CARMEN LEÑERO

Carta a una adivina:

teatralidad del oráculo*

 

El oráculo no dice el destino ni lo esconde, sólo lo significa.
Heráclito

Este ensayo intenta descubrir lo que sucede en la situación oracular con sus participantes, el tiempo, el espacio y la palabra. ¿Cuál es la naturaleza de las operaciones intelectuales implicadas en el desarrollo de una consulta adivinatoria? Se trata, sin duda de operaciones simbólicas dominadas por un drama o paradoja básica: La pretensión de “ver” lo que está predestinado, para intentar en vano modificarlo.

Mi reflexión se remite al caso más paradigmático del rito adivinatorio en la historia de la cultura occidental: el Oráculo de Delfos, considerado aquí como un fenómeno “reinventado” por la imaginación de historiadores, poetas y dramaturgos, pese a haber tenido una existencia histórica, que de hecho resulta muy difícil reconstruir.
Dialogo en particular con dos reinvenciones literarias modernas del fenómeno mántico(1) en la Grecia antigua: la novela “Casandra” de Christa Wolf (2) y el cuento “La muerte de la Pitia” de Friedrich Dürrenmatt (3) . Ambos textos son una síntesis ficcional de lo fue el oráculo griego, y confrontarlos permite observar que no es la veracidad ni la credibilidad lo que da peso y significado a la palabra adivinatoria, sino las dinámicas que genera en la mente colectiva e individual, en tanto práctica de desciframiento de lo incognoscible y acto simultáneo de creación (4) .

 

El presente escrito forma parte de una reflexión más extensa sobre la teatralidad implícita en textos y contextos no dramatúrgicos. Es por eso que continuamente el análisis de las dinámicas que adopta la ceremonia oracular se contrasta con las características del teatro en cuanto forma de expresión pero también de pensamiento y percepción de lo real o lo virtual.

VISITA A DELFOS

Querida Indra:

No podía dejar de escribirte hoy, que he visitado las ruinas de Delfos. No queda mucho en pie, por cierto: trozos de columnas y escaleras, bloques de piedra desperdigados y desniveles de terreno que apenas insinúan la antigua planta arquitectónica. En la parte posterior están los restos del anfiteatro reconstruido por los romanos, así como los del estadio y el basamento circular del Santuario de Atenea Pronaia. Muy poco vemos ya del primer Santuario, de la vieja columna del serpientes o el más reciente templo a Apolo que describen los historiadores. Lo que en realidad me maravilla es el paisaje natural que se observa desde la ladera sur del Parnaso. La cañada entre las Fredíades, dos enormes peñas de 300 m. de altura, figura un útero gigantesco –la zona más íntima de Gaya. ¿Sabías tú que el nombre de Delfos deriva de la raíz *delph, que significa matriz, vientre, concavidad? Al fondo de esa cañada se hallaba el manantial de la fuente Castalia, donde se hacían las abluciones previas a la ceremonia. No es de extrañar que fueran el agua y la hondonada los elementos simbólicos del lugar sagrado.

En Delfos se es víctima de un “vértigo que eleva”, Indra. Lo que se ve, lo que no se ve y lo que se imagina –el paisaje de colinas, las ruinas y la propia leyenda– sustituyen los edificios desaparecidos del Santuario y lo hacen sentir portentoso. No me sorprende que éste fuera el sitio elegido para una práctica de conexión con los dioses durante casi diez siglos –del VIII a. C. al II d. C. Tanto su orografía quebrada como su panorámica, que incluye en días despejados las aguas serenas del Golfo de Corinto, parecen juntar la región celeste con el inframundo. La situación geográfica de Delfos, central en el mapa de Grecia pero a la vez marginal respecto de cada una de las ciudades-estados que estaban en formación5 favorecía las funciones religiosas y políticas del Oráculo. En Delfos, sede de contacto y arbitraje político, “se bendecían” las invasiones, se otorgaba autoridad a ciertos individuos y se forjaba la identidad de cada pueblo, conciliando las diversas tradiciones bajo un mismo culto. Dada su capacidad para generar consenso, su sanción y legitimación permitía que se fundaran ciudades, se construyeran templos, caminos o acueductos, que se cambiaran gobernantes o se colonizaran nuevos territorios. Delfos fue, pues, centro pan-helénico de encuentro entre comunidades, tanto como lugar de peregrinación de particulares en busca de justificación y conducción divinas.

Consultar el oráculo implicaba un largo traslado hasta la zona de Delfos, y asimismo un viaje de regreso al origen –al ómphalos, “ombligo” del mundo: Para desmadejar el hilo del destino había que descender al ádyton (6), recinto subterráneo donde se oiría la profecía de la Pitia. Este descenso equivalía al mítico descenso al Hades, al mundo de los muertos, como sucedía en los Misterios de Eleusis en Egipto, y de hecho significaba una especie de vuelta a la matriz del mundo: Delfos es “útero que habla” –comprendo ahora que me hayas enviado aquí. Sólo en esa intimidad materna del subsuelo podían fundirse dos temporalidades tan distintas como la historia de los hombres y la telúrica eternidad de los dioses. En el Principio está la clave del porvenir, la filiación que legitima y explica la existencia.

A Delfos iban los enviados de la Asamblea, los hijos de reyes, los líderes de un ejército antes de comenzar una campaña, los padres sin descendencia, los mensajeros de pueblos agobiados por la peste, los penitentes y los elegidos para representar a una comunidad sumida en la incertidumbre. Iban a encontrar el camino de la vida y el del propio sacrificio o muerte. La consulta empezaba, pues, con un viaje largo e incierto, como el mío.

En mi primera consulta, yo quería preguntarte no de quién era hija, sino de quién sería madre –si sería madre algún día; qué rol jugaba yo en la cadena de las generaciones. Tú me respondiste después de meditar un poco: Irás a Grecia, volarás sobre el Atlántico hasta Italia, viajarás en tren hasta Brindisi, cruzarás el Mar Jonio en el barco Poseidonia, te extraviarás en Atenas una noche sin lenguaje, te hospedarás en el decrépito Hotel París, temblarás de frío por la humedad del cuarto, vagarás por la zona, visitarás Delfos. Y eso ¿para qué?, Indra. Para escribir lo que veas y sientas ahí; entonces, veremos... Ésa fue tu condición para darme una respuesta definitiva. Intenté cumplir mi parte del trato llevando un diario de viaje. Pero te confieso que me es muy difícil llevar un auténtico diario de viaje. El vértigo de lo nuevo es tal, que los días y las vivencias acaban por confundirse. Cuando uno está “ahí”, en medio de lo nuevo, enceguece en cierto modo, Indra, enceguece de tanto mirar. No te es posible atar cabos porque estás olvidando y recordando al mismo tiempo para poder abrirte a lo que viene. Lo que recuerdas y lo que sientes se mezcla con lo que miras; lo que miras desaparece ante lo que esperabas; lo que nunca sospechaste que pensarías surge en medio de ese nuevo paisaje, y no sabes ya quién es la persona que desde tus ojos está observándolo todo. Pasado y presente se funden en diversos niveles de conciencia, no entiendes cómo desmadejar ese hilo, cómo desenroscar la serpiente que se cierne sobre tus sentidos. Así que sólo pude anotar ideas y escenas aisladas que debo reunir hoy.

Recuerdo haber estado de pie sobre la enorme piedra triangular desde donde profetizaba la Pitia, según aseguraba, mintiendo, la guía de turistas. Estuve ahí, recordando trozos de lecturas que hice en el avión, en el tren y luego en el barco Poseidonia, escuchando las patrañas de la guía, imaginando muros y frontones a partir de un montón de piedras adoloridas, diseminadas por el terreno como claves sueltas.

Si según dices tú, el oráculo es el arte de hacer conexiones entre tiempos y zonas separadas, entre el alma y el cuerpo, entre el individuo y la historia, creo que la palabra mántica teje –igual que la divina Necesidad– una red. Me veo atrapada en esa red ahora que trato de reconstruir las imágenes de lo que vi, leí e imaginé, para escribirte esta carta.

Parada sobre aquella piedra triangular, las preguntas que te hice en la consulta anterior ya no parecían tener sentido. Quizá era mucho mi deslumbramiento, o mucha la lejanía que sentía respecto de quien soy en mis circunstancias habituales. En medio de mi ensimismamiento me pareció oír una voz que me hacía preguntas a mí, que nada claro podía formular en aquel momento. Era una voz recóndita, tal vez proveniente de mi memoria o de la piedras mismas, una voz que quería ignorar pero que me llamaba por sobre el zumbido de los mosquitos y el sopor quieto del mediodía: ¿qué quieres saber?, ¿por qué has venido?, ¿qué infantil superstición ha hecho crecer esta curiosidad por el oráculo en tus sueños?

EL“ENTUSIASMO”: LA GRIETA

Yo no venía a ser interrogada sino a preguntar, ¿no es cierto, Indra? Si hubiera tenido la serenidad de ánimo adecuada, la lucidez de la que carezco en los viajes, hubiera podido indagar con algún experto del museo: ¿desde dónde profetizaba la Pitia?, ¿cómo lo hacía?, ¿existían esos vapores de la tierra que le provocaban el trance?, ¿en qué consistía su delirio?, ¿cómo eran sus palabras?, ¿por qué habrían de ser creídas por los consultantes?

Pero en vez de investigar me quedé mirando abstraída, y lo que vi, Indra, fueron tres cabras subiendo a brincos por una de las laderas más empinadas del monte. Tenían las patas huesudas, el pelo ralo y unos diminutos cuernos que emitían por momentos un destello plateado. Recordé entonces aquello que escribió Diódoro Sículo (historiador del s.I a. C.): “Fueron cabras las que en tiempos antiguos descubrieron el oráculo, y por esta razón todavía en nuestros días los délficos sacrifican con preferencia cabras en la consulta (...) Había una grieta de la tierra en el lugar en que se encuentra actualmente lo que se llama el ádyton del Santuario. Las cabras se hallaban pastando alrededor de esa grieta cuando Delfos no estaba aún habitado. Y cada vez que una de ellas se aproximaba y miraba en la grieta se ponía a brincar y balar de un modo asombroso (...) El pastor (que las cuidaba) se aproximó y le ocurrió lo mismo que a las cabras; en efecto, éstas se comportaban como personas presas del fenómeno del ‘entusiasmo’, y su guardián se puso a predecir el futuro”.
Fui en seguimiento de las cabras. Iba mirando al suelo, colina arriba y luego colina abajo, cuidando de no resbalar. La tierra estaba ajada por el sol y en ella se abrían fisuras de muchos tamaños. “Durante cierto tiempo, sigue Diódoro, los que querían consultar el futuro se aproximaban a la grieta y se entregaban los oráculos mutuamente. Luego, muchos se lanzaban a la grieta bajo el efecto del ‘entusiasmo’ y sin excepción desaparecían en ella. Los habitantes de la región, para proteger a todos del peligro, juzgaron conveniente poner a una mujer como única profetiza (...) Se le construyó un artefacto de tres soportes, el trípode, sobre el cual ella subía, y así bien asegurada recibía la inspiración” (7) .

Una alemana que venía con el grupo de turistas me llamó; al voltear resbalé unos segundos hasta que mi pie derecho dio con una piedra en la que me sostuve. Las cabras se espantaron y se alejaron apresuradas. Mi corazón latía fuerte; ¿qué rayos ando yo buscando?, pensé.

Indra, amiga mía, tú sabes que los dioses están esperando nuestras torpezas, el más mínimo error para decidirse a condenarnos, por eso creo que nuestros errores no están decididos desde el pasado sino desde el futuro. Cuida tus pasos, me dijiste un día. Subí a gatas hasta un estrecho terraplén y me puse en pie sacudiéndome el polvo. El sopor y el susto me habían hecho sudar, estaba mareada, me sentía un poco zombie. Miré hacia el Santuario borrado tras la calina del mediodía, y me hice la pregunta que uno rara vez debe hacerse: ¿qué hago aquí?

Tú me habías contestado de antemano, sentada sobre una derruida silla estilo Luis XVI en tu departamento de la Condesa: No harás nada sino observar, observar lo que ya no está materialmente ante los ojos. Desde aquel porvenir que me leíste en las cartas del Tarot, desde esa imagen de “El colgado” que quedó en el centro del tendido, me miraba a mí misma aquí parada, polvorienta, sin resuello, viendo venir a la alemana que se aprestaba para ayudarme.

Las ceremonias en el Oráculo de Delfos han sido soñadas más que reconstruidas históricamente. No hay documentos suficientes, Indra. Las fuentes son casi todas literarias; apenas menciones en Homero, Hesíodo, Herodoto, Pausanias, Estrabón; o breves escenas de teatro (en las Euménides de Esquilo, Ion de Eurípides, Edipo Rey de Sófocles, por ejemplo).

Delfos fue una institución muy compleja y plantea aspectos imposibles de verificar. El oráculo délfico es un “objeto” reinventado por la mitología y la poesía antiguas y después incluso por la ideología cristiana. En él se mezclan lo histórico, lo simbólico, lo trascendente. En particular resulta problemático el análisis de figuras como la Pitia, las Sibilas o la legendaria Casandra. Probablemente porque la Pitia era un personaje tan conocido e importante en la vida de la Grecia antigua nadie se tomó el trabajo de describirla o de registrar las circunstancias verídicas del famoso “entusiasmo”. Acaso sólo Plutarco lo intentó. Pero debió dejar en lo oscuro buena parte del asunto. Y es que seguramente el espacio oracular debía permanecer en el ámbito de lo esotérico para ejercer con eficacia sus funciones. Plutarco, quien fue sacerdote en Delfos en el s. I, y por lo mismo testigo ocular de lo que en efecto sucedía durante las sesiones mánticas, las describe racionalizando pero sin cuestionar las condiciones precisas del trance profético ocasionado por aquellos supuestos vapores –pneuma, carisma de la tierra– emanados de la grieta. Para Plutarco el pneuma era un fluido material, una exhalación telúrica que despierta las facultades del alma y suprime la resistencia a la posesión divina. El pneuma puede ser violento y nefasto, dice, capaz de provocar la propia muerte de la Pitia.

Y sin embargo, Indra, los arqueólogos aseguran que no existió nunca tal grieta; ni hay rastro de que hubiera habido en toda la zona de Delfos emanación gaseosa de ninguna especie. Aunque claro, no puede descartarse que más tarde hubiesen ocurrido terremotos que modificaran la orografía del lugar. Pero incluso si no existía sustancia o tóxico que provocara el delirio, es sabido que los estados de excitación religiosa no precisan de un agente físico. El entusiasmo pítico podría ser un fenómeno de histeria o de autohipnotismo, conjetura Flacelière: En todo caso, “no se trataba en modo alguno de un estado de gracia compatible con la serenidad, sino de una agitación arrebatada por la cual se manifestaba la posesión divina” (8) .

Como maestra generosa que no oculta sus saberes, dime tú, ¿es posible entrar en estado de trance sólo con un esfuerzo de la voluntad, con un movimiento particular de la conciencia, una especie de guiño hacia la interioridad propia en tanto que espacio de advenimiento...? Algún día tendrás que responderme esto, Indra. Yo sólo pude notar durante nuestras sesiones cierta manera tuya de entornar los ojos, cierto modo peculiar de hundirte en las plegarias, entregada a un automatismo que modificaba tu tono de voz y el ritmo en que hablabas.

De cualquier modo, ‘el entusiasmo’ délfico, elemento crucial y núcleo del oráculo, parece no ser sino parte de la leyenda, aunque se encuentre atestiguado en todas las fuentes. Incluso los filósofos de entonces, Indra, reconocían la validez y eficacia de los delirios oraculares “inspirados” es decir, los provenientes de la divinidad: “Nuestras mayores bendiciones nos vienen de la locura”, dijo Sócrates, de quien la Pitia aseguró que era el hombre más sabio del mundo. Platón, por su parte, consideraba que la locura mántica, a la que Cicerón llamará “furor”, era superior a la razón misma. En el Fedro sitúa al delirio profético (proveniente de Apolo) entre uno de los cuatro dones divinos, junto con el delirio telésico, ritual (proveniente de Dionisi, el delirio poético (otorgado por la Musa) y el delirio erótico (otorgado por Eros)(9). En el Timeo explica el “entusiasmo” casi de manera fisiológica, como efecto de la influencia benéfica de ciertos demonios sobre el alma y el cuerpo –en especial sobre el hígado. Luego Aristóteles lo describiría como un fenómeno ligado al temperamento melancólico. Ríos de sangre negra, Indra, y no vapores, inundan mis pesadillas. Tú lo sabes.

Aun suponiendo que el pneuma, la aguas de la fuente Castalia y el propio trance fueran sólo símbolos de las dinámicas que se ponían en juego durante el rito adivinatorio, y no sus causas directas, se trata de elementos indispensables en la escena oracular délfica, tal y como ésta se rememora.

Estamos poco acostumbrados a dar por “existentes” y “operantes” fenómenos que la ley de la causalidad niega. Y sin embargo, toda disciplina interpretativa se sustenta más en su propia lógica interna, en su gramática casi “esotérica”, o en una red que liga hechos y señales en virtud de su “sincronicidad” –según la define Jung–, que en hechos previos o externos que sustenten desde fuera dicha red (10) . El discurso adivinatorio teje una red sostenida en el aire, Indra, como las formaciones azarosas y fugaces de las nubes o de las sombras en las que toman forma las fantasías de los niños que se dan tiempo para contemplarlas.

Así pues, Indra, entiendo que los eventos y los signos se explican entre sí no por ser causa unos de otros, sino porque su aparición ante la conciencia coincide en un momento y lugar determinado. En este caso coincidieron la escena oracular que imaginé frente al Santuario, y el paso de un grupo agitado de cabras que escalaban los riscos.

 

LA VOZ ORACULAR (CASANDRA DE CHRISTA WOLF (11) )

‘¿Qué buscas aquí?’, dijo la voz aquella surgida de la grieta que el paisaje me abría en el centro del cuerpo. ¿Por qué te preocupa el tema? ¿Qué es, pues, lo que quieres saber sobre el arte de adivinar?, habías replicado tú, rodeada de imágenes, velas y aromas dulzones entremezclados. No quisiera en realidad saber demasiado, te dije, quizá mi inquietud se debe a una experiencia guardada en mi fondo más inconsciente y prohibido: la experiencia del encierro, Indra, del encierro en lo oscuro, bajo tierra; podría ser el útero o la tumba, pero al fin y al cabo una zona oscura, opresiva, aterrorizante, mi hogar primero y último, el lugar donde mi conciencia se reconoce a sí misma. ¿No dices tú, como la leyenda délfica a la entrada del santuario: “Conócete a ti mismo”? Yo sólo conozco una voz a la que llamo conciencia. Una conciencia abriendo los ojos en lo oscuro. Sólo me reconozco ahí, sólo soy fuerte ahí. Lo demás es un cuerpo en extinción, una psicología porosa, a la intemperie. Hablo, querida maestra, de lo intolerable que es “ver”, emocionalmente intolerable. Es ésta la honda realidad psíquica detrás del mito de la Pitia, ¿no lo crees?

Y sólo quizá porque Casandra, la profetiza de Troya, estuvo también encerrada en el recinto de los muertos, dentro de una cesta en los sótanos oscuros del palacio de Príamo, desde donde tenía la osadía de hacer oír su voz –según imagina Christa Wolf en su novela–, quizá sólo por eso, digo, comencé a interesarme en los oráculos antiguos. Pero el tema se me ha resistido más que ningún otro; algo en mí se repliega ante la idea de comprender qué podría haber significado vaticinar el futuro en aquella época, o más particularmente, qué habría podido significar “verlo” e intentar traducir imágenes abrumadoras en palabra poética.

Dicen que el profeta no transmite la palabra del yo, sino la palabra del dios. Cuando la Pitia decía “yo” (“Yo sé el número de los granos de arena y las dimensiones del mar; y al sordomudo comprendo y al que no habla oigo” (12) ), el sujeto era Apolo, “luz que esclarece” y proyecta en la mente de la Pitia las imágenes de lo que sólo el dios conoce. No es que la Pitia prestara su voz, sus órganos vocales a Apolo. Lo que hacía era una primitiva traducción de aquellas phantasías reflejadas en su mente, una traducción automática, impensada: onomatopeyas, frases enigmáticas o sin concierto, mera reacción corporal, orgánica. Hablaba la Sibila, dice Heráclito, “con boca delirante”. También Esquilo describe en el Agamenón el violento delirio profético de Casandra, de cuyos labios brotaban vocablos en verdad ininteligibles: “Ototoi... Ototoi...” Como medium, como posesa de una fuerza sobrenatural, la profetiza troyana entra en un estado de locura donde toda realidad se presenta en calidad de realidad tentativa y sin embargo ineludible. Lo irracional se expresa a través de ella “teatralmente”: su expresión verbal es revelación acústica de una escena visual (13) . Dice Plutarco que la Pitia es instrumento de música en manos del dios; pero más específicamente habría que decir que la Pitia “hace a ver” lo que el Dios refleja en ella; es sólo un espejo, un espejo parlante, que transmite luz sobre lo invisible.

La Pitia no escucha sino ve; y sin embargo no dice “veo”, dice “existe”. Tiene que dar por hecho lo que ve, no puede considerarlo o no considerarlo, tiene que actuar en consecuencia y su don de persuasión debe lograr que los demás actúen en consecuencia también, pese a que no “vean”. Es portavoz infalible de lo oculto pues ve de golpe “lo que es, lo que será, lo que fue”. Tal visión no puede sino perturbar íntimamente la conciencia y quebrar el cuerpo. Ver el futuro es, pues, compartir por un momento la visión de Dios, que iguala el futuro y el pasado en un presente eterno. Conocimiento que enceguece, por paradoja. En ese sentido posee la facultad mántica de la Memoria (de lo que ocurre siempre) y participa también del Olvido de lo inmediato. Nada sabe pero aporta indicios (symbolos) de lo que vendrá. Se sitúa por un minutos desde una perspectiva divina, atemporal, multiespacial. Indra, tú debes saber estas cosas por experiencia propia.

¿Y cómo sabe Dios el pasado y el futuro al mismo tiempo, le pregunté a mi padre cuando era niña, si el Destino no está escrito de antemano y los hombres conservamos el “li-breal-be-drío”? –me costaba trabajo pronunciar aquello. Y mi padre, que quería convencerme de que en efecto teníamos libertad y por lo tanto éramos terriblemente responsables de todos nuestros actos y palabras, me respondió: ‘Porque Dios está en la punta de una montaña y domina de golpe toda la extensión del valle, mientras que nosotros tenemos que atravesarlo paso a paso, de un extremo a otro, del nacimiento a la muerte’. No sabía por qué, pero sospechaba cierta trampa en esa respuesta.

Indra, explícame tú ahora, ¿en qué peregrina imagen del mundo se basa la posibilidad de ver el futuro y cuál el sentido de hacerlo? Si el mundo respondiera en efecto a un orden o una ley prevista en el Principio, entonces sí que podría conocerse el porvenir ineludible. Pero si no es posible modificarlo, ¿qué caso tendría saberlo? Y si acaso es modificable, la adivinación no sería más que mera especulación de opciones.

La verdad es que yo vengo a que me adivines el futuro cuando necesito decidir. Ver el futuro quizá no sea más que ver el presente con claridad. Y a menudo no entiendo o no quiero ver los indicios. Quiero hacerme un escenario en la cabeza de lo que puede pasar en un caso o en otro. Vengo con la “vidente” para que me guíe en un ejercicio arduo de la imaginación: construir escenas alternativas donde entran en lucha el deseo y el miedo. Vengo a realizar un acto dramático, a tomar una cosa y dejar otra, a correr el riesgo, a aceptar la incertidumbre.

Pero acaso vengo más bien a legitimar lo que ya está decidido en mi interior. A conocer las causas secretas de esa decisión, a entrar en diálogo con mis partes desconocidas, inconscientes o extrapersonales, a indagar por el misterio que mi razón sola no alcanza, a que me introduzcas en mis sueños y me orientes en ellos, a aventurarme en mis mundos potenciales. Indra, tú me has dicho que la realidad tiene dos caras, la efectiva y la virtual. La virtual es infinita -las posibilidades latentes, las posibilidades muertas; la otra cara sólo es el cauce de lenguaje que nombra esa realidad. Lo que habitualmente llamamos realidad es sólo una decisión que hemos tomado o que alguien ha tomado por nosotros. Cuando me lees el futuro, querida Indra, escogemos juntas a qué llamaremos mi realidad, mi vida, mi historia.

Quizás acudo a tu consulta para hablar con mi “otra voz”, la que no puede hacerse oír en circunstancias cotidianas, entre otras cosas porque una mujer debe guardarse de lo que dice. “Eres dueño de las palabras que no has pronunciado, y esclavo de las que sí”, dice un refrán sabio. Pero el hecho es que las mujeres solemos ser esclavas de lo que no hemos dicho. Es tabú expresar nuestra verdad más simple, esa intensidad efímera que se vuelve incendio subcutáneo cuando callas. La palabrería de las mujeres esconde tal silencio.

Las mujeres seleccionadas como videntes en Delfos debían ser campesinas sin instrucción, incapaces de comprender los oráculos que ellas mismas pronunciaran, de modo que sus palabras tendrían que ser interpretadas siempre por los sacerdotes del Santuario. Se esperaba de ellas un espíritu virgen, “vacío” como el de un actor, sometido sin resistencia al ritual, entregado plenamente al dios. Casandra, a diferencia de la Pitia, no fue pura, ni inocente, ni ignorante. No anheló ser profetisa para convertirse en mero portavoz del dios, lo que buscaba era el conocimiento y la autoconciencia, interpreta la escritora Christa Wolf: ‘Después del violento trance profético, hubiera dicho Casandra, quiero ser capaz de reflexionar lo que he “visto” y traducirlo en palabras inteligibles; quiero ser capaz de mirar fríamente su significado, comprenderlo y elegir’. Cuenta la leyenda que Casandra obtiene el don de profecía –única profesión intelectual accesible para una dama en aquel tiempo, dice Wolf (14)– seduciendo a Apolo; pero luego se niega a entregarse sexualmente a él. El dios se sulfura y le impone un castigo: aunque vaticine la verdad, la palabra de Casandra no será creída. Puesto que mintió alevosamente, mofándose de la divinidad, aquel sabor a engaño contaminará sus predicciones en los oídos de los otros. Ha sido privada, pues, de la facultad de persuadir (15), y por tanto, de ejercer cualquier tipo de influencia sobre los hombres. ‘Mujer, podrás hablar con verdad, justicia, convicción, inteligencia y exactitud, pero nadie te creerá. No tendrás “encanto en la voz”, ni “magia en las palabras”. Tu orgullo te condena, tu rebeldía te desdice, tu virginidad te nulifica, lo siniestro de tus vaticinios te condena’. Porque además, ¿quién quiere escuchar lo que no quiere escuchar?

Sólo creemos en la predicción que anhelamos, Indra. Aunque claro, puede ser que anhelemos incluso la autodestrucción. Pero cuando yo te busco, y entro en tu pequeña guarida de bruja buena, de sincretismo oriental y occidental, en tu ámbito enrarecido donde quedo hipnotizada por tus gestos, es sobre todo para comprender lo que anhelo, lo que he pensado de antemano, lo que me confirma que soy yo y no un ser del pasado, y no ese espíritu que una y otra vez se descubre confinado en la cesta de mimbre, musitando sus palabras ya muy quedo, traduciendo lo que la penumbra le descubre. Y el hecho es, Indra, que oigo la voz de Casandra como si me hablara desde la honduras de mí misma:

“En la más profunda oscuridad y sigilo me han traído a un lugar que siempre sentí amenazante: la tumba de los héroes... Creí que me habían enterrado viva... ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tarda una persona en morir de inanición? Me arrastré en el polvo... ¿Era redonda mi prisión? (...) Alguien gemía. ‘No debo perder la razón ahora’ –mi voz. Y no la perdí”(16).

Indra, tú sabes a qué me refiero. Mas no lo digas en voz alta.

Las adivinas de hoy son seres marginados de la cultura, la ciencia, la medicina, la religión. No son ya las respetadas sacerdotisas de los tiempos en que la Madre Gea, patrona en Delfos, decidía el sí y el no. Las adivinas de hoy son desempleadas permanentes, no como la Pitia, que fungía como un eslabón entre la teología y la política, entre la psicología individual y la sociología. Las adivinas del mundo moderno son estatuas vivas, emblemas de una voz que nadie escucha y todos temen. Ese temor es lo único que te resta, Indra, amiga mía, el temor a la palabra oscura, equívoca, perturbadora, desde antaño asociada con lo femenino. Dicen las Musas en la Teogonía de Hesíodo: “Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad” (17) .

Si todo lo que profetizara Casandra sería tomado como un engaño, la facultad mántica se convertía para ella sólo en motivo de sufrimiento, ya que no podría hacer que su visión fuera útil, ni modificar el rumbo fatal de los hechos. Su sinceridad y virginidad serían precisamente las razones del escarnio, pues no significaban devoción sino rechazo al dios. Así, la fuerte conciencia que Casandra tiene de sí misma, y que no está dispuesta a ceder, la vuelve “impertinente” como mediadora entre los dioses y los hombres, ya que “no consigue eclipsarse tras el verbo sagrado”, ni desaparecer como sujeto de su discurso. La Pitia, en cambio, sí que se abandona al rapto de Apolo; en su “pureza” de vestal puede ser medium, reflejo, actriz traspasada por las visiones divinas sin tergiversarlas. Casandra, quien era cruelmente estremecida por las mismas visiones, luchaba por traspasar la zona del delirio, comprender y ser capaz de expresarse con claridad y potencia. Así fue como vaticinó la caída de Troya, el asesinato de Políxena en venganza por la muerte de Aquiles, la venganza de Clitemnestra sobre Agamenón y su propia muerte a manos de la reina. Su lealtad a las premoniciones que en su fuero interno hubiese querido negar se conjugaba dolorosamente con su lealtad a sí misma.

¿Por qué entonces se siente culpable?, culpable al punto de considerar justo el castigo que le infligió Apolo, merecido que su padre la encerrara, pertinente que la hicieran prisionera los aqueos y la sacrificara Clitemnestra, necesario incluso castigarse a sí misma y no huir de Troya pese a conocer su inminente caída?

La razón es muy sutil, Indra, pero también muy poderosa. Casandra se siente culpable porque “ver” el futuro no es un hecho tan pasivo e inocuo como cualquiera creería; porque el hecho de imaginar con intensidad y exactitud una tragedia acaso pudiera ocasionarla; porque habitualmente nadie ve lo que no desea ver, a menos que sea víctima de una alucinación, y entonces, ¿quién debería creerle? (18) El delirio profético pone a la vidente en estado de agonía, de una lucha en el fondo de su personalidad, y tal lucha se manifiesta en un cuerpo que “somatiza” lo que “ve”, e intenta darle salida por medio de un hablar roto, exasperado. La paradoja entre la credibilidad que aporta el delirio y que a su vez el delirio deslegitima está en el núcleo de la voz oracular, en tanto que voz femenina ambigua, contradictoria, enigmática. El enigma es a la vez el velo que resguarda el pudor de la vestal (velo de la joven desposanda del dios) y red engañosa urdida por la Esfinge. Es a la vez respuesta insoslayable y pregunta insoluble que paraliza.

Pero entonces, Indra, respóndeme a esto: ¿si uno presagia la ruina es porque secretamente la desea? Desde que estuvo encerrada en la cesta, Casandra dejó de hablar en aquel tono de exclamación profética que empleaba en el Templo o en el Consejo: hablaría ya siempre muy quedo, con pocas palabras y precisas. Tras cada ataque de delirio vendría la forzosa y ardua frialdad de la formulación; ésa era su tarea, aunque nadie prestara oídos. ¿No es acaso una maldición ser de pronto raptada por crueles visiones y contemplar nítidamente el sinsentido de todo, más allá de la propia muerte; palpar el vacío, adivinar que ninguna lógica domina el universo, que ninguna forma trascendente se esconde en la materia? Y gemir, y gritar en trance, y aprender todas las lenguas para intentar traducir lo que has vislumbrado. Si en ese punto uno guardara silencio, estallaría por dentro. Pero nadie querrá escuchar la voz del desastre, ni siquiera uno mismo. Porque por superstición o por lucidez uno sabe que la palabra del dios (es decir, la palabra que se genera en el núcleo más recóndito de uno mismo) es, con todo, una palabra poderosa, una palabra que crea la realidad que nombra, como aquel mandato: “Hágase la luz”... No sea que reinen las tinieblas, dice la pitonisa. (‘¡Callen a esa mujer que se sumerge en el delirio de la fatalidad!’) La realidad se mitiga desde el lenguaje, pero acaso también desde el lenguaje se exaspera. Para Christa Wolf, la ruina “adivinada” por Casandra es finalmente la autodestrucción de la cultura, Indra (19) . (‘¿Hay algo que pueda frenar tu lengua, mujer-serpiente, emblema de la Madre tierra?, Apolo luminoso viene a destruirte’(20) ).

Sí, Indra, el decir pítico es un decir problemático, un decir impedido, mutilado, escindido, como lengua de serpiente. Hay en efecto una “grieta” en el centro de la escena oracular: la tensión entre ver y decir quiebra la personalidad de la vidente. La posesión es regresión a un estado donde la identidad está aún en duda como en el útero, o lo estará, como en la tumba. El cesto de Casandra era la metáfora, Indra. Y esa metáfora me habló al oído, me despertó.

La Pitia era vehículo de la palabra del dios pero no la entendía. Debía permanecer inconsciente a lo que transmitía, no podía explicarlo, reflexionarlo, matizarlo. El estado de trance parecía garantizar esa inconsciencia, que a su vez la protegía.

Casandra no contaba con esa protección porque había cobrado conciencia de su voz y no quería renunciar ni a su voluntad ni a la responsabilidad de haber “visto y hablado”. En su caso se rompe el tabú de la videncia “pasiva” que debía corresponder a la adivina. Esa temeridad debía tener un costo enorme, Indra. Lo tuvo y ella aceptó: aceptó el encierro, la mudez impuesta; luego el resquebrajamiento de su interioridad; luego la destrucción de su mundo, el exilio, y al final, su propia destrucción. ¿Cuándo desapareció la certeza de tener un cuerpo propio, una tierra propia, una tierra hogar? No existía aquella “Troya” que ella hubiese querido salvar. ¿Existió acaso Casandra, apenas como creación de los poetas a través de los cuales ella nos habla?

EL DESTINO: EL JUICIO Y EL AZAR
(LA MUERTE DE LA PITIA, DE DÜRRENMATT (21))

Saber el futuro no nos permite escapar de él, no sólo en el mundo sino en nuestro interior; la decisión ya está tomada desde que el consultante hace la pregunta, aunque se trate de una pregunta muy simple: ‘¿Cómo se librará Tebas de la peste?’ La peste se hubiese frenado construyendo un nuevo alcantarillado, y no buscando al asesino de Layo, reconoce el Tiresias de Dürrenmatt. Pero la pregunta ya deseaba su respuesta específica, ya la llamaba con alevosía o desesperación. Hay una vocación de sacrificio en toda sociedad, hay una necesidad de purga y sacrificio en cada uno de nosotros, Indra. Quizá sólo así logramos salir de nuestra celda.

“Somos todos prisioneros de algo, dice Dürrenmatt, no sólo de los oscuros juegos de la política, sino también de nuestras obsesiones y egoísmos”.

Los rituales de sacrificio y las ordalías –juicios de Dios–, que desde tiempos muy remotos ayudaban a decidir el merecimiento de un castigo, son el principal antecedente del ejercicio oracular y determinan sus procedimientos; los ritos de purificación y el sacrificio mismo permanecen en el protocolo para conocer la disposición del dios de aceptar las ofrendas humanas y comunicarse con la vidente sin destruirla. La adivinación délfica, asociada con la inmersión y bebida de manantiales sagrados que entran y salen de la tierra como serpientes, recupera en particular la tradición de las ordalías por agua. ¿Pues acaso no proviene la palabra “manantial” del llamado “mana” o principio mántico? Antes de cada consulta, Indra, tú me pides que me lave las manos. Y luego me das un vaso con agua para que lo vaya bebiendo a pequeños sorbos a lo largo de la sesión.

Cuando el oráculo era la forma de legitimar una decisión política, Delfos cumplía una importante función jurídica que poco a poco se fue trasladando a instituciones como el Ágora, la asamblea de ciudadanos y el Senado. Para el oráculo, el juicio sobre la historia personal de los consultantes era la vía privilegiada de arbitraje –reproduciendo en ese sentido una cosmovisión heroica, según la cual son ciertos individuos quienes determinan la historia de los pueblos. Cuando alguien preguntaba por su filiación: ‘¿Quién es mi padre? o ¿tendré descendencia?’, lo que estaba averiguando era la legitimidad de su liderazgo en una fundación o conquista, dice Catherine Morgan (22). Delfos fungía así como árbitro entre comunidades, entre individuos en antagonismo, o entre los hombres y los dioses. Siempre en ese umbral: entre la palabra sagrada y la palabra jurídica. Su decir profético –contundente pero ambiguo– se convirtió, pues, en un estilo, una forma de diplomacia(23) .

Cabe pensar entonces que la voz del Oráculo gustaba de hacer literatura y presentar la historia de las civilizaciones como fruto del destino de uno o varios personajes en particular. Tal parece haber sido el caso de Edipo.

¿Sería el uso de metáforas literarias, tanto como la ambigüedad poética, una argucia de la palabra oracular para evadir el compromiso político de orientar una decisión? Siempre quedaría la salida de adjudicar las supuestas fallas o impertinencias de un oráculo a la mala interpretación de los hombres... Indra, yo sé que no tú no te vales de argucias, y sin embargo te he oído afirmar cosas contradictorias. ¿Cómo esperas que uno comprenda un discurso tan equívoco, amiga mía? Recuerdo tu réplica: ‘Es sólo tu propia decisión interna lo que decide el oráculo; todo lo demás que yo diga se desvanecerá como humo de incienso...’ Pero es precisamente del humo de donde surgen las sombras con que dialoga la Pitia en el texto de Dürrenmatt: consultantes suyos en el pasado, ahora muertos, quienes confiesan “su verdad”, sus intenciones, su propia versión de los hechos en que perecieron, es decir “la versión que cada uno ha elegido” para conformarse a ella. Así se descontruye el mito de Edipo en torno a su relación con el Oráculo de Delfos, se descontruye hacia el pasado, Indra querida, y también hacia el futuro; los acontecimientos reales no parecen ser más que el nudo donde se trenzan causas muy diversas, posibilidades pendientes. ¿Qué le dirías tú a la Pitia si hoy se presentara a contarte su historia? Es sabido que una adivina suele desconocer su propio destino.

En La muerte de la Pitia, Dürrenmatt cuenta cómo una tarde pesarosa, cuando ya estaban a punto de cerrar el Santuario, Paniquis XI, adivina incrédula, burocrática y desganada, acostumbrada a fingir el trance mientras recitaba oráculos pre-elaborados por adivinos, había hecho a un tal Edipo cierta profecía desorbitada que se sacó de la manga sólo para librarse cuanto antes de aquel inoportuno. Se trataba de algo absurdo, una broma, un disparate –“cosas inverosímiles que jamás ocurrirían”, confesará tiempo después: que Edipo mataría a su padre y fornicaría con su madre.

Ahora, muchos años después de aquello, Dürrenmatt la describe sentada sobre el trípode, presa de un trance auténtico mientras agoniza, presenciando cómo aquellos fantasmas involucrados en la vieja historia de Edipo se materializan en medio del pneuma: Layo, Meneceo, Yocasta, La Esfinge, e incluso Tiresias, quien al final de sus siete vidas ha bebido las mortales aguas de la fuente Trifulsa para despedirse al fin.

Cada una de las sombras miente deliberadamente, y se miente a sí misma sin saberlo, inventa una versión de los hechos y trata justificar su papel de acuerdo a sus temores y anhelos inconfesables. Cada personaje se cree el centro de la historia y supone que fueron su voluntad y sus decisiones, en respuesta a los designios de los dioses o al propio instinto, el motor de otras vidas. Sus relatos, mitad confesión, mitad queja, son prosaicos, sin grandeza, individualistas, egoístas, necios. La Pitia, por su parte, va dándose cuenta de que aquel oráculo falso que dio a Edipo, junto con otras profecías que pitonisas anteriores y posteriores habían sido obligadas a recitar, primero para Layo y después para Meneceo, desencadenó la serie de acontecimientos en que todos se vieron envueltos ¡creyendo que ejercían su libre albedrío! Sólo ella, que no tiene interés personal alguno –pues ni su propia muerte le preocupa– y que acaso sólo por curiosidad se ve impelida a desentrañar la verdad, puede seguir los hilos absurdos de esta red en que cayeron tantos, y corrobora la constante ignorancia e inconsciencia de todos. En el desapego que siente la Pitia moribunda radica justamente su posibilidad de “ver”, de ver antes que ningún otro y aun a pesar de sí misma, ¿no lo crees tú, Indra? “Sólo el desconocimiento del futuro nos hace soportable el presente”, concluye Paniquis. Siempre me ha asombrado muchísimo ese afán de los hombres por conocer el futuro. Parece que prefirieran la desgracia a la felicidad”(24) . Es así como el rito oracular funda el momento más dramático del hombre frente al Destino: no el momento en que los hechos fatales se cumplen, sino aquel en que el hombre abre los ojos a su significado: la anagnórisis -precisamente el punto clímax en toda tragedia clásica.

Las distintas versiones de los personajes (incluido Tiresias, el intrigante, el estratega engañado también por el azar) se superponen, traslapan, excluyen, entremezclan y van formando un tejido enigmático y complejo donde “la verdad” queda en extravío. El lector del cuento de Dürrenmatt queda perplejo, incapaz de reconstruir linealmente lo que en realidad ocurrió: “La verdad será siempre diferente cuanto más indaguemos en ella, dirá en su último momento Tiresias. La verdad sólo existe si la dejamos en paz”(25) . La verdad de cada uno es la versión que elige contarse. Esa elección es quizá nuestra única libertad. Edipo no reconoció al padre y a la madre que no quería tener: “Prefirió ser hijo de un rey que de un áuriga. El mismo eligió su destino”, concluirá Tiresias(26). Prefirió encarnar al héroe ciego, parricida e incestuoso que debe castigarse a sí mismo.

Cada versión termina por enredarse en la misma madeja. Pues tal como tú me has dicho, la adivinación supone un mundo en que todo está conectado, aunque sus elementos parezcan fortuitos o se contradigan entre sí. “No hay historias secundarias, todo está relacionado. Si mueves una parte, se remueve todo”(27) . La adivinación no es sólo la visión de lo futuro inexistente sino también del pasado oculto; no es mera formulación de lo que sucederá sino de lo que podría suceder; no es sólo la visión de los sucesos sino especialmente de sus conexiones, en virtud de las cuales los sucesos mismos se convierten en signos unos respecto de otros, conformando una curiosa “gramática” del azar. Nunca sabemos en qué medida tal o cual pequeña acción nuestra ata o desata una secuencia portentosa de acontecimientos. Así lo va descubriendo Paniquis, no sólo al escuchar la confesión de las sombras, sino al corroborar en los archivos del Santuario aquellos oráculos que pitonisas anteriores profirieron. Actúa Paniquis como un detective perplejo, divertido. “Ve” que la verdad es una construcción humana misteriosa, apenas voluntaria, y algo más sorprendente aún: que los dioses no hacen sino atenerse a ella. Y puesto que los dioses ignoran cómo decidirán los hombres, necesitan de ellos y de sus errores para ver cumplidos sus designios. ¿No es esto motivo de risa?, ¿asunto de comedia, más que de tragedia?

Un oráculo conjuga mil historias entrelazadas, pero también cada oráculo tiene su propia historia, cuya ruta es difícil desandar hasta las fuentes originarias. Toda profecía genera sus leyendas, el mito se trenza con los acontecimientos y los acontecimientos se difractan en un espectro de reinterpretaciones que nunca termina de desplegarse. La práctica oracular, como la Tejedora Madre, lanza al porvenir sus hilos desde un pasado anterior a ella misma, acaso también legendario. Anécdota y mito se igualan: son versiones, versos, palabra encarnada en los hechos que provoca. Así, el Oráculo (narración sobre el “futuro”) y la Historia (narración sobre el pasado) dialogan entre sí en un presente movedizo. En este sentido, Indra, lo fáctico (¿quién podría conocerlo incluso a posteriori o cuando se halla frente a nosotros?) es capaz de corroborar una extensa gama de versiones, por muy excluyentes que éstas sean. Así sucedió con lo que una cadena de pitonisas profetizó en Delfos, pues por sus efectos pervive incluso tergiversado. Vistos con los ojos de ahora y desde aquí, aquellos oráculos antiguos funcionan como explicaciones potenciales de lo que habría sucedido luego. Y lo potencial forma parte la realidad que “habitamos”. El carácter verdadero de los oráculos no depende, pues, de que se hallen en algún registro documental o arqueológico sino de que su ‘sustancia’ siga produciendo historias, interpretaciones y ensueños.

En el cuento de Dürrenmatt todo relato particular y subjetivo se enreda con los otros para crear la historia “objetiva”, donde cada personaje ha cumplido su rol sin apenas saberlo. ¿Quién ha urdido esta red multicausal del Destino, Indra? ¿Acaso un dios omnisapiente que valiéndose de nuestro famoso libre albedrío, de nuestra libertad de marionetas, cumple puntualmente sus designios, como en el universo de Sófocles? ¿Acaso un “mecanismo ciego del poder”, como el que Shakespeare revela en sus tragedias?(28)¿Acaso la inercia de una especie de “tonel de la risa”, movido desde su interior por hombres apiñonados, inconscientes, que trotan intentando guardar el equilibrio, como en el Theatrum Mundi de Beckett?(29)

El texto de Dürrenmatt pone diversos mundos dramáticos en relación, sin desmentir a ninguno; despliega una escena dialogada en que se actualizan escenas sucedidas antes y después, y todo ello narrado desde el punto de vista de la incrédula adivina, quien parece ignorar el propio poder simbólico del Oráculo. Dürrenmatt contrasta las dos formas básicas de la adivinación en la antigüedad: la técnica (racional), representada por Tiresias, y la inspirada (irracional y sagrada), encarnada en Paniquis. La primera, que intenta el control de las circunstancias y la manipulación política (en este caso con fines “democráticos”(30) ), logra lo contrario a lo que se propone, pues los hombres no actúan según cálculos de la razón sino de acuerdo a sus caprichos, estados de ánimo e ignorancias imponderables. Pero también la profecía irracional y fantasiosa de la Pitia provoca daño. Ni Tiresias ni Paniquis creen en los dioses, su fe está puesta en la razón; pero creen que hay que utilizar racionalmente esa fe irracional en los dioses. Intentan ambos una apariencia de orden en medio del caos, pero al final ambos fracasan. Fracasa el intento de dominio por medio de la razón y fracasa también el intento de dominio por medio de la fantasía, pues la realidad es indomeñable. Y sin embargo, el drama entre razón y fantasía perdura siempre en la conciencia de los hombres. A lo largo de la historia, dirá Dürrenmatt por boca de Tiresias, “se enfrentarán claramente aquellos para quienes el mundo es un orden con aquellos para quienes es una monstruosidad. Los unos considerarán que el mundo es tan modificable como una piedra; los otros, que el mundo se modifica junto con su impenetrabilidad. Los unos tildarán a los otros de pesimistas, y éstos denostarán a aquéllos llamándoles utopistas. Los unos afirmarán que la historia avanza según leyes muy precisas; los otros dirán que tales leyes sólo existen en la imaginación de los hombres”(31) . De una u otra manera, todo intento consciente de controlar o cambiar la realidad suele ser contraproducente; y por el contrario, nuestras palabras más inocentes pueden tener efectos impensados, incluso devastadores -de ahí el amenazante poder de un oráculo. No hay que olvidar, Indra, que fue precisamente la profecía espontánea e inintencionada de la Pitia la que se cumplió de manera fatal en el caso de Edipo, gracias a sus propias acciones: “¡Ay, Paniquis, por qué tuviste que inventar la verdad con tu oráculo”, se queja Tiresias(32) . Queda en el aire la pregunta de si los dioses concibieron tal patraña como parte de su plan divino, o si la patraña modeló el destino de los hombres, los héroes y los dioses inclusive. ¡Cuánto poder hay en tus palabras, Indra, y cuán poco en tus manos!

Si bien la profecía no dice ni puede crear la verdad más que por azar, te concedo que por lo menos teje redes insólitas en nuestra memoria. Entre lo que soñamos y sabemos, entre lo que vemos y lo que imaginamos se anudan invisibles hilos y se establece una tensión continua. La pregunta central sobre nuestro destino sigue siendo siempre: ¿decidieron los dioses o decidió el azar?” Esta lucha entre lo racional y lo intuitivo, lo premeditado y lo azaroso, lo voluntario y lo espontáneo, entre la acción controladora y la actitud pasiva, configura la historia de nuestra mente occidental (tanto en el arte como en la ciencia, la filosofía, la religión), y crea una dramaturgia que la hiere de arriba a abajo, desde los tiempos antiguos hasta los modernos, tiñendo nuestra conciencia de íntimas contradicciones.
...Dice Tiresias al final del cuento: “Nuestra lucha (la lucha entre el Adivino y la Pitia) es emocional y poco meditada, pero ya se está construyendo un teatro en Atenas, y un poeta desconocido, Esquilo, está escribiendo una tragedia sobre Edipo... Edipo seguirá viviendo como un tema que propone enigmas”.

¿No te parece, Indra, que el espíritu del rito oracular desembocó en los temas, procedimientos y cosmogonía de la tragedia antigua, y que a partir de ahí marcó nuestra noción de lo que es el teatro? Ya en el recinto oscuro de la Pitia, como en una matriz mental colectiva, se gestaba nuestro concepto de Destino, de libertad individual, de autocastigo; nuestra idea de la visión divina frente a la ceguera humana; nuestra conciencia sobre el estatuto frágil y enigmático de la palabra; nuestro temor, nostalgia y reverencia por la palabra-origen.

Habrá quien piense que éstos no son temas para llevar a una consulta personal, Indra. Y sin embargo, tú insistes en develar las conexiones entre lo individual y lo extrapersonal, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre la historia y mi pequeña experiencia de cada día, entre mis sueños y mis lecturas. ¿Me ayudarás esta vez?

Te beso desde aquí, en espera de verte pronto.

 


NOTAS

1 Mantiké en griego significa presentimiento y conocimiento de cosas futuras. En latín, el concepto divinatio se refería específicamente al hecho de participar de la visión (atemporal) de la divinidad.
2 Christa Wolf, Cassandra, a novel and four essays, The Noonday Press, Farrar, Straus, Giroux, 1984.
3 Friedrich Dürrenmatt, La muerte de la Pitia, Tusquets, Barcelona, 1990.
4 Marcel Detienne (Maestros de verdad en la Grecia Antigua, Taurus, Madrid, p.63 y ss.) explica cómo la palabra oracular, particularmente antes del siglo IV a. C., poseía en la mentalidad de los griegos la misma “eficacia” que un mandato o gesto divino: “Cuando Apolo profetiza, ‘realiza’ ”.
5 Período crítico entre el s. VII y el VI a. C., cuando nacían Corinto, Esparta, Atenas y sus posteriores colonizaciones.
6 El ádyton es la caverna, matriz oscura, zona de delirio, de humores y de sueños. Las visitas a este recinto eran meticulosamente programadas: una vez por mes, y sólo durante nueve meses del año –explica Plutarco en De Pythia Oraculis–, lapso que coincide con el periodo de gestación de una vida humana. La palabra oracular es, pues, “organismo” que se concibe, crece y se da a luz en la cavidad más íntima del cuerpo, la tierra o la conciencia.
7 Citado por Flacelière, Adivinos y oráculos griegos, Eudeba, Buenos Aires, 1925, pp.43 y 44.
8 Op. cit., p. 56.
9 Hay similitud entre el trance de posesión profético y la mediación sagrada en los rituales. Durante el rito dionisíaco representado en Las Bacantes de Eurípides, el actor es poseído por el dios, quien a su vez funge como víctima y testigo del sacrificio. La relación entre profecía y teatralidad pasa por este poder sacramental para “hacer presente” al dios invisible y “darlo” en participación a la comunidad.
10 Jung explica esta idea en su trabajo “Sincronicity”, cuyos conceptos se retoman en el Prólogo al I Ching, Libro de las Mutaciones (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1976, p. 25): “La causalidad constituye sólo una suerte de hipótesis de trabajo acerca de la forma en que los hechos se desarrollan uno a partir de otro, en tanto que la sincronicidad considera que la coincidencia de los hechos en el espacio y en el tiempo significa algo más que un mero azar, vale decir, una interdependencia de hechos objetivos, tanto entre sí como entre ellos y los estados subjetivos (psíquicos) del observador”.
11 Christa Wolf narra en esta novela, mediante un largo monólogo que comienza en la escena final de la historia y transcurre hacia el pasado, la caída de Troya desde el punto de vista de una mujer cuyos dotes visionarios le atrajeron desdicha y escarnio. En voz de Casandra la autora hace una revisión de la sociedad patriarcal y de la guerra, analogando implícitamente aquellos tiempos míticos narrados en la Ilíada con el tenso periodo de la Guerra Fría del siglo XX.
12 Herodoto I, 47, citado por Iriarte (Las redes del enigma, Taurus, Madrid, 1990, p. 75).
13 Y puesto que la escena no es mímesis ni traducción, sino reflejo, actualización y corporeización de una fuerza que la traspasa, la Pitia es a la vez espectadora de un visión interior y actriz que encarna y acoge a aquel Personaje-Espectador (Dios) que todo lo mira. La palabra “entusiasmo” viene precisamente de entheos, que significa “lleno de Dios”. El dios entra en la Pitia como un amante abrasador.
14 Op. cit., p. 176.
15 Atributos de la palabra mágico-religiosa de los que participa la palabra oracular en tanto que palabra “eficaz” son: diké (concordancia con el orden natural y la justicia), pístis (confianza entre Dios y el hombre, y fe en el poder de la palabra divina) y peítho (capacidad de seducción: ser “palabra de miel” con “poder de encantar”), explica Detienne (op. cit., p. 66 y ss.). Las profecías de Casandra carecerían, pues, de peítho.
16 Wolf, op .cit., p. 128 (trad. mía).
17 Citado por Iriarte, op. cit., p. 28, quien más arriba advierte: “Para el imaginario griego, la palabra femenina está asociada con la irracionalidad y con el enigma”.
18 La problemática de Casandra expresa el conflicto interior de la propia escritora Christa Wolf en momentos críticos de la Guerra Fría. Presentía la catástrofe y sentía el deber de atajarla desde su postura crítica; pero al mismo tiempo necesitaba cultivar la esperanza, tanto en ella como en los demás. “We still cannot believe what we see. We cannot express what we already believe”, dice Wolf (op. cit., p. 226), hablando de la amenaza nuclear. Hay en su novela una clara identificación entre la profesión de vidente y la escritura literaria: “Oh,... the inevitable moment when the woman who writes (who “sees” in Cassandra’s case) no longer represents anything for anyone except herself; but who is that? Does there exist an ominous right (or duty) to bear witness?” (p. 232).
19 Op. cit., p. 224: “The Troy I have in mind is not a description of bygone days, but a model for a kind of utopia”. Troya fue una de tantas ciudades sitiadas y desaparecidas antiguamente en aquella zona, añade, pero se vuelve prototípica.
20 Cuenta Plutarco que cuando Apolo mató a Pitón, el dragón délfico, asociado con la madre, se adueñó del santuario en Delfos. Hay quien ve en esa leyenda la transición de un sistema matriarcal de dominio a otro en que se recluyen la palabra y la voz femenina (Cfr. Iriarte, ibid.)
21 Friedrich Dürrenmatt (nacido en 1921) es narrador, ensayista y dramaturgo. “La muerte de la Pitia”, pese a ser un cuento, está construido en torno a una escena, con personajes y parlamentos donde se superponen el mito y la historia, pasando por la conciencia individual.
22 Cfr. Catherine Morgan, Athletes and Oracles, Cambridge University Press, London, 1990, pp. 150-161.
23 Adivinación y poder han mantenido siempre una relación complementaria pero conflictiva. El Oráculo de Delfos era útil para legitimar posturas amenazadas por la incertidumbre en una época de inestabilidad; por un lado creaba consenso, y por el otro, centraba la atención pública sobre un problema en particular, dejando al gobierno libre para actuar en lo oscuro, explica Morgan (ibid.) Pero la adivinación podía ser también un mecanismo de resistencia al poder cuando le oponía su autoridad moral. Por eso, más tarde, los regímenes totalitarios y monárquicos atacarían duramente la institución oracular.
24 Ibid., p.147.
25 Ibid, p. 160.
26 Ibid, p. 159.
27 Ibid, p. 151.
28 Tal y como afirma Jan Kott en repetidas ocasiones a lo largo de su libro Apuntes sobre Shakespeare (Seix Barral, Barcelona, 1969).
29 Esta imagen del “tonel de la risa” es utilizada por Jan Kott (“El rey Lear o el final de la partida”, op. cit., p. 160 y ss.) para explicar cómo en la tragedia contemporánea el principio absoluto contra el que se alza el personaje trágico, la Historia, que había sustituido el antiguo papel del Destino, es sustituido a su vez por un mecanismo autómata, inmanente, insensato, puesto en marcha por el hombre: “Lo absurdo es ahora el absoluto”, dice. El hombre se enfrenta en vano al absurdo que la propia civilización ha creado. Así que lo trágico y lo grotesco se han fundido en un género fársico más cruel aún que la tragedia clásica.
30 Tiresias, quien fungía como asesor en el gobierno de Tebas, elaboró falsos oráculos para evitar la subida al trono de Creonte, un hombre-dragón de la estirpe de los espartanos, quien habría de someter a la ciudad a un sistema totalitario, idealista y cruelmente disciplinado.
31 Ibid, p. 161.
32 Ibid., p. 151.

Carmen Leñero, "Carta a una adivina: teatralidad del oráculo ", Fractal n° 27, año 7, volumen VII, pp. 99-128 .