo manifiestamente encantado y encantador, todo abierto y todo transitable; un mundo donde da la impresión de que todos andamos por esos campos de Dios, de que todos “arrieros somos y en el camino andamos”, y en ese perpetuo camino tropezamos unos con otros, y mientras compartimos un tramo de marcha o un alto en el camino, nos asomamos los unos a las vidas de los otros, en general bajo la forma de relatos, que pueden ser también relatados por algún otro, a veces lo más otro posible, como luego trataré de mostrar.

Sin duda la metáfora del “camino de la vida” es una de las más habituales y trilladas. Pero, como toda metáfora, puede volver a palpitar de vida si vuelve a colocarse de tal modo que un aspecto de la realidad vuelva a caer bajo su iluminación. La impresión que deja el Quijote no es simplemente la de que la vida es como un camino, sino la de que hay un mundo, dicho de otra manera una manera de ver el mundo, donde el hombre recorre libremente los caminos, sin meta precisa, sin ambición material o egoísta, sin trabas inventadas, al azar de los encuentros y las incitaciones: en una palabra, a la aventura. Aventura es sin duda la palabra clave del Quijote . Lo que entusiasma hasta la locura a Alonso Quijano el Bueno en las novelas de caballerías es la figura arquetípica del caballero andante . El buen hidalgo ha comprendido perfectamente que basta con hacerse andante para que la vida entera sea aventura. No que se vuelva aventura, sino que confiese que siempre fue y será aventura. Y si para salir así a la aventura el modesto hidalgo tiene que creerse caballero, es porque es importante significar que esa errancia no es ni una imposición ni un recurso, sino una decisión soberana, o mejor: una actitud soberana.

Como sabes, muchos comentaristas han señalado que la actitud de Cervantes ante las novelas de caballerías no es sólo de desprecio, de mofa y de parodia descalificadora, sino que se trasluce también en esa actitud bastante fascinación inconfesada. Bastaría en apoyo de esto la deliciosa parrafada de don Quijote a Sancho en el capítulo XXI de la Primera Parte, en la que Cervantes se complace en inventar en futuro hipotético toda una pequeña novela de caballerías. Fascinado o no fascinado, la cosa es que Cervantes, al hacer la supuesta parodia de la novela de caballerías, no hace en modo alguno una caricatura, sino una verdadera transposición. Es cierto, como dice Casalduero, que Cervantes está pensando en el contraste del tiempo antiguo y el tiempo moderno, y es posible que su intención, o una de sus intenciones, conscientes o inconscientes, sea mostrar que el ideal renacentista, un ideal para Casalduero militarista, es incompatible con el ideal barroco, mercantilista para Casalduero. Pero Don Quijote no es una caricatura de Amadís; es, paradójicamente (o hegelianamente), Amadís mismo convertido en otra cosa. Cervantes toma a Amadís, lo saca de su mundo inverisímil , como lo llama él, lo coloca en nuestro mundo verisímil , y Amadís, sin dejar de ser él mismo, se transforma en Don Quijote. Aun suponiendo que la intención original de Cervantes haya sido transportar a Amadís desde un mundo gótico a un mundo moderno para verlo quedar en ridículo, el resultado es que vemos un Amadís transportado desde el terreno de la convención gratuita y autojustificante al terreno de la confrontación con la cuestionable y cuestionante vida real, y en esa confrontación, transfigurado en Don Quijote, la ridiculez del caballero andante sólo se nos muestra transfigurada ya en participación humana

La crítica más cursi nos habla aquí de idealismo, y llama incluso quijotismo a un comportamiento que se parece bien poco al del verdadero Quijote, pensando que la superioridad del caballero loco consiste no sólo en ignorar lo real, sino en despreciarlo y denigrarlo en nombre de “lo ideal”, y que si vence efectivamente algunas tentaciones contrarias al bien y a la verdad, no es en nombre del sentido de la vida humana, indisolublemente intrincado con el sentido de la verdad y del bien, sino en nombre de una negación de esa humanidad desde una trascendencia autojustificada. En apoyo de lo cual suelen sacar a relucir a la buena de Dulcinea, símbolo del amor ideal y perfecto, o sea del amor inexistente. Por Dios, no caigamos en esas beaterías: ni Don Quijote es Cyrano, ni Cervantes es Edmond Rostand. Volvamos más bien a ese sentimiento soñador y flotante que nos deja la lectura, a ese perfume a ojos cerrados del que nos deja impregnados un libro. La evocación de ese perfume no es ninguna escapada a “lo ideal”: es como una llamada a la sensatez cuando empieza a escapársenos de las manos el engranaje de deducciones, ideas, ocurrencias, desencadenado al menor descuido por la inteligencia especulativa, y no tiene nada que ver con la evocación supuestamente espiritual de un simulacro de mujer con el cual escapar frunciendo los labios de la realidad de Aldonza Lorenza, esa fantasmal y meliflua Dulcinea inventada que por supuesto no tiene el tufo de la buena labradora, pero es porque no tiene olor alguno, y menos que ninguno ese perfume de la evocación ensoñada, que no es huir de la realidad sino justamente buscar meterse en ella de narices.

Ese sentimiento de una libertad del que hablaba yo antes, tal vez el primer rasgo con que podríamos caracterizarlo sería el de la salud. Esa impresión de un espíritu profundamente saludable la sacan casi todos los lectores del Quijote . O también la impresión de una gran sensatez, que es más o menos decir lo mismo, porque la sensatez no es sino la salud del espíritu. No seré yo el primero que insiste en que el espíritu más afín al de Cervantes es el de Montaigne, paradigma del sentido común. El mundo por donde hemos vagado de la mano de Cervantes en esa ensoñación que es la lectura es el de una vasta libertad saludable, bajo la protección de una gran sensatez que viene siempre al rescate cada vez que esa libertad y esa salud se ven amenazadas, justamente, por toda clase de idealizaciones e ideologizaciones. Habría que entender de una vez que Don Quijote no es un idealista, sino un loco? un loco lleno de humanidad?, y que eso es lo que quiere decirnos Cervantes. Hay tal vez grandes novelas que tratan de mostrarnos inolvidablemente a un idealista, pero si Cervantes hubiera querido hacer eso habría escrito otra novela: el Quijote en cambio trata de mostrarnos inolvidablemente a un loco, con mucho incluso de verdadero mentecato, y Cervantes no disimula un solo momento esa locura y esa mentecatez. Su grandeza es justamente la de entender a fondo esa locura y toda la profundidad humana que en ella se cifra, entender por ejemplo como nadie antes todo lo que comparten la locura y la verdad, la locura y la justicia. Como la grandeza de Velázquez es la de no “idealizar” ni “embellecer” nunca a sus bobos y bufones, como tampoco a sus patéticos personajes reales o a sus papas podridos, haciéndonos comprender por fin que humanizar es todo lo contrario de idealizar. Si la locura es ese “derramamiento del sueño en la vida real” que nos dijo Nerval, otro loco admirable, es en lo real donde se derrama, y derramarse no es borrar y suplantar, ni tampoco estar por encima.

Aquí tengo que hacer un alto para introducir algunas consideraciones sobre la posición desde donde reflexiono. La experiencia inmediata de la lectura de una obra de ficción es sin duda ese viaje mental emparentado con la ensoñación al que he estado aludiendo desde el principio. La voluntad de no perder del todo la huella de esa experiencia altamente volátil corre el riesgo de caer en lo incomunicable, de atenerse a una unicidad inasible e incompartible. Y sin embargo, en ese nivel, es innegablemente el verdadero sentido de la obra de ficción. ¿Para qué se escribiría si no un relato imaginario? Todo lo demás que pueda encontrarse en una ficción literaria, la inteligencia y la reflexión pueden encontrarlo en cualquier clase de relato, informativo, descriptivo o del tipo que sea. La cartas y las reflexiones de Thomas Mann o los reportajes periodísticos de García Márquez no nos enseñan menos que La montaña mágica o que Cien años de soledad sobre el mundo en que se escribieron, y a la vez sobre el estilo de quienes los escribieron, o sobre las estructuras de su lengua, o de la lengua, o del lenguaje de su época. Todo o casi todo lo que la crítica encuentra en un relato novelesco, sin excluir los más enrevesados esquemas estructurales y formales, lo podría encontrar igualmente en un relato real: en una crónica histórica o periodística, en un informe o en un resumen biográfico. Podemos imaginar un crítico con una locura inversa a la de Don Quijote, que tomara por ficción novelesca lo que los demás consideramos documento objetivo. Es seguro que si ese crítico aplicara sus más abstrusas categorías académicas al comunicado de prensa de una “cumbre” internacional, sacaría sin dificultad los mismos resultados que si estudiara una novela de Balzac. De hecho, tenemos aplaudidos ejemplos de estas prácticas.

Así pues, no puede ser eso lo que justifica la invención de relatos ficticios, como si no nos bastasen los verdaderos como transmisores de toda esa información histórica y cultural que la crítica extrae de ellos o deduce de sus características tomadas como ejemplos representativos. Seguramente existen lectores que leen libros de ficción a fin de cultivarse e informarse o a fin de iniciarse en las reglas, convenciones y contraseñas de las élites refinadas. Es claro que ni es eso lo que busca el verdadero amante de la literatura de ficción, ni es eso lo que incita a escribir al autor de novelas. Llámese goce estético, belleza, valor formal, significado intrínseco o de cualquier otra manera, es esa peculiar especie de goce soñador o de ensoñación gozosa lo que sólo el uno puede ofrecer y el otro puede encontrar en un relato inventado. Incluso es seguramente en eso en lo que piensan sin darse mucha cuenta los más adoctrinados de nuestros críticos a la última moda cuando dicen tranquilamente que la literatura es “autorreferencial”.

Y en seguida me apresuro a recordar que al principio de esta digresión hablé del sentido de la obra literaria en ese nivel . Creo que la actitud más fecunda para entender alguna cosa, aplicable en cualquier terreno y en cualquier sentido, sería una especie de principio general parecido a éste: en cualquier nivel donde estemos situados, siempre hay otro. Aquí por ejemplo, lo peor que podría pasarnos sería olvidar que el nivel donde la obra narrativa es cultura, información, postura política, filosófica, estética –que ese nivel también existe. La existencia de niveles en todo lo que sea significativo me parece evidente. Me parece evidente también que esos niveles sólo son eliminables por convención metodológica, como quien dice especulativa y ficticiamente, pero en la experiencia real están siempre presentes y sus complejas relaciones configuran la vida del sentido. Porque esos niveles, que son niveles de sentido, están ricamente imbricados unos con otros, y no sólo se modifican y transfiguran mutuamente, sino que se interpretan y se traducen mutuamente. Y eso, por supuesto, en todos los niveles. Un ejemplito de nivel elemental, por si alguien duda: la estructura de oraciones coordinadas y subordinadas en el nivel de los párrafos complejos, traduce, transfigura y reinterpreta la estructura de los morfemas (palabras en lenguaje vulgar) en el nivel de la oración simple, como sabe cualquier profesor de gramática.

Cierro aquí mi digresión y vuelvo a lo que estaba diciendo cuando me puse didáctico. Estaba hablando de una sensatez salvadora que en el Quijote nos devuelve a la libertad saludable de la aventura cuando está amenazada. Las amenazas que estorban o llegan a ahogar la gozosa libertad de la aventura son, naturalmente, de diversos niveles. En un nivel son por ejemplo las ideas preestablecidas que su medio impone a Cervantes, las convicciones ideológicas indiscutidas en que toda sociedad educa a sus hijos. El caso más notable de este tipo es tal vez la historia de los moriscos hacia el final del Segundo Quijote . Casalduero nos amonesta severamente para que no vayamos a cometer la ingenuidad inculta de interpretar la actitud de Cervantes según nuestros buenos deseos de ciudadanos de hoy. Cervantes, nos asegura, es enteramente un hombre de su tiempo que comparte con sus contemporáneos el apoyo incondicional a su rey en aquella absurda decisión de expulsar a los moriscos, que, mirada con alguna perspectiva, y no sólo desde tan lejos como nosotros, es a la vez una flagrante injusticia y una estupidez política.

Habría que decir para empezar que ese consenso ideológico de las formaciones sociales no es tal vez tan masivo como parece. Posiblemente es nuestra propia ideología la que nos hace ver como monolíticas las épocas pasadas. G . E. R . Lloyd se ha dedicado a demoler con bastante eficacia la idea, o el prejuicio, de las mentalidades de época así concebidas, y Carlo Ginzburg nos ha mostrado que en la Italia del siglo XIV , innegablemente creyente, religiosa y católica, abundaban sin embargo los ateos y los herejes, y no sólo entre la gente educada y privilegiada, sino notablemente entre los campesinos. Pero hay más: ¿cómo evitar mirar con nuestra perspectiva el sentido de un hecho histórico? ¿Se puede mirar sin punto de vista, o sea mirar sin mirar? ¿Miraremos una época desde su propia perspectiva? Por ejemplo la época de Cervantes desde la perspectiva barroca, como repite incansablemente Casalduero. Pero justamente Cervantes no sabía que él era barroco, somos nosotros los que lo sabemos –es decir, los que creemos saberlo. El concepto de barroco, evidentemente, no está construido por los barrocos, sino por nosotros, y puede uno imaginar la muy probable sorpresa de Bach si tratáramos de convencerle de que su arte era igual que el de Bernini o el de Shakespeare. El concepto está construido sin duda para vacunarnos contra el peligro de confundir a los hombres de aquella época con los de la nuestra. Negar esa utilidad didáctica sería ciertamente una pérdida. Pero el sentido mismo del concepto de barroco, ¿no es precisamente sentido para nosotros? El sentido es transitivo en todos sus niveles, y si hemos de ser historicistas debemos entender que si la tentativa de encontrar una congruencia interna o una configuración en una época histórica tiene algún sentido, lo tiene desde una perspectiva que la época misma no pudo tener, y que es precisamente porque miramos? e interpretamos? Con una mirada no barroca por lo que podemos entender (tal vez) lo que quiere decir “barroco”, concepto que obviamente no podía tener sentido para Cervantes, o en todo caso no el que tiene para nosotros. De tal modo que el sentido de una época, que sólo es visible desde fuera de ella, está en la tendencia hacia la que apuntaba y que sólo aparece con alguna claridad cuando está cumplido y no cuando es conato. Digamos por ejemplo que el sentido del barroco es apuntar al neoclásico (es un ejemplo, por supuesto, que puede cambiar según el esquema histórico en que creamos); entonces, si el barroco no hubiera “dado” el neoclásico, no sería lo que es ni habría sido lo que fue , o sea justamente lo que llamamos barroco. Y si el hombre de las cavernas no hubiera “dado” el hombre neolítico, no sería el hombre de las cavernas, sería un mono cualquiera. El sentido, y muy especialmente cuando hablamos del sentido histórico, no sucede, sino que se cumple. Si la expulsión de los moriscos tiene algún sentido, no lo entenderemos bien, por supuesto, si lo miramos sin la debida perspectiva, pero esa perspectiva implica precisamente que es desde aquí desde donde se ve su sentido.

En el Quijote pues son los moriscos mismos, Ricote y su hija Ana Félix, quienes declaran que el rey Felipe hizo muy bien en expulsarlos (y quedarse con sus bienes, de paso), porque la nación morisca es consubstancialmente perversa, mentirosa y podrida. Pero después se cuenta su historia, y lo que vemos efectivamente, al lado pero aparte de las declaraciones, es todo lo contrario: los moriscos aparecen como víctimas inocentes, seres generosos y nobles y fieles a pesar de todo al país que los expulsó. Otro ejemplo (y hay muchos más) sería un pasaje de “El curioso impertinente” donde Lotario expone los consabidos prejuicios sobre la mujer, ser imperfecto sólo perdonable cuando algún hombre logra mantenerla virtuosa. Pero luego es Cervantes quien dice, con esa santa sensatez que he mencionado, “pero como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal, más que el varón [subrayo yo], [aunque] le va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer irremediable negocio...” Volviendo a los moriscos, nadie niega que es Cervantes quien acaba de dar su voto a la acción despótica e irracional del rey, pero es también Cervantes quien nos da, no un voto, sino un relato, que tiene que aparecernos como “la verdadera historia” que hay detrás de la historia oficial. Tiene que aparecernos así a menos que reprimamos en nosotros esa aparición, y esa represión sería claramente ideológica. Somos claramente nosotros quienes interpretamos la historia, pero, a menos que la historia no tenga ningún sentido, su sentido es esa interpretación histórica , necesariamente desde un presente donde se anuda la continuidad de la historia, que es justamente lo único que forma sentido. Por supuesto que es recomendable interpretar con cuidado, respeto y sensatez, pero sin interpretación no hay historia, y entender a los moriscos del Quijote desde la perspectiva de la España, la Europa o el mundo de hoy es la única manera de entenderlos. A menos que ese episodio no fuera un hecho histórico, sino un fenómeno natural, o sea un hecho que se contendría en su propio advenimiento, mientras que la historia se despliega siempre hacia su cumplimiento o sus cumplimientos.

En la historia de los moriscos del Quijote , el nivel del relato no es el mismo que el nivel del consenso, sino que es justamente el nivel de la sensatez. Exagerando un poco, o algo más que un poco, podríamos decir que Cervantes (que el hombre) es un ser social constantemente enajenado por la ideología de su sociedad y constantemente rehumanizado por la sensatez. Cada vez que un nivel del relato, de la aventura, de la vida, amenaza con coagularse, vuelve la sensatez y descubre otro nivel: “Yo no daría la vida por mi vida, / es otra mi verdadera historia”, dice Octavio Paz. Esa otra verdadera historia la encontramos, como dije, en diferentes niveles, esperando el momento de echarse a correr de nuevo descongelando la vida coagulada que la apresaba.

Por ejemplo ese otro nivel que es el consenso estético. Estamos en Sierra Morena, andamos a la aventura por esos caminos de Dios donde de encuentro en encuentro nos cuentan sus historias unos presos, un niño fustigado, unos caminantes que van de entierro. De pronto aparece una doncella de maravillosa belleza, y comprendemos en seguida que hemos entrado en el terreno de la convención pura y dura. Estas hermosísimas doncellas son siempre la misma, rubia, blanca, de pie diminuto, y la más hermosa que los asistentes han visto jamás, hasta el punto de que por un reflejo de sentido común, mínimo esta vez, Cervantes se ve obligado muchas veces a añadir: “si no hubieran visto a Fulana” (que es, por supuesto, la anterior beldad caída ex machina , ). Esta vez se llama Dorotea y rápidamente nos cuenta su historia, porque seguimos estando en el mundo de la aventura, en el mundo de los encuentros donde cada uno hace un alto en el camino para volcar su historia. Pero unos cuentan historias de los caminos y otros historias de la irrealidad libresca. También en esa irrealidad hace apariciones la sensatez, por supuesto, y ninguna de las novelas incluidas en el Quijote es tan esquemática y fiel a las reglas del género como para que no aparezcan ráfagas luminosas y soplos calurosos, guiños del autor y guasas de la narración misma que afloran como sin querer distrayéndose del rigor reglamentario. Esas historias son inverisímiles en términos del propio Cervantes, y él lo sabe bien: sus numerosas digresiones sobre estética literaria apuntan siempre a eso, y en el Segundo Quijote nos confiesa campechanamente que la inclusión en el Primero de esas historias más o menos arbitrariamente incrustadas en el curso narrativo era un error. En todo caso es claro que están llenas de significación. Sólo que no de la misma manera que el cuerpo del relato quijotesco propiamente dicho. Aquí efectivamente nos habla mucho más la época, el consenso de una sociedad, que el auténtico autor, o sea el auténtico soñador, incluso que el auténtico libro que sin embargo consta también de esos episodios. El Cervantes que nos habla aquí es sin duda el del Persiles y la Galatea , pero no el del Quijote . Si hubiera permanecido todo el tiempo en ese nivel, hubiera sido tal vez otro Lope de Vega u otro Tirso de Molina, pero no un Cervantes. La cosa es que no logra permanecer en ese nivel, que es probablemente lo que hubiera querido. Por fortuna para nosotros. Y esa fortuna podemos suponer que no es fortuna para él, pero lo que quería yo decir con toda esa digresión sobre la interpretación en historia es que me parecería francamente estúpido, por terror al anacronismo, lamentarnos como de una gran desgracia de que Cervantes no lograra ser Lope de Vega y resultara ser Cervantes. Podríamos decir que la historia no avanza sino por esas inadaptaciones, incapacidades y disidencias, como la evolución biológica no se mueve sino por los errores al azar de la regularidad genética. Un jefe de escuela, una gran figura literaria como Lope de Vega contribuye a la marcha de la historia en el sentido de que afianza y redondea el consenso de esa época, pero a la vez, por eso mismo, tiende a inmovilizarla. Son figuras marginales y marginadas como la de Cervantes las que, tal vez por impotencia, no logran tomar la cabeza de su época y no tienen más remedio que ir más allá, que no es necesariamente ir más adelante, sino ir a otro sitio; pero a veces es desde ese otro sitio desde donde se reanuda la marcha.

Pero vayamos efectivamente más allá. ¿No es la sensatez lo que al mismo tiempo que impide a Cervantes ser un Lope de Vega, le lleva más allá? Cuando Dorotea termina de contar su historia, contenida en una forma nítidamente delimitada y ordenada que la pone aparte del resto de la narración, volvemos sensatamente a ese curso natural, suelto y libre, en consonancia con la libre errancia de los personajes centrales de la novela (y también de los secundarios, de una manera o de otra). Porque la historia de Dorotea es una historia fuertemente cortesana y urbana –barroquísima, por cierto–, pero se nos cuenta en pleno monte, en medio de unas jornadas de laboriosa marcha por esos caminos de Dios. Terminada su historia, Dorotea sale de ese gabinete estanco, de esa especie de saloncito barroco donde nos la estaba contando, y se apea en la tierra desnuda entre el cura, el barbero, la mula, el asno, las vituallas de los viandantes. Y se incorpora sensatamente al perpetuo viaje como una arriera más. Y eso no es barroquismo, sino cervantismo. A lo más que puede llegar un autor disciplinado, ejemplar hombre de su tiempo, es a introducir alguna pequeña variante en unas formas establecidas que no son suyas, sino mostrencas. Pero Cervantes, después de contarnos una de esas historias preestablecidas de mujeres burladas y deshonradas, cuyos episodios y desenlaces son perfectamente predecibles, pone en marcha a sus personajes estereotipados, Fernando y Cardenio, Dorotea y Luscinda, por los polvorientos caminos de la Mancha, y los lleva a una venta sucia y pintoresca llena de personajes que no nos recuerdan nuestras lecturas, sino nuestras andanzas. Allí todos esos estereotipos dejan de ser irreprochables muñecos movidos por ingeniosos mecanismos literarios y empiezan a darse el tú por tú con las Maritornes y los zafios muleros. Y eso no sólo no está en las reglas del género, sino que rompe escandalosamente con ellas. Con eso Cervantes ha creado indudablemente el género novelesco moderno, pero no porque se haya propuesto esa invención, no porque haya hecho una innovación, sino que ha hecho una revolución: una vuelta a lo olvidado. Lo nuevo en su tiempo sigue siendo la novela pastoril, la comedia lopesca, la novela mítica de aventuras inverosímiles. No es que Cervantes haga algo más nuevo que lo nuevo; al revés: es por imposibilidad de estar al día, de ser a fondo estéticamente correcto, por lo que “le sale” otra cosa. Lo diré con palabras de Américo Castro:

Ese ser humano, desnudo y último, es el que entra en conflicto con las formas tradicionales de la literatura; más bien que la abstracta pugna entre lo universal poético y lo particular histórico, prefiero referirme a una intuición de lo elementalmente humano. No es el Quijote una crítica lógica de la fantasía mítica, partiendo de datos de la experiencia, cuyo resultado habría sido algo doctrinal y didáctico. Lo esencial aquí es la expresión en forma descriptiva y dialogada, de un modo de enfrentarse con la vida en torno, un modo al que luego se dio el nombre de “novela”.

Es que este nivel que hemos estado mirando como la vuelta de la sensatez toma diversos sentidos, como todos los niveles, según desde qué otro nivel lo miremos. Mirado desde nuestro nivel de lectores, es la vuelta de la ensoñación flotante y embriagadora que fue la experiencia ciega de la lectura, que nos despierta del delirio especulativo que tiende a sobreinterpretar, sobreanalizar y sobrededucir, y que amenaza con dejar olvidada a lo lejos, ahogada o muerta, la vivencia de la lectura. Mirado desde el nivel del narrador, es la llamada de atención de la verisimilitud y su diálogo con lo real, que despierta al escritor del hechizo o encantamento con que lo tienen hipnotizado las brillantes formas que su entorno le presenta para ilustrarle y adoctrinarle. Mirado desde el nivel del hecho narrativo como categoría particular entre las comunicaciones humanas, es el albadonazo del tema, o de eso que antes llamábamos inspiración, cuando el acto de escritura implica demasiado (en el doble sentido de absorber y de hacer cómplice) al proceso creativo. Quiero decir con eso que la escritura tiende, como es bien visible en ciertas tendencias literarias modernas, a centrarse en sí misma hasta el punto de no tener ya tema, de escribir muchísimo sin estar escribiendo de nada. En tiempos de Cervantes ese peligro no tomaba la misma forma que hoy, pero es claro que también entonces el narrador tenía que volver en sí de vez en cuando para recordar sensatamente que estaba contando una historia y no bordando en el vacío.

 

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Aquí me siento llamado a echar una mirada hacia atrás. He estado diciendo sobre el Quijote cosas tal vez excesivamente generales. Ya te confesé al principio que no estoy justificado para entrometerme mucho entre los conocedores del tema. Pero no quisiera dar la impresión de que estas generalidades un poco vagas son todo lo que encuentro en este libro único. Sólo que me sentiría un poco fraudulento si me dedicara a repetir cosas bien sabidas, y casi siempre mejor sabidas que como las sé yo, como si fueran ideas mías, impresión que da inevitablemente el que copia, por más que lo confiese. No creo que las figuras de Don Quijote y Sancho, o la de Dulcinea, fueran a ganar mucho con una demostración más de admiración y una descripción más de sus evidentes virtudes. Tampoco estoy especialmente dotado para divulgador o transmisor de lo más esencial y lo más pertinente en el tema que nos ocupa. Pero dije también que no podría evitar hacer un poco una lectura, una más, del Quijote , porque de otro modo, ya lo expliqué, corro demasiado el riesgo de dar a entender que ese otro nivel, tan rico de contenidos, no existe o no importa.

¿Cómo no van a importar, por ejemplo, las innumerables sugerencias que vuelven a brotar de las figuras de Don Quijote y Sancho cada vez que piensa uno en ellos? Sin duda ésa es la verdadera historia de amor en el Quijote , mucho más que la de Dulcinea, que para empezar no es una historia. Pero digo mal, porque si es verdad, como han dicho Américo Castro y tantos otros y yo lo creo, que con el Quijote empieza la novela en el sentido moderno de la palabra, también en Dulcinea se ve ese arte nuevo de hacer literatura. Esa manera por ejemplo de hacer historia de una no-historia, de hacerla relato a fuerza de inteligencia irónica y de complicidades con el lector, sigue siendo una virtud capital del género novela. El Quijote es una novela moderna porque el centro de su fuerza es esa actitud del narrador de historias que dialoga con el lector siempre al borde de la complicidad y dispuesto a hacerle guiños. La novela es un arte sin Musas: por alto que sea luego su resultado, parte siempre del nivel del lector y no del nivel de alguna divinidad o voz de arriba, aunque la llamemos superrealidad o inconsciente o valor autónomo, que se trataría luego de acercar (o no) al lector.

Hay por supuesto en toda literatura una connivencia con el lector. Pero en otros géneros está puesta afuera, como presupuesto o consecuencia y no como el resorte impulsor de la obra. En la novela más moderna se ve claramente que es esa connivencia la que permite todos esos juegos con el tiempo, y juegos de espejo con los personajes, sin los cuales ninguna ficción se sostendría, sino que se desvanecería como un vano fingimiento. Esa actitud rezuma por todas partes en el Quijote . Eso no quita que la historia de Sancho sea mucho más historia que la de Dulcinea, quiero decir mucho menos reducible (relativamente, claro) a una anécdota o a una fórmula. Sancho y Don Quijote son los primeros personajes novelescos modernos, y lo son por tener una historia compleja y sólida plagada de guiños y complicidades con el lector. Pero más especialmente Sancho, porque no corre el riesgo de convertirse más en un símbolo que en un personaje, como lo corre, tal vez contra la intención de Cervantes, Don Quijote. La tentativa de hacer de Sancho un arquetipo a mí me parece completamente desplazada, mientras que la de hacer eso con Don Quijote es seguramente dudosa, fácilmente manipulable y tergiversadora y digna de tomarse con cautela, pero no del todo desechable. Decir de una persona “Es un Quijote” como se dice “Es un Adonis” o “Es un ángel” puede ser una trivial simplificación, pero es viable, mientras que decir “Es un Sancho Panza” es cuando menos inoperante.

Pero quiero volver a la sensatez, pues tengo para mí que el Quijote es la obra que hace del sentido común una santidad. Pienso por eso que seguramente es lícito, y tal vez inevitable, hacer de Don Quijote un arquetipo, uno de los raros arquetipos posteriores a la Antigüedad, junto a Don Juan o a Fausto o a otros pocos. Pero eso tiene que ser después de la lectura. Mientras estamos sumergidos en el relato y su atmósfera soñadora, la intrusión del arquetipo quijotesco no hace más que enturbiar esa atmósfera y coagular la gozosa entrega a la lectura. Nos hace precisamente dejar de estar en connivencia con Cervantes, dejar de recorrer con él los caminos, libremente, a la aventura.

Me parece creíble, aunque naturalmente es algo imposible de probar, que escribiendo su novela, Cervantes, incluso si su propósito inicial fue hacer un libro jocoso o incluso si sostuvo esa intención hasta la última página, sintiera él mismo la grandeza y la fuerza arquetípica de su personaje. Pero su gran sensatez le preserva de hacer de eso la intención explícita de la obra, de intentar tematizar esa grandeza y hacer del quijotismo una tesis. Como la sensatez de Velázquez, una vez más, le preserva de dramatizar la verdad tranquilamente abismal de sus personajes.

Hay seguramente un arte que insiste en mostrarse arte, en subrayar su artificio, su confección y hasta su afectación, como también un arte que intenta capturar directamente lo sublime, decirlo en lugar de suscitarlo, confiando en ese milagro a pesar de la abrumadora probabilidad del fracaso. El arte de Cervantes es otro, y a mí personalmente me parece un error, sesgado y empobrecedor para más señas, confundir las connivencias y guiños de una novelística a la manera de Cervantes, con esos procedimientos literarios que hacen de su propia elaboración su tema y solicitan el aplauso para su propia destreza y originalidad y no para la visión, el descubrimiento o la revelación que en principio suponemos que una obra nos entregará. Porque la connivencia a lo Cervantes no es ponerse en primer plano y gesticular ante el lector, sino ponerse a la altura del lector para mirar juntos el tema, hacerse él mismo espectador y, hermanados autor y lector, permitir mejor que el tema se explaye libre y naturalmente.

Dicho de otra manera, cuando Cervantes nos hace un guiño desdoblándose de Cide Hamete Benengelí o poniendo a Don Quijote a leer el primer tomo de su propia historia, no está anulando sarcásticamente la diferencia entre lo verosímil y lo inverosímil, entre ficción y realidad, entre significancia e insignificancia, como la anula esa literatura identificada con su propia forma (y más aún sus teóricos), sino que nos está diciendo, cierto, que el lenguaje no es acontecimiento sino significación, y esa significación en una novela no es dato o documento sino ficción, pero si esa ficción es significación, lo que significa no puede ser la ficción misma. La verisimilitud cervantina, en la que tanto insiste él, es exigencia de que la ficción exprese la verdad y no la ficción.

Hay por supuesto muchas más cosas, infinitas, que comentar en el Quijote . Cada una de las ideas que he sugerido hasta aquí podría matizarse interminablemente con los abundantes ejemplos a que se aplicaría en el libro, tarea que a la vez me tienta y me frustra por su imposibilidad para mí. Algún día me gustaría también, si tuviera el tiempo y lograra redondear un poco mi bagaje cultural, meditar sobre la evidente diferencia, ricamente explorada por Casalduero, entre la Primera y la Segunda Parte. El éxito de la Primera, un éxito relativo y para nosotros más bien espurio, ha acarreado sin duda una toma de conciencia, pero no una toma de conciencia cualquiera, sino muy peculiar. A mí me parece ver incluso en la Segunda Parte una conciencia de segundo nivel, una sabiduría de Cervantes que le hace lanzarse a sí mismo advertencias sobre los peligros de tomarse demasiado en serio. Las frecuentes apariciones de Cide Hamete Benengelí son una manera sutil de poner las cosas en su sitio,. Es cierto sin embargo que esa parte es de una estructura más compleja y también más confusa que la primera. Las relaciones entre la realidad y la alucinación se hacen cada vez más sutiles (pienso sobre todo en la Cueva de Montesinos y en las cabezas encantadas en casa de los Duques, pero hay muchos otros casos). Es cierto también que los campos, montes y caminos de la Primera Parte se han sustituido a menudo por mansiones o ciudades. Pero a mí me parece que detrás de ese decorado, que tiene justamente un fuerte olor a decorado, sigue habiendo un mundo de gente caminante y andante. El palacio de los Duques funciona como una posada más, una posada más grande y lujosa pero no menos cruce de caminos ni menos revuelta y encontradiza que la de la buena Maritornes.

Cierro pues aquí, querido Eulalio, estos comentarios que no son sino las divagaciones de un lector del Quijote abandonado todo lo posible al goce hipnotizado de la lectura. No he hecho otra cosa, como te dije al principio, que obedecer al empuje de esa entrega, y una vez cerrado el libro, seguir rodando un tiempo en ese goce, seguir un rato hipnotizado imaginándome en esos caminos de Dios sembrados de encuentros, verdadero lector andante al servicio de su caballero por los campos de la Mancha y hasta Cataluña.

Ojalá, si tienes la paciencia de leer hasta el fin estas páginas, te hagan también divagar un poco conmigo como yo he divagado con nuestro maravilloso loco. Recibe pues un abrazo de tu andariego amigo.

 

Tomás Segovia, "Don Quijote en los caminos", Fractal nº 32, enero-marzo, 2004, año VIII, volumen IX, pp. 11-34.