ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
La proximidad de Cuesta
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ARMANDO GONZÁLEZ TORRES La proximidad de Cuesta
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PREÁMBULO Jorge Cuesta ha sido una presencia constante en la literatura mexicana del siglo XX y el interés por su figura ha rebasado el círculo literario y ha atraído a psicoanalistas, politólogos e historiadores. A primera vista, esta fascinación podría parecer poco explicable: Cuesta únicamente publicó en vida dos panfletos políticos y, tras su muerte, los únicos testimonios escritos que circularon durante mucho tiempo fueron las maliciosas alusiones que, en su novela La Única, hacia su ex-mujer, Lupe Marín. A partir de los años 50, comenzaron las recopilaciones de la obra de Cuesta y desde entonces ha habido diversas ediciones de su poesía y sus ensayos. Igualmente, autores como Nigel Grant, Louis Panabiére, Adolfo León Caicedo y Alejandro Katz han escrito libros sobre su figura y obra. Con todo, Cuesta nunca ha tenido la promoción, ni la disponibilidad editorial para ser un escritor popular. Pese a esta escasa difusión, Cuesta ha sido objeto tanto de un notable interés académico como de la fascinación por parte de escritores de diversas generaciones. Pueden pensarse varias razones para este culto: por un lado, la seducción que ejercen su personalidad y su biografía, esa persistente leyenda negra que ha suscitado morbo yexageraciones; por el otro, la amplitud de intereses y vertientes que abarca su obra y, finalmente, la actualidad de su ejercicio crítico que avizora e inventa una nueva figura intelectual, la del intelectual independiente, que alcanzaría gran credibilidad y proyección algunas décadas después de su muerte. Este trabajo busca, precisamente, ofrecer un esbozo de la gestación de la figura del intelectual independiente que adopta Cuesta y de la aplicación de este paradigma en la crítica de diversos aspectos de la vida artística y social de su época. El artículo consta de tres breves apartados: un acercamiento al entorno y a la red de influencias y relaciones intelectuales de Jorge Cuesta; una reconstrucción de las influencias y razonamientos que subyacen en la gestación de su figura del intelectual independiente y un breve registro de los campos de la vida intelectual y social en los que el escritor aplicó este paradigma. No se pretende descubrir una nueva dimensión del autor sino simplemente proponer una lectura de la formación de lo que podría ser su rasgo de mayor originalidad: su perspectiva y su ética profesional como escritor. JORGE CUESTA Y CONTEMPORÁNEOS Cuesta despliega su actividad intelectual en una época de auténtica refundación: recién apaciguada la fase armada de la Revolución, la clase política heredera del movimiento busca hacer de la cultura un vinculo ideológico que modifique y fortalezca la identidad colectiva y que propicie lealtades al nuevo Estado. En este sentido, los rasgos dominantes del proyecto cultural posrevolucionario son la utilización del discurso nacionalista, la creación de la figura del intelectual al servicio del pueblo y el usufructo de un arte pedagógico y utilitario destinado a la transformación de las masas. La perspectiva de Cuesta, que confluye con la de sus amigos del grupo Contemporáneos, significa un contrapeso de cosmopolitismo, rigor y autonomía del arte frente al concepto de cultura endogámica e ideológica que se promueve desde el poder. Sin duda, sería exagerado hablar de los Contemporáneos como una tendencia estética o un grupo compacto y las diferencias de personalidades literarias o los conflictos internos están ampliamente documentados(1); sin embargo, pueden encontrarse entre los miembros del grupo numerosas coincidencias en su perspectiva del arte y la vida social. La mayoría de ellos son miembros de la clase media o la clase media alta que han vivido, en carne propia, la experiencia de la barbarie y la anarquía revolucionarias y han atestiguado la corrupción, la improvisación y la demagogia de los regímenes revolucionarios; igualmente, muchos están imbuidos por ese sentimiento trágico y sombrío característico de la Europa de entre guerras, aunque desconfían de las promesas de regeneración del comunismo o del fascismo. De este modo, no son feligreses de la Revolución y sus adhesiones tienen un carácter pragmático y profesional; su refugio es una idea del arte que, sin desconocer la eclosión de las vanguardias, continúa buscando en la reinterpretación de la tradición de Occidente las reservas morales e intelectuales para orientarse en una época cambiante. Por eso frente al ánimo de destrucción y renovación de grupos como los estridentistas se levanta el ánimo de asimilación de los Contemporáneos. Pese a su perfil único, la proximidad de Cuesta a Contemporáneos es significativa para su actividad intelectual ulterior. Los Contemporáneos, como generación, cumplieron con un papel importante para mantener el contacto con la creación internacional, para arraigar en México la función de la crítica artística y para acotar, en la medida de lo posible, la absorción de lo artístico por la política.(2) Sin embargo, no se hace justicia a la verdad al tratar de convertirlos en los héroes intelectuales que se sacrifican en pos de la libertad del arte: la mayoría de sus miembros se manejaron dentro de los márgenes de maniobra existentes e incurrieron en no pocas contradicciones. En este sentido, por su origen, profesión y temperamento, por su alejamiento de los puestos públicos y del afán de ascenso intelectual, por su vida frugal, marginal y atormentada, Cuesta fue probablemente el más libre y más temerario de los miembros de su generación. Pueden distinguirse claramente dos etapas de la relación con el grupo: primero, la de absorción, aprendizaje y realización de méritos y, segundo, la de independencia y avanzada con respecto a su posición pública. Cuesta, desde su arribo a la ciudad de México, entabla una relación de afinidad y recelo con los miembros del grupo de Contemporáneos.(3) Tal como sugiere Panabiére, el hecho de provenir de la provincia, con una formación no literaria, propicia que el joven foráneo lleve a cabo un periodo de iniciación que implica tareas de defensa y promoción del grupo como, por ejemplo, la firma de la antología de la poesía mexicana moderna, en la que Contemporáneos ofrece su lectura de la tradición y, a la vez, se autopromueve, o la participación en polémicas, que resultan mas riesgosas para otros miembros.(4) Con todo, el noviciado con Contemporáneos constituye sólo una breve etapa y, para cuando dirige Examen, Cuesta ha consolidado su personalidad intelectual, su estilo e inquietudes individualísimas y, como sugiere Sheridan, realiza una revista de autor.(5) Ya en los años 30, Cuesta es un autor que asimila y expone en el debate público una divisa generacional, pero que la adiciona con preocupaciones y matices absolutamente personales y originales. Cuesta fue una presencia polémica, que publicó numerosos artículos y ensayos sobre temas tan disímiles como la literatura, la música, la pintura, el teatro, la filosofía, la política o la psicología. Con su vasta curiosidad Cuesta cubre, en general con lucidez y vigor, muy distintos campos del conocimiento. Con este trabajo de reflexión no solo suple la falta de pensadores especializados, sino que cumple una función cívica de traslación de los grandes temas de su tiempo en los diversos ámbitos del conocimiento a los terrenos más amplios de la vida pública. Su labor como precursor de muchos de los debates actuales todavía está por reconocerse, en parte por la dispersión de su obra, en parte por su voluntad más de revelar que de explotar diversas vetas de conocimiento. Con todo, más allá de la actualidad de muchos de sus argumentos particulares que resisten el polvo de los años, el legado más permanente de Cuesta lo constituye su actitud intelectual. EL PARADIGMA DE LA INDEPENDENCIA Cuesta es uno de los autores que, en México, contribuyeron a hacer del campo del arte un territorio independiente con sus propias reglas de generación y con su propia ética, una ética que, por otro lado, podía ejercer una irradiación y una derrama social significativa si era aplicada a la vida pública. Este paradigma de independencia, a mi modo de ver, esta basado por un lado, en la influencia francesa y, por el otro, en su propia religión del arte. Para Cuesta y su generación, Francia fue una presencia tutelar y su influencia era evidente en numerosos reflejos de las costumbres y los gustos. Quizá la asimilación mas profunda y comprometida de Francia se realiza en Cuesta, quien, con su habitual tono provocador, afirmaba que la apuesta universal de México consistía en una apuesta contra sus propios condicionamientos al incorporar los valores republicanos de inspiración francesa en contra de la dominación hispana y la herencia indígena o al adoptar los valores universales del modelo francés, una vez que el clasicismo español había sido convertido en un simple provincianismo.(6) Por supuesto, habría que matizar, como lo hace Octavio Paz, al señalar que el afrancesamiento no es una imitación sino la adhesión a una idea de universalidad, apertura intelectual, libertad artística y de las costumbres que representa la civilización francesa en esa época y que, para los Contemporáneos, contrasta con el pragmatismo norteamericano, el conservadurismo hispánico o la barbarie doméstica.(7) Esta no es una actitud privativa de México y alcanza a toda Hispanoamérica y a numerosas regiones hoy llamadas periféricas. Como señala Pascale Casanova en su excepcional libro, La república mundial de las letras, durante mucho tiempo Francia marca un meridiano a partir del cual se mide el grado de modernidad de un sistema político, de una literatura y, en general, de una cultura. París se convierte entonces en el espacio de la libertad política, de pensamiento y de las costumbres que permite descubrirse y descubrir el mundo. La metrópoli suele verse como un “modelo salvador” por lo que revolucionarios en todos los ámbitos acuden a Francia para subvertir el orden literario y, en ocasiones, político. La vida en París se convierte en un rito de paso para el hombre sensible, en un punto de confluencia donde se reúne la aristocracia del espíritu y de la política.(8) A Francia también corresponde la invención del intelectual moderno: la elevación del hombre de letras a la categoría de critico social ocurre en ese país donde, merced a la promulgación de la autonomía del arte por parte de una comunidad artística cada vez mas influyente y articulada con el mercado, los escritores se escinden tanto de la moral y los valores sociales dominantes como de la razón de Estado. Hasta el surgimiento del llamado intelectual independiente, los intelectuales, para utilizar la terminología de Antonio Gramsci, solían dividirse en dos clases, el tradicional, como los profesores o los editores, que juegan un papel generalmente pasivo frente al juego de las ideas y realizan actividades más o menos rutinarias, y el orgánico, que se encuentra conectado directamente con movimientos sociales o intereses burocráticos o empresariales y que busca cambiar las mentes del público mediante tareas prácticas de organización y movilización. A fines del siglo XIX y principios del XX, comenzó a despuntar un tercer tipo de intelectual, que se mueve a caballo entre estos dos y que asume su papel como un compromiso con normar generales de verdad y justicia invariables, las cuales defiende de la manera más activa posible, ya sea contra la autoridad, contra los partidos o contra la colectividad. Este tipo de intelectual fue prefigurado por Zola en su famoso “Yo acuso…”, en el que, ante el caso de Dreyffus, disentía, con la sola fuerza de su autoridad moral, de una decisión de Estado y de un prejuicio largamente arraigado en la sociedad francesa.(9) Dicho paradigma, fue continuado y perfeccionado por Julián Benda que, en su célebre La traición de los clérigos, establece una preceptiva para el intelectual como individuo que debe poner toda su inteligencia y honestidad al servicio del escrutinio de las pasiones y debe intentar identificar y defender valores universales. Como dice Edward W. Said, tras la obra de Benda, “hemos de discernir la figura del intelectual como un ser aparte, alguien capaz de decirle la verdad al poder, un individuo duro, elocuente, inmensamente valiente y aguerrido para quien ningún poder humano es demasiado grande e imponente como para no criticarlo y censurarlo con toda intención”.(10) De este modo, gracias a la interpretación de la vida artística como una esfera que responde a una lógica y a una moralidad peculiares y a la concepción del artista como un individuo excepcional que representa y eleva a su máxima potencia las características, valores y expectativas de la sociedad (lo que no deja de tener ciertos rasgos de ingenuidad y egocentrismo) el escritor y el artista se erigen en un poder autónomo, capaz de influir en el campo de la política desde una lógica no política. Como señala Bourdieu,
Cuesta se adhiere a esta idea de autonomía del artista. Aunque no hay que olvidar su lectura de autores como Nietzsche que le hacen pensar en la tarea casi profética del artista, es razonable pensar que su filiación hacia el intelectual independiente provenga principalmente de fuentes francesas, como Gide, Valéry y el propio Benda a quienes Cuesta conoció y llegó a traducir.(12) Por supuesto, una ética intelectual no puede provenir sólo de influencias filosóficas, sino de, por decirlo así, condiciones genéticas personales, en ese sentido, es fundamental ponderar su aspiración, como hombre angustiado y como científico atípico, a una crítica totalizadora, que aborda el conjunto del conocimiento para ponerlo a prueba. Ciertamente, frente a la estrechez de las especialidades, Cuesta detenta una amplitud de perspectivas que rebasa el diletantismo y que remite a la idea alquímica de una correspondencia de las artes y las ciencias. Cuesta no acepta que el conocimiento o, quizá habría que decir sentido, se fragmente en campos incomunicados y, por eso, esgrime una curiosidad y una actividad intelectual proteicas que abarcan desde la escritura de poesía hasta la investigación de la química. La investigación en la materia, en el lenguaje y en la sociedad se complementan y contribuyen a dar sentido al mundo.(13) De ahí la creación de una suerte de religión estética personal. Para Cuesta, el arte es la invención de una forma de vida, de pensamiento y de expresión que se caracteriza por la integridad y la autenticidad. El arte, la crítica y la poesía son fuentes de sentido que ordenan lo caótico y que le otorgan una nueva significación, ajena a las leyes físicas y morales convencionales, aunque no menos rigurosa, ni lógica. Para Cuesta, la mentira, la invención y la fantasía del arte complementan y corrigen la realidad y crean una moral desinteresada y trascendente que es la moral de lo bello. Pero el arte no sólo busca lo bello sino una forma de verdad, una forma de comprensión del mundo. Así, en su carácter contra factual, en su despliegue de lucidez creadora, el arte y la literatura constituyen una crítica de la realidad y cumplen su auténtica función. Por eso, no se trata únicamente de abogar por la fantasía o el delirio, la creación de un mundo artístico propio requiere de un dominio exhaustivo de la forma y de un rigor y cálculo muy próximos a los que precisa la ciencia. El arte es una acción interior que se basa en un rigor que permita domeñar, asimilar y amoldar la forma a la expresión individual. Este concepto del arte también va a constituir una preceptiva para la práctica del pensamiento y la crítica. De acuerdo a este ideario, la función del pensamiento y el arte no es la aceptación del mundo sino su interrogación. Esto implica cuestionar origen, costumbres, ideas y valores e intentar un trabajo de reinvención, a partir de la razón y la conciencia de la libertad. Por eso, la actuación natural del artista en la escena pública es la crítica. Para Cuesta, la crítica es acto de examen exterior y ascesis interior, que se orienta, antes que nada, a esclarecer las propias pasiones. Como señala Adolfo Castañón:
La crítica es un atributo individual; sin embargo, también es un deber gremial del escritor que no puede ser auténtico si, por convención o conveniencia, adapta su opinión a los intereses del Estado o de la turba. Por eso, el deber intelectual es la honestidad interior, la aplicación, al campo de la vida pública, de esa verdad desinteresada que se persigue en el arte. Este deber implica, a menudo, la disidencia, de ahí la dificultad de combinarlo con una militancia en las filas de organizaciones que exigen la uniformidad como el Estado o el partido. De esta manera, con su concepción de la autonomía del espacio literario y de la misión del escritor como un sacerdote que defiende una serie de valores universales por encima de las pasiones patrióticas, ideológicas o de raza, Cuesta introduce un matiz en la figura del intelectual como maestro de la juventud y constructor de instituciones, dominante en ese entonces en México e Hispanoamérica, y legitima al disidente que responde a sus propios imperativos morales y que es capaz de oponerse a los poderes establecidos y a las inercias de la colectividad. Mediante la crítica y la disidencia, los valores universales e irreductibles de la creación artística se trasladan al ámbito de la vida pública, pues la crítica no es una profesión académica, ni una perspectiva política, sino una intervención de la razón, el albedrío y la moral individual en los distintos campos del conocimiento. Como señala Panabiére, “Con Cuesta el individuo creador de expresión resulta una dimensión critica más indispensable que nunca. Es el garante de la producción de sentido, del saber individual frente al poder; es la salvaguarda de la libertad del hombre frente a la institución”.(15) Los rasgos del intelectual independiente personificado por Cuesta son el alejamiento de las instituciones, el radicalismo, entendido como crítica despiadada hacia todos los bandos, el individualismo extremo en materia de opinión y, en ocasiones, el profetismo y el elitismo. Porque para Cuesta la ética individual es un proceso arduo de formación que está profundamente emparentado con la obra de arte y, por eso, como menciona Monsiváis, “lo más admirable en Cuesta es su creencia en la pureza de la forma artística, su fe en las ideas (para él realidades últimas, formas en donde perennemente encarnan el progreso y la democracia) y el sitio culminante que le otorga a la moral como la más alta expresión creativa del individuo”.(16) En suma, Cuesta representa una obra abierta, que patrocina una serie de ideales y valores que en los años siguientes, con nuevas batallas y protagonistas, lograrán imponerse paulatinamente y que permitirán, por un lado, el auge de la figura del intelectual independiente con todas sus virtudes pero también sus simulaciones y defectos y, por el otro, la creación de una República de las letras como un espacio relativamente autónomo, que se supone capaz de ejercer un contrapeso ante otras esferas. Consecuente con su concepción del artista-crítico, los ensayos de Cuesta son un largo ejercicio de corrección: Cuesta busca revelar las distorsiones del pensamiento, las faltas de rigor lógico, los abusos del lenguaje y las fallas en la expresión que afectan y deterioran la vida interior y la vida pública. Aunque los temas que trata Cuesta en sus ensayos son muy numerosos y en muchos de ellos es posible encontrar fructíferas ramificaciones y premoniciones, podrían identificarse, tres temas fundamentales que definen su temperamento intelectual, tres inercias del pensamiento de la época contra las que reacciona. Dichos temas son: uno, la defensa de la mezcla cultural como factor de evolución; dos, la reivindicación de la autonomía del arte y, tres, la reserva frente al potencial de barbarie y deshumanización de las ideologías en boga. LA ÉTICA EN ACCIÓN En primer lugar, Cuesta fue un pionero en la crítica de las barreras ideológicas que lastraban el entendimiento de las obras y las culturas como productos universales. La inflexible “ley de Cuesta” que guió su actividad creativa y polémica podría formularse de la manera siguiente: las modernidades nacionales se nutren de lo universal y entre más fervientemente se intenta alimentar un nacionalismo mayor es su indigencia real. Acorde con esta idea, la noción de culturas nacionales, a menudo concebida como metáfora unitiva por las élites, constituye un mecanismo compensatorio, una estilización de las culturas reales a cuyos adeptos “no les interesa el hombre sino el mexicano, ni la naturaleza, sino México, ni la historia, sino su anécdota local”.(17) Para Cuesta, empero, este bacilo nacionalista es contradictorio con la realidad genética de las civilizaciones y con la formación de naciones que, como México, devienen modernas a partir de un salto hacia fuera de sus condicionamientos y de una apuesta histórica por principios de valor universal. Esta reivindicación casi religiosa del carácter universal del pensamiento y el arte constituye la divisa central de su obra y marca tanto su íntima elección creativa, como su cruzada contra la intolerancia de las ideologías tribales y el contagio chauvinista. Su natural apertura universalista y su controvertida filiación francesa lo harán un participante natural en los debates de la época que involucran de manera protagónica a los miembros de su generación. Entre 1920 y 1940, las discusiones en torno a la misión del escritor, las disputas entre una literatura de orientación nacionalista y otra cosmopolita, así como las presiones e incentivos del Estado para generar un arte que funcionara como vehículo de unidad nacional marcan una dialéctica que, en muchos sentidos, nutre el desarrollo ulterior de la producción literaria. El nacionalismo, alimentado por el auge de la antropología, la recopilación del folclor y el surgimiento de nuevas expresiones artísticas, como el muralismo y la novela de la revolución, se legitima como un arte oficial y, al mismo tiempo, es acogido con auténtica pasión por numerosos artistas e intelectuales.(18) Ya desde el Congreso de Escritores y Artistas de 1923, Vasconcelos traza la tarea del artista como un instrumento para elevar el nivel educativo, definir y exaltar la identidad nacional y promover la unión espiritual del pueblo.19 Además, el nacionalismo no sólo es una fuerza endógena: la exaltación de la cultura indígena y popular, la espectacularidad de las expresiones artísticas del nacionalismo, la evocación romántica que significa el agrarismo frente a la quiebra del capitalismo mundial son valores que encuentran un público amplio en un auditorio extranjero, contrario a los valores de la modernidad y la industrialización capitalista.(20) No es extraño que la polémica en torno al nacionalismo permaneciera mucho tiempo en la escena intelectual, abarcara varios episodios y escaramuzas e involucrara a Cuesta y a su grupo de amigos.(21) Los enfrentamientos de Contemporáneos comenzaron desde 1922 cuando recibieron numerosos ataques por parte de Manuel Maples Arce quien los identificaba como una generación arribista en lo político y reaccionaria en lo estético; en 1925, Julio Jiménez Rueda, lanza su celebre acusación sobre “El afeminamiento de la literatura mexicana”; sufren nuevos embates con la publicación de una serie de noveletas de tono político e introspectivo, con los montajes novedosos y experimentales del teatro Ulises, con los gustos pictóricos opuestos al muralismo en boga y con la publicación de La antología de la poesía mexicana moderna.(22) Sin embargo, el punto climático de la querella nacionalista es la polémica de 1932. Los contendientes son, por un lado, los Contemporáneos, particularmente Cuesta, y Alfonso Reyes y, por el otro, Ermilo Abreu Gómez y Héctor Pérez Martínez. Si bien no es la única polémica con este tema, se trata de una de las controversias que más llamaron la atención y que tuvieron una mayor repercusión y atención pública. La polémica comienza con una encuesta sobre la crisis de la literatura de vanguardia, que es un enjuiciamiento de Contemporáneos, prosigue con una serie de encendidos artículos en los que participan, entre los más destacados Ermilo Abreu Gómez, Héctor Pérez Martínez, Alfonso Reyes y Jorge Cuesta y tiene un corolario en la denuncia por ultraje que en un editorial de Excélsior se hace a Examen por la publicación de un fragmento de novela de Rubén Salazar Mallén que se considera obscena, exigiendo acción penal contra todos los colaboradores de la revista (incluyendo autores muertos y extranjeros) y señalando que varios de los redactores colaboran en la SEP.(23) En sus participaciones en la polémica, Cuesta distingue entre sentimiento y conciencia nacional: por un lado, un sentido difuso de aislamiento y singularidad y, por el otro, una voluntad de abrirse y entender críticamente el mundo, que es la que distingue la tradición del clasicismo mexicano. La expansión hacia lo universal ensancha el espíritu; la prescripción únicamente de lo nacional lo limita. El sentimiento nacional es circunstancial y cambiante de acuerdo a determinadas condiciones políticas; en cambio, la conciencia nacional es un sedimento mas vasto y confiable que pasa por la mezcla con los otros y, a la vez, por la introspección y la exploración individual. Pese a su terrorismo verbal, Cuesta no se evade del llamado al creador a construir y a entender la patria, pero si busca otra manera de plasmarlo. Como diría Sheridan frente al ánimo formativo de lo nacional que preconiza la cultura oficial, Cuesta y algunos de los contemporáneos, erigen un ánimo especulativo, que explora y valora la cultura mexicana en su relación orgánica con Occidente. Como señala Sheridan, de esta polémica salieron fortalecidos los partidarios de
Pese a la derrota política, la resistencia de autores como Cuesta establece un ejemplo, que recogerán más tarde diversas generaciones para esgrimirlo en esa lucha perenne entre nacionalismo y cosmopolitismo que, a veces disfrazando intereses muy concretos, ha reaparecido periódicamente en la historia de México. B) La religión del arte Íntimamente ligada con la disputa nacionalista-cosmopolita, surge la polémica de arte puro o arte de compromiso. Como se ha mencionado, Cuesta fue un tenaz defensor de la autonomía del arte, es decir de la independencia de una actividad que busca una forma peculiar de sentido y conocimiento y cuyas formas de operación y evaluación rebasan los criterios de la moral o la política. Para Cuesta el arte no es un instrumento de persuasión ni pedagógico, sino un instrumento de revulsión de la conciencia que, sin embargo, no puede ser usado con fines programáticos. Por eso, el nacionalismo, el arte proletario y otras formas del arte dirigido son sus blancos preferidos. Esta actitud contrasta con el clima de ideas imperante en México hacia los años 30, donde de la relación más o menos espontánea que marcaba el nacionalismo cultural, busca pasar a una relación más orgánica entre el intelectual y la revolución social. Este propósito se plasma con la creación de la LEAR en 1933, que más adelante se aliara con el régimen cardenista, y hará oficial un arte que oscila entre el nacionalismo y el marxismo. Si ya desde los primeros años 20, existía la inquietud de que se creara una literatura que estuviera a la altura de la conmoción social que había implicado la revolución mexicana, en los años 30 se convierte en un dogma la idea de que el artista consciente debía declarar la guerra a la idea tradicional del arte y ligar decididamente al arte con la vida concreta y con la transformación social. La conciencia histórica y la conciencia política eran facultades sumamente apreciadas en el horizonte público de la época, mientras que el rigor, la introspección y otros rasgos del arte puro eran vistos con desconfianza como un resabio porfirista o como una imitación descastada. Si en pintura el vanguardismo es sinónimo de adhesión a la Revolución, en poesía es una etiqueta que denota distanciamiento con lo mexicano y elitismo. De ahí que se utilice para distinguir básicamente la labor y el gusto estético de Contemporáneos. Desde los años 20, cuando Ricardo Arenales dice que “en materia de poesía ¡somos porfiristas!” (25) Hasta las incendiarias declaraciones de Pablo Neruda en 1942 hay un sentimiento de que en la literatura se refugia la reacción estética y política.(26) Sheridan establece las principales acusaciones que se hacen a la “literatura de vanguardia”: no responde a la realidad social, no refleja lo propio de la nación; no es universal porque no es original sino imitativa y no crea una tradición ni una serie de referencias. Todo eso, refleja su frivolidad, su falta de valores, incluso, su potencial antirrevolucionario. De hecho, adjetivos como vanguardista, europeísta o exótico van adquiriendo un tinte de condena ideológica y denotan el desarraigo y la inmoralidad intelectual de los personajes a quienes se aplica. En este sentido, una literatura políticamente correcta será aquella en donde el pueblo es actor y receptor; la que retome los problemas más profundos y las luchas más heroicas y que, al mismo tiempo, sea sencilla y accesible. De este modo, la literatura se acota en sus temas y tonos y se vuelve anti-intelectual, pues no sólo no debe tratar asuntos ajenos a lo popular sino tampoco incurrir en complejidades y adornos innecesarios, ajenos al medio perentorio en que se suscitan. La querella nacionalista cosmopolita, pues, se adiciona a la querella progresista-reaccionario y culto-popular que reaparecerá en diversas estaciones de la literatura mexicana. Al contrario, para Cuesta, el arte de tesis, por ser una intromisión del Estado en los terrenos del individuo es el verdadero artificio: ningún producto puede ser auténtico si no se basa en la libertad artística, en el respeto al albedrío, el gusto y la experiencia interior del individuo que lo crea. Con todo, como señala Panabiére, “no se trata, como algunos han tenido la tentación de pensar, de una posición ‘política’ de Cuesta sino de una posición ‘artística’. Él no está en contra de la literatura proletaria porque sea proletaria, sino porque es otra cosa diferente a la literatura”.(27) En su crítica literaria y, en general, en su crítica en diversos terrenos del arte, Cuesta aboga por esta autonomía y esta desnacionalización, pues el arte es una expresión de la conciencia que aspira a la universalidad, por lo que su encierro en etiquetas chauvinistas constituye un contrasentido. Por ejemplo, Cuesta aborda la pintura por su natural curiosidad hacia todas las artes, pero también porque en la pintura de la época, dominada por el muralismo, se escenifica de manera peculiar la gran batalla en el campo de la cultura. Para la época de mayor actividad crítica de Cuesta, el muralismo era una ideología pictórica que, más allá de los méritos de sus grandes exponentes, había sido asimilada por el poder como un instrumento de creación de conciencia, arraigo e identidad y como un paradigma a adoptar por las demás artes. Cuesta reivindica en su crítica pictórica el valor de la forma y de la imaginación por encima del mensaje y manifiesta sus reservas hacia la obra de Rivera. En fin, su defensa, tan rigurosa como llena de jocosidad (véanse las reseñas sobre la música de Carlos Chávez), de un arte no comprometido con referentes sociales buscaba mantener un espacio de libertad no para la evasión del artista, pero si para un ejercicio más adecuado de sus facultades de invención y crítica. C) La política de Cuesta De la generación de Contemporáneos, Cuesta fue el único que se interesó en el fenómeno de la política y participó de manera valiente y cruda en el debate de coyuntura. De hecho, una parte significativa de la obra de Cuesta está constituida por artículos políticos y sus dos opúsculos publicados versan sobre este tema. Su fascinación por la política resulta mas extravagante si se repara en que Cuesta, salvo un breve encargo en la Secretaría de Salubridad en los años 20, no manifestaba mayor interés por participar en la política práctica y adquirir una posición burocrática. De este modo, es posible observar a un outsider que ingresa en el terreno del análisis político armado más con una posición ética y un despliegue de sentido común que con un interés partidario o una formación especializada. Quizás el rasgo mas destacado de la visión política de Cuesta sea un liberalismo instintivo, basado en un pesimismo antropológico que desconfía de la perfectibilidad del hombre y de la posibilidad de sociedades ideales. Un demócrata, por ende, debe renunciar a los idealismos pues, “La democracia es un ‘método de investigación’, y no una concepción dogmática del Estado. Por esta razón, la autoridad instituida por una vía democrática está condenada a ser naturalmente un autoridad imperfecta, que deja sin remedio insatisfechos a los espíritus que desean, como desean una verdad total e inmediatamente accesible, una autoridad definitiva que no admita dudas ni tolere reservas”.(28) No es extraño que, a partir de este temperamento, Cuesta desconfíe de la índole de ideologías como el fascismo o el comunismo, que en ese entonces polarizaban la adhesión de los intelectuales. Para Cuesta, el hombre se construye y reconstruye a sí mismo continuamente más allá de cualquier determinismo. Por eso, la desaparición de la persona en la figura de la comunidad resulta inaceptable y de ahí su desconfianza hacia abstracciones como patria, colectividad y futuro. Su escepticismo hacia una resolución de la soledad del individuo en la comunidad política es espontáneo, para Cuesta, la comunidad sólo puede darse en la inteligencia y la sensibilidad. De ahí su tortuoso liberalismo, su anticomunismo y su desconfianza frente a la política de masas del cardenismo, una oposición que, como dice Christopher Domínguez, no nace de un reaccionario sino de un liberal consecuente. “Pocos como Cuesta rechazaron la ‘política de masas’ del general Cárdenas desde una perspectiva liberal y constitucional que advertía sobre la desnaturalización corporativa del estado”.(29) Sus intervenciones en el terreno de la coyuntura política de su tiempo fueron muy amplias y ocupan una buena porción de su obra. Sin embargo, resulta muy ilustrativa su participación en el debate sobre la educación socialista. Como es sabido, desde los años 30 comienza a adquirir importancia la idea que cuestiona la Universidad Nacional como un coto de privilegios de clase y aboga por una adopción del materialismo, más consecuente con la transformación del país. Esta idea enfrenta a Antonio Caso con Vicente Lombardo Toledano. Posteriormente, ya con el cardenismo, el discurso de la educación socialista recibe el beneplácito de la clase política y genera una de las etapas de polémicas intelectuales y enfrentamientos sociales más virulentas. Cuesta participo en estas polémicas con argumentos que rebasan la coyuntura y que no sólo se oponen a un adoctrinamiento que desvirtúa las libertades y resulta fuera de contexto sino que advierte muchos de los problemas futuros del establecimiento educativo. Como dice Carlos Monsiváis:
En suma, ante la edificación de leyes históricas infalibles; ante el surgimiento del hombre masa; ante los reflejos condicionados de la izquierda y ante la pretensión de hacer del arte un instrumento de la historia o de la ingeniería social, Cuesta elige la marginalidad y la disidencia como una oposición heroica de la razón y el albedrío personal. Como señala Panabiére, “Por la razón, el conocimiento y la lucidez, cada individuo llega a integrar los impulsos del deseo en un estado social. De manera que la moral no es una institución social, sino la creación de un sentido hecha por cada quien”.(31) Cuesta, como sugiere Panabiére, debe a Nietzsche la idea de la moral como una autocreación, como una esfera de la independencia individual susceptible de chocar con el prejuicio social o la acción del Estado. Por eso, la frecuente relación del intelectual con el Estado es la disidencia y su condena la soledad. Como señala Christopher Domínguez: “Los artículos publicados en El Universal o en un diario ligado al régimen como El Nacional expresan la voz de un escritor tan ajeno a la política partidaria como a las corrientes ideológicas militantes. Cuesta no parece defender ninguna causa y tampoco ejerce el periodismo como tráfico de información. En un México ‘bronco’ donde la conversión era un espectáculo circense y la polémica suma de atributos viriles –pensar en los debates públicos de los muralistas– Cuesta desentona no tanto por la originalidad de sus argumentos como por la posición solitaria de quien las escribe”.(32) De este modo, la fatalidad, y a la vez el atributo, del escritor que interviene en la vida pública es la soledad, esa condena al aislamiento que, sin embargo, puede ser susceptible de inspirar una palabra al mismo tiempo más individual y más civil, más pura. EPÍLOGO La honestidad desgarradora que Jorge Cuesta aplicó a su oficio intelectual y a su propia persona, prefigura un nuevo arquetipo intelectual y marca una influencia casi secreta pero perdurable en el ámbito de la cultura nacional. Por su introspección en el oficio, por su ejemplo de rigor y, sobre todo, por su fidelidad a la opinión personal, que es la antítesis de la razón de Estado, no es inexacto decir que Cuesta es un escritor para escritores, o mejor dicho para intelectuales, que, más que una inspiración estilística o temática, brinda una guía moral y una especie de ética profesional. Así, pues, por su desarraigo, por su sino trágico, por su fecunda marginalidad, Cuesta es una estafeta literaria que muchos, para bien y para mal, quieren enarbolar. En este sentido, reivindicar a Cuesta es un acto que implica, a la vez, la asimilación de una obra, una gesta y un prestigio cultural. No es raro que muchos de sus admiradores y exegetas sean escritores solitarios o pequeños grupos que, en la proyección de sus ideas y sus obras, han tenido una conflictiva relación de acercamiento y rechazo con el establecimiento literario y que utilizan la figura de Cuesta como una seña de identidad a favor de valores universales, rigor en la creación y rechazo hacia las usurpaciones políticas o morales en el dominio del arte. Desde Octavio Paz pasando por la generación de Medio Siglo hasta las generaciones más recientes, la asimilación de Cuesta y de otros de los Contemporáneos, ha sido una apuesta por la autonomía del arte; pero ha sido, también, una operación ventajosa en el mercado de créditos literarios, que se utiliza en las luchas intestinas y en la proyección personal. En este sentido, Jorge Cuesta, más que cualquier otro de sus colegas de generación, ha sido, amén de autor de culto, una bandera de combate en la política y en la promoción literaria. El culto a un autor tan legendario como inaccesible tiene costos y, muy probablemente, al lado de la exégesis ha habido saqueo de ideas, olvidos premeditados, interpretaciones fantasiosas e identificaciones abusivas con el legado de Cuesta. Sin embargo, esta variedad de apropiaciones y versiones de Jorge Cuesta revelan, al final de cuentas, su vitalidad como escritor, pues un clásico no pervive solamente como una pedagogía petrificada de la que pueden extraerse recetas, sino como una herencia viva que orienta las formas de lectura, que inspira estilos y actitudes y que resulta útil en la batalla literaria. NOTAS 1 Véase: Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo de Cultura Económica, 1985. Para registrar la inserción de Cuesta en el grupo. Véase especialmente el capitulo VII. 2 Para un acercamiento sintético a Contemporáneos, véase Carlos Monsiváis, “Notas sobre la cultura mexicana del siglo XX ”, en Historia General de México, 3ra ed., Tomo 2, México, El Colegio de México, 1981, pp. 1485-1506. 3 Las relaciones más próximas fueron con Owen y Villaurrutia, las más hostiles con Torres Bodet. Véase al respecto, Guillermo Sheridan, op. cit., cap. VII. 4 Véase el capitulo II, “Del terruño a la sublimación”, del libro de Louis Panabiére Itinerario de una disidencia: Jorge Cuesta (1903-1942), México, Fondo de Cultura Económica, 1984. 5 Véase el epílogo sobre la revista Examen en Guillermo Sheridan, op. cit. 6 Jorge Cuesta, “La cultura francesa en México”, en Obras, tomo I, México, El Equilibrista, 1994, pp. 262-267. 8 Pascale Casanova, La república mundial de las letras, Barcelona, Anagrama, 2001, Cap. 1. 9 Para una crónica del caso Dreyfuss y de la actitud de Zola, véase Pierre Miquel, El caso Dreyfus, México, Fondo de Cultura Económica, 1988. 10 Edward W. Said, Representaciones del intelectual, Buenos Aires, Paidós, 1993, p. 27. 11 Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 197. 12 La conversión temporal al comunismo de André Gide, autor de culto de la generación, constituyó una ocasión para que Cuesta ratificara de manera polémica su creencia en la independencia como parte fundamental de la ética profesional del intelectual: “Probablemente ni la de Paul Valéry ha tenido una función moral tan importante como la que la obra artística de Gide ha desempeñado. Ninguna se ha aplicado como ella, de un modo magistral y casi apostólico, a hacer que se distinga en la moral del artista la forma admirable de un rigor superior […] Esta consideración tiene por efecto que su reciente profesión de fe comunista no pueda parecer menos que una renunciación a la ética profesional que debía ser la del escritor más admirado e influyente de los contemporáneos; que su nueva actitud venga a mostrarse como un argumento en contra de su propia obra y en contra del espíritu de quienes la seguirán, subyugados por su libertad, por su riesgo, por su desinterés y por su fidelidad a ella misma; y que involuntariamente se pronuncie la palabra traición”. Jorge Cuesta, “Gide y el comunismo”, Obras, t. II, p. 265. 13 Véase Panabiére, op. cit., cap IV. 14 Adolfo Castañon, “Jorge Cuesta, la trasmutación como disidencia”, en Arbitrario de literatura mexicana, Vuelta, 1993, p. 24. 15 Panabiére, op. cit., p. 368. 16 Carlos Monsiváis, Jorge Cuesta (antología), México, CREA-Editorial Terra Nova, 1985, p. 24. 17 Jorge Cuesta, “La literatura y el nacionalismo”, Obras, tomo I, p. 176. 18 Véase el estudio preliminar de Guillermo Sheridan, México en 1932: la polémica nacionalista, México, Fondo de Cultura Económica, 1999. 19 Para la labor de Vasconcelos en la construcción del discurso nacionalista, véase José Joaquín Blanco, Se llamaba Vasconcelos, México, Fondo de Cultura Económica, 1977. 20 No sólo se trató de una fascinación espontánea, desde Madero los gobiernos posrevolucionarios hicieron mucho por agenciarse las simpatías de intelectuales y Vasconcelos impulsó una amplia solidaridad intelectual iberoamericana con la Revolución, muy conveniente para la legitimación del régimen mexicano y para contrapesar la actitud hostil de Estados Unidos. Un estudio reciente sobre las relaciones entre algunos intelectuales y los gobiernos mexicanos es el de Pablo Yankelevich, La revolución mexicana en América Latina. Intereses políticos e itinerarios intelectuales, México, Instituto Mora, 2003, (Colección Historia Internacional). 21 La divergencia estética es fundamental; sin embargo, hay muchas otras razones, los Contemporáneos habían venido siendo identificados como un grupo compacto y, desde la etapa vasconcelista, habían adquirido un prestigio y un capital cultural que todavía no se equiparaba con la calidad de su obra y que respondía, en mucho, al activismo político y a la autopromoción, como lo deja ver el caso de Torres Bodet. 22 Para una relación de estas diferencias véase el estudio preliminar de Sheridan (1999). 23 Las presiones sociales y laborales pueden ser de tal magnitud que no es extraño que se reproduzcan, en menor escala, los fenómenos de arrepentimiento y autoinculpación que se observan en el universo soviético. De esta manera, acaso uno de los autores más emblemáticos de la modernidad y el rigor literario en México, de la autonomía de la obra artística, como es José Gorostiza, es capaz de hacer una declaración como la siguiente: “La universalidad de la literatura, cuando no es sentida, y aun siéndolo, corre el peligro de quedar en mimetismo, Lo verdaderamente universal es lo original y lo original es lo que cada uno lleva en sí, en origen de capacidad creadora para expresar y sensible para recibir. Yo rectifico mi actitud europeizante.” Sheridan, 1999, p. 115. 24 Ibid, p. 57. 25 Ibid, p. 78. 26 La declaración de Neruda quien señalaba que lo mejor de México eran sus pintores y sus agrónomos era una descalificación de la literatura mexicana que produjo un célebre enfrentamiento con el entonces joven Octavio Paz.
28 J. Cuesta, “La muerte de la democracia”, en Obras, tomo 2, p. 134. 29 Christopher Domínguez, “Jorge Cuesta y la critica del demonio”, en Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, México, Era, 1997, p. 297. 30 Monsiváis, 1995, p. 21. 31 Panabiére, op. cit., p. 312. 32 Christopher Domínguez, op. cit, p. 284.
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