PEDRO SERRANO

Turba

 

 

 

Como brillo de hielo la línea alta,
como latigazo de acero el iris del alma,
como dolor en vilo la piel de azufre,
como la columna el alma, chueca y rechueca,
como tegretol en el fondo la voz del ángel,
como salida del sueño una pedrada,
como mariposa de azúcar se desmorona,
como laminada impaciencia los dedos rotos,
como entereza falsa al son del aire,
como ausencia de dientes, dedos de frente,
como un humo constante a media sonrisa.


Un cepillo de dientes, una pluma,
el lado incauto de mi pie,
torcido en una hamaca de dolor,
la pena ciega, fantasmal, certera.
En la mesa en que escribo, a torpes sorbos,
sin redondel, sin visa, sin permiso,
hurgo entre la costumbre de los ritmos
las mismas fresas, la saliva,
busco en el quiebre el hueco,
unas palabras frescas como llanto,
que me dejen estar, que me acompañen,
y vayan otra vez al mundo, lo hagan,
le hagan decir sonrisa y aquí vivo,
no que se atoren y atormenten mudas.

Aprender a estar.
Ser en el desconsuelo y consolarse.
Elevar la plegaria al ser y al norte.
No escribir para que si sucede algo,
para que sí, que pase.
Aprender a escribir de nueva cuenta.
¿Cómo se le hace?
Dejar que vayan cayendo las cuentas, las gotas,
armar un trazo y un árbol,
levantarse.
Y aparecer entonces tierras y campos y plazas.
No para las esperanzas de mañana,
no para ayer,
sino en un hoy que está
aquí conmigo.

 

Contra sí mismo el cuerpo se revuelve,
cumple sus mil milímetros de pan,
migajas esparcidas, mendrugos,
se cuece en cada axila, huele,
cae ruminoso por el vientre, bocas,
pan mojado del sexo, tinto de olores, rancio.
Crece hacia dios el cuerpo, se eleva,
moja la cama y el amor, el pan y el vino.
Andan alisios por el pecho, nadan azules en las manos, andan.
En la impiedad de la cintura vuelve a instaurarse el miedo,
hay que tornar al punto del dolor, hacerlo sueño,
dar en el acto de la huida, descontraer.
Ante mis ojos crece como un pasto su aliento,
la negra majestad dulce del sexo, su pubis atestado y sudoroso,
la esparcida presencia en que penetro.
Desde mi centro rompen los cristales errados, se aquietan.
Una disolución inmaterial hace a la carne carne,
la piedra se machaca y se areniza.
Entrar es acudir al propio centro, una sabiduría que se desliza.
Allí se enciende, se pierden telas y lunares.
Pan, pan, carne del vino los cuerpos sudan,
jur, jur, jarrón rimado de la especie.


Uno levanta estrellitas,
pequeños versos de azúcar,
montoncitos de arena para un castillo imaginario.
Va arrinconándose y escabulléndose,
¡pecho a tierra!
y parece que al cielo lo levantan en hombros
y parece que el mar lo dejara tumbado sobre la playa.
Rodemos desafanados en su línea de cristal,
el remolino suave de placer,
la ronca voz de la ola,
la suave lengua del mar.
Y no sepamos nunca a que arenas
orillamos.


Hecho de luz, de sombra, de esparadrapos,
de mitad carcomidas, mitad luidas líneas de amor.
Venecianas, persianas, celosías,
en la confusión de la mañana.
La sensación augusta de quien todo lo tiene,
el cuerpo abierto, la piel en otras manos.
Pasa mi cuerpo en cuatro palabras y dos palmos.

Miro mi cuerpo con el alma atenta,
sé que está allí mi sueño y el retorno,
el nacimiento de la flor,
la fuerza, la magnificencia,
la putrefacción que ennoblece.
Si alcanzara la hora allí sería
ser, y desvanecer.
Es por allí hacia el mundo que tiene que salirse,
aplacar los miedos y conocerlos.
Tan lejos todavía de la ciega certeza
el camino del cuerpo se echa a andar
inmaduro.
Háganse al fin los cuerpos uno y uno.


Bajo la piel
los destellos,
la copa rota.
Bajo la piel
la cálida firmeza
la hora exacta.
Uno tras otro
los vórtices
del fuego.
Bajo la piel,
a flor de piel,
rezuma.