PEDRO SERRANO
El mercado y la poesía
|
||||
PEDRO SERRANO El mercado y la poesía
|
|
|||
En estos momentos de intenso tráfico mercantil en el negocio editorial acercar las palabras “mercado” y “poesía” suena disparatado. En el trasiego de los términos nada parece más alejado que una y otra cosa. La frase “el mercado del libro” ha ido ocupando tiempos cada vez mayores en las preocupaciones de los profesionales del tema y la publicación de poesía ha desaparecido por completo de sus horizontes, salvo sabias excepciones. Dejémoslos entonces en paz. Hablar de mercado y poesía no es, en principio, hablar de negocios, pero si queremos recuperar tanto el sentido social de mercado como el espacio público de la poesía vale la pena acercarlos. Desde ciertas perspectivas puede incluso ser una urgente necesidad. La poesía es un bien extraño, pero cumple una función en la regulación de las actividades humanas, como lo demuestra la proliferación de poemas en los periódicos murales alrededor del hoyo abierto en donde estuvieron las Torres Gemelas de Manhattan, o la escritura impulsiva de versos en casi todos nosotros en algún momento de nuestras vidas. Es misterioso el hecho de que precisamente allí donde se abre un hueco inexplicable lo primero que surja sean palabras, signos aparentemente inconexos, garabatos apretando sentido. oxigeno en la simultánea desarticulación y articulación del desconsuelo y en el ojo horrible de la nada comienzan a aparecer redes, al principio imperceptibles, de sostén. Esto nos puede hacer pensar, si queremos, que la poesía es objeto de primera necesidad. Su escasez o su ausencia significan un empobrecimiento en la dieta emocional de los seres humanos cuya consecuencia inmediata es, cuando se presenta –y siempre se presenta– la persistencia del vacío y el ahogo. De ahí a eso que los psicólogos llaman “luto crónico” no hay mucha distancia. Pero entonces tenemos la suerte de leer “Hollín, olas resquebrajadas”, en un poema de Juan Antonio Masoliver, y empezamos a toser y a respirar. Aunque no se trata simplemente de “abrir un mercado a la poesía”, y aunque recurrir a esto parezca un empobrecimiento, el tema no es deleznable. La poesía, dicen los profesionales, no tiene mercado, y muestran estadísticas irrefutables. El problema es que en esta declaración tanto mercado como poesía son abstracciones financieras que no explican nada ni ayudan a entender qué sucede en lo real. La traducción de poesía, más fácil de contabilizar que cualquier otra escritura original es un buen ejemplo para mostrar lo que quiero decir. Traducir un poema que no pasa de una página puede llevar muchos días, hasta encontrar el acomodo más exacto de sus palabras en la nueva lengua. Requiere en ocasiones de un intercambio continuo entre el traductor y el poeta para aclarar sentidos, y no pocas veces la consulta de diccionarios especializados que no siempre se hallan a la mano. Por supuesto, todo esto se lleva muchas horas. Traducir poesía sólo se hace porque el mercado de la poesía se mueve con motivaciones más sutiles que las de las leyes del mercado, y que si se contabilizaran serían incosteables. “¡Quien fuera diamante puro! –dijo un pepino maduro. Todo necio (escribió Machado) confunde valor y precio.” Para algo como la poesía, que genera poquísimos dividendos e involucra a muchísimas personas, la idea de un mercado no provoca imágenes de grandes conglomerados, edificios emblema y ejecutivos financieros, sino más bien los puestos multicolores del mercado real. En ese sentido, ni el mercado ni la poesía son exclusivamente valores económicos, sino lugares tangibles de intercambio, en los que se está y se pasea. Si, efectivamente, la poesía no tiene mercado, lo más grave es que tampoco está en el mercado, y es por ahí por donde hay que empezar. En el intercambio cotidiano la poesía ha ido desapareciendo y cada vez son menos quienes recurren a ella. Cuando por alguna razón se pierde el conocimiento de una necesidad, es indispensable buscar las maneras de recuperarlo. El ser humano necesita yodo, por ejemplo, pero hay zonas en las que su consumo es deficiente. Nadie discute si tiene mercado o no. Simplemente se le incorpora a la sal, y santo remedio. No es recurriendo a las “leyes del mercado”, ajenas al consumo necesario, como puede recuperarse el uso de la poesía, sino acercándola al mercado público. Es ahí, en el espacio abierto que es un mercado, en la gran cantidad de gente involucrada en su tejido, y en la pulverizada plusvalía que genera, donde vale la pena detenerse. Hace poco el librero Antonio Ramírez describía una época anterior al negocio del libro como se entiende hoy en día, y que en los hechos casi ha secuestrado al libro del mercado: “Todo ello transcurría en un espacio abierto –la red de librerías– en el que ninguno de los participantes, a pesar de su heterogeneidad, estaba en posición de dominar al conjunto. Una conversación polifónica, un diálogo ininterrumpido, que transcurría en un espacio abierto, no controlado” (Culturas, 16 de julio de 2003). Ese espacio abierto y no controlado es el mercado público, donde quien compra y quien vende se dan la mano, y a él hay que regresar, sin grandes aspavientos pero con habilidad suficiente para pescar todas las corrientes posibles de aire. El Marchée de la Poèsie que se desarrolla desde hace algunos años en París y que algunas otras ciudades han comenzado a imitar con mayor o menor entusiasmo es un buen inicio para pensar en la relación entre poesía y mercado. No como solución única, sino como idea generadora ¿Por qué un mercado de poesía y no otra cosa? Su connotación es muy distinta a la de los diversos festivales de poesía que se desarrollan en todo el mundo desde hace varias décadas. Un festival de poesía es básicamente un encuentro entre un número de poetas y una audiencia; los festivales han sido muy importantes para la difusión de la poesía de un país a otro y de una lengua a otra, pero es raro el festival de poesía al que asiste, por ejemplo, un editor de poesía, si no es en calidad de poeta. Hablar de un mercado de la poesía introduce otros actores y otros factores. Un mercado de poesía es un espacio real en el que coinciden todos aquellos interesados en la poesía, los propios poetas y quienes van a oírlos, por supuesto, pero también editores, libreros y promotores culturales. Un mercado de poesía nos remite inmediatamente a la plaza pública. No es una festividad en sí, aunque lo sea de otro modo. Porque la palabra mercado también tiene connotaciones festivas. Es una festividad que no festeja sino que se festeja en su paso. Hablar de mercado entonces es hablar de gente, de puestos de venta, de conversaciones y de intercambio, y es esta idea de mercado la que me interesa desarrollar, porque es la única manera en la que la poesía tiene posibilidad de circulación. El mercado, en ese sentido, es antes que otra cosa, el mercado civil, donde se compran y se venden los objetos necesarios para la vida real y diaria, sea el mercado semanal de un pueblo o los mercados de barrio de una ciudad. “Toco el centro de un relámpago de seda, clamo entre las grandes flores vivas, ruedo entre las patas de los bueyes”, dice Jorge Eduardo Eielson en Habitación en llamas. En el mercado más pobre encontraremos relámpagos de telas, flores de diversos colores y, si no patas de buey por lo menos algún trozo de carne. Es el lugar donde la mercancía se hace minucia, pasa de mano en mano, se desbarata. El flujo de capital en este tipo de mercados es tan escaso que es casi imposible que aparezcan monopolios o que se de una real acumulación de poder o riqueza. En ese sentido el mercado es un lugar democrático. Hay un puesto de carne junto a otro puesto de carne y uno de verduras junto a otro de verduras. La clientela se va conformando de manera aleatoria y por preferencias insospechadas. El mercado es también, por necesidad, un lugar perecedero. Ya sea porque tiene lugar una vez a la semana, o porque el sitio no es propiedad de ninguno en exclusiva, día tras día cambian las cosas que allí se ofrecen. En Mercado, José Emilio Pacheco escribe: “Veo el mercado a la hora del cierre de los puestos cuando todos se van y se apagan las luces. En la desolación que estuvo viva sólo quedan verduras putrefactas, el mal olor de entrañas y de escamas. Y poco a poco llega hasta el mercado la noche.” Esa festividad circulante, con puestos de comida y gente que llega desde la madrugada hasta la tarde implica un vasto entramado social. Transitan por él desde los que pueden comprar lo que apetezcan o quienes hurgan en precios y consistencias para acceder a lo necesario, hasta aquellos que llegan al final a recoger lo que ya no es vendible. Nunca veremos que la fruta sobrante de un mercado se haga pulpa, como ahora los libros. Allí, como decía Rafael López hace unos cien años en Portal de mercaderes, “se tropieza una dama de distinguido porte con la cáscara erótica de una majadería.” No voy a entrar aquí en ejemplos ciertos de extrema pobreza o hambrunas devastadoras, que nadie mejor que Amartya Sen ha explicado, tanto en términos sociales y políticos como estadísticos y económicos, y que significan de hecho la borradura del mercado público, de cualquier asomo de vida democrática, y finalmente de la vida, a secas. El mercado significa la pérdida de la autosuficiencia pero también del solipsismo; es el lugar donde surgen las regulaciones de lo social y se entretejen las relaciones humanas, a cuenta gotas y de persona a persona. Quien va al mercado necesita del otro. Y la poesía, incluso como negocio, ha de enraizarse en el boca a boca y el mano a mano, que es como de verdad circulan los poemas. Sólo de esta manera podrá recuperar su espacio cierto en el mercado más amplio de las transacciones humanas. Un ejemplo exquisito de esta idea de mercado lo constituyó la ciudad de Akrotiria, uno de los grandes centros urbanos y comerciales del mar Egeo hace 4000 años. No sabríamos mucho de ella si no fuera porque el volcán que surgió en la isla de Santorini hace más de treinta siglos la cubrió totalmente. Como este no es un artículo de arqueología, remito a los estudios especializados de Cristhos Doumas sobre el tema, o a su libro The Wall Paintings of Thera (Thera Foundation) de más fácil acceso, de quien he tomado no sólo los datos sino también algunas ideas. En una isla bastante raquítica, cuya agricultura apenas producía para alimentar a unas dos mil personas, vivían, comían y bebían más de doscientas mil. En sus casas había grandes vasijas para guardar el vino y el aceite y, cómo no, infinidad de tablillas contables. En sus habitaciones se han encontrado también pinturas murales de delicadísima factura que muestran el alto grado de sofisticación de su sociedad. Lo que no había era ningún gran templo, ningún gran palacio ni ningún granero de mayores proporciones. Doumas explica esto de la siguiente manera: al no contar con grandes extensiones de tierra no había la posibilidad de que, con el noble arte de la guerra, se consiguiera su paulatina concentración en pocas manos, y el resultante monopolio tanto del poder como de la riqueza. Su potencial radicaba en estar a medio camino en la ruta del bronce que iba desde el mar Caspio hasta Creta. Era un sitio de paso y una escala necesaria, un gran mercado, en suma. Para alimentar a doscientas mil personas el sistema tenía que estar muy bien engrasado, y funcionaba, esto lo supongo yo, como cooperativas, o como las compañías holandesas e inglesas que comerciaban con oriente en el siglo XVIII, y en donde cada viaje era resultado del esfuerzo inversionista de muchos individuos. Todos los ciudadanos de la isla de Tera estaban involucrados en ese comercio, y sus contactos, como lo demuestran los restos arqueológicos encontrados, iban desde Egipto hasta el Dodecaneso. Uno de los murales encontrados, por ejemplo, retrata a unos monos saltando en unas palmeras, pero en Tera no había ni monos ni palmeras. Gracias al roce con lo distinto se fueron dando una serie de hábitos nuevos. Akrotiria tuvo la suerte de no coincidir con ningún gran imperio que la absorbiera y dominara. Sus leyes debían servir para el mejor funcionamiento de la sociedad en su conjunto; los servidores públicos tenían la función principal de hacer que este engranaje no se entorpeciera y que el bronce, pero también los tintes para pintar y lo que se consumía y utilizaba en la vida diaria, fluyeran de la manera más ágil posible. Sólo así podía subsistir una población tan grande en un espacio con mínimos recursos. Imagino la ciudad de Akrotiria, con sus mercaderes, artesanos y marineros como una alegoría de la comunidad de la poesía. No sé si la isla es exactamente como la describe Doumas, pero sí sirve para pensar de qué manera puede organizarse una comunidad de escasos recursos y lento circulante formada por muchísimas personas. Como es, ya lo dije, una comunidad en la que sería muy difícil imaginar grandes concentraciones de poder, para que funcione tiene que olvidarse de los sistemas dominantes del negocio del libro y encontrar sus propias vías de comunicación y subsistencia. Ni las grandes editoriales, ni los distribuidores comerciales, ni la mayoría de las librerías están interesadas en un producto de lenta andadura, como es el libro de poesía. Se tiene entonces que encontrar la manera de construir unas redes que podrían hacer de esta desagregada cofradía una gran comunidad en lo mínimo. Para eso hay que adelgazar todos los hilos de la red pues cualquier hipertrofia se vuelve una obstrucción grave. Las instituciones oficiales, si de verdad se consideran públicas, tendrían que servir para que los conductos estuvieran lo más afinado posible. Deberían, por ejemplo, apoyar las iniciativas y los proyectos individuales o de grupo y no suplantar a las editoriales. Es más importante que inviertan en bibliotecas que compren los libros que se editan y las revistas que se publican, o que apoyen e imaginen estructuras de contacto, que intentar substituir a quienes editan poesía o competir con ellos. No me refiero, por supuesto, a publicaciones de gran envergadura y de indudable necesidad, como podría ser una edición de “La poesía en México en el siglo XIX ”. Ese tipo de proyectos tan elaborados y costosos sólo los pueden desarrollar y financiar, en primera instancia, las instituciones públicas. Como dice Antonio Ramírez “tendremos que obligarnos a un esfuerzo especial, si queremos repensar todas aquellas actividades culturales que subyacen tras el acto del consumir –adquirir y leer– un libro”, y si el libro es de poesía el esfuerzo es todavía mayor. Los premios de poesía institucionales tendrían simplemente que desaparecer, pues distorsionan ese mercado real y, una vez fuera del engranaje de la producción, reconstituirse en premios a libro publicado. El apoyo institucional debería ser anterior o posterior a la empresa de la poesía, ya sea como soporte a proyectos de investigación y traducción, organización de encuentros, promoción de lecturas públicas, creación de bibliotecas, y todo lo que signifique atraer a la lectura. Las instituciones son necesarias para que el mercado de la poesía funcione (¿quien administra, si no, la calle?), pero una vez aceitadas las terminales, es menester que no intervengan en su comercio. Si hubiera, por ejemplo, un mayor apoyo a las lecturas públicas se fomentaría el acercamiento entre los poetas y un posible público lector; si les pagaran, parte de su economía personal estaría cubierta; y si además los propios poetas vendieran en cada lectura algún libro tendrían quizás un nuevo lector. Sé que esto puede producir algún mohín o escozor, pero lo deseable es que haya más lectores, no más premios. “Desde la calle”, dice Joaquín O. Giannuzzi, “los ruidos ciegos y la jadeante respiración de la materia manufacturada suben con sus propias razones para vivir.” Hay que hallarles espacio. El ritmo de circulación de un libro de poesía es muy lento, y tienen que promoverse librerías especializadas, o libreros interesados en apoyar estas propuestas. Si una red de este tipo de librerías pudiera establecerse en todo el ámbito del español, el problema de la circulación de la poesía, tanto en libros como en revistas, se reduciría enormemente. Es central también el papel de los editores. Hace unos meses Constantino Bértolo, director editorial de Debate, señalaba que “en la sociedad actual es el editor, el que publica, quien carga con la responsabilidad de decidir que actos de escritura privados merecen hacerse públicos” (El Mundo 5 de diciembre de 2002). Lo cual es obvio, pero en poesía no es precisamente lo que sucede. Y parte de eso es culpa de los premios, que quizás han ayudado a algunas editoriales, pero también han distorsionado sus catálogos. Habría que diferenciar, como hacen en el mundo anglosajón, al editor (pronúnciese “éditor”) del publisher (editor en español), en donde el primero es responsable de las colecciones y el segundo el dueño del negocio. Las editoriales tendrían claramente determinados sus gustos y propuestas, y no veríamos al mismo poeta publicando cada nuevo libro en una editorial distinta, gracias al premio de turno. Pero eso requiere de editores comprometidos y arriesgados, que buscaran, por ejemplo, en las revistas a sus autores y que fueran conformando un fondo editorial consistente, en lugar de esperar orondos a que los frutos vayan cayendo, cernidos y escogidos por instancias impersonales. Deberían también surgir revistas en las que fuera posible hacer una crítica dura y extensa que permitiera ir deslindando las distintas propuestas de cada éditor. Las reseñas en la prensa son en general escasas, y austeras en su contenido. No aumentan el público lector y sirven, si acaso, para confirmar prestigios, aquietar zozobras y repasar aquiescencias. Muchas de las revistas que se concentran en poesía responden a criterios anquilosados, parciales y de un academicismo tan corto de miras como estéril; otras, de nuevo, sólo existen porque las producen instituciones oficiales; en cambio las más interesantes y curiosas, fruto precisamente de proyectos individuales, se enfrentan a muchas dificultades, las bibliotecas no las compran y los distribuidores las ignoran. Seamus Heaney, uno de los poetas vivos más importantes, decía que de un poeta se deberían traducir sólo una docena de poemas. Es una exageración pero apunta hacia algo importante: lograr que unos cuantos poemas repercutan, sigan haciéndolo, significa salir del vértigo de lo desechable y empezar a reconstruir ese espacio de resonancias y apropiaciones que es la poesía en el pasto humano. Finalmente, la importancia de esta idea de mercado no se reduce sólo a la poesía, sino que afecta a toda escritura verdadera. “El orgullo del escritor de hoy”, dijo Enrique Vila-Matas, “tiene que consistir en enfrentarse a los emisarios de la nada –cada vez más numerosos en literatura– y combatirlos a muerte para no dejar a la humanidad precisamente en manos de la muerte” (Cuadernos de la Huerta de San Vicente, 3, otoño de 2001). Regresamos al luto crónico del que hablaba al principio. “Una mirada de terror es la mirada de la araña”, dice Oscar Hahn, “antes de tejer el mundo”. Si de algún lado puede empezar a reconstruirse esa red de individuos que ha formado durante siglos (y quizás, si somos exigentes, milenios) la comunidad del libro es desde la poesía, no porque ésta sea el más alto grado de escritura, sino precisamente por la dificultad radical que implica su comercio. En una mesa redonda hace algún tiempo Blas matamoros me espetó: “la poesía no importa”. No es un mal principio. Y es una libertad que hay que aprovechar. Si todos aquellos que tienen que ver con la poesía buscan los medios para que ésta circule, se estará abriendo una brecha parra el regreso del libro como mercancía necesaria y duradera y no como objeto desechable. Busquemos entonces las maneras de que a esa plaza se acerque, de uno en uno, la mayor cantidad de gente. “Quien me compra una naranja / para mi consolación. Una naranja redonda / en forma de corazón”, dice José Gorostiza desde su puesto de frutas y emociones. El mercado será entonces una fiesta, como todo mercado de domingo que se respete.
|