Si viniera,/ si viniera un hombre,/ si viniera un hombre al mundo, hoy, con/ la barba de luz/ de los patriarcas [...]
Paul Celan, Tubinga, enero
Hölderlin, cuya palabra hacía emerger a los dioses de la transparencia,
y que parecía habitar desde siempre una región extraña,
si viene, vendrá con Heidegger, el filósofo que velaba por advertir su voz;
esa voz que supo perfeccionar la insuperable lejanía.
Si viene Hölderlin, volverán los guardianes de las añejas leyendas de los bosques.
Si viene Hölderlin, todos reconocerán a su regreso el antiguo saber.
Si viene Hölderlin, si viene, la poesía recobrará su corazón urgente.
1. Emilie
El corazón en el pecho no puede olvidar
lo inmortal; ¡mira!, a menudo un genio
benigno logra reunir a los que se aman...
Friederich Hölderlin, Emilie vor ihrem Brauttag
I
He estado con Emilie en el bosque esta tarde,
paseando por el sendero que narra en sus epístolas a Clara.
Ahí se abrían sus palabras para que todo acaeciera; ahí su voz
como un caudal de agua fugitiva,
ahí sus labios separados como para el amor
hacían del tiempo y del deseo un presente insostenible.
II
Oh, pero Emilie, yo estaba ahí donde usted era el bosque,
el sendero que juzgaba no conocer cercanía alguna
(en arreglo quizá con sus más lejanos pensamientos).
Usted era los altos árboles de boscaje amueblados
y el atardecer que subsistía un poco más que el fragante presentimiento de la dicha.
Un paraje en la campiña, Emilie, en donde consumaban sus nupcias los viajantes.
III
Y Emilie (es decir, “la que emula”) ¿vendrá a su boda Hölderlin?
Si viene –como refiere Horacio [Épodo XVI]–,
acudirán las cabras sin dominio a la ordeña,
y habrá frutos de las más variadas cosechas de la tierra sin arar
y la viña no podada donará las uvas para el más dulce de los vinos
y aun se extraerá la miel de las secas colmenas.
Si viene Hölderlin, si viene, podré entonces mostrar a usted mi corazón,
acostumbrado como el suyo al cielo libre, Emilie.
Horacio
Esta mañana el frescor insistía en la amistad de la lumbre,
y en el adobo de las calientes habas consanguíneas de Pitágoras.
Pero ya retiro los secos sarmientos del tronco de los viejos álamos,
ya contemplo pacer el rebaño en el angosto valle;
ora esquilo las flacas ovejas,
ora ordeño las reacias antílopes.
Así, únicamente, con estas faenas olvido
el gasto del amor que excede a mis vendimias.
Canta, oh, poeta, los loores de la piedad y acoge mis quejumbres,
reducidas, Horacio, a que mi ingenio engorde,
o que mi alma reavive en las albúminas. Y sólo eso, Horacio, amigo.
IV
He ido de caza y he traído exquisitas pieles para usted,
con el único aguardo de sobre ellas poder amarla un día.
Júzgueme impertinente si usted quiere.
(¿Me permite referirle cómo se comportaban las ancestras damas, Emilie;
qué espíritu libertino recién desvanecidas se insinuaba en su cuerpo;
qué privanzas concedían, bañadas por los efluvios del deseoso verano?)
No me doblegó el enorme oso que arrienda en los apriscos,
como no me ha atemperado ningún rey iracundo de los dioses del cielo
ni envenenado el cólquico que más hace a la esperanza inexorable.
He endurecido el espíritu contra el bronce y el hierro
y sólo usted, tan delicada y frágil, lo quebranta. Ya lo ve usted, Emilie,
cómo el más tenue perfume de las rosas, provoca a las abejas irascibles.
Nupcias
El vino aclara la mirada y agudiza el oído.
Charles Baudelaire
Porque no querrías imaginarte la primera accesión genital
de la recién casada,
te establecerás esta noche en tu regio oratorio,
y escucharás romanzas del siglo XIX,
y soñarás con las ancestras damas que abrigaban
con escapularios los pechos nutritivos.
Providente, busca y conserva. Tendrá su boda
la de piel de azucena, la del himen seguro,
y concederá al padre el primer vals. –Él,
que tiene por liturgia deslizar en la oreja de los hijos
un profundo proverbio,
entregará a la novia envuelta en muselina.
Esta noche, y no otra,
se dará carne de cerdo a los maltrechos caminantes,
y se pondrán a remojar en vino
los más obscenos pensamientos. Habrá música. Y el novio,
buen jumento por lo que atañe al sexo,
pondrá a prueba sus virtudes ingénitas
de ambidiestro deshollinador de oráculos.
Alguien caminará entretanto por la arena de plata
de los sueños lunares. Alguien temerá por un momento
los diablos consejos de las viudas. Alguien, también,
callará la antigua costumbre del derecho de pernada,
y tal vez espere a que el esposo ausente.
Providente, recoge y atesora: hallarás algo acaso,
un guarismo digamos, un designio,
confundido con la primera micción cargada
de esputos conyugales de la novia, y la delgada orina de la virgen.
V
Largo es el tiempo, más deviene el verdadero.
Y Emilie, viene Hölderlin,
y se mantienen sobre las godas catedrales las altas luces instantáneas,
y algo tiene de canto el nuevo reino,
y algo de gratitud con el tono fundamental de la promesa.
Y Emilie, no renuncie a escribir,
asegure un destino por el nombre a lo que evoca
y que ninguna cosa sea donde falta la palabra.
Sólo la poesía pervive en tiempos de penuria.
Sólo los poetas en un tiempo sin dioses arriesgan un decir.
Largo es el tiempo, más usted no debería apartarse de su empeño.
Continúe escribiendo a su buena y fiel amiga Clara
(tan en otra época visitada por el dios del lenguaje),
y háblele de Hölderlin que viene, ya podrá comprobarlo,
del brazo de los héroes que hicieron de este siglo
un tiempo sin monarcas.
2. Revelaciones
¡Cuánta vida y dicha hay en este crecer,
y cómo avanza alegre hacia la plenitud!
Friederich Hölderlin, Emilie vor ihrem Brauttag
VI
(Y Emilie me ha dicho –¿qué me ha dicho?
¿Daré al vulgo lo que sus labios guardaban?
¿Entregaré sus privanzas a los ladrones de tesoros?
Lo que me ha dicho es tan dulce, que temo no reservarlo a las abejas.)
De la unicidad del deseo
Sobre las aguas del río hacen puente mis piernas.
Testigo única del último fulgor de este día de verano,
trayendo conmigo dulces miedos, me he internado en el bosque
y he visto el milagro de la vida acaecida, dorar en cuencos de ámbar.
La luz fragmentada como ascuas goteantes en mi cuerpo,
me ha resultado una amiga furtiva y complaciente.
Soy ya una muchacha mayor, me lo ha expresado el río, me lo indica
el amasamiento de sus aguas. Mas, ay, sólo logran dar alcance
a la invencible necesidad que el deseo define, dos que son la noche.
Del ocaso
Para las muchachas los crepúsculos alejan las ciudades.
Los bosques cuentan historias que se nos parecen,
y no siempre hablan de infancias con la ternura de las viejas nanas.
La tarde se lía con el verano como las vides con los fuertes olmos,
y aún puede la luz con nuestras sombras.
En rededor, como setos, pero a distancia de una fuente de agua viva
a la que se inclina a beber el ramaje lozano de la jungla,
las chicas alojan una confidencia en el corsé sujeto a toda prisa.
Un aroma a lejía y hierba húmeda hace partidarios a los árboles.
Se da la hora entonces en que las señoras esperan inútilmente
el regreso al hogar de los viandantes;
y la noche, la giganta, se alza a mirarnos con su ojo dislocado.
De la mortalidad del alma
Al cuerpo no pero al alma, lo mismo que a un seco tronco de olivo,
le suelen brotar renuevos. Y al amor de la lumbre y en la paz de la cena,
otro vez se le aprecia convertirse sin daño en el alma de otro.
El alma no abriga necesidad de oráculo en el lugar de la encina.
Cualquier lugar es su lugar porque todo lo ignora.
Nada sabe de las viles madrastras que corrompen las frutas;
nada tampoco de secretos, porque un secreto es un alma;
menos aún de utilidad y pérdida. El cuerpo sí, el cuerpo constriñe a los amantes
hacerse uno al otro un lecho en el oído, y así decirse que se les muere el alma, pobrecita.
De la mirada, la seducción y la belleza
Nada, salvo la mirada que arropa un poco el dorso a lo visible
conoce del desafío triunfante
de la seducción, ahí donde el femenino es el único sexo.
Lo femenino seduce porque evade el lugar donde se piensa.
La seducción vence en secreto.
Toda mirada es indiscreta.
Pero quien mira en dirección contraria a la belleza
nada mira, pues no sabe (y no se sabe) mirar.
La belleza es un espejo que te descubre dotado de hermosura.
La belleza te piensa cuando miras.
Del inexperto deseo de los amantes noveles
Aquí brota arbolado. Y el materno arrayán,
del que habla Virgilio, cautiva a las muchachas.
Ellas se añaden como estrellas a los meses estivos.
Ellas excitan con su andar al pedernal que oculta el fuego,
y sus ropas ligeras informan de los vientos.
Es la hora en que las yuntas empiezan a gemir.
El sol asciende a tientas por las empinadas gradas del verano.
Se alza entonces por doquiera un tibio olor a inexperiencia.
Y en la exaltación de los muchachos que el culto bosque sabe,
se conjunta el instinto del león y la cabra.
Del furor que infunde la estación florida
En primavera, la fuerza del calor espolea a los cabestros
(el aire fermenta con bramidos y conmueve a las mieses)
y aún impulsa a pugnas entre sí a los tímidos corzos.
Todas las prosapias de las aves, todos los linajes de las bestias,
e incluso los derechohabientes de las variadas aguas,
como uno solo atraviesan los ardientes desiertos de la brama.
Entonces patea furioso el jabalí; entonces aún más
es de temer el tigre. Las yeguas fecundadas por los vientos,
recurren sudorosas a las calcinadas leyendas de los hielos.
Y a las noches, en que la estación renueva en las muchachas
(de igual modo como todos los astros se avistan en sus ojos),
éstas les obsequian con la lubricidad que aquellas les infunden.
Del desatendido entretiempo de las beatas
El viento trae las semillas desde el país del árbol. Es el otoño.
Los mirtos entablan amistad con las riveras.
Y entre la hierba, donde crece tortuoso el panzudo cohombro,
tímidas van las beatas por el campo
(el recato guardado en casa como atavío de encaje).
Pero no adelantan un paso sin recordarse la eternidad que las vincula,
las demora una nube o una flor a un llamado del enigma,
lo invisible colocado delante de los ojos.
“—Oh hermanas –se expresan compasivas–,
aparte de miel y albúminas para el invierno, tenemos
carne salobra del ganado de Neptuno, y la conciencia callada...–”
...donde, ay, pobrecitas, su corazón es cencerro.
De lo imponderable que resulta saciar los ojos al hacer el amor (fábula)
Había una noche sin luna. Y las muchachas llevaron lámparas de aceite.
Y provisionalmente volvieron inmortales a los que ahí aran y ordeñan.
E hicieron de cada uno de sus cuerpos un alma objetivada.
Hojas verdes y amarillas y manzanos rojiverdes avivados como por el arte.
Y sobre una sola pata de flamingo la noche adormeciendo en el cálido lago.
Y danzaron. El corazón enganchado con la más elevada lejanía.
Cantaron y danzaron. Y el tiempo se alargó como los amores sin motivo.
Y las muchachas sin ser griegas cantaban y danzaban, danzaban y cantaban
(el sexo puro y permeable bajo la luz de las ungidas lámparas):
–Propercio dice que los ojos son los guías en el acto del amor.
–Propercio dice que no sirve arruinar el amor haciéndolo en tinieblas.
Había una vez una noche sin luna. Traed consigo siempre lámparas de aceite.
De cómo el mal que sigue, vida pide
“Bajo el zumbido del calor –me ha dicho mi anciana madre–
el cielo se desposaba con una rubia mies,
y naranjas rotundas pendían del árbol de la luz.
“A nuestro edicto, los jóvenes novicios
acudían sin melindres a los parajes amigables.
Y entonces el follaje embellecía de sueños voluntarios.
“De esto hace ya mucho tiempo. Ahora, para mí,
no más el agua fresca rebosa de los pozos
y siempre acaba solitario el viento del crepúsculo”.
Cuando hubo terminado, supe que la enseñanza era buena
y escribí en mi cuaderno unos versos que así apuntan:
Las horas pasan lentas. El día aún no está en lo alto.
Recoged tierna brizna antes de convertirse en paja.
VII
Y Emilie regreso del río que le despertaba honda la mirada,
siempre a ella cercana la belleza
–ese nombre para lo que en los sueños le asistía–;
Emilie entre lo que es a la luz,
seguida de dos sombras, la mía y la de ella, religadas,
y llevando reunido en su rostro lo adorado por ella,
no era a mí a quien oía, y no era sino a otro a quien hablaba.
A otro que era yo, instalado en la lectura de un poema de Hölderlin,
escrito para Emilie en las inmediaciones de su boda.