SILVIA EUGENIA CASTILLERO

El reino del basilisco

 

 

En su novela “62/Modelo para armar”, Julio Cortázar aborda el tema de la ciudad como la tentativa de alcanzar el límite entre lo conocido y lo otro. La ciudad es el intersticio donde reside el misterio de ese argumento que es la existencia, con su principio y su final. Pero la ciudad se traduce en un laberinto que constituye a su vez el desarrollo de la novela misma. El laberinto de 62 es la caverna, los fondos viscerales del individuo, su bullicio embrionario, el viaje infernal en pos de la muerte y la regeneración. A este laberinto lo preside un símbolo: el basilisco. Símbolo del orden y el desorden cósmicos, habitante del subterráneo y guardián de las fuerzas maléficas, es la representación de las profundidades de la psique, pues dotado de atributos sobrenaturales puede encarnar la complejidad del espíritu.

Su nombre griego es Basiliscus, diminutivo de basileus, que significa “rey pequeño”, pues se le considera el rey de las serpientes al hacer huir a todas las demás y matar arbustos y matorrales del desierto con su sola presencia.

 

Habitante de los desiertos de África del sur, Plinio el Antiguo lo refiere en su Historia Natural con una mancha blanca en la cabeza en forma de corona. “Donde vive transforma la región en desierto. Su mirada venenosa es tan potente que puede hacer estallar las rocas y ... los pájaros caen muertos en pleno vuelo”.

Lucano cuenta que nació de la sangre de la Medusa al igual que todas las serpientes de Libia: el Áspid, la Anfisbena, el Amódite. En su Farsalia habla así de su veneno mortal:

¿Qué importa, moro desgraciado, que hayas matado al
Basilisco, que lo hayas atravesado en la planicie arenosa?
El veneno sutil asciende por la lanza, la mano
Lo absorbe y muere el vencedor.

Según el Códice Alejandrino, un día que Alejandro Magno se dirigía hacia la conquista de la India con su ejército macedonio, al pasar por una montaña, de repente sin ser heridos los soldados cayeron muertos uno tras otro. Alejandro y sus vigías pronto vieron a un basilisco erguido fuera de su madriguera. Alejandro ordenó, entonces, pulir un gran escudo hasta que quedara como espejo. Armado con éste corrió tras el basilisco y al penetrar con el escudo a su guarida, la bestia cayó muerta al instante cuando se vio reflejada.

A partir de la Edad Media es un gallo cuadrúpedo y coronado, de plumaje amarillo, con grandes alas espinosas y cola de serpiente. Las enciclopedias cristianas rechazaron las fábulas en torno al basilisco y pretendieron una explicación racional. La hipótesis fue la siguiente: Algunas veces un gallo viejo, que ha perdido la virilidad, pone un huevo pequeño y anormal. Si el huevo es puesto en estiércol y empollado por un sapo, saldrá de él una criatura con la parte superior del cuerpo de un gallo, alas de murciélago y cola de serpiente. Ya en la Alta Edad Media, el basilisco se establece como un símbolo religioso que significa el demonio.

En el saber popular medieval se habla del comercio con polvo de estas bestias. Esta sustancia, que se hacía con basiliscos muertos molidos, se utiliza sobre todo en la alquimia. En la imaginación de los alquimistas ingleses el término basilisco se usa para significar o el mal o la fama eterna y la inmortalidad. También en medicina eran manipulados los polvos del basilisco, con un antídoto de venenos, y en arte una pizca de estos polvos producía un rojo vivo muy apreciado por los artistas. Los moros españoles eran los traficantes principales de esta sustancia curiosa. Y se creía que los cultivaban en “granjas de basiliscos” subterráneas.

Durante los siglos posteriores se suceden historias diversas. En Roma se encontró un basilisco cerca del templo de Lucía, sus vapores nocivos afectaron a los romanos con una plaga terrible, pero el Santo Padre lo mató con sus rezos. En Viena la gente se desmayaba o era presa de ataques epilépticos violentos cuando pasaba junto a un pozo, en cuyo fondo yacía un basilisco. En Varsovia, en el año de 1587, dos niñas desaparecieron misteriosamente. Su madre fue a buscarlas junto con la niñera, la cual al verlas inmóviles al fondo de un sótano, descendió por ellas y de inmediato cayó al suelo muerta. Pronto la madre difundió por toda la ciudad el hecho trágico que había presenciado, las autoridades consultaron a un viejo experto que había sido médico principal del rey, quien concluyó al ver los cadáveres, que la muerte había sido ocasionada por un basilisco. Llamaron a un prisionero de guerra para que, con atuendo de cuero y cubierto de espejos, bajara a matar a la bestia. Una vez cumplida su hazaña fue liberado.

Todavía en el siglo XVII se cree en la existencia del basilisco, e incluso naturalistas destacados poseen basiliscos disecados, que no eran más que rayas secas, y en los gabinetes de curiosidades no podían faltar estos especímenes. Incluso el sabio Athanasius Kircher creyó fervientemente en la existencia del basilisco, en Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal, lo describe así:

Este animal de cola serpentina, se hallaba en el jardín florentino Boboli, del Gran Duque de Etruria Francisco, para admiración de los visitantes. Procede del semen de una serpiente, debido a que un gallo que ha devorado un huevo de serpiente origina con su semen un basilisco: pues el semen que está oculto en el huevo de serpiente (poco a poco ejerciendo su fuerza) sirve para dar vida.

Ya en el siglo XVIII los zoólogos comienzan a poner en duda la existencia del basilisco y a encontrar respuestas científicas al origen de la leyenda. No obstante, se han maravillado de que ese monstruo proteico, representado en formas y maneras muy diferentes, pudiera persistir en la taxonomía zoológica de tantos siglos.

En realidad –nos dice Jan Bondeson– al igual que muchos de los animales fabulosos de los bestiarios, como el dragón, la mantícora y el grifo, el basilisco fue una víctima temprana de la Edad de la Razón, para explicar tal vez lo inalcanzable del mundo que nos rodea.

El basilisco clásico con cabeza y alas de gallo, cuerpo y cola de serpiente, sólo se encuentra hoy en la heráldica, mientras que su nombre fue tomado por una familia de iguanas que viven en los bosques tropicales de Centroamérica. Los machos tienen una cresta en la cabeza que semeja una corona. Son lagartos esbeltos y aunque no envenenan las aguas de los ríos ni matan con su mirada a los seres vivos, pueden hacer algo igualmente extraordinario: corren sobre el agua usando sus poderosas patas traseras y balanceando sus largas colas.

EXPRESIONES BESTIALES

Primer pintor del rey Luis XIV, Charles Le Brun dictó ante la Academia Real de Pintura y Escultura de Francia, en 1668, una conferencia sobre la expresión de las pasiones en el ser humano. Y poco después sobre la relación de la fisionomía del hombre y de los animales.

Le Brun estuvo preocupado por reconocer los hábitos de las personas y descubrir en sus rasgos, las huellas que aquéllos dejan en el rostro. De tal manera trabajó junto con sus discípulos para lograr trazar las características de los hombres virtuosos, de los genios superiores y de los malvados.

La palabra fisionomía es una palabra de raíz griega que significa regla o ley de la naturaleza por la cual las afecciones del alma tienen relación con la forma del cuerpo. En su Tratado sobre la Fisionomía Humana, aunque extraviado y reconstruido por sus alumnos, Le Brun estudia los retratos y el carácter de los hombres célebres de la antigüedad. En los rasgos repulsivos de Nerón –por ejemplo– encontró los signos del hombre perverso. Ahí asienta que el músculo de la cara, sin contraerse, ocupa el lugar que le es asignado por la naturaleza. Si el individuo busca una verdad útil a sus semejantes, si el germen de una acción generosa exige el empleo de sus facultades, sus músculos siguen el impulso de su genio y su mirada busca el cielo. En cambio, si es guiado por una acción vergonzosa o atroz, sus músculos se contraen y afean el rostro; sus ojos bajos o girando en torno a su propia órbita, indican que la luz le es odiosa.

Bajo esta hipótesis Le Brun traza tres cabezas vistas de frente, la forma general es muy parecida, sólo cambia la posición de los ojos. En esta diferencia encuentra los signos principales e indicadores constantes de las inclinaciones a las diversas pasiones. Sobre la cabeza, dibuja una línea horizontal que pasa por el extremo de cada ojo, la cual es interceptada por dos líneas, que van desde cada oreja hasta la frente, pasando por el extremo del párpado superior, lo que da por resultado un ángulo cuya amplitud demuestra la medida del genio de la persona, y así mismo sus instintos animales.

Los individuos con bajas pasiones se reconocen por la inclinación hacia abajo de los extremos interiores de los ojos, lo que forma un ángulo cuyo vértice apoyado sobre la nariz, se dirige hacia la tierra.

Le Brun analiza a los animales y forma un paralelo entre sus rasgos y sus instintos. Sobre el perfil del animal, traza un triángulo equilátero cuya base, pasando por el ángulo interior del ojo, va de la nariz al nacimiento de los cuernos. Ayudado por líneas paralelas descubre la voracidad del animal de acuerdo al tamaño de la línea que tocando el lagrimal divide el hocico; y si la parte de la frente es elevada es signo de la fuerza. La elevación de la línea que va del extremo exterior del ojo, pasando por el párpado superior, hasta la frente denota el grado de sagacidad, de la mansedumbre por su tendencia a ser horizontal, y al envilecimiento por su inclinación sobre la nariz.

Así, para Le Brun el conocimiento de la posición y la conformación de los ojos conduce a conocer los movimientos interiores de los seres. Dibuja con detalle, bajo diferentes aspectos, sus formas variadas y destaca la facultad particular del hombre de levantarlos hacia el cielo, de girarlos dentro de su órbita, y de expresar el efecto de sus sensaciones por el movimiento ondulado de las cejas, facultad desarrollada en los animales llenos de sagacidad y carente en los otros.

Su objetivo, al trazar con precisión los ojos de cuadrúpedos, de pájaros, de peces, es demostrar de manera clara que debe existir diferencia en el instinto de las bestias de la misma especie, según la conformación de sus ojos.

Le Brun realiza estudios sobre la anatomía de algunos animales y del hombre. Considera el olfato animal como el sentido más exquisito y el más potente. La nariz transmite sus sensaciones a los ojos, después a los oídos o al nacimiento de los cuernos, según la especie. Resulta entonces que el león y los otros animales carnívoros, quienes son atraídos más vivamente por el olfato, lanzan pronto la vista a su alrededor, mientras que el toro y los animales herbívoros, para quienes esta sensación es menos viva y menos pronta, desarrollan los cuernos o las defensas particulares, con más lentitud. La consecuencia es que el animal cuyas sensaciones son tempranas es susceptible de una mayor inteligencia, pues está dotado de una mayor sensibilidad.

Le Brun, a partir de la creación de su método geométrico para medir la inteligencia del hombre, crea animales con visos de inteligencia humana y hombres con expresiones bestiales. De esa transfiguración, surge una humanidad que comienza a ser maléfica y terrible, pero viva e intensa, aunque a veces ambigua. Su fuerza proviene de las cejas y los ojos, y es la glándula pineal la que origina esta concentración de efectos. Ojos abiertos, cerrados, párpados pesados, plegados, salientes, planos; cejas fruncidas, altas, bajas; jorobas, partes peludas con pelo espeso o erizado; músculos relajados o tensos, traducen la indiferencia y la atención, el carácter ardiente o flemático. Esas páginas llenas de ojos, de miradas inquietantes, desbordadas de pensamientos y misterios, tocan un mundo sobrenatural. Y confirman el decir de Apuleyo: si el hombre es la abreviatura del mundo entero, la cabeza puede perfectamente ser considerada la abreviatura de todo su cuerpo.


Silvia Eugenia Castillero, “El reino del basilisco”, Fractal nº 27, octubre-diciembre, 2002, año VII, volumen VII, pp. 115-121.