RAÚL QUESADA

Una máscara en juego

 

 

Como otros conflictos, el de yo contra mí es difícil de formular y hasta de escribir: si uso el yo, tal cual, como lo acabo de hacer, parecería que estoy hablando de mí; si le pongo comillas parecería que hablo de un par de palabras que por alguna extraña razón lexicográfica se me ha ocurrido enfrentar; si me decido por hablar del yo contra el mí, en términos generales, habré perdido la fuerza subjetiva del conflicto y sólo quedará una fórmula apropiada a una reflexión más o menos psicoanalítica.

¿Cómo distinguir, entonces, entre el yo y el mí que queremos enfrentar? ¿Qué sería el yo sin el mí? ¿Habrá un yo mudo, independiente, que no sea un efecto de las posesiones que implica el mí: mi cuerpo, mi vida, mi dolor, mi deseo, mi enfermedad, mi debilidad, mis querencias, mis amores, mi mujer, mis gustos, mis costumbres, mis palabras, mi..., mi...? ¿Qué o quién es ese yo que posee y es el agente de toda clase de acciones, que son también sus acciones?

Por otro lado, ¿podríamos decir mí sin un yo que se hiciera cargo?, ¿podría existir un yo solitito, sin su Jueves que le recuerde los días de la semana? Hasta el solipsista extremo, aquel que sólo cree en su propia existencia, tiene y necesita de cosas y, lo que es más, hay cosas que se le saben, y, lo que es peor, algunas de ellas él no las sabe. Los mi , podríamos decir, se organizan como espejos donde el yo busca atisbos de sí mismo; la deformación inherente a esta escena, donde el yo se contempla en sus mi puede componer desfiguros y desfigurar bellezas con la destreza de un cirujano plástico.

Pero si el yo es oscuro hasta para sí mismo y del mí siempre se puede recelar, entonces cómo iniciar esta confrontación entre la oscuridad y la sospecha; bueno, podemos imaginar ciertos momentos de crisis o conflicto, momentos en los que la imagen o imágenes conformadas por los mí le parecen al yo lejanas, o inaceptables, o deformes, o claras invitaciones al cambio. En estos momentos, podríamos decir, el yo se enfrenta a sí mismo, y esta fórmula se convierte entonces es un buen punto de partida para pedirle a alguien que hable de sí mismo, de aquellos momentos donde el yo ha entrado en conflicto con el mí, de aquellas luchas libradas en la intimidad y, a veces, en la oscuridad, donde el yo se ha enfrentado con el mí y ambos han quedado más retorcidos y más trenzados, más duros de roer que una charamusca de Guanajuato.

Aquí es el yo de Gonzalo Celorio quien hablará; pero este hablar estará modulado, estoy seguro, por muchos su : su calidez y calidad, su inteligencia, su gusto y sus gustos, sus amores, sus pasiones, sus lecturas, sus logros y sus decepciones, sus afanes. De los conflictos entre ese yo y tantos y fuertes sus el nos dirá... o no. Yo, el que habla, me gustaría pensar en alguno de estos conflictos: mi imagino por ejemplo a Gonzalo ponderando la idea de abandonar su casa, esa vieja casa de Tiziano 26, que él construyó palabra tras palabra, oración tras oración, y que tanta gente, conocida suya y desconocida de él, empezó a visitar y gozar cuando esas oraciones se hicieron artículos y esos artículos se hicieron libro; esa casa no sólo incluía una sala, llena de libros y conversaciones, y una recamara, llena de máscaras y recuerdos, tenía también una terraza para convertir las tardes en tequileras; una glicina que nadie notaba de primera instancia pero que iba creciendo con su historia, un mercado que siempre aspirará a las viñetas que ocasionó unos teporochos recobrando en su retrato algo de la dignidad perdida. En fin, yo me imagino a Gonzalo pensando en mudarse y dudar si era para mejorarse, pensando si ese yo que en parte era su casa seguiría siendo el mismo en otra, si se repondría de la separación, si se olvidaría. También me imagino a Gonzalo en su nueva casa, más lejana, más alejada del mundanal, miserable y ruidoso Mixcoac, más aislada, más llena de libros, con más cosas, sin tantas palabras, con más gustos, con más afanes logrados. Me imagino a Gonzalo en su nueva casa pensando en la otra, que fue suya, que habitó con hábito literario y que ahora lo habita a él en el recuerdo.

En su nueva casa pienso a Gonzalo en su viejo escritorio, lidiando, pluma Pelikan en mano, con algún texto rejego; me acuerdo cómo le trataba de explicar al rector de la universidad que su oficio de escritor le hacía, paradójicamente y tal vez por definición, difícil la escritura; a un escritor le cuesta trabajo escribir, le cuesta porque tiene que escoger dentro de tantas palabras que tiene la tribu las que serán sus palabras, aquellas con las que aspirará si no a alcanzar las estrellas sí a seducir a algún desocupado lector que se verá de pronto ocupado, ese lector cuya complicidad le ayudará a transformar un arbusto en un árbol exótico que dará, como pequeña y delicada flor, una afinidad, una coincidencia incidental, entre Mixcoac y Venecia; esas palabras que pueden hacer que un mercado de los cuarentas adquiera los brillos y colores del Tlatelolco de Bernal Díaz del Castillo, las palabras que podrán transformar, al menos por unos momentos, una vida miserable en un personaje.

Así me imagino yo estas luchas cotidianas entre los varios yo de Gonzalo y algunos de sus muchos mís ; sin embargo, a fin de cuentas y de cuentos, yo creo que el conflicto más originario de Gonzalo es el del escritor, el conflicto que establece el enfrentamiento entre un yo que se adjudica unas palabras como sus palabras, y esas palabras que, como buenas hijas que son, siempre dicen otra cosa, siempre rebasan la paternidad, siempre están más allá del yo que las profiere. Este conflicto no es de palabras, sino con las palabras, con esos cuerpos que nos arrebatan y que queremos que hablen, que chillen, que griten, que murmuren, que seduzcan, que convenzan, que digan algo o que sean calladas.

En esta lucha libre todo se vale, aliteraciones, repeticiones, cacofonías que balbuceen, aunque no nombren, el objeto del deseo, obscuridades luminosas que deslumbran: ?Piramidal, funesta, de la tierra/ nacida sombra, al Cielo encaminaba?, dardos letales: ?Era Acis un venablo de Cupido?, sorbetes de tentación, ?que, en tanta gloria, infierno son no breve,/ fugitivo cristal, pomos de nieve?, todo se vale, cortar las palabras para que al mismo tiempo quemen y maduren, usarlas trastocando su cotidianidad: ?Me gusta mucho/ ponerme en tu lugar?, todo se vale, ustedes lo saben, y Gonzalo también lo sabe y hoy luchará con sus mejores palabras y sus más retorcidos tropos, ante ustedes y contra sí mismo, contra su yo lector, contra su yo escritor, contra su yo polifacético, contra su yo más íntimo; luchará a tres, a doce, a quién sabe cuántas caídas, como técnico y como rudo. Hagan sus apuestas, está en juego una máscara. A ver quién se la quita.


Raúl Quesada, "Una máscara en juego", Fractal nº 32, enero-marzo, 2004, año VIII, volumen IX, pp. 65-68.