Humberto Musacchio
Las multitudes relativas
 

El 7 de mayo se presentó el libro Auditorio Nacional 1952-2002, obra coordinada por María Cristina García Cepeda, directora de ese centro de espectáculos, con textos de Sari Bermúdez, Carlos Monsiváis, Alejandro Rosas, Víctor Jiménez, Cristina Pacheco, Juan Arturo Brennan, Ernesto de la Peña, Alberto Dallal, Emilio Carballido, Fernando Schwartz, Federico Reyes Heroles y Raquel Tibol, más con una cronología preparada por Alejandro Rosas. Con ligeras correcciones, el siguiente texto es el que leyó el autor en esa ocasión.

Si infancia es destino, bautizo es definición. Nacido como Auditorio Municipal, muy pronto se comprendió que el apellido encerraba un inadmisible complejo aldeano, una pequeñez que no cuadraba con la dimensiones del galerón y hubo necesidad de llamarle Nacional para otorgarle a este recinto función y proyección. Habría de ser, desde entonces, uno de los principales altares patrios, templo laico de ejercicios cívicos, laboratorio de historia y escaparate de grandezas reales e inventadas. Sin omitir la importancia de la Unidad Artística y Cultural del Bosque, con su amplia variedad de teatros que integran una de las muchas construcciones simbólicas que Pedro Ramírez Vázquez ha esparcido por la ciudad, lo cierto es que ha sido y es el Auditorio, no la citada Unidad, el punto de referencia que invocamos los capitalinos.

 

En él nos encontramos y nos vivimos colectivamente porque es, para un buen número de habitantes de la urbe, testigo y cómplice de momentos definitorios, señal de lo que somos y lo que deseamos, lo que nos impusieron y lo que rechazamos.

No deja de ser paradójico que el Auditorio, uno de los edificios públicos más feos de la ciudad, un esperpento mussoliniano que expresaba en forma elocuente la idea de grandeza del régimen priista, nos lo legara un sexenio que si algo bueno tuvo fue precisamente el haber propiciado la excelente arquitectura de un Mario Pani en plena madurez, como lo prueban el Conservatorio Nacional, la Normal, la Ciudad Universitaria y los grandes conjuntos multifamiliares,
El Auditorio es sucesor del estadio Nacional, demolido por Alemán para que ahí se levantara el multifamiliar Juárez, a su vez demolido por varios sismos, desde 1957 hasta su final en 1985, como una especie de justicia inmanente contra el presidente de los autohomenajes.
En el estadio Nacional, a tono con el nacionalismo de la hora y los afanes clásicos de Vasconcelos, la polis era espectadora y actora y quienes hoy estaban en la tribuna –obreros, campesinos, niños– mañana podían bajar a la arena en legítimo ejercicio del protagonismo cívico. En el Auditorio no. El pueblo, en plena versión alemanista de la revolución, quedaba reducido al papel de espectador pasivo en una democracia sin voz ni voto. El Estadio Nacional era el escenario de las masas en movimiento; el Auditorio, la hermética cápsula donde no se oyen los ecos de las grandes huelgas obreras de los años cincuenta ni los gritos juveniles y los disparos de los sesenta. El Auditorio es un espacio secuestrado, puesto a salvo de las realidades inconvenientes.
Alberto Dallal dice bien: “El Estadio Nacional contiene reuniones y tendencias: nicho de imágenes y traslaciones colectivas. Música: corridos, teponaxtle, escuela mexicana. De nuevo, danza de muchos”. El Auditorio es otra cosa. Ahí la danza de muchos tiene música del sindicalismo charro, oratoria cenopista y escenografía bucólica de la cnc. En materia política hay representación de ficciones, no despliegue de realidades.

Pero más allá de papeles y oropeles, en ambos casos la revolución aún estaba en olor de multitud. El estadio y el auditorio eran para muchedumbres, aunque en el segundo caso éstas se hallaban confinadas y disciplinadas, porque se trata de un lugar dispuesto para evitar “los peligros de una multitud reunida pero sin rumbo”, como dice el Elías Canetti de Masa y poder citado por Federico Reyes Heroles. El origen mismo del inmueble lo confirma. Se quería para exhibiciones hípicas, para un deporte aristocratizante que al convertirse en práctica de soldados adquiría un sello de pueblo. Pero trotes, saltos y galopes tendrían que ser para mayor gloria del César, porque, como pocos espacios, el Auditorio ha sido iglesia del culto presidencialista y su feligresía plebeya, reunida y con rumbo, se encargó de confirmarlo aun en 1968, cuando aquí se realizaban competencias y en la calle se perseguía a los jóvenes. Adentro, para unos cuantos, gimnasia; afuera, la magnesia indiscriminada de los crímenes diazordacistas.
Pese a todo, lo cierto es que en sus primeros cuarenta años, el Auditorio, antiestético e incómodo, fue un espacio eminentemente popular. Aquí se celebró alguna vez el Día del Maestro, se ofrecieron grandes espectáculos en forma gratuita o a muy bajo precio. Imposible olvidar las exposiciones estadounidense y soviética, cuando había un mundo bipolar y las dos grandes potencias hacían ostentación de sus cacharros de alta tecnología destinados a convertirse en basura espacial. La obligada visita a la populachera Feria del Hogar era el rito iniciático de nuestra incipiente sociedad de consumo, liturgia de grandes ofertas a precios de ganga.

Yo mismo puedo decir que aquí hice mi presentación “artística”, en el lejano 1958, cuando con miles de estudiantes de secundaria vine dizque a cantar el Aleluya de Haendel en el estreno del órgano monumental, que durante sus primeros 35 años de vida estuvo casi siempre fuera de combate, descompuesto, como tantos símbolos de grandeza. Pero más allá de la anécdota, lo cierto es que por aquí desfilaba gente de todos los rincones de la sociedad.
Por supuesto, el Auditorio fue escenario magnífico o magnificado para los autohomenajes de la revolución hecha gobierno. Aquí se presenciaron celebraciones en honor del ejército o del maestro, festivales del día del niño o de las “cabecitas blancas”, como se llama a las madres en estas tierras de Edipo. En este lugar se produjeron grandes fastos burocráticos que unas veces llenaban el jacalón con las huestes cetemistas, en otras ocasiones con las hordas de la fstse y en fechas precisas con campesinos urbanizados que asistían a los homenajes de la CNC a Emiliano Zapata. Luis Echeverría ordenó modificar el escenario para su toma de posesión y José López Portillo, al abrir el sexenio de la abundancia, dispuso la reconstrucción faraónica de absolutamente todo el interior a un precio todavía desconocido, para que él, y sólo él, el primero de diciembre de 1976, pudiera emerger de la mitad de la sala y caminar triunfal por una rampa que lo llevaría hasta las alturas.

Fue hasta la segunda mitad de los años setenta cuando por primera vez el Auditorio se convirtió en foro para las disidencias. Hay que abonar la decisión visionaria al secretario de Gobernación del gobierno lopezportillista, don Jesús Reyes Heroles, quien entendía que al abrir espacios cancelaba impaciencias. Así fue como el Partido Comunista ocupó el inmueble y celebró en 1976 el festival de su periódico y el pan tuvo aquí su asamblea y la oposición domesticada sala, subsidio y hasta camiones para el acarreo. No sin cierto simbolismo anticipatorio, esa primavera de las disidencias se cerró con una concurrida celebración de Acción Católica Mejicana, que llegaba a sus bodas de oro.
Siete años después, en el mismo sitio se produjo una ruptura fundacional: Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, hartos de maniobras y ninguneo, abandonaron la asamblea del pri para encabezar una gesta nacional que culminó en unas elecciones amañadas donde nadie, y Carlos Salinas menos que los demás, pudo probar que había ganado. En el Auditorio se vivieron esas experiencias, que fueron expresiones de la historia de México tanto como el remozamiento arquitectónico de 1993.
Salinas, ya impuesto en la Presidencia de la República, ordenó la transformación del Auditorio para borrar uno de los vestigios del viejo orden y modificar el escenario de la escisión de 1987, previo al fraude de 1988. Vistió de lujo al testigo de la ilegitimidad. La mudanza arquitectónica fue un triunfo del salinato, de la posmodernidad neoliberal que entonces se engullía la ideología de la revolución, el nacionalismo y un culto cívico de rasgos pueblerinos.
La reconstrucción transformó el inmueble y trasmutó lo grandote en grandioso. Se aprovechó su ubicación especialmente propicia para abrir sus perspectivas. Las líneas de fuga se proyectan al infinito y los grandes volúmenes equilibran visualmente la inmensidad del edificio. El feliz resultado representa, no hay que olvidarlo, el punto culminante de la colaboración entre dos grandes arquitectos: Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León, quienes al vestir el Auditorio con su buen gusto y decorarlo con obras monumentales de Soriano, Tamayo, Rojo o Felguérez, modificaron drásticamente no sólo la apariencia, sino la función misma de la mole, que restringió sin piedad el derecho de admisión. Dejó de ser sitio para los conglomerados plebeyos y los precios establecieron una evidente, aunque no infranqueble frontera de clase. Al régimen ya no le interesaba alimentar las esperanzas de su vieja clientela, sino satisfacer los anhelos de modernidad de los sectores pudientes, que ya no tendrían que ir a Las Vegas o Nueva York para ver “los grandes espectáculos”. Sin mengua del inmenso mérito de Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León, la conclusión obligada es que cada época tiene los monumentos que se merece, y lo cierto es que se edifica siempre en función de algo y al servicio de alguien. No hay arquitectura inocente.
Víctor Jiménez señala la enorme similitud entre los teatros de masas de griegos y romanos “y sus equivalente erigidos por las sociedades del último siglo y medio”. Cita un caso ilustrativo: el teatro de Dionisos, en Atenas, del siglo vi a.n.e., y el Auditorio Nacional de México, de 1952, que con dos milenios y medio de diferencia “sirven a actividades muy similares y lo hacen mediante soluciones arquitectónicas asombrosamente semejantes”.
El Coliseo, como ahora el estadio, es el ámbito para el esparcimiento de la plebe, para el encuentro de los ciudadanos sin nombre ni pedigrí. El teatro cerrado, el odeón, es para la gente de bien, para los que son alguien. En el estadio la marca es el anonimato; en el teatro es el renombre, o por lo menos el nombre y hasta la simple quimera de ser alguien.
Los teatros satisfacen necesidades de un orden estable. No son aptos para las sociedades que emergen de una revolución, lo que se confirma por la proliferación de teatros en los años porfirianos: el Degollado, de Guadalajara; el Juárez, de Guanajuato; el Manuel Doblado, de León; el Fernando Calderón, de Zacatecas; el de la Paz, en la capital potosina; el Macedonio Alcalá, de Oaxaca; el Peón Contreras, de Mérida; el Hidalgo, de Colima; el Palacio de Bellas Artes que dejó inconcluso la dictadura y varios más.
El historiador Michael P. Costeloe describe en grandes trazos un ejemplar imaginario de los “hombres de bien” de los años 30 del siglo xix: “de familia razonablemente próspera”, educado en un buen colegio y tal vez en la universidad, habitante de casa alquilada, con sirvientes domésticos, coche, ropa a la moda, parroquiano del café, dispuesto a cenar en los nuevos restaurantes y casi seguro “asistente regular a uno de los tres teatros, donde un buen asiento costaba 12 reales”.
Lo que dice Costeloe se refiere al México convulso de los primeros años de vida independiente, pero conforme pasa el tiempo hay un deseo mayor de estabilidad y cuando ésta surge el teatro se reafirma como el ámbito propio de la gente de bien, su espacio de identidad, el lugar para ser vistos y ver a sus pares, para recordar su origen y suspirar porque imaginan que todo tiempo pasado fue mejor y lo que procede es desenterrar el pretérito añorado. El régimen político de la revolución no escapó a esa necrofilia. Pongo un ejemplo.
En 1854, en el teatro de Santa Anna fue estrenado el Himno Nacional. Meses después entraban en la ciudad de México los ejércitos del Plan de Ayutla y los paniaguados de su Alteza Serenísima huían despavoridos. Uno de ellos, Francisco González Bocanegra, autor de la letra de ese canto, se escondió en un sótano donde se le agravó un padecimiento y murió a los pocos días. El Himno aquel, que en cada verso quemaba incienso a Iturbide y a Santa Anna, fue olvidado por los liberales, que preferían otras marchas y durante la intervención francesa hacían tocar la marcha Zaragoza. En los años noventa del siglo xix, Porfirio Díaz, necesitado de símbolos, exhumó el himno santanista, se lo impuso a la República y ni siquiera la revolución fue capaz de darlo de baja. Por el contrario, el nuevo orden lo usó en su beneficio y al cumplirse poco más de un siglo de su estreno le rindió un homenaje tan innecesario y absurdo como el que, guardadas las proporciones, puede ofrecerse a la Quinta Sinfonía de Beethoven, al Réquiem de Mozart o a Cucurrucucú Paloma. Así fue como el Estado revolucionario, que abogaba por la no intervención y la paz entre los pueblos, aspiró satisfecho el olor a pólvora de los versos bélicos de Bocanegra; fue así como el ultranacionalismo priista hizo suya la música de un español: Jaime Nunó. Esa incongruencia sólo se explica porque el ansia de legitimidad de un nuevo orden siempre acaba buscando asideros en los símbolos del pasado. ¿O cómo hay que entender esa especie de Te Deum que se autoofreció Vicente Fox el primero de diciembre de 2000?
Las diferencias entre los asistentes a un coliseo y a un teatro no son únicamente económicas. También se manifiestan en las conductas, pues no ser alguien implica anonimato, lo que otorga libertades que nadie se toma cuando firma con su nombre. El Auditorio Nacional es un espacio cerrado, pero por sus dimensiones algo conserva del estadio. Lo observa Cristina Pacheco con su lente infalible, pues señala que la participación en ferias y festivales nos permitía dejar la posición de espectadores para ser también actores.
La propia Cristina recuerda que por este coso han pasado desde siempre respetables sinfónicas, las mejores compañías de ballet y otros espectáculos de alta calidad artística, aunque eso, en el viejo edificio, equivalía a envolver un collar de brillantes en una caja de zapatos. Emilio Carballido, con verdadero entusiasmo, recuerda la puesta teatral de obras como Las troyanas y hasta afirma que el Auditorio es “recinto propicio para el teatro clásico”. Nuestro gran dramaturgo lo dice porque seguramente a él le tocó sentarse en las primeras filas, pues de medio butaquerío para arriba todo quedaba a la imaginación.
Lo cierto es que el viejo Auditorio tenía zonas ciegas y enormes áreas con sordera total. De alguna manera todavía padece males auditivos y oftálmicos. No hace mucho, mi hija me pidió comprarle unos boletos para ella y sus amigas igualmente adolescentes. Los únicos que había eran de la última fila, hasta arriba y en un rincón. Le dije que no tenía caso comprarlos porque las figuras del escenario iban a verse microscópicas. Me respondió: “No le hace. Nosotras no vamos a ver, vamos a gritar”...
En las localidades “baratas” –que no lo son tanto, pues siempre están arriba de los cien pesos–, hay lugar para los que quieran participar del acontecimiento, aunque la lejanía les impida ya no apreciarlo, que sería mucho pedir, sino siquiera conocerlo. Pero, de cerca o de lejos, con dinero y sin dinero, se asiste a ver a Juan Gabriel o a Shakira con la intención de ser parte del todo, de platicar a los amigos que se estuvo ahí, aunque se haya experimentado una marginación que no se atreve a decir su nombre.
Para Juan Arturo Brennan, la programación del Auditorio “no excluye a ningún tipo de público. Es un Auditorio para todos” y los conciertos de Luis Miguel son “prueba irrefutable del alcance masivo, auténticamente popular, de la oferta del Auditorio en materia de espectáculos”. Más que eso, creo, lo que se observa es la contundente demostración que el pueblo mexicano tiene una capacidad para ahorrar que es tan grande como su compulsión por el dispendio, tanto, que para ver a sus ídolos comerciales está dispuesto a cualquier desfalco, pues aquí una buena butaca, sin pasar por la reventa, puede costar más de 130 dólares, lo que en México es un mes de salario mínimo.
Más bien, el éxito comercial es la confirmación de que en un país de cien millones de habitantes y en una zona urbana de 20 millones, hay segmentos de público capaces de pagar casi lo que sea por aquello que les interesa y la gente es capaz de llenar el mismo día y a veces a la misma hora el Auditorio Nacional, el Foro Sol, el estadio Azteca y la plaza México. Por supuesto influye el atractivo casi mágico de la programación magnificada por la publicidad, pero lo cierto es que, como señala Carlos Monsiváis, el concepto de multitud es relativo y lo que es inmenso para Tegucigalpa resulta insignificante la plaza de Tien An Men.
El inevitable clasismo instituido desde la reinauguración del Auditorio no se reduce en absoluto a la calidad de los espectáculos ni a la racionalidad empresarial bajo la cual funciona actualmente. No es culpa del Auditorio que el neoliberalismo haya hecho de México un banquete donde unos cuantos cortan y reparten el pastel mientras que a los demás no les permiten siquiera entrar al restaurante. Y si resulta inoportuna esta metáfora de gastronomía disidente, digamos que algún contraste merece el afán autocelebratorio del libro que hoy nos congrega.
Pese a todo, lo cierto es que, más allá de consideraciones sociológicas, el Auditorio Nacional es para los artistas mexicanos y muchos extranjeros el foro consagratorio, arena para confirmar la alternativa sin bureles. De ahí que muchos vengan para saberse acogidos por casi diez mil personas. Otros, más audaces, se presentan en este escenario para poner a prueba su popularidad, y no pocos, con un vacío de más de la mitad, fracasan en el empeño. Pero tan es un foro consagratorio, que el Auditorio Nacional se reconoce como tal y entrega las Lunas del Auditorio, premios que son un reconocimiento para quien los recibe tanto como para quien los otorga.
Desde su nacimiento, el Auditorio es punto de referencia indispensable, puerta hacia Polanco y sus ilusiones de opulencia. Es lugar de confluencia obligada para nuestras clases medias y a veces para otras; escaparate de una igualdad ficticia, lugar compartido, destino común y sala de exhibicionismos que a nadie escandalizan. El Auditorio Nacional es, pese a las mías y otras críticas, teatro de la vida y escuela de costumbres, nuestro templo laico y nuestra casa. Es el Auditorio, y todos nos postramos ante sus taquillas.

Humberto Musacchio, "Las multitudes relativas", Fractal nº 31, octubre-diciembre, 2003, año VIII, volumen VIII, pp. 131-140.