ALICIA GARCÍA BERGUA
Tomás Segovia:
un ascenso a la tierra*
Para Fabio y Toni
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ALICIA GARCÍA BERGUA Tomás Segovia: un ascenso a la tierra* Para Fabio y Toni |
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EMOCIÓN Y MEMORIA Hablando de Giuseppe Ungaretti, Tomás Segovia define la poesía como la expresión de una experiencia emotiva, vivida en esa forma especial que se llama sentimiento. Sólo éste nos adhiere al mundo, nos interna en él, dándonos y dándole sentido. Lograr en la poesía esta adhesión es el desafío que abiertamente se plantea en su obra Tomás Segovia. Leemos, por ejemplo, en su poema “Nocturno corporal” del libro La voz turbada (1948): “Si mi sangre callase un momento / y amainasen un poco mis pasos; / si no se me escapara este río / que adormezco en los brazos / yo escucharía”. Y no es que el poeta no escuche en el sentido trivial de la palabra, sino que en este poema se expone el límite que hace posible su poesía: no poder sumergirse en el presente, ni asir el momento en el que se suscitan las emociones para adueñarse de ellas desde el principio, sino tener que recobrarlas, que volverlas a reencontrar en una memoria hecha de palabras. La poesía de este autor es antípoda a la de Antonio Machado, pues en la de este último se da por hecho que el vínculo con el mundo, las múltiples emociones que dan lugar a los sentimientos, está dado desde el principio por vivir simplemente, y que la poesía lo conserva a base de un trabajo memorioso, en el que uno tiene muchas veces que sacrificar la simple evocación de acontecimientos reales en aras de mantener para siempre presente la sensación de una vivencia. En el caso de Tomás Segovia, la poesía tiene que volver a crear este vínculo desde el principio, pues la vivencia emocional del momento es algo inasible que se pierde y confunde con las de otros. Para que las palabras la fijen, el poeta escribe sus poemas no como un diario, sino como memorias que atestiguan sensaciones de distintos momentos, a partir de las cuales recobra sus emociones e indaga sus sentimientos. Dice en “Amanecer”, un poema de Luz de aquí de 1954: “Ahora vence el alba, la ira se disipa: / esto era estar vivo, éste era el mundo. / Eras de veras tú, / era de veras yo, y en la verdad hablábamos”. En este poema no es el momento, es el recuerdo de la sensación de éste lo que queda sedimentado, y a partir de él hace una especie de reconstrucción a posteriori de las emociones y sentimientos. En la medida en que el poeta avanza en su indagación, se da cuenta de que es precisamente su orfandad, la vaguedad de su origen, lo que le hace sentir que su propia memoria emocional le es ajena y tiene que hacer un esfuerzo para recuperarla. Pero esta ajenidad no se debe a que se sienta apartado del mundo o de los otros, sino que su memoria se confunde en el lenguaje con la de todos. Él escribe desde el principio sabiendo que no hay ninguna página en blanco para los escritores; que la literatura se escribe en realidad sobre páginas ya escritas. Y quizá por ello hay un empeño de precisar su propia memoria, de darle esa realidad concreta y singular que es su propia escritura. Quizá parte de la fuerza erótica que trasmite esta poesía se deriva de una sensación de pérdida y extravío que domina al poeta y lo obliga a buscarse incesantemente en las palabras, como si fueran señales, semejantes a oráculos, a las que hubiera que atender para comprender lo que le está sucediendo emocionalmente. Su gran dominio del verso parece remitirnos a una necesidad muy grande de que el lenguaje sea un transcurso que lo abrace y lo lleve en una dirección. Toda la obra expresa más que una vitalidad a secas, una enorme hambre de vida y un miedo terrible a perderse en el trayecto. La poesía es entonces abrirse un camino en el lenguaje e ir avanzando por él, es un continuo desciframiento del curso emocional. La soledad en la poesía de este autor cobra así un matiz distinto, no es la de los poetas místicos, en la que ellos se resguardan, se recogen del mundo; tampoco la de quien huye de la agitación de las ciudades pero en cierto modo sigue en ellas. Es una soledad que paradójicamente quiere encontrarse con el mundo y los otros, sin extraviarse ni pasar desapercibido. Es mirada con dramatismo, porque para el poeta es ante todo la conciencia de nuestra gran fragilidad individual. Y es a su vez un duro cuestionamiento de todos esos vínculos que damos por sentados sobre la base de nuestra naturaleza biológica o nuestra cultura religiosa, y que nos hacen suponer que sentirse solo es ilusorio, pues venimos ligados de antemano o hay algo superior que nos une. Para este poeta la soledad es la realidad que nos define y es inherente a la naturaleza humana, pues nuestra mente necesita trazar una división con el mundo y con los otros para poder poner los límites de la propia memoria y del tiempo personal. No podemos recuperar nada si no pretendemos que nos alejamos. Muchos de sus poemas empiezan entonces con una mirada al paisaje, que parece silenciar deliberadamente el lenguaje y el bullicio con el que el mundo se nos presenta. Esta primera mirada de muchos poemas es equiparable al silencio con el que suele empezar una pieza musical, pero en su caso marca la soledad desde la que escribe. Y en sus poemas más largos, épicos, e incluso los eróticos, logra transmitir esta soledad a su voz, dando una sensación de vértigo, que realza la insignificancia del ser humano individual, haciéndola, por contraste, grandiosa. En este sentido, es una poesía cercana a la tragedia griega. Al exponer su soledad como principio básico, elude cualquier andamiaje retórico ajeno, cualquier religiosidad; no se eleva sobre las palabras dichas anteriormente por él o alguien más, sino que intenta sumarse a la tradición, al mundo al que pertenece, pronunciando de nuevo, a su manera particular, unas palabras semejantes a las de los otros, que confirman sus huellas. Porque para él, hacer esto desde el vértigo y la desnudez de la soledad, es lo esencial de la poesía. Únicamente así se expresa la plenitud humana. Y lo que también sorprende es que a esta soledad, fundada en el desamparo y la fragilidad y en el ansia de comunión a través del lenguaje, la considere Tomás Segovia no un hecho trágico, sino la conquista de una libertad posible. Los poemas se contraponen a la idea de la víctima romántica marginada, solitaria e incomprendida por los otros, y le restituyen al solitario una fuerza que no se avergüenza de sí misma. Es una poesía que no oculta frente a los lectores lo que supuestamente nos humilla: los deseos no admitidos, los miedos, las ansias de acción. Más bien nos hace claro que sin ellos, nuestros sentimientos y pensamientos carecerían de fuerza expresiva, y que las necesidades y las carencias, en la medida en que nos impulsan a actuar y a sentir, son las que nos construyen. En la obra de Segovia no hay ninguna pretensión vanguardista, pues toda vanguardia intenta una separación, tomar distancia con respecto a quienes la preceden. Hay más bien la intención contraria: buscar la comunión y la memoria a través del lenguaje, encontrarse con los otros, y consigo mismo, dialogar y contribuir con ellos. Es una poesía que pese a exponer su soledad, desea también unirse a un coro; que al no poder recobrar del todo la comunión con los otros, se conforma con reunir sus certezas emocionales con claridad y sabiduría. En ella más que contemplar, se quiere reflexionar sobre lo sentido y acontecido, pues eso es la manera de hacer que esto último persista en nosotros. Pero igual que –según Tomás Segovia– uno no escribe en una hoja en blanco, sino ya previamente escrita, uno encuentra sus huellas en una tierra nunca virgen que es el lenguaje, por ella pasan todos adoptando las mismas formas. Es en su libro Anagnórisis, escrito entre 1964 y 1967, donde el poeta emprende conscientemente la tarea de buscarse y atestiguar con el lenguaje que todos compartimos, hecho de las formas con que hablamos, escribimos y conversamos: monólogos, confesiones, cartas, declaraciones amorosas, insinuaciones, quejas de dolor, indagaciones en la propia historia, canciones, reflexiones, prosas y parlamentos. A partir de “Anagnórisis” su poesía asume cada vez más naturalmente todas estas formas. En su manera de andar por el lenguaje parece suponer que hay un suelo común que todos pisamos, aunque no nos demos cuenta. Y entonces sus poemas se paran muchas veces sobre ese suelo como en un escenario, para emprender monólogos o decir los diálogos de una obra donde atisbamos a la otra, al otro y a los otros, según el caso. El hecho de que el vínculo con el mundo a través de las vivencias presentes se le vuelva inasible, obliga al poeta a recurrir a un lenguaje que nunca se detiene a contemplar ni a recordar, sino que siempre está en acción, evocando memorias que no se vuelven del todo explícitas: avanza y retrocede en el tiempo, se pregunta y se responde, duda y afirma, niega, canta, llora, ríe, se pone a pensar. Es una poesía en perpetuo estado de construcción, que no llega casi nunca a un lugar, a un recuerdo, a un hecho específico, sino que es testimonio de un trasiego, de un ir y venir sin poder casi detenerse. Es una poesía en gran medida de acción emocional y de interpretación, no de contemplación. Y por eso su voz o sus múltiples voces se vuelven en muchos casos dramáticas. Con la poesía el autor sale al encuentro de las emociones, las asume activamente para ver adónde lo llevan o si lo llevan adonde pretendía ir. Por ejemplo, en el caso de Anagnórisis, hay una clara intención de ir hacia el pasado, hacia el origen, a través de una memoria emocional difusa, dispersa y desgarrada. Un afán de hallarse en un caos de recuerdos emocionales difíciles de hilar. Y la hilación que logra da origen a un canto, a un recitativo o a una reflexión conformados por los sentimientos mismos. Para Tomás Segovia siempre ha sido claro que éstos son producto de una elaboración racional o mental, consciente o no. Y es por eso que el pensamiento forma naturalmente parte de su poesía. En todos sus poemas hay razonamientos de algún tipo, búsquedas, revelaciones y descubrimientos. En esta poesía los dos sentidos de la palabra interpretar se funden; la interpretación como discernimiento de las emociones vagas, que dan lugar al sentimiento y, por lo tanto, a la posibilidad de verlo con claridad, y la interpretación como actuación, como puesta en acción del sentimiento. Su poesía nos hace sentir muchas veces que su voz actúa en un escenario, frente a nosotros. Por ejemplo, en el poema “Anti-yo” de Terceto (No soy el que yo digo / Soy el que dices tú / Me traiciono por ése / Mi doble que el amor y la impiedad figuran / Dinamito mi suelo alegremente / Con tu risa me río de mi gloria / Pulverizamos la complicidad / con que me miro sin tus ojos / Me salgo de mis pieles / me abalanzo a mirar en el abismo / un lugar inasible...). Un poema como éste, similar a un monólogo teatral, transmite también las sensaciones de soledad y fragilidad del poeta como si fueran las del actor en acción, y por ende su necesidad de encandilarnos, conmovernos y seducirnos, de llevarnos de la mano para que lo acompañemos con nuestra lectura. Y en su afán de comunión y de compañía dentro de la literatura, Tomás Segovia puede convertir los poemas en piezas dramáticas. Anagnórisis y Cantata a solas lo son.
Cantata a solas, de 1983, es un poema escrito como pieza dramática que recrea el encuentro del poeta, al comienzo del invierno de su vida, con esa memoria que se le vuelve ajena en la medida en que se confunde aún más con la de todos. El poeta dialoga y canta con el tiempo de su existencia convertido en voces. Lo paradójico del título, Cantata a solas, proviene quizá de la idea de que en la soledad de la literatura uno nunca está solo, y no únicamente por escribir en una lengua común y en consonancia o discordancia con otros, sino también porque la propia memoria nos revela que hemos sido muchos en el tiempo, muchos que han estado solos. La memoria nos enfrenta a las múltiples voces solitarias que hemos tenido y evocarlas nos hace entrar en un mundo que se vuelve a ratos irreconocible y hasta quizá ridículo. El poema tiene entonces una especie de obertura, en la que el autor se introduce en esa ajenidad en que se ha convertido su memoria: “voces de pájaros, que irrumpen a destiempo, equivocadamente, con chillidos vulgares y codazos de alas”. El poeta “rehuye avergonzado su alharaca impúdica, su bullicio, su lujuria hinchada, su aullido doloroso”. En este poema, a la vez que se plantea una relación con el tiempo de su memoria, se describe un cambio en la relación con el lenguaje. Antes de llegar a ese invierno, el lenguaje siempre le pareció al poeta un cauce por el cual podía avanzar sin sentir tanta extrañeza, podía finalmente descifrar sus emociones, hallar con ellas camino y sentido. Quizá porque además de ser joven, se sentía realmente acompañado de otras voces contemporáneas a él. Pero este poema, en vez de un lamento por la marginación y el aislamiento que se espera de la vejez, es una lucha por no salirse del trayecto. Y para proseguir, tiene que batallar con esas voces de la juventud egoísta que se empeñan en sentir que todo debe ajustarse a sus deseos momentáneos, a su sentido limitado del tiempo. La poesía para estas voces jóvenes sólo proyectará las ansias, las ilusiones y las reflexiones de distintos momentos, e ignorará que uno, al escribir, está trazando un camino más allá de sí mismo que lo llevará por el rumbo impredecible que es la obra, un camino de sobrevivencia. (Aprendo que vivir es defenderse / No disputarle el mundo al formidable invierno / No confundir la casa y la intemperie / No regalar al monte y las arenas / Nuestras cuatro paredes / Para irnos a vivir en los torrentes / En el lecho sangriento del instante / En el mar para siempre del vagabundeo / Con la pandilla de los sentimientos / con la tribu de lobos de los elementos...) Para continuar su camino, el poeta tiene que llevar a cabo aquí un curioso movimiento que lo obliga a asumir cada vez con mayor fuerza que el lenguaje poético que ha creado no sólo no está a su servicio, sino que es más grande que él, lo rebasa. Lo hace verse fuera de sí mismo. Su temporalidad deja de depender sólo de la memoria interior y lineal con la que intentamos siempre ser los mismos, también se confunde con la de otros y se ramifica. Si en Anagnórisis el poeta se buscaba en un tiempo hecho con las palabras de todos, pero finalmente trazado por su propio recuerdo, ahora se somete a un tiempo más vasto e irreconocible, en el que su memoria se extravía. Escribir poesía en esta etapa es entonces adentrarse cada vez más en una vida que, además de que nos va dejando, es cada vez menos nuestra, en el sentido de que no se puede ya seguir con la unidireccionalidad y la visión a corta distancia de los ideales y de los deseos de juventud. Uno ya no escribe lo que desea, sino que es conducido por lo que escribe. A partir de Cantata a solas el poeta inaugura en su obra una visión que ya no está basada en el deseo de abrazar la vida través del lenguaje, sino en amarla sin remilgos, humildemente, poniéndose a su merced a partir de la escritura. Entonces amarla ya no es salir victorioso de ella, es lograr retenerse en ella. Para hacerlo ya no puede ir a la cabeza de sus propias palabras sino que va tras ellas, tras sus distintas voces: corales, recitadas, cantadas, habladas y narradoras. Con ellas desarrolla, como en un espectáculo, una temporalidad paralela y ajena por la que se deja llevar, para hallar de nuevo un cauce. El invierno es entonces en este canto un abandono de esa visión del poeta como una voz que trata de hallarse idéntica a sí misma en esa gran lucha con el tiempo que es la juventud; es la de alguien que trata de retenerse en lo que escribe, de ir más allá de su memoria con la escritura y que esta última le baste. Si en las primeras etapas había una gran necesidad de encontrar el propio rastro entre las pisadas de todos (por ejemplo, en “Berrinche” de Terceto, 1967-1971: “¿no ven que estoy hablando aquí? no ven que estoy hablando aquí / no ven no escuchan dicen que allá nada se oye / que tampoco se ve dónde me estoy callando / yo que sólo me callo para estar en algún sitio...”), en la de Cantata a solas hay una conciencia de que con el paso del tiempo las pisadas se confunden y nadie recuerda bien lo que dijo. Las palabras se van convirtiendo “en una loca tirada de dados en el tiempo” y más que transmitir lo que quisimos, nos lanzan a otro ámbito en el que los deseos de decir ya no cuentan, ya sólo cuenta la curiosidad de leer lo realmente dicho por uno mismo en distintos momentos (La que acalla las voces es la escucha / Lo que pido a los dioses no es aprender a hablar / Eso lo aprendo hablando / Es aprender a leer en mi vida / Saber lo que me digo cuando digo algo / Que sé que también quiere a mí decirme algo / Lo que pido a la intrépida fortuna / No es dominar mi lengua / Ese dominio soy yo mismo / Es que alguno la encuentre / Es que alguno en silencio sepa en qué idioma hablo / Reconozca el compás de mis jornadas / Oiga dentro de sí mecerse la tonada). De pronto el poeta advierte claramente que con las palabras iba trazando un camino realmente azaroso, sin conciencia real de lo que se escuchaba fuera de él, y de que eso es la literatura. Para lograr escucharse y asumir este tiempo que lo rebasa, tiene que descentrarse, colocarse fuera de sí, habitarse en la periferia. Porque amar la vida, escucharla, es fijarse en lo único que nos fue dado y no nos dimos cuenta porque parecía natural y obvio, pero es lo real: el tiempo. Hay un “Cantado”, en la Cantata, el 49, señalado como inaudible que dice: “No temas más / Descendedor que despilfarras metas / Que de alguna certeza dimites cada día / Y de tu propio bien te desheredas / Malgastas la verdad que te han prestado / Y el sitio en que te acogen / No temas hablar solo / Encontrarte de pronto / De espaldas a las voces / A espaldas de las marchas / Abrazado a los muertos inaudibles”. Hay que ver el propio rastro de otra manera, escucharlo como una voz ajena. Abandonar “el pozo oscuro de nuestra boca” y escuchar el rumor de ese tiempo que es y no nuestro y se nos lleva, para poder seguir. Hay que dejarse llevar sin remilgos por ese rumor en el que al final nos vamos convirtiendo. Porque a final de cuentas lo que terminan siendo todas nuestras voces escritas es un rumor del tiempo. Y lo curioso, y esto también vincula al poeta con una visión muy actual del tiempo físico, es que este tiempo de voces se ha vuelto ilimitado y por ello su orden en la pequeña escala de los momentos de nuestras vidas es ilusorio. (El horizonte se ha anegado / En cualquier dirección el mundo no concluye / Todo lo que se aleja se oculta y no termina.) Para continuar y retenerse en el tiempo, es decir, mantenerse íntegro en el viaje, hay que desembarcar, dejar de pretender que uno lleva la bitácora de su propio viaje y aceptar que, como todo en la Naturaleza, pasamos por distintas etapas o estaciones sin que podamos controlarlo ni preeverlo. Hay entonces que sumarse al resplandor grisáceo del tiempo, a su incertidumbre y falta de contornos. (Algo en nosotros cede y se distiende / Alguna seca enemistad se borra / Es dulce descansar de los contornos / La precisión desgasta y erosiona / La plenitud es siempre henchida / Toda dicha rezuma / Todo latido es húmedo / Toda verdad brillante y nítida / Acaba por caer como una gota / En la verdad borrosa que fluye entre los dedos / Mancha oscura en la húmeda superficie del tiempo / El mundo muestra su dibujo último / Tinta corrida que siempre se difunde / Y nunca acaba de secarse y de fijarse.) Y se puede sumar a esta nueva luz temporal gracias a la flexibilidad de la tinta, que con su gris indefinición nos permite desplazarnos y a la vez ponernos a la espera de la primavera.
“Si el invierno no es cárcel sí es camino”, dice un verso de este libro. En este descenso, del que en realidad se trata Cantata a solas, el poeta cae en la cuenta de nuevo de que escuchar no es escucharse (“Siempre escuché con un oído inundado de sangre y de impaciencia. De algo tuvo que estar inundado si había de escuchar: de aire, de sus propios huesecillos, de su carne opaca, de tejidos lerdos. Nadie oye nada en el vacío; es más en el vacío nada suena”.). Escuchar aquí se convierte en abandonarse, dejar que el oído bogue tranquilamente por un mar ondeante de sonidos y que además de oír latir su propia sangre, “oiga latir el vasto aire en cuyo seno late su latido”. Escuchar es aquí una entrega a un tiempo más amplio desde el que uno se mira transcurrir. (Piensa pues / Deportado / Piensa despacio consumiendo el tiempo / Haz del paso del tiempo el cuerpo de tu idea / Mira el rostro de tiempo de tu vida / Mírate cómo vas por el lenguaje / Navegando subido en la materia / Pacientemente hablando con su estela / Ni eterna ni instantánea / Que hierve sobre un móvil tiempo humano…) Para lograr ver el rostro de tiempo de su vida necesita emprender una lucha personal con el invierno, con un pasado congelado en su memoria, y renunciar a las ilusiones, tan caras al siglo XX, de controlar el paso de su historia. (El amo ya no es carne es forma y hielo / Conocimiento señoril y desolado / Fuerza denunciatoria / Torbellino sin cuerpo que gobierna el polvo / El pensamiento no pondera nada / El pensamiento es fuerte por definición / Dice el Segundo Manifiesto Surrealista / E incapaz de encontrarse nunca en falta / Conocimiento es no ser cómplice del hombre / Es encontrar en falta al hombre / Antes que a la verdad / Verdad es desamor / A un desamor me abrazo ciegamente / A mi verdad convoco a gritos entre el hielo / La verdad de mi falta que es mi verdad sin falta / Me desama el invierno me conoce / Me avergüenza me pone en evidencia / Me hace evidencia.) Aquí el amo es una memoria cristalizada, helada, en la que el poeta se ve tal cual, caótico y ajeno. Hay entonces que renunciar a la noción de la propia historia como una apropiación del tiempo, como una voluntad; el tiempo no es de nadie e incluso si queda tras nosotros es mucho más que nosotros, también nos rebasa. Hay que dejar entonces de culparse y anhelar en nombre de un tiempo que sólo en realidad se posee por momentos. Vista así, congelada en la memoria y desde fuera, sin el impulso de esos ideales que pretendieron trazar el destino, la propia historia es un trayecto delineado irrevocablemente en un mapa que ignoramos en gran medida mientras estuvimos inmersos en él. La verdad no es ninguna de las voces que trazaron el trayecto, sino el trayecto mismo. Vencer el invierno es entonces no verlo como el final, como un purgatorio y un anticipo del juicio del más allá. Porque este juicio lo emprenden quienes asumen el poder de la muerte, quienes se ponen más allá de la historia y del trayecto y sienten que la controlan y nos controlan (La Muerte es de los muertos / Por ellos vive entre nosotros / Por ellos somos hombres / Pero no por aquel que entre nosotros / Agita su bandera / Ése quiere embolsarse nuestra vida / Con el poder del amo el poder de la Muerte / Con el saber del amo el saber de la Muerte). Vencer el invierno es asumir un punto de vista que ve este trayecto desde fuera, no desde la soberbia de una voluntad momentánea, sino desde nuestra condición más básica. Hay paralelismos entre Cantata a solas y La Divina Comedia y, sin embargo, la primera se vuelve una versión totalmente distinta de la segunda, pues el trasfondo de esta Cantata no sólo no es religioso, no es el del humanismo cristiano tradicional, es un trasfondo natural, en el sentido de que regresa a una noción de un tiempo que no es el humano, sino el que nos abraza como a otras criaturas. Un tiempo que es un camino natural y no moral, por el que hay que proseguir, aceptando los cambios que trae consigo. Remontar el invierno es entender que uno va por el tiempo junto a otras criaturas. Hay entonces que seguir, lograr que ese tiempo helado donde vemos nuestra memoria como algo ajeno, se ponga en nuestro sitio por un momento. Para ello hay que meter las palabras en él, que dejen huella y ocupen un volumen. Y, al pronunciar las propias palabras, lo fundimos, le damos el calor de nuestra vida actual y logramos que en él se escuche nuestro transcurso. (Ábrete invierno / Deja fundirse un punto en tu cogollo helado / Ponte en mi sitio / Ven a escuchar desde este puesto caldeado / Desde el espeso centro del suceso / Verás nacer la música / Oirás hablar al pájaro / Lo que aquí dicen para mí sus voces / No es lo mismo que dicen para nadie…) El tiempo puede transcurrir sin uno, pero cobra sustancia si lo centramos en nuestras emociones y sentimientos. Por eso el poeta hace del paso del tiempo el cuerpo de la idea y se mira transcurrir en él. La mirada de las propias huellas, de las propias voces, como parte de un tiempo ajeno e irrebasable es un descenso al Infierno-Invierno: a lo que se suponía olvidado, al paraíso del pasado. Un infierno turbiamente añorado, doloroso y también fuente de culpa. El tiempo de la memoria cobra entonces dimensiones heladas y ajenas a la voluntad y de nuevo sorprenden y confunden al poeta las mismas preguntas, que definen y dan consistencia a su sentimiento de orfandad. (Quién ha visto a mi madre / Quién me dirá hacia dónde / Desvió la Diosa su mirada / Dónde se hizo visible mi vida nunca vista). Hay que hacer notar aquí que los sentimientos que predominan en su obra se expresan como una interrogación, como un incesante desasosiego que obliga a actuar y a desplazarse con las palabras. Y es el reencuentro con estas mismas preguntas sobre su orfandad lo que paradójicamente le permitirá remontar el invierno. (Pero cómo curarme de su voz / Entretejida en todas mis saludes / Cómo vivir sin ella sino para buscarla / Cómo darme a estos amos malolientes / Con los que un día insobornable / Le juré y me juró no pactar nunca / Aquí estoy otra vez en los caminos / Nunca dejé de erguir la oreja / Sudando bajo el fardo / O atendiendo a compuestas escenas deferentes / Siempre he estado pendiente de una seña / Esperando la vuelta de un culto erradicado / Sin decir nada más todo yo pregunta / Cómo era aquello / Cómo era vivir con el alma besada) Y aquí curiosamente la Cantata vuelve a diferir de la Divina Comedia por su negación a purgar esa búsqueda de amor y protección maternal, que es uno de los grandes motivos de su poesía, como un pecado, como una fragilidad. No hay ningún arrepentimiento con respecto a ello, hay en cambio de nuevo una afirmación de esa fragilidad y esa soledad, que son la piedra de toque de esta poesía, y un afán de conocimiento, de desear oír su vida desde un lugar distinto. (Tengo que oír lo que mi vida dijo / En un lugar distinto de donde ella lo oía / Como escucho a los pájaros en este albor del año / Heraldos sin saberlo pero no sin quererlo / Tengo que oír mi vida que pía en su tumulto / Y oír allí una lengua / En su flujo fugaz de lengua viva / En su querer decir incondensable / Abrazar su verdad sin extraerla / Sin convertirla en perdurable hueso / Desleal a su pulpa putrescible / Lo que derretirá mis hielos / No es saber lo que fue / Sino ver cómo fue / Ver cómo fue vivir del todo en un abrazo / Y enteramente libre / Y sin soberbia ni venganza / Correr bajo los puentes de este mundo / Siempre bajo las olas de los días / Tan locamente el corazón despatarrado / Y punzado también / Con tristezas también por aureola…) Pero como no hay un arrepentimiento de tipo moral tampoco hay salvación posible. (¿O es que no hay salvación / Es que no saldré nunca / De esta torpe estructura de sofoco y alivio / De berrinche sanguíneo y enjugación de lágrimas / Con que pendularmente / Me echo a perder la vida y la escritura?) Para seguir y oír su vida desde un lugar distinto tiene también que desembarcar, renunciar a las ilusiones momentáneas que enarbolaba en su viaje solitario: su coro de mujeres se lo pide para que zarpe sin él la desventura. Después se sume en la grisura y en ella se va acostumbrando a distinguir las cosas, a vislumbrar caminos. (El espacio inundado muestra que no fue nunca hueco / Se remueven los grises hay atmósfera / Lo saben nuestros poros / El cielo emborronado / Renuncia a su polémica de fuego / El mundo es todo cauce) En medio de esta grisura se opera en el poeta una curiosa reducción a los motivos más básicos de la existencia humana: el deseo y la esperanza. Si nuestra relación con el pasado es con un tiempo complejo que rebasa las voluntades momentáneas que tuvimos, entonces, como dice él: “No hay presciencia en la dicha / No hay encadenamiento del futuro / Esperanza y Deseo son la única ley / Del gárrulo animal humano / Nunca nos es debido ningún alba / Más no amanecerá jamás entre sus brazos / Aquel que no ha dejado abierto / El balcón de su oriente”. Esta última línea a mi parecer hace alusión no sólo al que siempre está dispuesto a ver un siguiente amanecer, sino al sentido oriental del tiempo como algo que no nos pertenece pero nos baña y nos hace partícipes como a todas las criaturas. A la luz de esto, la poesía de Tomás Segovia se convierte en una manera de preparar la tierra para sembrarse en el cauce del tiempo, como una criatura esperanzada y deseante que espera lo que venga sin oponerle ya una voluntad abstracta de búsqueda. (Soy hasta ahora la última palabra / Que ha articulado el tiempo / Sigue pasando por aquí su curso / Sólo siguiéndolo sabré adónde me lleva / Estoy en el meandro / No he entrado en su torrente emocionante / Pero mi gorgoteo irrestañable / Ha seguido a su lado trabajando en su cauce / Tengo en barbecho todo mi lenguaje…) Lo equivalente entonces al Cielo de Dante en este poema es el aterrizaje en una Primavera que premia con su simple aparición esta actitud de espera, de preparación del sembrado en el cauce del tiempo; eso es a mi parecer “Primavera en obras”, el poema con el que culmina la Cantata.
Una de las líneas clave de este poema es la de que en el “aquí” del poeta la primavera no desciende del cielo, y por lo tanto ella no es el cielo en la Tierra. La primavera es resultado del tiempo anterior y lo contiene, por eso el poema empieza diciendo: “Hermoso día gris con mucha historia”. La primavera, según otra de las líneas del poema, no es algo que el poeta invoque con su memoria, sino que llega sorprendiendo por los meandros del tiempo verdadero a quien antes no le prestó atención porque sus deseos y sus búsquedas reducían el tiempo a su persona. La llegada de la primavera no implica tampoco un ascenso de la condición humana a los cielos de un tiempo superior o divino, sino que es aterrizar y despojarse de las ilusiones, dejarse bañar por una renovación que lleva a su vez todo el peso del tiempo anterior. Tampoco es entonces la claridad y el estado de revelación que se esperaría del cielo, es más bien la visión asombrada ante la naturalidad del paso del tiempo, que arrastra, como los ríos y la lluvia, lo que queda sumergido, y crea continuamente un clima de desorden y confusión. La primavera es la conciencia y la aceptación del caos, del verdadero desorden temporal que es la vida. (Nunca reconocible sin retraso / Empieza ya acordándose de su pasado / De cualquier ángulo que la miremos / Le sobran carnes a su idea / Se viste con jirones del invierno / Exhibe redondeces de verano / No viene a ser la primavera / Viene a intentar hacerla / Viene a probar si puede / Mientras le alcance el tiempo / Entusiasta inconstante remolona tozuda / Usando mundo arrancándole horas / Reacias a la mano y cargadas de ganga / Hacer que aflore en la reunión precaria / De toda esa materia que no es ella / De ese clima confuso de ese avance indeciso / De esa lluvia que piensa en otra cosa / De esa luna que ignora la otra cara del día / De esas necias tormentas prepotentes / Del atropellamiento mismo / Con que aborta designios la abundancia / El trazo de una figura / Donde acaso empecemos a mirar / Quién es la primavera / Cuando ella ya se aleja.) Con la llegada de la primavera al poeta se le hace claro que cualquier afán racional de poner un orden interior a largo plazo se vuelve ficticio, que uno tiene que asumir dentro de sí todo eso que sin saber arrastra: su tiempo indefinido y en desorden: su opacidad. Y esta opacidad es también la posibilidad de recomenzar, de seguir borrando y confundiendo todo cíclicamente, porque el desorden es vital en ambos sentidos. En “Salida a flote”, un poema de su libro Lapso, 1984-1985, que sigue inmediatamente a Cantata a solas, muestra esta posibilidad de recomienzo, de renacimiento. (Saliendo de su ahogo la hora rompe a hablar / Debatiéndose emerge de su tenaz maraña / Toma una bocanada de aire limpio y palabras / Se vuelve al otro lado sube a la luz a braza / Su mirada fulmina la pesadilla innoble / Arroja los ropajes de su viudez de mí / Me busca entre mis ruinas la emoción destronada / Y la mira a los ojos inapelablemente / Hablemos pues reviviscencia / Este es el clima de los juramentos / Estamos donde todos los comienzos no cesan nunca de empezar.) El clima donde todos los comienzos no cesan de empezar es el presente: la primavera es la conquista de un presente terrenal, de estar emocionalmente aquí y ahora, como vemos en otra parte de este libro (Escribo para estar desde mi sitio / Desde este asiento de escritura / Hablando no con la escritura / Con el misterio del presente / Pienso en la dicha sin dejar por eso / De hacer sabiéndolo el amor con ella / El tiempo me recorre mientras hablo / Escribo estando vivo / Soy yo otra vez soy otra vez respuesta / Y enigma respondido / Volver en sí no fue nunca otra cosa / Sino volver al mundo). Y de esta nueva forma de asumir el tiempo simplemente estando aquí, sin intentar controlarlo o limitarlo con elucubraciones, nace también otra visión de la poesía en la que los pensamientos y las palabras dejan de ser algo que se traga sin saborearse y se digiere posteriormente, dejando al autor ausente de ellos. (Nunca he sido el ausente sino el secuestrado / Que tuvo maniatado el pensamiento / Que tuvo mucho tiempo que pensar sin manos / Tragarse sus palabras sin probar bocado / Arrancado a los suyos e inhallable.) Las palabras son dichas de nuevo en el momento, respirando, rompiendo los diques de cualquier especulación. El pensamiento y las palabras dejan de ser aquí una barrera contra la realidad; ellos son tan reales y externos como su autor y están sujetos a los mismos vientos, vendavales y vaivenes. La llegada de la primavera marca la posibilidad de poder estar aquí de cuerpo y alma, de dejar de habitar los pensamientos, los deseos, las ilusiones como algo interior y habitar con ellos en la tierra. Esto se hace patente en la cuarta parte de Lapso, titulada Tierras, en el poema “Tierra de sombras”. (…y empieza allí el difuso latido de la tierra / su nebuloso pulso enormemente sepultado / su calor sus fiebres / su existencia de carne / como desnervada carne blanda nuestra / su entrada en el tiempo de los cauces / al abrirnos al mundo de la impronta / al compartir su grave vida de custodiadora / en la que hay que ir a buscar nuestro calor guardado / nuestra memoria sembradora de incisiones / la expansiva costura sin fin de nuestros rastros / ves allí la construcción de las capas los planos las entrañas / y comprendes entonces habitante / que sólo por ella has sido si lo has sido habitante / en esa entraña en que te miras de antemano sepultado / te ves punzantemente vivo y sólo allí te verías / todo tu trabajo es labranza de tierra y sólo en tierra vive / sólo trazada la voz dice el fondo de su ritmo / y en la tierra sin sangre / siempre apenas alzada transitoriamente / sobre el estéril polvo de su origen / encuentras finalmente todo el calor del hombre / todo su olor incluso todo el latir que pierdes / y comprendes acaso / que tú que has de buscar tu dentro siempre fuera / para no disiparte en tiempo sin retorno / en el pétreo vacío de espacios sin entraña / habrás de escarbar siempre.) Habitar la tierra es entonces buscar afuera los adentros, hacerse huesped del tiempo exterior y encontrar en él un lugar donde habitar con las propias palabras. Este es un deseo formulado desde su “Cuaderno del nómada”, de su libro Partición (1976-1982). Hay en estos poemas una visión de cómo el tiempo terrenal transcurre sin nosotros y pese a nosotros. De cómo, por ejemplo, en el poema “Mujeres”, una conversación que tiene un grupo de mujeres en el crepúsculo es envuelta con naturalidad por ese tiempo que nos conduce y contiene, y nosotros no llevamos a ninguna parte. (Conversan las mujeres al crepúsculo: / Con los brazos cruzados / Con los ojos ociosos / Las que escuchan atienden / A un tiempo íntimamente y lejanísimas / En paz consigo mismas / A sí mismas devueltas por esa voz lejana / Que toma la palabra y en ella envuelta el mundo / Y pone a los oyentes en la orilla / Donde la vida al fin queda al alcance / Donde el coloquio es tibieza y abrigo / Donde el murmullo llega como en sueños / Pero está uno despierto / Y en un silencio que se vuelca afuera / Por fin el habla calla…).
Mantenerse aquí, en la tierra, al abrigo de las palabras dichas en el tiempo por uno y por otros, sin intención de violentarlo al trascenderlo es, a mi parecer, una de las principales búsquedas y cosas de las que se asombra Tomás Segovia. Encontrar una manera de sumarse al transcurso siendo lo que uno es y sin que el transcurso sea dominado por lo dicho por uno o cualquier otro. Y sobre esto expone también en su poema “Mujeres” una suerte de ceremonia primigenia que todos llevamos a cabo con el lenguaje. (No quieren apresar su vida / No quieren poseerse en su relato / No tienen nada que salvar de la ignorancia / Hablan para ponerle un corazón al tiempo / Hablan por el manar y el devanar / Y en verdad es allí / No en las palabras / En el tiempo por ellas amaestrado / Que en las palabras danza / Una morosa danza aburrida y tiránica / Donde aprenden sus vidas a ser graves / A no ir a ningún sitio). Cantata a solas es, para concluir, el descubrimiento de una bifurcación en el tiempo que resulta de nuestra voluntad de recordar y rememorar y de la conciencia del paso del tiempo real físico del que formamos parte. En la Cantata también se plantea la necesidad de sumar su poesía a ese sentido del tiempo más amplio, pese a que en él nuestros esfuerzos se vuelven vanos y evanescentes. Dice en “Neuma”, un poema en prosa de “El tiempo huesped” de su libro Orden del día de 1986-1987, posterior a Cantata a solas: “Como la flor del Tiempo se desnuda abriéndose. No espera un término o un cumplimiento para dejar inesperadamente oír, creciendo con dulzura apenas, en cualquier cruce de sus tupidas sendas, el soberano son de su manar dichoso. Como si nada tuviera que ver nuestro largo esfuerzo de escalar hasta aquí, como si estar en el mundo fuese ir arrastrados por una libertad lejana.” La pregunta obligada sería entonces qué libertad humana hay frente a un tiempo que la puede volver lejana e insignificante. Es en su libro Fiel imagen, de 1993-1995, en el poema “Ceremonial del moroso” correspondiente a la parte “Ceremonia”, donde empezamos a ver una respuesta a esto en su poesía. En él la ceremonia con el lenguaje consiste precisamente en la morosidad o en el aplazamiento, en hablar como parte del mismo orden material, que es el caso del poema “Mujeres”, o no hacerlo antes de que ese “orden material haya entrado en nosotros”. Hay que aceptar también que la hoja en que escribimos “está ya siempre empezada / Ya empapada de mundo / Polvorienta de tiempo restregada de vida”; y reconocer que la blancura que presuponemos en la hoja es producto del terror a entrar en materia; y yo agregaría de ser también ella y, por lo tanto, no poder ya creer que hay un origen, un principio, un comienzo a inaugurar con las palabras. La libertad se reduce entonces a esta posibilidad de posponer lo que supondríamos un comienzo y no lo es en verdad. Y también se reduce al mantenimiento de una especie de tensión dramática entre la necesidad casi biológica de retomar el tiempo en su marcha y el impulso de reconstruirlo a través de la memoria. Y lo que se aplaza precisamente es el impulso, el hambre de decir, de anhelar una virginidad en el lenguaje y de sentirse completado sólo por haber comenzado a decir algo. Y este aplazamiento debe hacerse para no escapar a la verdadera sensación de estar en el mundo, que proviene principalmente de nuestro cuerpo y no de nuestra mente (…estar por fin del todo / Como en mí mismo en un lugar de estar / Un sitio de presencia / Llegado a él a bordo de mi cuerpo / Navegando en su tiempo y no en el mío). Entrar en materia es, entonces, darle carne a la poesía con esta sensación corporal del paso del tiempo que es nuestro patrimonio real. Desde Cantata a solas, el poeta trata este desfasamiento temporal que constituye la vida humana: la imposibilidad de estar del todo donde realmente estamos y la necesidad de fabricar un tiempo ilusorio. Y su manera de tratarlo no es exponer las ideas, sino los sentimientos y deseos que dan lugar en él a ese desfasamiento. Por ello en su poesía la reflexión sobre este desfasamiento no es un ejercicio intelectual o cultural, sino una forma de evaluar su peso vital y concreto. Y lo hace contra ese tipo de inteligencia que se pone fuera del tiempo y a salvo de todo, que no pone a prueba sus ideas o que sus ideas no la ponen a prueba. Hay en esta poesía un espíritu que se desafía en carne viva, que no quiere reducirse ni al yo cartesiano que piensa luego existe, ni al sujeto kantiano que, en uno de sus casos, sólo está para conocer y contemplar. Es un yo, spinoziano, que sabe que es él quien siente y, por lo tanto, piensa y existe; y el mayor misterio deja de ser el pensamiento, es el sentimiento. Éste nos da las sensaciones de integridad, de estar en el mundo como seres concretos e individuales que pasan y dejan un rastro. Más que discutir las ideas que se suscitan en el trasiego, el papel del poeta será en este caso discernir esas emociones y sentimientos, que se olvidan de sólo pensar, y seguir su rastro con la poesía. *Este ensayo se escribió con el apoyo de las becas del Sistema Nacional de Creadores de CONACULTA. Alicia García Bergua, "Tomás Segovia: un ascenso a la tierra", Fractal n° 27, año 7, volumen VII, pp. 31-53. |