GONZALO CELORIO

La escritura

 

 

Escritura, Historia, Literatura

Por haberle dado duración y permanencia a la palabra dicha, de suyo etérea y fugaz, la escritura ha sido adoptada como criterio para dividir los tiempos prehistóricos de los históricos. Tal determinación parecería convenir más a los historiadores que a los historiados, pues gracias a la escritura el estudioso del pasado no tiene que inferir el pensamiento de nuestros ancestros remotos a través de datos indirectos -una piedra tallada, una vasija, un monumento funerario- sino que lo puede conocer directamente por su propia expresión, conservada merced al portentoso artificio de la letra; sin embargo, me parece que semejante división tiene más que ver con el objeto de la historia que con el sujeto que la estudia: al escribir, el hombre cobra conciencia precisamente de la historia, del tiempo que transcurre y que, de no ser por la escritura, todo lo borra en su transcurso, hasta la historia misma. La escritura es, pues, una manera de oponerse al tiempo, de fijarlo y transmitirlo a las generaciones sucesivas; una manera de permanecer. Y en este deseo de trascendencia se finca, magnánima, la literatura. Entre las cuentas comerciales que escribieron los sumerios en el sistema cuneiforme de su invención y los mitos y leyendas escritos por ellos mismos y sus descendientes inmediatos en tablillas de arcilla, lápidas y estelas, media la literatura y, con ella, un desideratum : la inmortalidad.

Cuando el artista adolescente desconfía de la escritura suprema de Dios, que era capaz de llevar la cuenta de sus actos más secretos, se erige en el sacerdote de la eterna imaginación, y su escritura suplanta a la de la divinidad. La escritura es una herejía necesaria. Sin ella, la vida nada significa: mera sucesión de actos que el olvido pulveriza.

La memoria y la poesía

Si la literatura responde al anhelo del hombre por permanecer más allá de la muerte, la destinataria natural de la poesía es la memoria. La palabra poética se instala en nosotros y constituye nuestro mejor patrimonio verbal. Pero no sólo el poema confirma su condición poética al alojarse sin alteración posible en la memoria, sino que todo aquello que recordamos con fidelidad textual, desde las tablas de multiplicar hasta el Ave María pasando por las declinaciones latinas, de algún modo es, por ese sólo hecho, asunto poético. Tres por seis dieciocho. Rosa-rosae-rosae-rosam-rosa-rosa. Dios te salve, María.

Para mal de las generaciones, en la década de los setenta y quizá desde finales de la anterior del que ahora ya es siglo pasado, se abjuró de la memoria, a la que la pedagogía del momento consideró contraria a la comprensión, como si ambas facultades fueran excluyentes. Es obvio que la memoria no puede ni debe sustituir el entendimiento, pero no por ese supuesto riesgo ha de proscribirse. La descalificación de la memoria fue nociva para la poesía o, mejor dicho, para la receptividad poética, para el acervo poético del lector. Y no es que se tratara de sentarse a memorizar mecánicamente Muerte sin fin de Gorostiza o Primero sueño de Sor Juana. Se trataba de leer y releer estos poemas u otros hasta que se nos quedaran adheridos a la memoria, aun sin entenderlos cabalmente, porque, en rigor, un poema no acaba de comprenderse nunca: su esencia reside en la perpetua apertura de su significación. Al menos no se comprende de la misma manera que un teorema. Se percibe con otras antenas, más con el alma que con el espíritu, para utilizar los términos que Gaston Bachelard empleaba en su fenomenología de la imagen poética, al grado de que lo que es luminoso para el alma puede ser oscuro para el entendimiento racional. Y gracias a estas adherencias verbales, una buena mañana, entre el shampoo y el acondicionador, se nos revela desde adentro, luminosamente, la significación profunda de ese verso de Muerte sin fin que clama "Oh inteligencia, soledad en llamas".

 

La vocación

Porque la literatura está destinada a la memoria, su ejercicio es asaz dificultoso. No quisiera adolecer de imperfecciones, debilidades, fallas, puesto que ha de perdurar. Thomas Mann decía que la única diferencia entre el escritor y quien no lo es consiste en que al escritor le cuesta mucho trabajo escribir. No creo que ningún escritor de veras tenga facilidad para la escritura, entre otras cosas porque la literatura exige dar discurso, es decir, temporalidad, a las intuiciones instantáneas. Cuando Borges descubre en la casa de Beatriz Viterbo el Aleph, esa pequeña esfera cuyo diámetro «sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño», se enfrenta a las tribulaciones propias de la vocación: «comienza, aquí, mi desesperación de escritor», dice. Y explica: "Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré? sucesivo, porque el lenguaje lo es." Ese es el enorme reto de la escritura: hacer un río de un vaso de agua.

Si hay algo que confirma cotidianamente mi vocación literaria es la dificultad de llevarla a cabo. Cuando tengo que dejarle por escrito a Baldomera, la cocinera de mi casa, un recado tan simple como que no voy a venir a comer, hago por lo menos tres borradores. La consideración más cruel y por ello más exacta que conozco a propósito de este estigma que es la literatura procede del Jeromil de Milan Kundera, remedo del artista adolescente de Joyce y homenaje a su memoria: sólo el verdadero poeta, dice Kundera a propósito de la vocación de su personaje, "sabe qué grande es el deseo de no ser poeta, el deseo de abandonar esa casa de espejos en la que reina un silencio ensordecedor."

Cuando era niño, no me gustaban los ejotes. Mi madre, después del sermón, digno de la más recalcitrante pedagogía del barroco, de que hay muchos niños en el mundo que se mueren de hambre y tú me sales conque no quieres comerte los ejotes, me ultimaba con una sentencia similar a la que llevó al barón rampante de Italo Calvino a vivir toda su vida entre las ramas de los árboles y a morir en ellas: “No te levantas de la mesa hasta que no te hayas terminado los ejotes”. Y yo me quedaba ahí, sentado, sin probarlos, toda la tarde, igual que ahora, sentado a mi escritorio, horas enteras, quizá sin escribir una sola palabra, pero sin levantarme. Tal es la disciplina que la vocación exige.

He de confesar que no me gusta escribir. Me afecta, me tensa, me desquicia. Es una tarea tan abominable como inútil. Exige un enorme esfuerzo realizarla y no sirve para nada. ¿Por qué escribir entonces si se trata de un ejercicio aborrecible que además no parece tener utilidad alguna? Aunque se antoje romántica, la verdad es que escribir no es una elección sino un destino. Rilke le decía al joven poeta Franz Xavier Kappus: "Basta con que se pueda prescindir de escribir para que no se tenga el derecho de hacerlo jamás." Y es que sin la escritura no entendería nada; la vida, como dije antes, sería una mera sucesión de actos que el olvido pulveriza. Y así como nada me parece más arduo y más dificultoso que escribir, nada disfruto más que haber escrito. Mi mayor gozo es que la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca, resplandeciente, para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía. Y es que sólo en la palabra reside la felicidad. “Todo lo que usted quiera, sí señor –dice Neruda-, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada...”

Tras haber pasado del mayor de los fastidios al mayor de los placeres, sobreviene la primera aterradora paradoja. Como todo escritor desde los tiempos de Hammurabi, escribo para la memoria. Pero una vez que he escrito lo que necesitaba escribir, se sobrepone el olvido como una cataplasma, como una bendición. Proust escribía para recordar, para recuperar el tiempo perdido; Onetti, por lo contrario, escribía para olvidar. Por boca de Brausen, uno de los personajes de la saga de Santa María, dice: “La vida no ha terminado: todavía hay esperanzas para el olvido”.

Los géneros

Si hay viaje, hay novela, decía alguien. Si hay conflicto, hay novela, pienso yo.

De un sacudimiento del alma, nace una imagen poética, y de ésta, un poema.

De una idea pensada con el corazón o sentida con la cabeza, nace un ensayo, brioso e inteligente a un tiempo como conviene al "centauro de los géneros", según lo definió Alfonso Reyes.

De un argumento completo, escrito de principio a fin en la imaginación antes que en el papel, sin distracciones, sin desviaciones, sin retrocesos, nace un cuento.

Una novela, en cambio, nace de un conflicto, de un conflicto brutal, que no se resuelve en unas cuantas palabras, que tiene que remontarse a sus orígenes, que amerita todas las explicaciones, que convoca todos las voces, que cae en todas las tentaciones. Y nace sin que se tenga ninguna idea previa de cómo se va a desarrollar, qué caminos va a seguir, adónde va a llegar. "Escribir una novela -decía Blanchot- es lanzarse al mar, sin cera en los oídos, y estar dispuesto a oír el canto de las sirenas". Se puede saber de qué puerto se zarpa pero nunca en qué puerto se atraca, si es que se llega a puerto. Ciertamente la novela no resuelve el conflicto que le da origen pero lo objetiva, y por el sólo hecho de plantearlo, lo saca del pecho del autor. Al recordar, se olvida, como quería Onetti. Y también, aunque pareciera lo contrario, como quería Proust.

Cortázar establecía una diferencia entre el cuento y la novela mediante un símil pugilístico, tan de su gusto. El cuento es siempre de knock out , decía; la novela, de decisión técnica. Por lo que se refiere al proceso de escritura más que al de lectura, propongo, por mi parte, una imagen de amor para contribuir a la taxonomía genérica: el cuento es como una aventura amorosa: sale o no sale y en ella misma se consuma; la novela es como un matrimonio: hay que estar ahí todos los días, a veces con gusto, a veces con tedio. Dejar de escribir un solo día la novela en la que se está trabajando es como no ir a dormir a casa.

El estudio de la literatura

Cuando hice mis estudios formales de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam , a finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, se habían impuesto ya, con menos rigor y suficiencia que obstinación, las metodologías de análisis y de crítica literarios que se anunciaban ostentosamente como científicas. Que recuerde, los marcos teóricos y metodológicos más importantes eran tres, a saber: el estructuralista, el sociológico y el psicoanalítico, que centraban su atención, de manera excluyente, en el texto, el contexto y el subtexto, respectivamente. Vi, no sin dolor, cómo la obra literaria, expuesta a semejantes metodologías, quedaba relegada a un segundo plano cuando no era usada como mero pretexto para hablar de la metodología misma, es decir, para hacer epistemología a expensas de la literatura. Se explicaba la flor por el fertilizante, como decía Bachelard. En el nombre del rigor científico se cometieron muchos poemicidios, y el placer de la lectura, el amor a la palabra, la receptividad apasionada de la obra se volvieron vergonzantes y recibieron el epíteto, nada feliz en esos tiempos, de impresionistas.

Como quiera que sea, gracias a semejantes teorías y sus aplicaciones metodológicas, por el estructuralismo supe que una novela realmente crea un mundo; por los métodos sociológicos, que se puede conocer mejor la realidad referencial por una obra literaria que por todos los estudios científicos que tratan de estudiarla; y por el psicoanálisis, aunque en contra suyo, que la obra literaria importa mucho más que el escritor que la escribió.

A lo largo de mi carrera literaria he podido sacudirme estos rigores y su espantosa terminología, y en lugar de hacer sesudos estudios abigarrados de notas al pie de página, he optado por la libertad para hablar con amor de la literatura, como si hubiera invitado a los autores que cito a cenar a casa, porque, como decía Eliseo Diego -y no digo ni cómo ni dónde ni cuándo lo decía-, una nota al pie de página es como una llamada telefónica en la noche de bodas.