GUILLERMO SAMPERIO
No es necesario hacer dos lutos
 por un mismo muerto, ¿verdad?

 

 

a Raymond Carver, en sus 15 años de ausencia

 

 

Despierto en la oscuridad de la recámara. De manera mecánica extiendo el brazo hacia los cigarrillos. En el camino, mi mano tumba una botella de cerveza semivacía, moja el encendedor. Intento prender el cigarrillo varias veces y fracaso. Me da una flojera enorme levantarme a encenderlo en la cocina, pero lo intento. Al sentarme en la orilla del colchón, percibo un dolor de cabeza muy intenso que rodea la frente hasta la nuca. Como si fuera a temblar en este pueblo, me pongo en pie y voy a la cocina. Antes que encender el cigarro, saco una cerveza del refrigerador, la destapo y bebo la mitad casi de un trago.
La luz que entra por la ventana del traspatio es como de la una o dos de la tarde, pero suficiente para incrementar mi dolor de cabeza. Se escuchan pocos ruidos fuera de casa. A mi regreso a la penumbra de la habitación, doy una larga fumada. Me sube la náusea, un poco más de mareo. Me echo entre las almohadas y, de pronto, una ansiedad se instala en mis brazos e invade mi pecho. Me gustaría darme un martillazo en las manos, pero nada resolvería.

Me enderezo un poco y bebo la otra mitad de cerveza. Me recuesto de nuevo. Una rendija de luz corta el cuadro donde seguramente estamos Evelyn, los hijos y yo. Cierro los ojos para que el filo lumínico no agudice el dolor de mis sienes. Debería tomarme otra cerveza pero tendría que regresar a la cocina. A pesar del lío, en el fondo disfruto mi soledad. En realidad no querría ver a nadie.
En la oscuridad de los párpados cerrados se forman especies de nubes negrosas con trasfondo rojo y azul débiles. Son nubes que se mueven animadas, extensas, dentro de mi cabeza. Allí, hacia la izquierda, se va aclarando algo. Me veo el día anterior o anteayer, o no sé cuándo. En el momento en que entro a la casa al mediodía. Vengo del banco, de cambiar un cheque para darle un dinero a mi asistente de la universidad. Al despedirme a mí, ella tuvo que renunciar también y quedé en prestarle algo para que la fuera pasando. En el momento en que abro la puerta, se me viene encima Evelyn, trae un papel en las manos.
–Aquí está la prueba –levanta el papel y lo mueve como banderín–. Te me largas de inmediato –dice y señala detrás de mí hacia la puerta.
Como vengo de la intensa luz de la canícula, tardo en descubrir de qué papel se trata. No puedo evitar ponerme nervioso ante su ataque. Siempre que Evelyn me grita o me mira de esa forma enjuiciadora en que el entrecejo se le llena de arrugas verticales, no puedo evitar ponerme nervioso. Al fin distingo que se trata del estado bancario de mi tarjeta de crédito, me lo extiende e insiste:
–Te me vas de la casa –grita y su entrecejo se llena de más arrugas verticales.
Intento tomar el papel, pero me lo aleja; le detengo fuerte la mano y miro. De las varias líneas, una tiene marcador amarillo y sobresalen dos palabras Hotel Coldplay, una cantidad y luego una clave.
–Debe estar equivocado –es lo primero que se me ocurre decir; no recuerdo ese hotel.
–Te me largas –insiste Evelyn y hasta ese momento veo la furia azul en sus ojos en un rostro perfectamente maquillado.
–Últimamente –digo– están haciendo cargos equivoca...
–No te voy a creer nada esta... –pone las manos en la cintura del vestido naranja cobrizo
Aprovecho esta especie de pausa para dar tres pasos. Me asomo hacia la sala. Allí está mi asistente, en el sofá grande, las piernas juntas a manera de monja. Al ver que la miro, se levanta, con la mano me hace señal de que se tiene que ir. Viro hacia Evelyn:
–Déjame darle el dinero a Connie, por el amor de Dios.
–Haz lo que quieras. Son tus últimos actos en...
Me acerco de inmediato a Connie, tomo unos billetes de la cartera, se los doy. Casi en voz baja le pido una disculpa. Y en el mismo tono de voz me dice que recuerde que ella me aconsejó que no regresara con Evelyn luego de diez años de divorcio. Connie hace su mejor sonrisa fingida.
–Suerte, muchacho –me dice en voz alta; pasa frente a mi mujer–. Compermiso –y ella misma abre la puerta y la cierra.
La miro pasar delante de la ventana de la sala, junto al pino canadiense, abre la puerta de la reja. Escucho el ruido metálico al cerrarse. Ese pino yo lo planté y es el árbol más alto a la redonda. Junto a él Evelyn plantó una araucaria que se ha ido ladeando y no ha crecido mucho, medio amarillenta. Ella decía que mi pino, con esas ramas enroscadas como rulos pelones se iba a morir en Santa Cruz. Yo le creí, pues lo suponía propio de climas muy helados. Dos veces por semana platico con él. En una madrugada, hace más de quince años, en que perdí las llaves en la borrachera, dormí junto a él. Evelyn no quiso abrirme la casa. Estábamos a punto de la primera ruptura.
Escucho que se abre la puerta del baño de la recámara. Se disuelven las nubes negrosas y abro los ojos. Extrañado, veo salir a una mujer muy delgada que lleva sólo unas pantaletas pequeñas. Me sonríe, da un salto hacia a la cama. Se abraza a mi cuello, me da un beso en la mejilla y me viene un olor a crema dental. Intento recordar su nombre, pero sobre todo en qué bar me la encontré y cómo llegamos hasta la recámara de Evelyn y mía.
–Mi amor –dice, incorporándose hasta quedar contra el respaldo de la cama–, tengo una sed del tamaño de Andrómeda.
–Tenemos la misma sequedad galáctica, preciosa. Exactamente la misma –digo, siguiéndole el juego y todavía sorprendido de que se encuentre en casa.
–La tuya debe estar más distante, precioso. Debe andar por Calipoea. Te acabaste todo el wisky de Ronnie. Qué golpazo le diste al hijo de puta ese que me agarró las nalgas...
Trato de recordar lo que ella cuenta, pero renuncio: mis lagunas se han vuelto océanos mentales. Así dejo el asunto, sin recordar. Le indico a la preciosa que vaya por cuatro cervezas al refrigerador. Algo de comer y las aspirinas que pueda encontrar en el botiquín. Ella se levanta y de pronto me doy cuenta de que es demasiado alta. Debe sacarme unos quince centímetros. Hasta ese momento me doy cuenta de que tiene rasgos orientales y americanos. La han de haber parido en San Francisco. La verdad no me gustan tan delgadas. Debe tener unos veinticinco años.
–Sólo por ese golpazo vale la pena ir a la cocina. Espero que esté dentro del sistema solar.
Me pregunto sin resultados quién es Ronnie y quién le agarró las nalgas. Lo que apenas recuerdo es un palo de billar que viene hacia mi cabeza. Me llevo la mano a la frente, siento hinchazón, una herida. Me levanto sin importarme que se muevan los muros. En el espejo del baño noto que tengo sangre que me escurre hasta el ojo izquierdo. Recuerdo a Marilyn Manson, tomo un bilé que dejó ahí la preciosa. Me pinto los labios de azul metálico. De regreso a la cama, husmeo en los jeans de ella, saco su credencial universitaria: Iris Chan Smith, maestra en astronomía, Universidad de Santa Cruz. Me recuesto y me tapo con la manta amarilla. La oscuridad me da un poco de frescura.
–Por qué abriste mi correspondencia, Evelyn –digo, mirando todavía hacia el tronco del pino. Poniendo cara de pregunta, volteo hacia su carota.
Evelyn ha estado estática, como maniquí de Woldmart, con las manos en forma de asas de taza de café, como haciendo un corte comercial en lo que mi asistente se iba.
–Creí que era mi sobre, es el mismo banco, tenía prisa. Creí que era mi sobre y con eso basta, ¿sí?
–Pero por qué lo leíste; ahí estaba mi nombre: Louis G. Saumel –extendí la mano para que me diera el papel; ella lo alejó.
–Déjame verlo, con un carajo –digo acercándome a Evelyn.
Ella agarra el papel con amabas manos, casi arrugándolo. Me lo pone cerca de mis lentes de arillos de carey. Lo reviso a la velocidad del rayo, sin intentar tomarlo. Noto que la clave posterior al precio del Hotel Coldplay es distinta de las demás. Sigo pensando que se trata de un cargo inapropiado.
–Seguramente fui a ese hotel a comer o a desayunar con cualquiera de las personas del interior de la república que atiendo –digo e intento arrebatarle el papel.
Ella lo aleja y da varios pasos hacia atrás, junto a la mesa del comedor.
–Te me largas –insiste–. Llamé al hotel y ahí no tienen restaurante. Preparas tus cosas y ahora sí te vas.
–Acabas de cometer un delito. Puedo demandarte.
–Cuando te hayas ido, vas a la policía. Juro que puedes ir a la policía. Luego tú tendrás que explicar este gasto.
–¿Cómo supones que voy a pagar un hotel con la tarjeta?
–Tendrían mucha prisa.
–Permíteme, voy al baño.
–Te recuerdo que se llama bigamia –escucho a mis espaldas.
Ante el lavabo sólo veo en el espejo la cara estúpida de un desempleado que tendrá que preparar sus maletas en cuanto orine. Me echo agua fría a la cara, voy a la taza de baño y orino largamente. Pienso en los ahorros que junté cuando Evelyn y yo nos separamos diez años atrás y ahora se han disuelto en las ocurrencias de ella. Tenía para dar el enganche de una departamento. Había empezado de cero, pero el culo de Evelyn volvió a traerme a este casa y estoy en cero otra vez. Albert y Jacqueline, nuestros hijos mayores, ya se habían casado y sólo faltaba Margie. A los dos años de mi regreso, ella se independizó. Por su departamento ha de haber pasado una veintena de drogadictos en sólo dos años. Cada quince días me presenta a su nuevo “compañero”. Las ojeras de Margie se han ido haciendo cada vez más profundas, los senos se le han caído y aún no pasa de los veintidós años. Sigo orinando.
Cuando decidimos regresar, Evelyn y yo hicimos un contrato por escrito entre ambos. Una hilera de los compromisos que cada uno debería cumplir en el reencuentro. Albert, quien se conduce conmigo como si fuera mi padre, se opuso determinantemente a mi regreso. Para entonces, el pino canadiense ya alcanzaba unos quince metros de altura y a la araucaria no le había quedado más remedio que ladearse, quedar de mediana estatura y descolorida. Durante estos cuatro años, el pino alcanzó una altura inimaginable. En un libro de botánica descubrí que los árboles escuchan a sus dueños y que las conversaciones les hacen circular más rápido la sabia. Crecen pronto, sobreviven a sus dueños; aunque se ponen tristes, no los olvidan. Son más inteligentes que los perros y los chimpancés, según Jeremy Stones, el autor del libro. En la primera cena que organizamos en casa, con todos los hijos, el yerno y la nuera, Margie, su novio número treinta y cuatro, y algunos familiares, Albert sentenció lo que está pasando hoy, fuera de este baño. Pero de aquel contrato de hace cuatro años yo he cumplido el noventa por ciento y Evelyn sólo el diez. Dentro de ese noventa por ciento estaba mi fidelidad a prueba de fuego, pero en el noventa por ciento negativo de Evelyn estaba su celotipia que nunca pudo controlar. En una ocasión me adjudicó a la directora de letras alemanas. Es una anciana de unos ochenta años, se pinta el cabello de violeta claro y usa unos lentes de triple fondo donde sus ojos se pierden irremediablemente. Su voz es seductora, pero le quedó de la época en que hacía radio para los alemanes refugiados. Termino de orinar la más larga miada de mi vida, deben ser los nervios. Aparte, estoy sudando tanto como oriné. Este verano es el más cruel, creo yo. En mi noventa por ciento favorable estaba dejar la bebida y llevo cuatro años abstemio, digo, hasta ayer o anteayer, no sé. Antes de salir del baño, se me ocurre que debo revisar muy bien mis facturas y localizar la del Hotel Coldplay.
–Me recuerdas al callejón de las tormentas de Saturno –escucho una rara voz de Iris bajo la manta amarilla; yo permanezco bajo la sombra de la sábana–. Cuando escuché una de tus conferencias, nunca me imaginé que tuvieras esa revolución ígnea de amoniaco y hache-dos-o.
Me destapo de pronto e Iris casi tira la charola, pero de la carcajada.
–Me recuerdas –dice– la peor época de The cure. Te conseguí diez aspirinas para detenerte las tormentas blancas en remolino.
Entre los labios lleva un cigarro extralargo encendido y habla mientras aspira nicotina como de voz de megáfono descompuesto. Trae cervezas, vasos, unos sándwiches, una botella de aspirinas. Pone la charola al centro de la cama, va al baño y regresa con algodón, gasas y agua oxigenada.
–Mister Callejón, primero tómese media cerveza con cinco aspirinas. ¿Quién las toma más, usted o su esposa?
No respondo porque estoy terminándome la cerveza y, más bien, me tomo siete aspirinas: cuatro para la cruda y tres para el golpe. Iris comienza a arreglarme la descalabradura, con cuidado me limpia la sangre y deja una gasa pegada con cinta plástica sobre el chipote.
–Pero debe usted pintarme una sombra en el ojo derecho. No puedo estar sólo con los labios azulencos.
Va hasta mi estudio, trae un plumón y me pinta el párpado. Ella trae decorada la cara como siux. Toma una cerveza y se la empina de un envión. Yo estoy ya devorándome ese sándwich ultradoble. La preciosa se mete entre la manta, con tremendo sándwich en la mano y su cerveza en la otra. Nos reímos.
De pronto, escucho ruidos fuera de la habitación, hacia el hall seguramente. Alguien entra y cierra la puerta de entrada. Por instinto miro hacia la ventana y noto que ya está oscureciendo. Como estoy desempleado no me importa qué día es, pero si quisiera saberlo no lo sabría. Y si le pregunto a Iris, ella tampoco sabrá. Puede que me diga cuál es la posición de la nebulosa ic 1805 y le llamaría “El ojo del corazón”, pero no sé si es miércoles o sábado. Escucho pasos por el pasillo.
Me limpio el sudor con una toalla de manos para las visitas de Evelyn. Salgo del baño y mi mujer sigue con las asas de taza de café en las caderas. Vuelvo a mirar su furia azul en la cara y su nariz. No dice nada ni yo. Camino por el pasillo, entro a la habitación, veo por la ventana la luz solar apabullante, sigo hacia mi estudio. Abro mi archivero de contaduría. Aunque no veo dónde se encuentra, sé que Evelyn está recargada en el dintel, con las piernas cruzadas, mirándome con una profundidad de escopeta para derribar halcones. Encuentro el paquete de facturas y recibos y voy pasando con parsimonia papel por papel. Pasan algunos minutos cuando aparece el documento, lo tomo con las puntitas del índice y el pulgar derechos. Lo extraigo con lentitud para irlo leyendo a un tiempo y me doy cuenta de que es el Coldplay de la ciudad Big Sur. Cierro el cajón y me quedo con la factura. Me acerco a Evelyn banderineándole la factura. Desaparece de inmediato mi nerviosismo y le muestro el papel.
–No podría estar –digo– en el mismo día en dos hoteles del mismo nombre con tantas millas de distancia. ¿Sabes cuántos hoteles se llaman Coldplay en todo el país? ¿Sabes cuántos?
–Eso no importa, hay cinco céntimos de diferencia entre el estado bancario y la... –dice, pero ahora han desaparecido las rayas verticales de su entrecejo y su frente está poblada de arrugas horizontales como carreteras que se entrecruzan y dibujaran el mapa del estado de California.
Sin decir palabra, tomo el auricular y marco el teléfono del hotel. Contesta una voz de mujer y le digo que deseamos confirmar si Louis G. Saumel tomó una habitación en la fecha indicada en la factura. Me dice que en un momento y paso el auricular a mi mujer, quien no lo quiere tomar, pero la sujeto de la espalda y hago que escuche.
–¿Viste? Estuvimos en la misma habitación el honorable decano Julius Brashwood y yo. No me vayas a decir ahora que le di por el culo al decano.
Evelyn intenta esbozar una sonrisa, pero la furia azul resurge en su mirada.
–Ahora la que se va ir de la casa eres tú –digo, empujándola hacia su clóset.
–¿Te has vuelto loco? Pero, ¿te has vuelto loco?
–Para nada. Sólo que te me largas de inmediato
–Pero...
–El asunto es sencillo –la interrumpo–: noventa por ciento de cumplimiento de mi parte y sólo el diez del tuyo. Esculpiste tu lápida. Noventa contra diez.
Ella se resiste, pero al notar que mi enojo va incrementándose, se acerca paso a pasito hacia su clóset. Yo le doy un último empujón y rebota contra la puerta que, maravillosamente, se abre sola. Mi mujer se está levantando del suelo, mientras yo le bajo dos de sus maletas.
Momentos después sale con las maletas. Escucho que arranca el motor de su automóvil. Miro por la venta cómo pasa el color vino por la rendija de las cortinas amarillas, de sus pinches cortinas amarillas. En la puerta de enfrente veo a la vecina, regando su jardín. Me acerco al vidrio de la ventana y logro ver que trae la blusa muy abierta y descubro unos senos nada despreciables. Estiro los brazos, prendo un cigarro, me siento en el sofá donde estuvo Connie. Me termino el cigarro y enciendo otro nada más para ver cómo forma figuras el humo. Desde ahí miro el tronco del pino y sus ramas hirsutas. Me pongo en pie, abro la ventana y, en voz alta, le digo: “No es necesario hacer dos lutos por un mismo muerto, ¿verdad? Pero no estaría mal echarse un wiskysito, ¿verdad?” Aunque el pino no mueve ninguna rama, sé bien que se le antoja.
Los pasos se detienen ante la puerta de la habitación. Suenan unos toquidos y luego unas palabras:
–¿Puedo pasar, padre? –es la voz de Albert.
Iris no puede eludir una risa abierta.
–No –grito, escupiendo parte del sándwich, y también me gana la risa.
–Te esperamos, Jacqueline, mamá y yo, a las ocho de la noche, en el Italianis. No faltes.
Escuchamos los pasos que se alejan. Siento las nalguitas de Iris casi a media espalda.