JORDI DOCE

Figuras en la pared

 

 

En una de las secciones iniciales de Historia de una vida, la correspondiente a su breve estancia infantil en Manchester, Elías Canetti (Rustschuk, 1905-Ginebra, 1994) preludia el descubrimiento de los libros, asociados desde un primer instante a los comentarios y enseñanzas de su padre, con el relato de su trato con la gente del “empapelado”, en realidad “numerosos círculos oscuros” que tapizan las paredes y que el niño de seis años convierte de inmediato en interlocutores de sus fantasías. Estos círculos, afirma Canetti en una suerte de eco de “The Yellow Wallpaper”, el famoso relato de Charlotte Perkins Gilman, “me parecían personajes. Inventaba historias en las que estos aparecían, por una parte yo se las contaba, por otra ellos actuaban en ellas”. Lo curioso de estas líneas no es la anécdota en sí, bastante común a muchas infancias, sino el modo en que Canetti parece describir por adelantado el talante que domina el libro y que gobierna su relación con los diversos personajes que lo recorren: “Solo recuerdo que incitaba a los personajes del papel a realizar grandes hazañas, y cuando ellos se negaban les hacía sentir mi desprecio. Los animaba, los increpaba, y como yo siempre tenía un poco de miedo cuando estaba solo, les reprochaba a ellos ser unos cobardes”.

Como la obra de creación que es (creación desde la memoria, o mejor: creación de la memoria), Historia de una vida ofrece las claves que permiten interpretarla. El recuerdo del empapelado enlaza con el gusto del escritor maduro por la caricatura hiperbólica y la reducción del personaje a un rasgo que lo envuelve y define. Se trata, en el fondo, de la misma operación: si el niño crea una persona a partir de un círculo, el escritor desvela el trazo definitorio y reconstruye con él al personaje. Así, Hermann Broch es descrito como “un pájaro grande y hermoso, pero con las alas cortadas”, que parecía recordar “los tiempos en que aún podía volar”. El escultor Fritz Wotruba, al que llama su “hermano gemelo”, aparece golpeando “diariamente contra la piedra más dura”, como trasunto de la propia agresividad que Canetti había aprendido de Karl Kraus. El compositor Hermann Scherchen le proporciona un modelo químicamente puro de la figura del “dictador”, objeto de un estudio que pasa de la antipatía inicial a un respeto casi afectuoso. El breve encuentro con Joyce, que tuvo lugar en Zurich en el transcurso de una lectura pública de La comedia de la vanidad, se reduce a consignar la extraña frase (“Yo me afeito con navaja ¡y sin espejo!”) con que Joyce reaccionó a la prohibición de los espejos que era el motivo central de la obra. Canetti obtiene un indudable placer de estas caricaturas, que asigna incluso a sus maestros en el oficio: la visita a Berlín en 1928 es ocasión para que George Grosz comparezca como uno de sus propios personajes, “colorado, borracho, en un estado de excitación incontrolable” mientras persigue a una poeta amiga. El gusto por lo grotesco se extiende también a su retrato de Bertold Bretch, escrito con una mezcla ambigua de respeto y animadversión: ni siquiera la sorpresa de ver a su idolatrado Karl Kraus a la mesa de Bretch suaviza su antipatía por el hombre.

Esta voluntad caricaturesca no es sólo un rasgo retórico sino que entraña, diríamos, una concepción de la existencia. Su origen, desde luego, se remonta al impacto que ejerce sobre el joven Canetti la figura de Karl Kraus, a quien descubre en Viena al mismo tiempo que a Veza, su futura esposa. Más que las páginas de Die Fackel, lo que impresiona a Canetti es el verbo histriónico y salvaje de un Kraus que ejerce de inquisidor sin más apoyo que su inteligencia veloz y su inagotable capacidad de indignación: su luz, desde el principio, es más audible que visible (de ahí el título del segundo volumen de estas memorias, La antorcha al oído). Como buen satírico, las herramientas de Kraus son la ironía violenta, la hipérbole y el juicio sumario a partir de un puñado de evidencias escogidas, rasgos que en mayor o menor medida están presentes en la obra de Canetti, aunque dulcificados por ciertas lecturas (Confucio, los poetas chinos, los presocráticos) y su relación con al menos dos figuras clave de sus años vieneses: su primera mujer, Veza, y el enigmático Dr. Sonne, poeta y erudito hebreo que ocupa el tercer volumen de estas memorias a modo de contrapeso de Kraus: Canetti rubrica este paralelismo al describir físicamente a Sonne como un doble silencioso y circunspecto de Kraus: “Ver callado a Karl Kraus, sin lanzar acusaciones ni censuras aniquiladoras, tenía tanta importancia para mí que intenté imaginarme que lo era. El encuentro cotidiano con su rostro, un encuentro que transcurría en silencio, lo utilizaba yo para ir liberándome de la avasalladora fuerza que aquella cabeza poseía cuando hablaba”. Sonne, con quien se reúne casi diariamente en el café Museum a lo largo de la década de los treinta, constituye para Canetti, más que un modelo intelectual, un guía moral: su figura encarna una actitud de rigor y vigilancia escéptica que templan el ánimo vehemente del joven escritor y lo preparan para la travesía del desierto de Masa y poder, que aún tardará un cuarto de siglo en completar. Como el “sol” de su apellido, es inalcanzable, pero, también como el sol, conviene dosificarlo. Canetti relata con fruición la antipatía de Veza hacia un hombre que parece sumir a sus interlocutores en la parálisis de la duda y el escrúpulo excesivos. Ante Sonne, afirma Canetti, uno se siente indigno y aprende a desconfiar de sus deseos; pero lo que Veza teme es que el exceso de lucidez sea el peldaño previo a la esterilidad. Su figura, que en un principio viene a resolver la cuestión planteada por Broch sobre si es posible la existencia de un ser humano “bueno” (“¿cómo tendría que ser, si es que existía? ¿Le faltaban algunos atributos por los que los demás se dejaban arrastrar?”) ayuda a comprender la distancia que separa al novelista del autor, más reflexivo y fragmentario, de Masa y poder y La provincia del hombre. Por lo demás, la mirada hiperbólica del escritor vuelve a hacerse presente y nos dibuja un santón con la misma destreza con que había envuelto a Kraus en las ropas llameantes de su antorcha. Estilita de café, anacoreta escondido entre las páginas de su periódico, Sonne encarna el polo afirmativo de la imaginación maniquea de Canetti.

El influjo de Kraus moldeó a un Canetti ya predispuesto a las maneras del desprecio inquisidor y la superioridad moral gracias a su madre, el tercer gran personaje de estas memorias y cuya muerte cierra literal y simbólicamente el conjunto. El formidable retrato que emerge de estas páginas es el de una mujer culta y de gran inteligencia, pero también altiva y arrogante, con una conciencia aguda de sus orígenes sociales: los de una rica familia sefardí que había preservado intacto su pasado castellano. Canetti asocia sus primeros recuerdos de la ciudad búlgara de Rustschuk, donde nació, a este orgullo de raza: “Con superioridad ingenua se menospreciaba a otros judíos, una palabra que siempre estaba cargada de desprecio era todesco, referido a un judío alemán o askenasi”. Lectora de Shakespeare (su obra favorita era Coriolano) y de Strindberg, que alimentaba su intensa misoginia, fue ella quien introdujo a su hijo en “el mundo del espíritu”, pero también quién grabó en su carácter la obstinación perfeccionista y casi megalómana que uno vislumbra en muchos de los juicios y declaraciones del escritor. En su haber cabe reseñar su condición de joven viuda a cargo de tres niños (su esposo murió en 1912) en una Europa cruzada por la violencia y la depresión económica. No debió de ser fácil mantener y educar a sus hijos lejos del hogar familiar, peregrinando por una sucesión de pensiones y pisos de alquiler que la llevaron de Frankfurt a Zurich y de Lausana a Viena, sin descuidar al mismo tiempo sus veraneos en el balneario de Arosa, que Canetti evoca con el mismo resentimiento que despertaron en su ánimo infantil. La relación con su madre ocupa grandes trechos de los dos primeros volúmenes, y su punto de inflexión se encuentra precisamente en las páginas centrales de La antorcha al oído. El “estallido” que da nombre al capítulo en cuestión tuvo al menos dos causas: por un lado, la intimidad agobiante de la relación con su madre, agravada por las constantes mudanzas y la incertidumbre sobre el futuro común; por otro, la obsesión de su madre por el dinero, comprensible dadas las circunstancias, pero que parece haber sido utilizada como arma arrojadiza contra sus hijos o, al menos, como fundamento incontestable de sus prohibiciones. El “estallido” al que alude Canetti tuvo lugar en la víspera de su vigésimo cumpleaños y vino precedido de una prohibición trivial a la que el futuro escritor respondió, consternado y excesivo, “llenando página tras página con la misma frase escrita en letras gigantescas: ‘Dinero, dinero y más dinero’. Y en la línea siguiente lo mismo, y otra vez lo mismo, hasta que la hoja se llenaba y la arrancaba, para luego emborronar la siguiente con ‘Dinero, dinero y más dinero’ (…) la palabra en la que para mí se concentraban toda la opresión y toda la mezquindad espiritual del mundo adquirió una fuerza extraordinaria y me subyugó totalmente”. El lector avisado tal vez recuerde un pasaje de La conciencia de las palabras en el que Canetti describe un rapto similar ocurrido al poco de exiliarse a Inglaterra, cuando empezó a llenar su cuaderno atropelladamente con frases y palabras en alemán. (De ahí, sin duda, su concepción de la palabra como algo vivo, como un ser palpable y sensible al que debe tratarse con miramiento; de ahí, también, su disgusto por cualquier escritura fundada, como la del último Joyce, en la disgregación y atomización del lenguaje.) En cualquier caso, el “estallido” marcó un punto de ruptura con su madre, fundando un espacio de libertad que rápidamente se abrió a dos figuras complementarias: Kraus y Veza. Tal vez para subrayar el carácter iniciático de su rapto, las referencias al dinero, frecuentes en la primera mitad de estas memorias, desaparecen casi por completo. A lo largo de doce años y tres o cuatro mudanzas (hasta llegar a la famosa Himmelstrasse), Canetti no menciona el asunto salvo para decirnos que financió la escritura de Auto de fe traduciendo algunas novelas de Upton Sinclair. No sabemos cuáles fueron sus fuentes de ingresos, si las tuvo, ni qué trabajos, literarios o no, realizó durante sus años vieneses. Su silencio parece deliberado, un esfuerzo por marcar las distancias con la estrechez emocional y la “mezquindad espiritual” del medio burgués en el que se educó.

Con estos antecedentes, pues, se comprende que el acceso del escritor a la ficción novelesca (mucho antes de que conociera, por escrito o en persona, a las luminarias del momento en lengua alemana: Mann, Musil, Broch) se diera de la mano de Stendhal y Balzac. La cartuja de Parma, como guía o vara de medir, fue su lectura diaria a lo largo del año largo que duró la escritura de Auto-da-fe. Pero el origen mismo de la novela se halla en La comedia humana de Balzac, para la que Canetti proyectó una réplica o extensión fundada en ciertos modos imaginarios de la locura. Instalado desde septiembre de 1929 en un cuarto que miraba a Steinhof, la ciudad vienesa de los locos, y animado por las confusas vivencias de sus dos visitas a Berlín en los veranos precedentes, Canetti concibió una serie de personajes unidimensionales en torno a los cuales fue dibujando los contornos de distintas novelas: el Hombre-verdad, el Fanático religioso, el Coleccionista, el Despilfarrador, el Actor, el Hombre-libro… De todos ellos, como sabemos, el único en prosperar fue el Hombre-libro, transformado sucesivamente en el Brand-Kant-Kien de Auto-de-fe. Pero un viejo y postergado eco de esta comédie humaine dio lugar, cuarenta años después, a la publicación de El testigo escuchón, conformado por descripciones de tipos imaginarios que beben directamente de aquella época de intensa creatividad frente a los muros de Steinhof.

El gusto de Canetti por un modo muy concreto de la caricatura opera de manera inversa al modelo alegórico de los autos medievales: no hace una abstracción de la experiencia sino que la vincula al enigma de un gesto recurrente. Canetti no reduce fatalmente sus figuras, sino que los recrea a partir de un rasgo concreto, convertido desde entonces en principio rector. Broch comparece como un “pájaro sin alas”, pero la imagen no es una cárcel, sino el armazón que ordena el retrato de un hombre al que vemos en sus distintas facetas de novelista, estudiante de filosofía y vástago aberrante de una burguesía industrial que ha informado su emancipación. Provisto de una mirada escrupulosa, casi notarial, Canetti desmenuza lentamente el conjunto bajo un doble compromiso: la fidelidad a la impresión primera que da la clave del retrato, y la fidelidad al personaje en el tiempo, tal como se muestra a lo largo de sus encuentros con el escritor. En ciertos casos, como el de Robert Musil, la admiración intelectual conduce a una suerte de tolerancia y entendimiento profundo de sus actitudes personales. Se diría incluso que, como el niño ante las figuras del empapelado, el adulto sólo quiere que lleven a cabo “atrevidas hazañas” a fin de que su admiración por ellos se acreciente. La figura de Musil deja claro que, a ojos de Canetti, la mayor hazaña del individuo es forjarse una identidad y atenerse a ella escrupulosamente. La existencia es el cumplimiento de un destino singular y exige ser vivida con intensidad. Pese al juego de reservas y distancias desconfiadas de Musil, que terminan por apartarlo de su joven admirador (el momento cumbre, según se relata en estas memorias, es un encuentro en el que Canetti, envanecido por una carta elogiosa de Thomas Mann a propósito de Auto de fe, comparte su alegría con un suspicaz y muy molesto Musil), éste se niega a reprocharle nada. Más bien, se enorgullece de su actitud, como si fuera una parte vital de su ser, o la muestra innegable de la vitalidad de su ser. La decisión de Musil de apartar a Canetti de su círculo se debía sin duda a una dosis no despreciable de orgullo vanidoso. Pero, precisamente por tratarse de Musil, Canetti considera que este orgullo es un sentimiento, no sólo legítimo, sino connatural a su personalidad y su genio. Así pues, acepta el castigo con buen ánimo, pues la alternativa hubiera sido la renuncia de Musil a ser quien era. Alternativa indigna, y a juicio de Canetti pecado casi mortal, digno del “desprecio” y los “insultos” que había dedicado de niño a sus interlocutores del empapelado: “En su sentimiento del honor Musil era la persona más susceptible que yo haya conocido jamás, y es indudable que, trastornado de felicidad como me hallaba, lo agravié demasiado. Era comprensible que me lo hiciese expiar. Esta penitencia me dolió mucho, en realidad no he logrado sobreponerme nunca (…) Mas, precisamente por haber sido él quien me impuso esa expiación, la he aceptado”. El reverso de la medalla lo encarna, curiosamente, el antaño adorado Karl Kraus, quien, a raíz de su apoyo a Dollfuss en febrero de 1934, se había convertido para sus antiguos oyentes y lectores en un traidor a sí mismo, en alguien indigno de su propio ejemplo. Como resume con sucinta crueldad el propio escritor, “era como si la persona Karl Kraus ya no existiera (…), como muchos, yo había suprimido a Karl Kraus, lo había borrado”. Buen idólatra, Canetti se transforma en un iconoclasta furioso tan pronto el objeto de su adoración le decepciona.

Heredero no siempre confeso de Nietzsche, las expectativas de Canetti rondan la desmesura. La incoherencia o la debilidad ajenas le son insufribles, salvo cuando son expresión de la potencia máxima de un ser (y entonces merecen todo su respeto). La vida del espíritu exige no sólo apoyos y confidentes (Wotruba, Broch, Sonne), sino también contrincantes y antagonistas. El primero en la lista es su madre, con quien mantiene una relación de rivalidad que apenas remite en los momentos previos a la muerte de ella: la madre encarna la conciencia culpable del artista y su desconfianza hacia cualquier forma de diletantismo intelectual; es la plomada que otorga peso a su escritura y que uno adivina al fondo como una presencia exigente y tiránica. No en vano, si hemos de hacer caso al relato del propio escritor, ella entendió la sustancia de Auto de fe como un triunfo postergado sobre la rebeldía de su hijo: en sus páginas descubrió una disposición para el juicio sumario y un desprecio altivo hacia la naturaleza imperfecta del ser humano que resultaban demasiado familiares. Pero Canetti también introduce a púgiles de menor entidad para su vida como Hermann Scherchen y Bertold Bretch, a los que combate sin dejar de observarlos y aprender de ellos. Su observación y su crítica tienen una clara aplicación práctica: Canetti está interesado en las distintas maneras en que el ser humano, y en particular el artista, a pesar de todas las dificultades que obran en su contra, logra forjarse una identidad. Su trabajo de clasificación, que viene a preludiar el modelo estructural de Masa y poder, le acerca al dominio del coleccionista o el entomólogo. Las figuras del papel pintado se convierten en mariposas clavadas por una pluma que acerca una mirada escrutadora. La crítica o el juicio sumario aparecen en ocasiones al comienzo de la descripción, pero Canetti no duda en proseguir su estudio si advierte que los datos pueden matizar o corregir parcialmente la primera impresión.

Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que esta pasión por la especificidad o singularidad de cada ser humano es lo que engendra, en primera instancia, su interés obsesivo por el fenómeno de la masa. La masa es peligrosa y dañina porque, al subyugar por completo al individuo con una ilusión de libertad (la liberación de las constricciones sociales y de la rutina cotidiana), le hace olvidarse de sí. Despojado de conciencia y por tanto de peso, el individuo depone su capacidad de elección (su verdadera libertad) y se diluye en la marea de la multitud. En uno de los capítulos clave de La antorcha al oído, “El 15 de julio”, Canetti relata con viveza la manifestación popular que confluye sobre el centro de Viena después de que un tribunal absolviera a los asesinos de un grupo de obreros del barrio de Burgenland: “Desde todos los barrios de Viena, los obreros se dirigieron en filas cerradas al Palacio de Justicia, cuyo simple nombre personificaba para ellos la injusticia. Hasta qué punto fue una reacción totalmente espontánea pude comprobarlo yo también en mi persona. Bajé a toda velocidad al centro en mi bicicleta y me uní a una de esas filas”. Canetti llama a este día “acaso el más decisivo de mi vida desde la muerte de mi padre”, y asocia su impacto emocional a la decisión de dedicar todo el tiempo que fuera necesario (que fue casi la mitad de su vida) al estudio de la masa, a la que vio actuar ante sus ojos con la ferocidad de un cataclismo: a lo largo de este recuento, que trata de ser fiel a su experiencia como participante y observador de los hechos, Canetti se ve obligado a recurrir a metáforas del mundo natural: “un viento sonoro”, “una ola única y monstruosa”, “una ola gigantesca”, una fuga en masa regida por el “elemento purificador” del fuego. El recurso a la comparación con el mundo natural avanza en parte el método de Masa y poder, y muchas de las observaciones realizadas entonces sobreviven de un modo u otro en la obra final. Los sucesos del 15 de julio fueron no sólo la piedra fundacional de su estudio, sino también un baremo capaz de medir la pertinencia y validez de sus descripciones: “A cuanto iba a buscar en las fuentes más remotas, a cuanto seleccionaba, examinaba, anotaba, leía y releía más tarde como bajo la lupa del tiempo, a todo esto podía oponerle el recuerdo de ese acontecimiento crucial y siempre vivo en mi memoria, aunque después se produjeran cosas de mucha mayor envergadura, que involucraron a más gente y tuvieron consecuencias de mayor peso para el mundo”. Los sucesos del 15 de julio constituyen el núcleo duro e incuestionable de Masa y poder, el cimiento cuya pétrea solidez permite el vuelo de la imaginación: “Ya entonces supe perfectamente que no necesitaría leer una palabra más sobre el asalto a la Bastilla”.

El lugar central que Canetti otorga al individuo como medida de todas las cosas explica igualmente su repugnancia por las construcciones ideológicas y los sistemas cerrados. Es verdad que esta repugnancia es más palpable en sus cuadernos de notas, fruto de un pensamiento asistemático que gusta del fragmento y la elipsis, de la ambigüedad y el enigma, pero Historia de una vida exhibe una y otra vez su esfuerzo por no caer en la tentación de lo concluyente, de lo cerrado de antemano por el prejuicio intelectual. Canetti, como buen pragmático, se niega a imponer una construcción ideológica sobre los datos de la experiencia: las disquisiciones de Freud sobre la masa le producen la misma desconfianza que el rápido análisis emprendido, años después, por su admirado Broch (aunque el empeño de Broch le irrita, en realidad, por ser un pálido reflejo de su propia obsesión). Es verdad que esta postura puede conducir a otro tipo de excesos. Masa y poder es un estudio fundamentalmente descriptivo que rehuye las conclusiones y cuya lectura resulta por ello algo frustrante. La confección de tipologías es una tarea valiosa pero no es fácil que ayude a “agarrar al siglo por la garganta”, según se propone el escritor en algún lugar de La provincia del hombre. La frase, por lo demás, es un ejemplo del impulso megalómano que uno vislumbra en muchas páginas de Canetti y que denota, en el mejor de los casos, una concepción rigurosa y magnética (y admirable si pensamos en la creciente banalidad de nuestro medio literario) de la creación como ejercicio contra la muerte.

Y es que, en última instancia, esta repugnancia de los sistemas constituye una expresión de su odio incombustible a la muerte, que llamea todo a lo largo de esta obra con una indignación no exenta en ocasiones de voluntarismo. No cabe dudar de la verdad de este odio, aunque a veces parece que su mera enunciación tuviera para Canetti un valor estético o reflexivo que no es fácil reconocer. Por lo demás, las correspondencias responden a una simetría clara: la muerte es lo cerrado y lo trabado, lo vuelto sobre sí hasta el punto de la asfixia, mientras que la vida es lo infinita, lo perpetuamente abierto, el tiempo impredecible de la libertad y la autorrealización. Todo pensamiento que consiente en adoptar o concebir un sistema es un pensamiento que transige con la muerte y que, por tanto, se condena voluntariamente a morir. De ahí la importancia creciente que Canetti otorgó a sus notas, refractarias a cualquier intento de organización formal o coherencia interna: los fragmentos se acumulan y le permiten moverse libremente por sus intersticios. Lo que Canetti desea es tener espacio para repetirse o contradecirse si es necesario, como si este movimiento en zigzag fuera en sí mismo un reto al tiempo lineal del reloj.

Los tres volúmenes de Historia de una vida miran de manera simultánea hacia dos muertes: la del padre, ocurrida en Manchester en 1912, cuando Canetti tiene siete años; y la de su madre, que tiene lugar en París un cuarto de siglo más tarde y cierra el conjunto de estas memorias. El relato de la agonía y el posterior entierro de su madre ocupa la totalidad del último capítulo y supone la reconciliación final de Canetti con su figura, un tanto desvanecida en el último tercio del libro. La semilla de la desconfianza entre madre e hijo hay que buscarla en la (para el niño) enigmática muerte del padre y las explicaciones confusas y parciales que siguen a ella. Con los años, el hijo accede a nuevas explicaciones que corrigen o desmienten la anterior, pero que también acrecientan su escepticismo y despiertan el resentimiento de la madre, atrapada en las redes de la vida familiar: “Ella sabía que cuando me contaba algo nuevo sobre la muerte de mi padre me destrozaba. Era cruel y lo hacía con gusto; se vengaba así de los celos con los que yo le hacía la vida difícil”. “La última versión”, como la llama Canetti, emerge al fin tras la lectura de Auto de fe y es una suerte de homenaje o reconocimiento a la capacidad de fabulación de su hijo: la maestra arrumba sus ficciones al descubrir, no sólo el talento y sabiduría de su discípulo, sino una actitud vital que es una prolongación mejorada de la propia.

El valor estricto de Historia de una vida, sin embargo, no reside tan sólo en lo que nos permite saber del desarrollo intelectual y emocional de su autor hasta finales de la década de los treinta, sino en su condición de fresco vivaz y agudo de la Viena de entreguerras, cuya onda expansiva (de Kraus a Musil, de Franz Werfel a Broch, de Alban Berg a Kokoschka) nos sigue tocando muy de cerca. La desintegración del Imperio Austro-Húngaro, que supuso el fin de un modelo social paternalista y acomodaticio y la conversión de Viena en capital menor, liberó un potencial creativo de gran calado que prolongó, de otro modo, las realizaciones de la época dorada de Hofmannsthal y Beer-Hoffman. En realidad, todos estos escritores y artistas eran hijos de la refinada educación imperial, pero habían accedido a la mayoría de edad en un momento de incertidumbre y disolución de los valores heredados. El expresionismo, con su énfasis en la ruptura violenta de los discursos y su atmósfera desolada y oscura, fue, más que una poética, un aire que todos respiraron con mayor o menor entusiasmo. Aunque la cercanía cultural de Berlín contribuyó a galvanizar el ambiente, la creación vienesa en ese años tuvo rasgos muy específicos, como su gusto por la sátira social (Kraus y Musil), la preferencia de la ficción novelesca sobre la lírica (más cultivada por los alemanes: Gottfried Benn, Else Lasker-Schüler, el mismo Bretch) y una actitud más impermeable a los aportes foráneos, que a su vez retrasó o amortiguó el impacto de sus creaciones en el extranjero: en contraste con la fama casi inmediata del Ulises de Joyce, El hombre sin atributos de Musil ha tenido una historia editorial más atribulada y compleja, y desde luego una repercusión internacional mucho menor, a pesar de ser la otra gran novela del vanguardismo europeo y de que gran parte de la literatura centroeuropea reciente (empezando por Thomas Bernhard) no se entiende sin su influjo.

Canetti pertenece, como el escultor Wotruba, a la segunda generación surgida en este periodo, y la mirada que proyecta sobre el mismo es la de un joven aspirante, ambicioso y lleno de entusiasmo, que trata asiduamente a sus hermanos mayores y los mira con una mezcla de respeto, fascinación y agudeza crítica. La mirada es abarcadora a la vez que concreta: sin perder de vista el conjunto (la vida hormigueante de los cafés, la convivencia difícil entre los náufragos de la Viena dorada y las nuevas promociones emergentes, la atmósfera de las lecturas privadas y los salones de la burguesía ilustrada, la omnipresencia de Alma Mahler entre bambalinas…), se nos ofrece el retrato detallado de algunos protagonistas. Amparado en la seguridad que le otorga haber escrito Auto de fe, el joven Canetti no se siente en modo alguno inferior a ellos y se permite incluso, con hábil inmodestia, medirse con unos y otros. El que más padece estas comparaciones es Broch, que fue objeto de una famosa presentación de su joven colega a finales de 1936 (recogida en La conciencia de las palabras), pero al que Canetti empieza a hacer de menos desde un capítulo temprano de El juego de ojos, “Inicio de un antagonismo”. Las reservas se encadenan hábilmente: su fascinación por la psicología freudiana, que no comprende, el tono servil (“penoso”) de su relación con Ea von Allesch, su incapacidad para comprender desde un inicio las intenciones literarias de Canetti, la ostentación con que parece mostrar sus debilidades... Pero el principal reproche, a lo que se ve, y el que motiva otros más pequeños, es que Broch se apropiara del interés por la masa de Canetti para escribir su propio estudio, que culminó con relativa prontitud. Tal vez, por debajo de estos reproches, asomaba el viejo temor de Canetti a caer en la locuacidad ante un interlocutor que conseguía “que uno hablase de sí mismo, que se enardeciese y no acabase nunca (…) Uno sucumbía a la fascinación de su modo de escuchar”. Este miedo (el miedo a perder el control, a no ser dueño de uno mismo ni de la relación) suscita una de las imágenes más sugerentes del volumen: “Resulta sobrecogedor ver cuántas cosas puede uno llegar a decir de sí mismo; cuanto más lejos se atreve uno a ir, cuanto más se pierde, tanta mayor cantidad de cosas afluyen, de debajo de la tierra brotan las fuentes cálidas y uno es un paisaje de géiseres”. Canetti representa en estas líneas el papel del “cazador cazado”: el halago de la curiosidad ajena puede con su sangre fría y le lleva a descubrir sus cartas. Sus reproches a balón pasado tienen algo del rencor que se guarda por quien ve más allá de nuestras máscaras.

Hay que añadir que Canetti somete a juicio no sólo a Broch, sino a todos y cada uno de los personajes que aparecen en estas memorias, con las posibles excepciones de Veza y de su hermano George, que no aparece sino fugazmente y en un segundo plano. Uno tras otro los ídolos caen y las figuras ven reducidas su escala, pero sin aspavientos ni estrépito. La prosa de Canetti organiza sutilmente los materiales y sólo en algunos casos (Bretch, Franz Blei, Alma Mahler) la inquina lo empuja a labores explícitas de demolición. Es claro que Canetti ha escrito su autobiografía y no un retrato de la época, y que por tanto lo importante es la evolución de su personaje en el tiempo (y en su haber cabe decir que lo ve muy bien, vislumbra desde muy temprano sus contornos y ya no lo suelta), pero sorprende hasta qué punto su propia presencia, además de constituirse en hilo de la historia, adquiere rango ejemplar en contraste con quienes le rodean. Canetti enjuicia sus propios actos, y en ocasiones con dureza, pero en cada caso encuentra una razón o una excusa que lo ampara, cosa que no siempre puede decirse de quienes se cruzan con él. El fondo agonista de su personalidad le lleva a medirse con todos, en especial con sus guías y maestros, y (al menos en su relato) a salir victorioso de cada encuentro. La ilusión es sólida porque estamos ante un narrador memorioso, que maneja muy bien los detalles y matices a fin de procurar una pátina de verosimilitud al relato. En ocasiones, la potencia de esta memoria, capaz de revivir con precisión ciertas escenas de una infancia remota, recuerda entre nosotros la autobiografía de Carlos Castilla del Pino, aunque Canetti es un escritor menos sensual y dotado para la evocación escenográfica (menos proustiano, digamos) que el español. La comparación me sirve para señalar otro aspecto curioso de estas memorias, que es el silencio de Canetti sobre todo lo relacionado con el cuerpo y la sexualidad, tan presente en Pretérito imperfecto. Sus memorias nos presentan a un joven libresco y algo timorato, que contempla la preocupación por el sexo de, por ejemplo, sus compañeros de laboratorio en la Universidad con curiosidad lejana y altiva. Canetti exhibe a esta edad un temperamento puritano y misógino (herencia materna, sin duda) que prefiere los dominios de la escatología y la procacidad burlona, como prueban su gusto por las ilustraciones de Grosz y algunas escenas puntuales de sus obras dramáticas. La relación con Veza, a pesar de las referencias iniciales a su belleza “española”, se despliega en estas páginas en un ámbito puramente intelectual. El tiempo añade un voltaje de emociones y de complicidad vital, pero los cuerpos, el propio y ajeno, quedan a un margen. Este silencio sobre la propia sexualidad tiene que ver, sin duda, con el desprecio que le inspira la psicología freudiana y su reducción del individuo a una serie más o menos establecida de complejos y pulsiones secretas. El fin del proceso es una despersonalización que puede recordar, en principio, la que el propio Canetti opera en su obra (y que provoca un encendido debate con Broch sobre el carácter y evolución de la novela). Pero, mientras que el psicoanálisis emplea la palabra (el relato) para disolver la máscara y hacernos ver lo que hay detrás, la obra de Canetti refuerza y exagera las diversas máscaras a fin de enfrentarlas entre sí y estudiar el resultado. Aunque sus libros de notas y aforismos parecen los de un moralista algo dubitativo, el temperamento del primer Canetti (ya lo he señalado) es satírico y favorece lo grotesco, lo exagerado. De ahí sus problemas, no ya para presentar una visión positiva de la sexualidad y el ámbito corporal, sino para referir la vivencia sexual a la propia persona. El satírico, casi por definición, satisface en los demás su voluntad de escarnio.

Son muchas las cuestiones que han quedado sin tocar en estas páginas, cosa por lo demás lógica cuando se piensa que Historia de una vida es una de las grandes autobiografías de nuestro tiempo, llena de observaciones y retratos memorables, regida por una inteligencia que no se engaña sobre nada ni nadie pero que mantiene intacta su antigua vitalidad. Canetti sabe mirarse en el espejo con distancia clínica y levantar, así, un edificio narrativo y simbólico de indudable eficacia. Otro rasgo distintivo es el dominio olímpico con que revisa el curso de su vida, mostrándose como una versión mejorada del niño que jugaba con las figuras del empapelado. Con la diferencia de que, en estas páginas, la perspectiva que anima y engrandece el empapelado de la memoria es una inteligencia empeñada en preservar cada forma, cada dibujo y color del mismo. Como señala con vehemencia en un pasaje La antorcha al oído: “A diferencia de muchos (...), yo no estoy convencido de que haya que torturar, vejar o extorsionar el recuerdo, ni tampoco exponerlo a la acción de alicientes bien calculados. Me inclino ante el recuerdo, ante el recuerdo de cada ser humano. Quiero dejarlo tan intacto como le pertenece al hombre, que existe para ser libre, y no oculto mi aversión por quienes se permiten someterlo a prolongadas intervenciones quirúrgicas hasta igualarlo al recuerdo de todos los demás”.

 

Cito por Elías Canetti, Historia de una vida. Obra Completa, T. II, Trad. Genoveva Dieterich y Andrés Sánchez Pascual, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2003, 1216 p., volumen que reúne, en edición revisada al cuidado de Andrés Sánchez Pascual, los tres libros previamente publicados por Muchnik Editores: La lenguasalvada (antes titulado La lengua absuelta), La antorcha al oído y El juego de ojos.