ANTONIO TENORIO
Ermilo Abreu Gómez
|
||||
ANTONIO TENORIO
Ermilo Abreu Gómez |
|
|||
1 En medio del más absoluto sigilo, sorteando los riesgos que un acto así implicaba por aquellos años, Ermilo Abreu Gómez llevó a bautizar a su primera hija, Carmen. La niña había nacido el 13 de octubre de 1925. Dos meses después, su esposa, Francesca de Chiara, hija de inmigrantes italianos, y a quien Abreu llamaba Paquita, le advirtió que debían bautizar a la criatura, y él, cuenta, “naturalmente” le dijo que sí. Por entonces, los años de la persecución religiosa, las iglesias habían cerrado sus puertas y los sacerdotes apenas si se asomaban a la calle. En esas condiciones, Rafael de los Ríos, amigo muy cercano del escritor, consiguió un sacerdote, quien a cambio de que no se supiera su nombre, aceptó bautizar a la niña en secreto. A la ceremonia, además, no podrían asistir más que los padres, los padrinos, la niña, y, si acaso, dos amigos, no más. Uno de estos amigos, por supuesto, fue Rafael de los Ríos, el segundo era un poeta con el que diez años más tarde sostendría, al igual que con otros, un histórico debate) en torno al carácter de la literatura mexicana por venir. Su nombre era Salvador Novo.(1) Amigo por entonces también de Xavier Villaurrutia, otro de aquellos a quienes en 1932 reclamará “la actitud airada y también impúdica que ha asumido sin derecho cierto grupo”(2) , Abreu se refiere a la conducta de éste luego de que, poco antes de que Carmen naciera, un tranvía atropellara al yucateco al cruzar la calle de San Ildefonso y las lesiones lo obligaran a guardar cama durante un mes. Dice: “Durante este encierro vinieron a verme Rafaelito de los Ríos, Ricardo de Alcázar, Bernardo Ortiz de Montellano y Xavier Villaurrutia. La charla de estos amigos me hicieron más llevaderos los dolores y menos aburrida la incomodidad de mi prisión.” Xavier era fino y cortés; nunca se presentó en mi casa con las manos vacías; llegaba siempre con un ramo de flores o con una caja de dulces para Paquita”.(3) Como es sabido, entre 1932 y 1935, dos grupos de intelectuales, reconocidos como cosmopolitas, unos, y nacionalistas, los otros, protagonizaron una célebre polémica en torno al proyecto cultural que la nación debía de seguir los años siguientes. De algún modo, los programas éticos y estéticos esgrimidos entonces siguieron, a lo largo de las décadas siguientes, orientando el quehacer artístico y literario del país. Desde el principio de la disputa, Ermilo Abreu Gómez se destacó como figura prominente entre los escritores nacionalistas. Vale señalar, no obstante, que aunque es en 1932 cuando la polémica entre nacionalistas y cosmopolitas alcanza su grado de mayor beligerancia, como bien apunta Luis Mario Schneider, el llamado de alerta respecto a cómo las nuevas generaciones eran “indiferentes ante la necesidad de interpretar y descubrir ‘el alma del pueblo’”, se escucha desde 1924. En ese año, Julio Jiménez Rueda, cuatro años antes de ver publicada la primera edición de su Historia de la literatura mexicana, publica en El Universal: “El afeminamiento de la literatura mexicana”.(4) La polémica comienza entonces, teniendo a los Contemporáneos bajo la acusación continúa de hacer una literatura poco viril, “simpáticos bordados rococó” en lugar de poemas, y por constituir una generación que sufría, según Jiménez Rueda, de “modas nuevas, cansancio espiritual, desgaste nervioso producido por años de tormentosa existencia, desorientación moral, carencia de espíritu analítico...”(5) Bajo la óptica de que en la Unión Soviética, donde también había ocurrido una revolución social, se argumentaba, sí era palpable la transformación en la manera de concebir el quehacer literario, así como la relación entre la realidad social y los temas que los literatos trataban, la polémica continúa y a ella se agregan las voces de Azuela, Maples Arce, Novo, entre otros. Poco a poco, señala Guillermo Sheridan, se comenzó a asociar la idea de “literatura viril” a la de “literatura social”. Así, para cuando Cuesta publica su artículo sobre “El nacionalismo y la literatura”, en 1932, hacía tiempo que venía consolidándose una idea de literatura nacional a la que se adscribió Abreu Gómez. De hecho, una declaración suya provocó el encono de aquellos que, habiendo sido sus amigos tiempo atrás y habiendo juntos trabajado para la revista que en 1928 fundara Bernardo Ortiz de Montellano, Contemporáneos, ahora se veían retratados en la ácida crítica que Abreu lanzó, sin identificar a quien se refería, pero también sin dejar el menor asomo de duda respecto a sus destinatarios. Para 1932, Contemporáneos, nombrada por Octavio Paz, muchos años después, como una “isla de lucidez en un mar de confusiones”, había ya dejado de publicarse. Un grupo de colaboradores, esencialmente poetas, sin embargo, con el tiempo habrían de ser identificados bajo el título de la publicación. A ellos, sin duda, aludía Abreu Gómez cuando, frente a la pregunta: “¿Está en crisis la literatura mexicana de vanguardia?”, respondió: “La vanguardia mexicana no ha surgido para mejorar ni para empeorar ningún camino trazado o esbozado por nuestra sensibilidad, por nuestra mentalidad, por nuestro dolor, por nuestra angustia”.(6) Otra vez sin decir nombres, tiempo después, Abreu rememora en una extensa nota al pie a su “Carta a Alfonso Reyes”, que forma parte del libro Clásicos. Románticos. Modernos, cómo en ese debate “no todos trataban el asunto con conocimiento de causa ni con la serenidad necesaria para llegar a una posible verdad común”. Enseguida hace un deslinde: “Pero, por encima de todo desequilibrio pasional, ahondáronse los términos del problema y vióse que éste tenía más raíces y más alcance espiritual de lo que se hubiera imaginado al principio. Las opiniones que expuse entonces corrieron diversa suerte: unas despertaron interés; otras fueron rebatidas; algunas lograron buena inteligencia y no pocas continúan, por esos mundos de Dios, entre tuertos y maritornes, dando pábulo a suspicacias y a desenfados”.(7) Esta mirada de sí mismo concuerda con los argumentos expuestos por el propio Abreu a Reyes en la carta de marras. “...la discusión de este dificilísimo y complejo problema del deber superior de nuestra literatura”,(8) es como el escritor yucateco refiere al punto nodal del debate emprendido con Cuesta y el resto de los Contemporáneos. Más adelante comienza a bordar sobre la tesis central de su alegato a favor de una literatura nacional y nacionalista, al asegurar que “un pueblo se salva cuando logra vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo, cuando logra electrizarse hacia un polo, bien sea real o imaginario, porque de lo uno y lo otro está tramada la vida. La creación no es un juego ocioso. Todo hecho esconde una secreta elocuencia, y hay que apretarlo con pasión para que suelte su jugo jeroglífico. En busca del alma nacional”(9) . Líneas abajo, Abreu es enfático al señalar que se niega a aceptar que la historia es una superposición de azares mudos. “Hay una voz que viene del fondo de nuestros dolores pasados”(10) , asegura. La visión que Abreu tiene del país es la de una nación que entre sacudidas y reveses (los términos son de él), desasosiegos y atropellos no puede simpatizar con lo que él llama las cañas apáticas de actividades que llegan de afuera. Rechaza la idea de que cada generación realice un modelo hermético de literatura y apuesta por un modelo cuyo afán sea descubrir el verdadero espíritu de la nación. No extraña entonces la manera como dibuja, sin mencionarlos, a los Contemporáneos a los que acusa de ser un grupo que “valido de determinado acomodo holgado dentro del consentimiento oficial; valido de ciertas prerrogativas para hacer fácil su publicidad; abusando así de la buena intención de sus mecenas y burlándose también del empeño nacional y racional en que quedaban respaldadas esas intenciones de protección, ha pretendido, sin capacidad de cultura suficiente –no digo información–, sin hombría cabal, sin relación cabal con la tierra en que se vive, regir la eficacia de las letras que maduran fuera del predio alquilado para sus debates”, al tiempo que reprocha al grupo la actitud airada y también impúdica que ha asumido. (11) Abreu se refiere entre líneas a la Antología de la poesía mexicana moderna, publicada bajo la dirección de Cuesta poco tiempo antes. Hace alusión, también, a la capacidad para escandalizar a las buenas conciencias con que se armaban los Contemporáneos, incluyendo la preferencia sexual que apenas si disimulaban algunos de los miembros más conspicuos del grupo. La pugna, según se ve, fue encarnizada. En ella, Abreu buscó, mediante sendas cartas, además de la de Reyes, la interlocución de otros dos personajes de primera línea: Genaro Estrada y Jaime Torres Bodet. Los argumentos en ambas comunicaciones son similares y rondan una idea recurrente: para asumir la doctrina mexicanista, hace ver Jorge Pech, “no bastaba con ocuparse de un sector del ámbito nacional. La literatura auténtica, pensaba el yucateco, se nutre tanto del paisaje local como de una tradición que se remonta al clasicismo grecolatino, pero que a fuerza debe traducirse al lenguaje vivo y renovador del pueblo”. (12 ) La Revolución mexicana, conformaba el otro engranaje desde el cual había que mover la gran rueda de la literatura nacional y nacionalista. La Revolución no sólo había puesto, en la idea de Abreu, al descubierto las motivaciones de cada uno de los bandos. Sin duda, uno de los saldos culturales en el imaginario nacional de la época posrevolucionaria fue la irrupción de un sujeto hasta antes del movimiento bastante difuso: el pueblo. Éste debía ser el actor principal de la búsqueda literaria, anteponiéndolo a cualquier exploración centrada en el yo. El paso entre las preocupaciones sociales en Abreu, su afán por construir un modelo de nacionalismo cultural y su exaltación de su idea de lo indígena a través del indigenismo nacionalista era, sobra decir, mínimo. “Abreu Gómez, como otros pensadores, halló en la herencia prehispánica del continente un fundamento para la constitución de una ‘ideología mexicana’”.(13) 2 Ataviado con un vistoso traje de lentejuelas, que años antes había sido un obsequio de su amigo el payaso Cara Sucia, cubierta la cabeza con una peluca roja y embadurnada por completo la cara de maquillaje blanco, Ermilo Abreu se dispuso a hacer su acto circense ante su hijo enfermo. “Tuve un éxito tan notable –cuenta– que, en el acto, no sólo tomó sus medicinas sino que me obligó a repetir, noche tras noche, aquellas pantomimas”.(14) Enfermizo desde pequeño, condición que habría de recordar inexorablemente a la infancia de su propio padre, Ermilo Joaquín, el segundo de los hijos de Abreu Gómez, había nacido a finales de noviembre de 1931. Por recomendación médica, la familia buscó mejores climas para el niño, por lo que con él pasaban temporadas en Cuernavaca y en Córdoba. Mas cuando volvían a la Ciudad de México, narra el escritor yucateco, el pequeño Ermilo Joaquín sufría de recaídas que incluían su desánimo para tomar las medicinas. Fue entonces que su padre ideó vestirse de payaso y actuar para él. La relación de Abreu Gómez con el mundo de estos personajes no era nueva y si entrañable. Iniciado por su padre, su gusto por el teatro no tardó en incluir las funciones de opereta, zarzuela y lo circense. Alrededor de 1915, Abreu ya se había destacado como parte de lo que por entonces constituía la vida cultural de Mérida, su ciudad natal. Por esos años, que como recuerda Cecilia Silva de Rodríguez, corresponden hasta 1926 al periodo en que se desarrolla el teatro regional yucateco,(15) el joven escritor se vinculó con comediógrafos mayores que él y con los cómicos de la compañía de José Talavera. En esa época, un día de tantos, sentado en una mesa del café Ambos Mundos, Abreu vio acercarse a un hombre desconocido. Era Juan Zúñiga, así se llamaba, aunque en realidad se trataba de Cara Sucia, el mismo payaso que no sólo habría de regalarle el traje con que muchos años después, entrados los años 30, el escritor yucateco haría las delicias del pequeño Ermilo Joaquín, sino además quien lo involucraría en el mundo del circo, le enseñaría sus primeros trucos de prestidigitación, lo enseñaría a maquillarse y sería testigo de cómo, entre tropezones y pánico, el propio Abreu Gómez debutó una tarde como payaso. Entre el público estaba sentada un hermosa y joven mujer, hija de inmigrantes italianos, que adoraba la vida del circo. Ya antes, Ermilo la había visto, averiguado sobre ella e incluso entablado el principio de una amistad que acabaría en matrimonio. Sabía era bailarina y que se llamaba Francesca de Chiara; ella no lo reconoció. Años más tarde, a mediados de mayo de 1937, Paquita murió luego de tiempo de estar enferma. Poco antes, ese mismo año, había muerto la abuela del escritor, aquella en cuya casa siendo niño se llenó de anécdotas, leyendas y presencias, como la de su compañero de juegos de esos años, el indígena Ramiro, quien luego aparecería como el narrador de la novela Canek.(16) Como si fuera el cierre de un ciclo vital propio, Abreu reserva los últimos dos párrafos de Duelos y quebrantos a hacer su recuento del tiempo entre el nacimiento de Ermilo Joaquín y la muerte de Paquita, que es a la vez la época del ríspido debate hasta llegar a la irremediable ruptura con los Contemporáneos. Así, se expresa diciendo que vivió “pobre pero feliz rodeado de Paquita y mis hijos. Años de tranquilidad que me hicieron pensar que la vida es buena. Todo era paz en mi casa. Pero la alegría no es eterna y la muerte acecha. Tres veces, tres veces seguidas, llamó a mi puerta [...] Un día murió la madre de Paquita. A los pocos meses, en un instante, murió mi abuela. No me reponía de estas penas cuando Paquita, víctima de su vieja enfermedad del corazón, cayó enferma para levantarse más... Al fin Paquita murió el 12 de mayo de 1937. Un dulce mundo romántico se fue con ella”.(17) Bien atina Pech Casanova cuando caracteriza aquellos años no sólo como el tiempo en que la capacidad como ensayista e investigador de Abreu Gómez comienza a ser reconocida,(18) sino a la vez como el escenario en el que los participantes de las polémicas literarias (y culturales, en general) buscan abrirse un sitio para desde ahí incidir en las políticas del Estado. Son años en los que se está definiendo el rumbo del proyecto social derivado de la revolución y en los que se forja, en medio de las confrontaciones entre visiones encontradas sobre lo que debe entenderse por cultura y por cultura nacional, un proyecto en el que quedaban mezclados la disputa por cargos administrativos, apoyos oficiales a proyectos, prebendas políticas, etc., con la preocupación genuina sobre el rumbo que debía tener la nación que el proceso revolucionario recién había parido. Pero hay más. Conocido es cómo el orden revolucionario, la idea misma de la revolución, se afianza siempre sobre un horizonte teleológico en el que se trata de fundar lo nuevo al tiempo que se “recupera”, se restaura, un orden edénico extraviado. Octavio Paz ha caracterizado este movimiento dual y paradójico diciendo: “La revolución nos libera del orden viejo para que reaparezca, en un nivel superior, el orden primigenio. El futuro que nos propone el revolucionario es una promesa: el cumplimiento de algo que yace escondido, semilla de vida, origen de los tiempos. El orden revolucionario es el fin de los malos tiempos y el principio del tiempo verdadero. Ese principio es un comienzo pero sobre todo es un origen Y más: es el fundamento mismo del tiempo”.(19) Así pues, no es posible desprender el debate entre nacionalistas y cosmopolitas de la disputa por un grand recit de proporciones y alcances mayores: la escritura de la historia, el monopolio legítimo de la escritura de la nueva-vieja historia literaria mexicana. No es casual en ese contexto, que el debate entre cosmopolitas y nacionalistas, cuyo origen en realidad se remontaba a mediados de los años 20, haya arribado a su punto de no retorno justo después de la aparición de la Antología de Jorge Cuesta. La Antología, ciertamente, causó malestar y críticas en un sector de la vida cultural mexicana, y alabanzas en otro. Mas, lo significativo aquí es el modo en que este trabajo marca la relevancia que, a través de antologías, historias y estudios tendrá, a lo largo de todo el siglo XX mexicano, la escritura de la historia literaria. Escritura que, siguiendo a Michel de Certeau es concebida, en la idea del “hacer” de la historia moderna, como la capacidad, antes que como el resultado, como la práctica, antes que como el discurso, para traer al presente, mediante el control, el sometimiento de un espacio ausente, la experiencia vivida del pasado.(20) Lo que le es dado por la tradición se transforma, vía la escritura, en algo producido. La disputa, en estas circunstancias, abarca no nada más el sentido que la simiente del proyecto cultural de la nación tendrá hacia delante, sino también los invitados al “banquete de la tradición”, es decir, la determinación de quiénes forman parte, o no, del relato originario. La historia literaria, lo hemos dicho ya, “así planteada, se torna en el relato de los relatos de los libros, donde los enunciados se confunden con los títulos de libros anteriores al que se escribe, en el que la sintaxis de nombres propios de autores anteriores al autor que escribe se instauran como marcas temporales; relato de la continuidad, eslabón para cerrar, para dar por concluidas las cuentas del pasado, donde el historiador (se) hace historia, en el que lo historiado, la escritura del-en el pasado, se transfigura en la escritura del-en el presente, que más pronto que tarde será, luego, también pasado, también historia”.(21) Bajo esta perspectiva, resulta interesante recordar que, justo alrededor de los años en que se va gestando la pugna entre nacionalistas y cosmopolitas, y como parte del anunciado gran proyecto educativo encabezado por el Estado revolucionario, salen a la luz, en 1928 ambas, dos historias literarias mexicanas artífices indiscutibles del modo cómo se configuró el horizonte de la historia y la historiografía literaria mexicana del siglo pasado. La educación habría de ser vista como el medio para acceder a esta cultura en construcción, a una cultura de lo nacional que al tiempo que “miraba al futuro”, recogía en el presente “los mejores frutos de su tradición”. Huelga decir que tanto Carlos González Peña como Julio Jiménez Rueda, autores cada cual de sendas Historias de la literatura mexicana, ambas aparecidas en el 28, forman parte de este empeño, afianzados y afianzando el optimismo social con el que se proyecta la triunfante revolución social de los albores del siglo. En este marco, la investigadora Patricia Cabrera afirma: “La historiografía mexicana ha conocido en este siglo el clímax cimero de la aspiración al registro total de su campo, y la necesidad de buscar formas diferentes al discurso histórico tradicional para satisfacer esa aspiración del modo más riguroso. Carlos González Peña y Julio Jiménez Rueda marcaron un hito en la historiografía, porque asumieron su tarea como parte del proyecto educativo nacional-estatal y exploraron las posibilidades de un género discursivo, que a partir de ellos se mostró apto para la enseñanza y la divulgación, pero insuficiente para otras vetas de la investigación literaria”.(22) Para finales de la década de los 30, sin embargo, con todo y la Antología de Cuesta, con todo y las Historias literarias de González Peña y Jiménez Rueda, o precisamente correspondiendo a su aparición, quedaba sin resolver dos problemas torales. Por una parte, la delimitación y esclarecimiento teórico crítico del campo denominado la literatura mexicana. Por el otro, la clase de objetos que habría de ser incorporados al relato de la historia literaria mexicana. En medio de ambas disertaciones, jugando las veces de gozne, la pregunta, irresuelta a final de cuentas, que desata los demonios de la diatriba entre cosmopolitas y nacionalistas: ¿Qué hace a la literatura mexicana serlo? De ahí que podamos establecer cómo, posterior a 1932, sobreviene la parte de la obra abreuista en la que con mayor ahínco busca esa alma nacional, la divisa de Reyes, por la que, a su entender, Abreu con tanto afán había debatido con los que, tiempo atrás fueron sus amigos. Su reactualización de El Popol Vuh (1949) y La conjura de Xinum (1958) y, se cuenta entre ellas. Pero, sin duda, la de más conocida y popular, en este renglón, es Canek, historia y leyenda de un héroe maya, publicada apenas 8 años después de que la trifulca intelectual entre nacionalistas y cosmopolitas llegara a uno de sus puntos más álgidos. Al comenzar los años 40, Ermilo Abreu Gómez, como muchos otros identificados con el nacionalismo literario, está listo para colocar sus afanes creativos del lado de una contestación a la pregunta: ¿Qué hace a la literatura mexicana serlo?, que claramente deja a lo temático, es decir, los contenidos manifiestos del objeto literario, la definición de su mexicanidad. Lo hace a la sombra de los ideales de reivindicación social del cardenismo, de la exaltación de lo “propio”, y de la impronta de “descubrir” lo mexicano. Mas toda empresa que se propone el descubrimiento, ha dicho ya Carlos Fuentes, siguiendo con atingencia la idea deslumbrante de O’Gorman sobre el descubrimiento de América, termina unida, irremediablemente, al influjo de la invención. Descubrir es imaginar el pasado, recordar el futuro. Todo descubrimiento, la idea misma de que es factible “descubrir”, es necesidad que es deseo que es invención. Deseo, invención, necesidad se conjugan, se entreveran, se confunden, no podía ser de otra manera, en la determinación de Abreu Gómez, al filo de los años 40, de descubrir a través de una literatura auténtica, una escritura de abierta filiación indigenista, el alma nacional. Ha llegado el tiempo de que Canek, historia y leyenda de un héroe maya, se transforme en ese descubrimiento-deseo-necesidad-invención de lo mexicano. 3 A ella, la palabra taciturno le había fascinado desde niña. Buscaría ser así, se había prometido en la infancia, cuando fuera grande. A los veinte años, entre una muchedumbre que esperaba el tren de Veracruz, ella lo encontró a él. Cuenta que ella se le acercó y que él permaneció imperturbable, vestido de gabardina. Ella dice que todo empezó ese día, en esa estación de trenes. La misma en la que pudiera ser que él no se hubiese percatado de que ella estaba ahí sino hasta que le habló. El era un intelectual, supuso con acierto ella, dejándose llevar por esa complexión delgada y nerviosa, “unos rasgos afilados y vivaces, una mirada clara oculta tras unos lentes redondos que evocaban una lechuza que hubiera tenido el ingenio de un zorro”.(23) Se le acercó y le dijo: ¿Y el cadáver? El entonces reparó en la belleza y juventud de ella. Ahí, perdidos entre la multitud que aguardaba, como ellos, la llegada de los restos del recientemente fallecido poeta Luis G. Urbina, Ermilo Abreu Gómez conoció a la que sería su segunda esposa, se llamaba Ninfa Santos. Nacida en San José de Costa Rica, criada en una hacienda de su familia en la que desde niña profesó una irremediable devoción por los revolucionarios, la joven había decidido salir de su país natal y trasladarse a México. Veinte años menor que Abreu, Ninfa, sometida a lo que Fabianne Bradu llama “el largo asedio” llegó a ser llamada por sus contemporáneos como la “Venús de Ermilo”. Decidido a conquistarla, Abreu Gómez dedicó su empeño a relatarle el sinnúmero de penurias, quebrantos y malestares que debía soportar en su matrimonio. Con vivacidad, narraba los tormentos a los que su mujer, caracterizada como un ser dominado por unos celos enfermizos y de aviesas intenciones contra el escritor, le sometía al grado de hacerlo sospechar que en cualquier momento, semejante monstruo, sería capaz de envenenarlo. Finalmente, tras “ el largo asedio” ella accedió a casarse con él en la primavera de 1938, nueve días antes de la expropiación petrolera decretada por Lázaro Cárdenas. Basada en el testimonio de la propia Ninfa, Fabienne Bradu reconstruye así los años en que Ermilo pintó ante Ninfa su vida como un rosario de sinsabores y quebrantos: “Su carta más fuerte en la larga conquista de Ninfa era el papel de víctima que se asignaba en las minuciosas descripciones del infierno en que se había convertido su matrimonio con Francisca (sic) de Chiara. Al principio, Ninfa le creía todas las fechorías de la napolitana: desde las tentativas de envenenamiento con hierbas malignas hasta la quema de sus manuscritos para encender el bóiler. Empezó a dudar de la veracidad de los “crímenes” el día en que, picada por la curiosidad de conocer a semejante bruja, se fue a Bellas Artes, donde la hija de Ermilo tomaba clases de danza. Tuvo la sorpresa de mirar, desde lejos y escondida tras una columna, a una mujer distinguida, guapa y con todas las apariencias de la decencia, que no correspondía a la imagen pintada por Ermilo. A partir de ese día escuchó las quejas de su pretendiente con más reservas, pero el talento narrativo de Ermilo siempre acababa por vencer su paciencia”.(24) El matrimonio Abreu-Santos se mantuvo durante 20 años. En 1939, tuvieron una hija, a la que llamaron Juana Inés, como prueba de la filiación sorjuanista que profesaba Ermilo Abreu. Al divorciarse de Ninfa, a finales de los años 50, el escritor yucateco publica, en 1959, Duelos y quebrantos, aquel volumen autobiográfico en el que dibuja un retrato de aflicción por la muerte de Paquita y omite por completo cualquier mención de la ya por entonces “asediada” costarricense. No se trata aquí de establecer un juicio moral sobre la conducta de Abreu, sino de ubicar el acto de escribir, la de la propia vida incluida, como una traza que responde por igual al llamado de la memoria que al del deseo. No obstante, dos décadas antes de que sobreviniera la separación, era común durante los dos primeros años de vida en pareja, que a Ermilo y Ninfa se les viera lo mismo en los cafés que en animadas fiestas en las que departían con escritores, intelectuales y artistas de la época. En medio de la activa militancia comunista que la pareja Abreu-Santos llevaba, de la vida de café y de la amistad de escritores e intelectuales connotados de la época, Ninfa jugó el doble papel de ser, socialmente, la víctima del ingenio, rapidez y crueldad mental de él, a la vez que, en el plano privado, soportaba los celos de él y fungía como mecanógrafa de sus escritos. Ninfa, cuenta Fedro Guillén, debía soportar las bromas que haciendo escarnio de ella Abreu Gómez disparaba ante el festejo de la concurrencia. “¿Qué habrá sentido Ninfa –se pregunta Bradu– cuando recién casada, después de pasar a máquina el manuscrito de Canek, oía a Ermilo comentar a los amigos que le elogiaban: ‘¡Y las mejores páginas me las perdió Ninfa!’?”(25) Mas con todo, la pareja logró sobrevivir a sus dos primeros años juntos, y para 1940, el año que aparece Canek, están listos para trasladarse a la Universidad de Urbana, en las cercanías de Chicago, donde Abreu Gómez está invitado para enseñar. Es el comienzo de una larga carrera viajando por América del Norte y Latinoamérica que será apuntalada por la difusión de Canek. Abreu había encontrado, finalmente, el modo de expresar estéticamente sus ideas sobre el nacionalismo mexicano, al tiempo que asentaba su presencia en las historias literarias mexicanas subsecuentes. Canek se inscribe en la exaltación indigenista propia de la época. La distancia geográfica de la península de Yucatán, en general, y la aún no suficientemente comprendida cultura maya, sin duda resultaron dos elementos que contribuyeron a la expectativa que la novela despertó. Expectativa que, por un lado, está vinculada a obras literarias también de corte indigenista que le preceden; y que, por otro, se vincula a otras manifestaciones artísticas que por los mismos años abordaron temas similares también ubicados en la región maya de Yucatán. En el primer caso estaría, la propia obra de teatro que Abreu escribe en 1919 y que titula La Xtabay. Se trata, ilustra Cecilia Silva, de “una estampa indígena, escenificación de la leyenda maya del mismo nombre”, y señala que fue escenificada en 1926 en el Teatro del Murciélago, “con gran alarde folklórico”.(26) En el segundo, destacan, entre otras, la película de Chano Urueta, La noche de las mayas, de 1939, en la que además, se puede apreciar una de las obras más representativas de la aspiración nacionalista en el campo de la música, resultado del talento de Silvestre Revueltas. Casi tres décadas después, conmemorando en la Biblioteca Nacional los 75 años de esa institución y los 60 como escritor de Abreu Gómez, Antonio Castro Leal señaló: “Canek es uno de esos libros en que una tradición histórica, como el agua que baja golpeándose de la montaña, ha quedado en su más cristalina pureza. Nada hay en él de decorativo y adventicio... No se derrochan palabras, ni se las pone al servicio de efectos literarios fáciles para decorar los paisajes, para subrayar ternuras, para celebrar heroísmos y para condenar injusticias”. (27) Virtudes muy similares a las que apunta Jorge Pech Casanova, al calificar la novela de Abreu Gómez como dotada de una “prosa que respira pausadamente y llega a su destino sin aspavientos”.(28) La relación entre el niño Guy y un pequeño de origen indígena, llamado Canek, sirve de escenario a Abreu Gómez para desarrollar una historia en la que se retoma literaria, y aun líricamente, un episodio histórico ocurrido durante la Colonia y que consta como documento en el Acta de Cabildo de Mérida, fechado el 17 de diciembre de 1761. Ermilo Abreu apuesta, así, a la figura de un personaje histórico, Jacinto Uc de los Santos Canek, quien bajo la pluma del escritor se convertirá en ese héroe que a través de la experiencia del dolor desarrollará la conciencia de sí y del mundo que lo rodea. Lo que al escritor le posibilita desplegar la evolución del carácter del personaje en términos que van “de la ternura y la inocencia juveniles a la adulta toma de conciencia por la vía del dolor, y de ahí a la lucha y, después, de vuelta a la inocencia, a la paz espiritual, en la madurez”. (29) Personaje trágico, entonces, pero en un sentido en el que la crítica al mundo presente se despliega como explicación, no teológica sino política, de la condición de ese hombre enfrentado a su existencia. En el relato literario, el niño Canek vive en una choza apartada hasta donde se apersona la hermana de don Cleofás, el dueño de la hacienda del lugar. La mujer, llamada doña Charo, es una solterona que desde hace mucho tiempo teje y desteje una camisa, en clara alusión a la Penélope del mundo clásico, sin que se sepa para quién. Con ella lleva a Guy, su sobrino, un niño enfermizo y tímido. Pronto, a Canek le da a cuidar a Guy y entre ellos se establece una intensa relación en la que se ven acompañados por otra niña, Exa, cuyo origen y desaparición se mantienen sin revelar. La vida entre los maltratos que otros indios sufren en la hacienda, va haciendo que Canek se percate de ese mundo de injusticia que a Abreu Gómez le interesa resaltar. El camino está marcado, no hay vuelta a atrás. El ideal de libertad, tal y como lo concibe su autor, es decir, como el equilibrio entre la renuncia a los bienes materiales y el reconocimiento de sí por parte del sujeto, resuena desde el principio mismo de la obra. De tal suerte que se coloca al personaje principal en una suerte de “aparte” del mundo, de paraje idílico donde el niño Canek, antes de dormir, se entretiene escuchando grillos, pasos y otros sonidos de la noche, porque bien se sabe que “oír no cuesta nada”. A la vez, la inserción en el mundo del poder, será, paradójicamente, también la posibilidad del indio Canek para vislumbrar su libertad. Canek se reconoce a sí mismo como parte de una tradición, se asume como signo de un código. Pasado y futuro quedan comprendidos en ese tiempo sincrónico de la conciencia de sí. “La libertad del hombre –afirma el héroe– reside en la conciencia”. Cierto de ello, Canek abandona la hacienda y llama a la rebelión de los indios. Perseguidos, acosados, la guerra es desigual y termina con la aprehensión del líder indígena. “Canek murió de pie”, se cuenta, sin venda en los ojos ni amarres en las manos. “Cuando Jacinto Canek subió al patíbulo, los hombres bajaron la cabeza. Por eso nadie vio las lágrimas del verdugo, ni la sonrisa del ajusticiado. En la sangre de Canek, la sangre de la tarde era blanca. Para la gente los luceros eran de sal y la tierra de ceniza”, se narra casi al final. Mas Abreu Gómez se reserva para el último apartado un desenlace que tiene, sin duda, en la idea del mestizaje como estrategia cultural su resonancia mayor. Cierra el libro haciendo que Canek, muerto, venga como una sombra a encontrarse con Guy, quien también ya ha fallecido. Se encuentran y emprenden un camino común. “En un recodo del camino a Cisteil, Canek encontró al niño Guy. Juntos y sin hablar siguieron caminando. Ni sus pisadas hacían ruido, ni los pájaros huían delante de ellos. En la sombra sus cuerpos eran claros como una clara luz encendida en la luz. Siguieron caminando y cuando llegaron al horizonte comenzaron a ascender”. 4 La famosa polémica entre cosmopolitas y nacionalistas en la que Ermilo Abreu jugó un papel protagónico, señaló, sin duda, una de las rutas predilectas, sino es la que más, de la vida literaria mexicana del siglo XX y de su historiografía para marcar derroteros, establecer vínculos, subrayar filiaciones e, incluso, delimitar territorios en la relación entre grupos intelectuales y el poder político. Paradójicamente, aunque en un principio todo apuntó a que en la disputa por el espacio de influencia en la construcción del proyecto cultural de la nación emanada de la revolución habían sido los nacionalistas quienes resultaron favorecidos, lo cierto es que, pasadas algunas décadas, su obra, en muchos casos, el de Abreu entre ellos, quedó eclipsada por el amplio re-conocimiento, re-descubrimiento de la obra y trascendencia de los Contemporáneos. En buena medida esto pudiera explicarse por la vehemencia con la que se da la discusión. El hecho en que todavía en 1938, seis años después de la reyerta intelectual, Abreu insista en señalar a la Revista Contemporáneos como una “continuación europeizante de las revistas clásicas de México: ‘La revista Azul’. La Revista Moderna’. Sus componentes no tuvieron entonces un juicio claro de la necesidad humana de la literatura mexicana. Vivían de espaldas a México. No han influido en la creación de la literatura mexicana”(30) , da una idea de lo acendrado de la disputa. Ciertamente, sin embargo, resulta difícil pensar que aquel debate se hubiera podido dar de forma menos encarnizada, el ambiente político y cultural conservaba, para bien y para mal, buena parte del álgido espíritu que toda revolución trae consigo. Pasado el tiempo, es evidente el desatino abreuista en términos de la importancia de la revista y el aporte de sus miembros más destacados. Pero es igualmente necesario historizar la declaración, es decir, situarla en el marco de su tiempo y espacio para comprender cabalmente el contexto en el que se da. De otro modo, el riesgo es colocarse en una posición que a priori descalifique su trabajo literario sólo por considerar que éste es “social”. La poca atención de investigadores hacia la obra de Abreu de la que se quejan escritores contemporáneos como Pech Casanova se debe en buena medida al hecho de que a los nacionalistas se les acusó, quizá con justa razón, de haberse erigido como adalides de la nacionalidad. Acusación que, empero, no tendría por qué obstar para acercarse al estudio de la obra. No yerra Sheridan cuando afirma que detrás de la postura nacionalista había “algo más que un puro comportamiento literario: combatir por una literatura nuestra, libre de sofisticaciones extranjeras e intermitencias decadentes, implicaba una actitud de cruzada cuya trascendencia bañaba a sus representantes en una investidura moral de tal magnitud que hacía de ellos verdaderos guardianes, adalides de la nacionalidad”; (31) mas es justo decir también que la aportación de estos escritores y de algunas de sus obras a la conformación de esa “comunidad imaginaria de los libros” que durante el siglo XX fue llamada, también, “literatura nacional”, no se agota en una actitud ingenua y fútil de lo que Paz ha llamado la búsqueda del “principio del tiempo verdadero”. A la distancia, a Ermilo Abreu, como tantos otros, parecen no haberle alcanzado las palabras y la voluntad para asir eso que todavía algunos siguen invocando como “el alma nacional”. La necesidad que se transformó en deseo que se transformó en invención, de sí mismo y del alma de una nación en busca de su tiempo primigenio, lo condujo, sin embargo, a encontrar en Canek, sino el alma nacional, sí aquella voz que tanto exaltó frente a Alfonso Reyes, esa “voz que viene del fondo de nuestros dolores”.
1 Ermilo Abreu Gómez , Duelos y quebrantos, p.131-162. Bibliografía Abreu Gómez, Ermilo. Canek, México, Editorial Oasis, 1982 |