TEDI LÓPEZ MILLS

Bifurcaciones

 

Para Kim, Jon y Darío

 

1

El primer día de uno pertenece a alguien más. Por pudor, yo nunca me demoré en averiguar los detalles del mío. Sé que ese mero interés autobiográfico se habría percibido como una peligrosa tendencia narcisista. Sé también que, por justicia, mis padres no habrían aceptado inculcar protagonismos de cuna, sino sólo una prenda de origen: un arquetipo, no una historia. Con el tiempo, por un acto de voluntad o de reiteración, se ha acabado por instaurar un punto de partida, cuya prueba de validez parece depender de la posibilidad de narrarlo. Así, por una lógica burda podría establecerse como norma que la vida de uno empieza cuando por fin se encuentra la prosa de una anécdota inicial.

En la mía el escenario es simple y la sensación se resume en una sola: la espera. Es diciembre, digamos el 19, y mi edad oscila entre los cinco y los ocho años. El fervor de la anticipación marca el paso de las horas que ocurre en dos idiomas: uno que niega cualquier fe y otro que promulga constantes fábulas.

 

En el español de mi papá las ficciones colectivas son una estafa que se asemeja peligrosamente a la teología. De Santa Claus a cualquier divinidad hay un camino directo, y mi papá no está dispuesto a que sus hijos pacten con fantasmas. En el inglés de mi mamá, en cambio, las creencias son pasajeras, todo se termina y más vale fingir que lo inmediato es lo que tiene sentido. No importa que Santa Claus o los Reyes terminen por mezclarse en una misma imagen dadivosa aunque contradictoria; tampoco que al final surja algo así como un dios, pues también eso se gastará sin hacer mucho daño. Lo fundamental –según la hipótesis implícita que ahora adivino– es mantener el compromiso con las circunstancias, no con las convicciones que, finalmente, son intransferibles. La ventaja, además, es que el exceso de seres sagrados pondrá en peligro la supervivencia de un dios único y la postulación de tantas verdades juntas a la larga servirá para armarle una estructura a la memoria. En cierto modo, lo que uno creyó se transforma en lo que uno recuerda.

Pero retomo el hilo. El primer día, entonces, es el quinto o el octavo año. Estoy en el jardín, justo en el centro, acostada boca arriba en el pasto. Las nubes se mueven muy rápidamente sin que el cielo se altere. Siento un vértigo ajeno; pienso que así debe de ser la visión del mar e invento un viaje. Me imagino en un muelle brumoso a punto de zarpar en un barco. Las voces de la casa me distraen. Mi mamá se traduce en español para explicar algo que no existe en México. Mi papá le responde en un inglés lleno de titubeos. Algo se avecina: ya presiento la imperfección. Aunque observo lo más cercano mi anzuelo sigue siendo la distancia. Finjo que un cielo esconde a otro y que si miro fijamente quizá pueda irme del lado oculto. Sin embargo, aún falta que venga la Navidad con las cajas llenas y los olores de una cocina siempre peleada con los lenguajes: el español de mi papá y su hábito de escarnecer las convenciones; el inglés de mi mamá y su desesperación por conservarlas. Los términos del conflicto son tan emblemáticos que hay lugar suficiente para la gratificación. Por suerte, la ficción de los cielos encimados es un hecho en el caso de los idiomas: detrás de uno está el otro y casi nunca el silencio.

Intento regresar al viaje, pero ya las voces que he oído ocupan todo el espacio. Me quedo acostada unos segundos más para que no pueda interpretarse que voy en busca de algo. Me irrita la comezón del pasto; los insectos diminutos, que antes eran el ruido de fondo, se encarnizan con mi miedo difuso. Súbitamente, se han desvinculado las cosas y la amenaza de sentirme sola me lleva hacia la casa. Allá dentro transcurre otro tiempo. Quisiera no tener que verlo desde fuera, como un testigo innecesario. Trato de inmiscuirme en esa velocidad menos marginal que la de mi expectativa. Me topo con la impaciencia ajena. Vago hacia un sofá en la sala. Antes de tumbarme miro el árbol de Navidad con la luz concentrada en las esferas. Me doy cuenta de que la duración es peor que la espera. Faltan muchos días y es apenas el primero.

En el sofá regreso adentro de mi cabeza. No sé qué trama elegir para entretenerme. Varios rumores se conciben solos y al sesgo de las palabras. El eco surge cada vez que se estanca el flujo; examino la quietud resonante y me resigno a volver al principio. La premisa es ser siempre alguien más. Trato de construir la estructura de alguna vivencia para aislarme. En la tiniebla de la sala veo la pared con sus cuadros. Hay tres. Me detengo en el más visible. Dos mujeres desnudas y en cuclillas conviven en un paisaje húmedo. No tienen cara, sólo un óvalo bien cubierto por el pelo. El brazo levantado de una de las mujeres toca un tallo que sale de la piedra roja. Imagino que ambas platican apaciblemente en ese escenario de pesadilla y sin bocas. Mi temor es que de repente se escuche lo que dicen o que tengan los labios en otro lugar del cuadro. Cambio de perspectiva y me concentro en la ventana. No debo pensar. Lo que hay afuera es el jardín. Nada distinto va a suceder. Alguien grita mi nombre. Por fin llegó la hora.

 

2

...the first creatures on earth to become aware of time
were also the first creatures to smile.
Nabokov

Mi escasa anécdota fácilmente puede convertirse en una abstracción: un limbo de voces, de idiomas bifurcados, un sitio para la fe obstruido por supersticiones y una forma extraña de devoción, la suspicacia. Pero este limbo tiene reglas. Una, quizá la esencial, es no adelantarse a los hechos o, si se hace, al menos concederles un augurio pesimista. La intensidad del deseo se justifica sólo si el veredicto es negativo. Con este candado se evita desafiar los parámetros estrechos de la duda: uno no sabe nada de dios o de los dioses pero tampoco se atribuye sus poderes, en especial los de la predicción bienaventurada. Este limbo también tiene sus ritos; los del filo de la navaja, en cuyo borde se disputan las almas sus ídolos primitivos. El mío es extenso e informe: una versión del tiempo y luego otra. Hay que constreñirla hasta conseguir que el azar sea menos calculado.

El juego de dados es doble. Se tiran en un idioma y caen en otro. La superficie resulta tan resbaladiza que incluso puede suceder que el tiro parta en dos su propio número. Entonces uno se queda en medio y aprende a vivir con disyuntivas elementales: aunque la palabra sea caballo o perro o árbol, en la punta de la lengua puede surgir horse o dog o tree, lo cual prolonga cualquier enunciación. Un idioma escucha al otro y uno, o yo, los escucha cuando se ensimisman en el balbuceo. Son moscas encerradas. Y eso perturba los rasgos más elusivos de una frase o una personalidad, pues siempre aparecen dos sonidos, con sus caras y sus gestos: como si hubiera gente detrás de esos idiomas. O una sombra siempre encadenada a otra y no a un cuerpo.

De nuevo se esconde el origen. Si tengo lengua materna es menos el inglés que una atmósfera donde las paradojas se reproducen armónicamente: objetos discordantes; mascotas que por instinto deberían matarse entre sí, pero se abstienen quizá por la bondad de una inercia tan incluyente; un jardín con sus injertos de selva, sus bardas franqueables, y la adopción meticulosa del desorden como acto de libertad. En inglés el espacio es una cámara sonora que excluye cualquier coordenada física y sólo admite actos verbales. En este sentido, predispone contra la experiencia, pues cuando uno lo habla el significado, siempre pospuesto, sucede en otra parte. La irrealidad condiciona la textura de ese mundo. Como si todo fuera materia del primer ensayo de una obra que finalmente se representará en español.

O tal vez eso quiere decir una lengua materna: la que transcurre tras bambalinas, primero como un refugio y luego, extremando la metáfora, como el “agua” por donde fluye la conciencia. Así, no es que un idioma predomine sobre el otro, sino que uno de ellos crea el vehículo por el que ambos invocan su porción de fenómenos simultáneamente; lo cual por fortuna niega la incómoda hipótesis del lenguaje primigenio y cancela los resultados de esos episodios obsesivos de autoespionaje, en que uno quiere sorprenderse pensando o exclamando en su idioma esencial. Yo cuento, sumo, resto, divido y recito el alfabeto en inglés, pero recuerdo, me conmino y me narro en español. Supongo que cada idioma sabe hacer lo que aprendió a hacer desde un principio. George Steiner en Después de Babel, al analizar su propio trilingüismo, relata que durante un accidente automovilístico gritó una serie de palabras. Su esposa, que estaba con él, no supo en qué idioma. Quizá fue en varios o en el que estaba usando justo antes del accidente. No hay prueba definitiva. Sin embargo, no deja de ser válida, o al menos abismal, la inquietud de Steiner: “¿En qué idioma soy yo...? ¿Cuál es el tono de mi persona?” Es posible que, literalmente, se trate de un asunto de retórica. Uno puede elegir con qué palabras va a ser ahora o la próxima vez. Pero eso conduce a una falacia: la alternativa desemboca siempre en una traducción. Por lo tanto, tiene algo de tautológica e inútil. Uno es casi lo mismo en los dos idiomas, salvo porque se puede verter en uno y en otro; el casi, claro, apunta hacia lo que se pierde en la traducción.

De acuerdo con Steiner, los idiomas se crean para hablar con uno mismo. Demostrarlo es tan complejo como dar con el lenguaje original. Yo he intentado escrutar esa extraña situación que llamaré conciencia para averiguar en qué idioma se expresa cuando incurre en el soliloquio. Sólo he descubierto que es como yo; la observación corrompe su espontaneidad. No sé si las imágenes y las palabras sean dos caras de lo mismo. En términos elementales, ver y pensar se asemejan, sobre todo porque se pueden cumplir en silencio. En cambio, oírse hablar adentro es como leer para uno mismo en voz baja: interfiere la voz en el campo de los ojos. Ciertamente, ahí se puede colocar la trampa. Sin embargo, a mí nunca me ha funcionado, tal vez porque la trampa es una palabra: ¿cómo se atrapa el idioma con idioma? Mejor dejarlo correr y examinar la forma de esa fuga. Quizá sólo haya eso. O quizá la definición de Brodsky sea la más adecuada: la conciencia no se inicia con la primera frase sino con la primera mentira. A eso puede equivaler usar una palabra por otra. El equívoco genera el ambiente inestable que uno trae adentro. La conciencia entonces se resume en su falta de exactitud; no encarna la expresión, simplemente la rastrea.

3

No hay pensamiento sin ejemplos, escribe Wittgenstein, pero a mí se me ocurren sólo sensaciones, lo cual es aún más abstracto que una idea. Prefiero, por lo tanto, recurrir de nuevo a los personajes: mi mamá y mi papá ya lo son: arcadia, por un lado; artificio, por el otro: tierra mojada, vetas de luz en la madera de los muebles, formas de susurrar, de ordenar, de hablar y, finalmente, cuando la propia biografía se ajusta a una tenue noción de realidad, países con una íntima patria chica.

Mi mamá nació en Orange County, California; mi papá, en una quinta en Tlalpan. Se conocieron en un edificio de la colonia Juárez, en la calle de Río Pánuco. Ella llegó a México para rozarse con el exotismo que le quedaba más próximo, pero su objetivo verdadero era África; nunca lo alcanzó. En el DF culminó su módica suma de una geografía alterna, y me imagino que pronto descubrió las incongruencias locales que le permitirían concebir su vida como una perpetua aventura. Me imagino también que no tardó en darse cuenta de que su nacionalidad provocaba dificultades irresolubles, cuyos dos extremos –el odio y la admiración– le regatearían la categoría sencilla de lo individual y la obligarían siempre a desempeñar un papel representativo: el de la gringa en México.

En cuanto a mi papá, no sé qué vio primero, si a una persona o a un desafío. El ya provenía de una lucha: era hijo de un gallego que apenas soportaba la vergüenza de haberse casado con una mexicana. Para intentar compensarlo, mi abuela fue modificando poco a poco sus datos elementales hasta que pudo declarar sin tapujos que su lugar de nacimiento había sido Galicia y su color de piel blanquísimo, antes de que el feroz sol de los nativos, sucio y directo, la colocara en una gama más morena. Aun así, mi abuelo, conocedor de la verdad, no se mostraba en público, frente a la comunidad española, con sus hijos mestizos. Inevitablemente, mi papá creció despreciando a España y optó por construir una rebeldía tan esquemática como su rechazo; desde lo “mexicano” militó a favor de la primacía más ofensiva de todas: Estados Unidos. Su pasión se concentró sabiamente en las mujeres. Lo demás consistió en molestar a sus connacionales con prédicas cada vez más delirantes acerca de que la única salvación de México sería convertirse en el estado 51 de la Unión Americana. Para entonces, España, tercero en discordia, ya era apenas un llano repleto de parentela incómoda, un sitio primitivo donde los modelos originales de mis tías se multiplicaban al infinito.

Supongo que mis padres encontraron un territorio común y alejado de los avatares del mapamundi. Ha de haber sido una zona muda entre el inglés y el español, pues ninguno llegó a dominar el idioma del otro. Las interjecciones, los ademanes, las onomatopeyas y los tartamudeos servían como atajos o, en todo caso, distribuidores del sentido. Cuando hacía falta escudarse en sutilezas y matices cada quien retomaba su idioma o inventaba alguna estrategia novedosa para desatar otra polémica fructífera donde se irían juntando todos los fragmentos de la incomunicación. Era como un taller de compostura; se veían menos las palabras que la pedacería y había siempre más errores que aciertos. Yo los escuchaba como si los estuviera leyendo. Cada corrección tácita equivalía a reivindicar algo que ni siquiera me pertenecía: el privilegio de un idioma sin espectros. Los trueques creaban pequeños monstruos; entre el español desasido de mi mamá y el inglés “roto” de mi papá se asomaban todos mis temores acerca de un imposible vínculo entre la casa y la calle. Afuera yo veía la pura facticidad muy bien atada a sus tradiciones; adentro, la controversia como el signo inmediato de cualquier intercambio y, más allá, el peligro mayor de la superchería. Por adoptar lo impropio, claro. En el español de mi mamá había una mexicana en cierne, construyéndose a contracorriente y echando mano de unos cuantos patrones que sólo podían percibirse desde la orilla extranjera y que a mí me sorprendían por su parecido con una caricatura. En cambio, el inglés de mi papá no escondía ningún simulacro. Era un dialecto casero que, para fortuna de la gran historia, nunca logró existir afuera.

 

4

Las frases hechas son el instrumento predilecto de las opiniones, y las opiniones, según Calasso, son el pasto de la civilización. Más complicado aun, él afirma igualmente que la civilización termina cuando los bárbaros la abandonan. ¿Cómo atar los cabos? Entre la barbarie y la civilización se extiende seguramente el pasto de las opiniones. Ambas son rumiantes. Si acaso la opinión oculta alguna verdad es la perogrullada de que todo es relativo. Su mentira, por el contrario, es de superficie: las frases hechas cuya facilidad se puede confundir con la nitidez de un pensamiento.

Lo mío también fue rumiar, pero desde una esquina evanescente. Oía las frases como si pudieran ser ciertas y al final su desenlace sucedía en el borde opuesto. Lo raro es que se mantuvieran en pie las contradicciones sin que hubiera consecuencias. Con mi papá siempre hubo enormes riesgos de que ese equilibrio mágico se esfumara. Los dictados de su religión ponían en peligro la agradable inconstancia de la vida cotidiana. Pronunciaba los artículos de su fe desde temprano, con la lectura del periódico: la utopía era Estados Unidos, lo cual en México, obviamente, equivalía a cometer un sacrilegio. Ni siquiera mi mamá o sus amigos estaban enteramente convencidos de que algo tan involuntario como su nacionalidad pudiera convertirse en un dogma. Además, ellos ya habían escapado. En su mayor parte, pertenecían a ese tipo de estadounidense aturdido por la desmesura de su país, que desea con fervor expiar sus pecados justificando el caos del Tercer Mundo como si fuera una elección de sus habitantes. Su tolerancia con México podía ser ilimitada. Para ellos tenía el tamaño exacto de sus deseos: un país donde las plantas medraban con la selva y la naturaleza desatendida podía constituirse en un estado de ánimo; un exilio que incluía calor y mercados. Muchos de ellos habían venido tras las huellas de Burroughs y Kerouac; otros, simpatizantes de la izquierda, habían huido del macartismo; los menos querían sacarle provecho a sus ahorros y a duras penas soportaban los contratiempos de ese destierro que no acababa de asentarse. Cuando a su desdén le urgía un portavoz escuchaban The Voice of America en la radio y entonces interrumpían sus votos de silencio con comentarios apenas esbozados: “Well, you know, what can you do with these people...” Los suspensivos cubrían varios grados de elocuencia. Yo siempre padecí el golpe. Mi mamá se encargaba de cambiar de tema.

Pero ése era el grupo reducido de los norteamericanos intransigentes. Los otros poseían aquello que Chesterton condenaba: temperamento artístico, informe aunque lleno de rasgos teatrales. En México podían postergar su afición y explayarse. El argumento era empírico: primero había que transmutar la vida en obra de arte y luego retirarse a concretarla en un lienzo o en un libro. Mientras tanto, la periferia hacía las veces de un gimnasio emocional donde el alcohol –el sempiterno martini– permitía quemar etapas. Yo los vi trascender las asperezas del paisaje autóctono en algunos picnics, y en mi casa, de lejos, los observé exhibiendo su recato inicial en las fiestas. Ya muy tarde en la noche me despertaba el estruendo de una sola risa que retumbaba contra la pared. No sé si como en otros exilios en el suyo había nostalgia, un momento cumbre en el que la intoxicación recalaba en la patria. Puedo asegurar que nunca hubo una sesión de cantos que facilitara el acceso de cada quien a ese terruño que encierra los sortilegios de un paraíso perdido. Su noción de patria, en todo caso, era centrífuga. Nadie venía del mismo lugar. Supongo que cuando se desataban los sentimientos del back home la referencia era textual: a una casa, un campo húmedo, la cortina revuelta con el viento, el olor de alguna fruta y esos motores que suenan cada vez que hago el recuento de mis estancias en Estados Unidos. Evidentemente, mis imágenes ya son cinemato-gráficas. Sé que las reminiscencias de mi mamá se supe-ditaban estrictamente a su propia experiencia. Nunca inventó un país para el retorno. Uno de sus últimos recuerdos fue, típicamente, de un gato. Le pertenecía a su papá del modo peculiar en que esos animales eligen someter a alguien a sus atenciones insistentes. Vagaba todo el día pero siempre reaparecía cuando empezaba a oscurecer. Durante varios días no lo hizo. Mi abuelo soñó con él una noche. Se despertó sobresaltado y salió en la penumbra a buscarlo. Lo encontró casi muerto en la carretera. El final es previsible: el gato se salvó.

Los sueños y los recuerdos han de confundirse al cabo de los años; luego terminan siendo de la colectividad. El gato de mi abuelo duró hasta llegar a esa sala en la ciudad de México, como si hubiera sido el pago de un peaje para cruzar la línea entre el pasado y el futuro sin tener que atravesar ya por ningún presente. No creo que mi mamá haya escogido detenerse en ese nimio episodio de su memoria; fue el tímido reclamo de una vuelta al origen. Quizá uno tiene que morir donde nació aunque sea tomando el camino de una pequeña fuga en los recuerdos. Mi mamá regreso durante unos instantes a ese rancho naranjero en California donde el destino de un gato se mezclaba con la vida de su papá. A partir de ahí se calló. Su país fue primero un suburbio y después un cronómetro íntimo. Yo desde fuera vi un lugar; ella seguramente se habrá topado consigo misma. Quizá ése fue su primer día.

5

El ideal del buen extranjero es constituirse en una excepción: la del ciudadano del mundo. Mi mamá y sus amigos insistieron en cultivar esa virtud más bien estética en contra de los hechos. Desafortunadamente, no pudieron desligarse de las opiniones; una de ellas los acusaba de ser, por nacionalidad, irremediablemente cándidos, y su menosprecio de cualquier patriotismo no hacía más que abonar la impresión que daban de recién llegados al planeta.

En mi casa, los argumentos de esa especie se dirimían febrilmente. La porción mexicana hacía alarde de su propia complejidad como dato irrefutable del lazo que la unía con una civilización antigua. Por eso los gestos eran densos y atávicos: al fondo se elevaban las pirámides, los indígenas y la Colonia. Para los gringos –decía el contrargumento– eso resultaba incomprensible, pues “ellos” carecían de historia, de cultura o de mitos. Su efímero pasado había ocurrido en unos cuantos ranchos. La falta de lastre, afirmaba mi papá con optimismo, les facilitaba el progreso y las conquistas exitosas. Barbarie, murmuraban los autóctonos, y ya en la furia ponían por delante los territorios perdidos. El odio sabía usar la razón. La indulgencia, por el contrario, no empleaba palabras y, por consiguiente, no se ganaba adeptos.

Mi mamá nunca participó en estos conflictos, salvo cuando ya era necesario defender a México de los embates de mi papá. Yo, por mi parte, aprendí a cambiar de bando según el extremismo en turno y a jugar a las identidades contrarias. Mi papá sabía provocar mis instintos más mexicanos: la bestia patriotera se erigía como mi única causa justa. Al principio la enarbolé en actos privados, sentada al comedor o en la sala de mi casa, pero las discusiones tendían a mezclarse con los destinos personales: detrás estaban los rostros de mi papá y de mi mamá y ante ellos mi testarudez se desmoronaba. Sin embargo, hubo una tarde en la que mi emoción coincidió con la de una comunidad de extraños. Fue durante el mundial de fútbol en 1970. México le ganó a Bélgica y todo el vecindario salió a celebrar el triunfo en las calles. Parada en la banqueta con mi banderita en la mano me di cuenta de que había gente más allá de mi cuadra y de que toda esa gente gritaba “¡México, México!” con una soltura envidiable. Me uní al coro. Al atardecer mis reclamos eran ya certezas y, a partir de ese día, me dediqué poco a poco a desbaratar todas las dobleces y a relegar el inglés de mi conciencia a un segundo plano. Fue una carrera abrumadora: cada vez que me sorprendía musitando en el otro idioma paraba en seco y reiniciaba la misma frase en español. Indudablemente, reduje mi imaginación a operaciones muy elementales. En cierto modo, durante mucho tiempo no hice más que traducirme, hasta que un día escuché adentro un español nítido que transcurría sin intérprete.

Esta rutina monolingüe le otorgó a mi inglés los rasgos fantasiosos que yo quería adjudicarle, con la ventaja adicional de que nunca hubo cuadra ni gente ni banderitas ni gritos en la franja paralela. El otro país se limitó a ser un rincón desde donde surgían las siluetas de mis abuelos, y los viajes que hice ahí en mi niñez derivaron de ese itinerario materno que nos transportaba de un jardín a otro. Ya en la adolescencia el cariz fue más ideológico y, por ende, se empobreció en puros blancos y negros: visitas ineludibles al imperio, de las que uno podía volver riéndose entre dientes por las costumbres simples de esa gente que, por más siglos que mediaran entre el Mayflower y ella, no se cubría de ninguna pátina. Eso nos decíamos los unos y los otros (yo con más vehemencia, por supuesto) sin percatarnos de que lo que les echábamos en cara era precisamente su historia. Pero la pátina es otra cosa, creo: aquel atributo por el que compiten, digamos, los latinoamericanos cuando se demoran en averiguar quién de ellos es el más europeo. Es un asunto de piedras mezcladas con astucia. O cualquier metáfora que combine la noción de un alma vieja con el polvo de la intemperie, la lentitud con la prisa, y así sucesivamente.

Las identidades son mezquinas cuando uno se resuelve a asumirlas. Seguramente es preferible siempre disponer de varias definiciones de uno mismo y no empantanarse en las labores tediosas del autoconocimiento. Mi abuela paterna, por ejemplo, murió con la certidumbre de que el mundo y, sobre todo, Cristo habían surgido en las inmediaciones de Orense. Su biografía ya era de alguien más y lo que pululaba fuera de su ventana, esa población llena de pregoneros, se había transformado en un accidente. Se contó su cuento tantas veces que al final pudo recitarlo en voz alta sin pedir ni siquiera nuestra complicidad. Mi abuela materna, en cambio, fue más severa y redujo su comunicación al mínimo indispensable. Yo quise percibir el hilo de un relato en su melancolía. Sin embargo, todo apuntaba hacia la pérdida y en su última casa, en Fullerton, California, donde pasé tres meses, se fueron acumulando las vidas truncas. Creo que ella prefería desmentir cualquier ficción a falsear los tres o cuatro datos que le facilitaban revivir desde el principio esos días en que sus previsiones y el desenlace tuvieron hormas exactas. Su silencio carecía de estrategias: yo lo vi como un espacio de puro pasado donde los personajes se limitaban a anunciar sus intenciones una y otra vez. No cumplirlas era un forma de inmortalidad sobre la que ella velaba.

Nunca me atreví a interrumpir su vigilia, pues temí estar incluida y extraviarme en uno de los campos de honor donde murieron su hijo, en la segunda Guerra Mundial, y su nieto, en Vietnam. Para ella difícilmente subsistía algo tan inexorable como una patria más allá de la reja que tamizaba la grisura del pavimento. Su tristeza se adueñaba de todas las horas en la casa. Yo me acostumbré a ocupar un margen sin minutero, interrumpido sólo por la presencia intermitente de mi otro tío, alcohólico en receso, que llegaba con sus palos de golf a ver a los campeones jugar por la tele. Su risa extemporánea era conmovedora: la petición de alguien habituado a la condescendencia. Yo lo acompañaba en sus carcajadas con una sonrisa y luego me iba al jardín (aun otro más) donde a falta de un sentimiento propio le daba rienda suelta a mi tópico predilecto de esa época: cruzando la barda se extendía el yermo de ese país hechizo. Súbitamente resentía el aguijón de mi superioridad. Mientras tanto, dentro de la casa cada quien se imaginaba viviendo algo distinto.

6

Según Epicteto, lo único que realmente nos pertenece es el uso de las fantasías, el cúmulo de historias –nuestras veleidades narrativas– con el que contribuimos al funcionamiento del libre albedrío o, más modestamente, a los caprichos de la voluntad, con la garantía adicional de que no se altera lo que ya estaba ahí y uno siempre puede regresar. Nunca conseguí que el inglés vapuleado desapareciera de mi conciencia; tan pronto relajé la tensión volvió a emerger, aunque mucho menos circunstancial que antes. Pero prosiguió con su relato y, a estas alturas, se maneja sin que importe demasiado la concurrencia con mi vida.

Veo dos derroteros con rutas totalmente enrevesadas. En cada una es posible soñar con un universo entero y en cada una barajo símiles cercanos a la superstición: que el español se autodisuelva como una sustancia frágil y sólo quede el vapor de unas cuantas palabras puestas ahí por el oído; que en inglés predomine la intuición por encima del cálculo, y la liebre se le adelante para siempre a la tortuga. Sea como sea, hay dos secuencias. Y una tercera donde no se escoge.

Tedi López Mills, "Bifurcaciones", Fractal n° 27, año 7, volumen VII, pp. 11-26.