ALBERTO SLADOGNA

La caída de la referencia

 

1. La caída referencial en la experiencia del psicoanálisis

Serguei Constantinovich Pankejeff, el “Hombre de los lobos”, declaraba al final de su vida que ni él ni Freud se dieron cuenta “de lo que él perdió al romper sus lazos con la religión”.(1) La religión constituía para él un referente. Con esa referencia Pankejeff hacía frente al saber textual de la vida, incluida la suya. La religión era un saber referencial, el texto escrito de las experiencias de otros, mientras que la angustia sufrida por él era el saber textual de su experiencia ante esa vida, un saber que lo habitaba a él. Todavía no tenía condiciones para transformase en un texto referencial, como lo es hoy, para nosotros, lectores actuales de su experiencia relatada por Freud (“De la historia de una neurosis infantil”, 1918).

Freud, en el transcurso de “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” (1909), uno de los cinco casos que organizan la referencia clínica y doctrinaria en el psicoanálisis, escribe lo siguiente:

Y bien; el profesor sabe que este juego que Hans se propone con los carros cargados tiene que haber entrado en una referencia simbólica, sustitutiva, con otro deseo del cual él todavía no ha exteriorizado nada. Y ese deseo, si no pareciera demasiado osado, podría construirse desde ahora.

La referencia sostiene el tratamiento que Hans, un niño de cinco años, recibe de su padre. Esa organización contiene como elemento estructural, el saber supuesto a “el profesor que sabe...”(2) En los informes del padre de Hans, incluidos en el caso publicado por Freud, queda claro que la acción analítica estaba organizada por la referencia al profesor Sigmund Freud. Incluso en un momento determinado es el mismo Hans quien se queda sorprendido por las cosas que sobre él sabía el profesor.

Más adelante, en otro caso, la llamada “joven homosexual” (“La psicogenésis de un caso de homosexualidad femenina”, 1920), no incluido en la fama de los cinco recién mencionados, Freud nos informa sobre una singularidad: ¿cómo llega la joven a su consultorio?:

Ni siquiera después del accidente logró elevarse hasta esa meditada resignación que uno de nuestros colegas médicos, a raíz de un desliz parecido que hubo en su familia, expresaba con este dicho: “¡Es una desgracia como cualquier otra!” La homosexualidad de su hija tenía algo que le provocaba una exasperación total. Estaba decidido a combatirla por todos los medios; el menosprecio por el psicoanálisis, tan difundido en Viena, no le arredró de acudir a él en busca de auxilio.

Aquí nos encontramos con los efectos benéficos de la transferencia negativa, según la visión de Freud, de un sector de la cultura vienesa hacia el psicoanálisis. El mundo vienés se resistía al psicoanálisis, lo combatía y en ese mismo instante, gracias a su combate, lo hacía aparecer como un lugar de referencia, un lugar al cual se podían dirigir algunas cuestiones que afectaban a los ciudadanos vieneses que no encontraban otro espacio para hacerlo.

La transferencia, nudo organizador del psicoanálisis, es lo único con lo que cuenta el psicoanálisis para producir los efectos que de él se esperan. Respecto de ella Freud propone lo siguiente (“Sobre la dinámica de la transferencia”, 1912):

Responde a los vínculos reales con el médico que para semejante seriación se vuelva decisiva la “imago paterna”–según una feliz expresión de Jung–. Empero, la trasferencia no está atada a ese modelo; también puede producirse siguiendo la ¡imago materna o de un hermano varón! Las particularidades de la trasferencia sobre el médico, en tanto y en cuanto desborden la medida y la modalidad de lo que se justificaría en términos positivos y acordes a la ratio, se vuelven inteligibles si se reflexiona en que no sólo las representaciones expectativas conscientes, sino también las rezagadas o inconscientes, han producido esa transferencia.

Aquí encontramos la transferencia referida a la imago paterna, a la madre, a los hermanos, al maestro, a una larga serie de derivados donde la referencia se desliza. Ella sostenía para Freud el curso de cada cura. Luego, en su texto “Sobre la psicología del colegial” (1914), precisa el sostén referencial:

El niño pequeño se ve obligado a amar y admirar a su padre, pues éste le parece el más fuerte, bondadoso y sabio de todos los seres; la propia figura de Dios no es sino una exaltación de esta imago paterna, tal como se da en la más precoz vida psíquica infantil. Pero muy pronto se manifiesta el cariz opuesto de tal relación afectiva. El padre también es identificado como el todopoderoso perturbador de la propia vida instintiva; se convierte en el modelo que no sólo se querría imitar, sino también destruir para ocupar su propia plaza.

La referencia paterna fue en algunos textos de Freud el nudo de su doctrina. Veamos ahora otras experiencias en su relación con el referente.

2. La referencia en la religión

En el Eclesiastés, libro de la Biblia, encontramos en el apartado “El deber del hombre” la siguiente indicación: “Basta de palabras, todo queda dicho. Reverencia a Dios y guarda sus mandamientos, porque en esto reside la integridad del hombre. Porque Dios traerá a juicio todo lo que se ha hecho, aun oculto, sea bueno o malo.”(3)

La Biblia es clara: basta con reverenciar a Dios y él se encargará de las soluciones que le dan integridad al hombre, le marcarán la diferencia entre lo bueno y lo malo, sin importar lo oculto que pueda estar eso para el hombre. Cómo se las arregla Dios no es un problema del creyente, a lo sumo sólo es un interrogante para los teólogos, los primeros no creyentes de la religión pues si creyeran ¿para qué se ocuparían de los asuntos de Dios, por ejemplo, de su existencia?

3. El ridículo de un padre creyente

Si los hechos colectivos no son más que el propio sujeto de lo individual, nos dejamos llevar en seguida por un acontecimiento ocurrido en nuestro país después del 2 de julio del 2000, fecha de la caída del sistema del Partido Revolucionario Institucional tras setenta años de ejercer el poder político.

Una profesora de literatura deja como tarea a sus alumnas, en una escuela secundaria confesional, la lectura de Aura, de Carlos Fuentes. Al poco tiempo es convocada por la dirección para comunicarle su cese del cargo. Ella logra obtener una información: el procedimiento de cesantía comienza a partir del momento en que un padre, alto funcionario de la nueva administración surgida de las elecciones del 2 de julio, habría enviado una carta quejándose de que a su hija, una joven de quince años, se le haya propuesto leer un texto considerado inconveniente por él para la edad de ella, pues la confundiría con respecto a temas delicados (Freud tenía por estilo hacer leer a sus hijos e hijas, Gesundeit, un libro de información sexual; no conocemos los efectos de esa lectura sobre ellos.) El alto funcionario, el padre, no retrocedió ante el asedio público ocasionado por su intervención; no sólo la reivindicó sino que aclaró algo a tomar al pie de la letra: él intervenía como padre que supervisa las tareas escolares de sus hijos (acción que pocos padres hacen, pues esa tarea se la dejan a la madre).

La declaración de Carlos Abascal provoca una pregunta: ¿cómo hizo un padre sumergido en la política para tener tiempo y llegar, en su caso, a revisar las tareas, incluidas las lecturas de sus hijas? Carlos Abascal, el padre y funcionario, heredero, por vía paterna, de los grupos clandestinos de la guerra Cristera, es un lector, tiene cultura. Esa cultura sostiene el amor del censor, esto es, un profundo amor por lo censurado. ¿Cómo obtuvo el tiempo para supervisar las tareas escolares de su hija? La incógnita se despeja al leer la respuesta de su hija a una intervención silvestre de la escritora Guadalupe Loaeza: ella informó a su padre del texto que le habían dejado para leer. Las cosas toman su lugar: la niña inocente y débil, ante los avatares de las (hoy bastante cursi) escenas sexuales del libro, se revelaba como una mujer que “sabe” orientar sus pasos. Gracias a ello él reaccionó con un acting out, actuó el papel de un padre cuidadoso. Según una ficción verosímil, ella habría dicho: “Padre, ¡no ves lo que me dan para leer!”; y él, a la manera de la opereta italiana respondió: “¡Oh Dios mío!, el propio diablo en persona. Vade retro Satanás”, montado en la escena, tal como se lo indica en una escuela para padres. ¿Así mostraba a otros cómo debe comportarse un padre ante la irrupción del sexo, o de una trampa de la bella indiferencia de su hija que le hace entrega de una prenda de amor filial?

Se constata un probable paso de lo sublime a lo ridículo: una persona del poder se presenta actuando el personaje de un padre. Además, sin saberlo Abascal ponía en tela de juicio el lugar donde muy posiblemente él haya participado en la concepción de esa hija: en Aura, Carlos Fuentes relata la escena de un encuentro erótico bajo la presencia de un Cristo en la Cruz. Se localiza una situación extraña donde no se logra conjugar la declaración del sexo de tal o cual hombre y el lugar de padre que ese ejercicio sexual puede llevarlo a ocupar. ¿Qué precio pagar una hija por tales gestos de amor filial para con una referencia tambaleante?

4. Una caída de la referencia papal

Para el psicoanálisis, una característica del lapsus es su fuerza material, una fuerza no reducible a su valor en el registro simbólico: cuando algo es dicho ya no se puede corregir, ni tampoco se puede ejercer la propiedad sobre ese decir. El lapsus lleva a sus últimas consecuencias un adagio analítico: scripta manent, verba volant (lo escrito permanece, el verbo vuela). Las palabras contenidas en un lapsus son cartas que vuelan y siguen volando cuando ya nadie se acuerda de ellas. Estamos entonces en un terreno en que la determinación subjetivante no coincide con una persona ni con un personaje. Si, como subrayó Freud, hay lapsus que incluyen a varias generaciones, ¿esos lapsus son individuales o colectivos?


El historiador Carlo Ginzburg desplegó en su campo, la microhistoria, el paradigma del indicio: reconstruir algo a partir de su punta más invisible, basarse en el detalle. En su libro Occhiachi di legno: Nove riflessioni sulla distanza(4) abordó un “lapsus” de Karol Wojtyla, Juan Pablo II. Su investigación nos lleva a la Italia de los años ochenta, en el marco de un debate que concierne a la historia y a los sujetos contemporáneos: la solicitud de perdón dirigida por la Iglesia Católica a los judíos en 1986 por el antijudaísmo católico que colaboró con el genocidio nazi.

El diario italiano La Repubblica (24 de septiembre de 1997) se refirió a la “histórica peregrinación de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma”. Ese inusitado recordatorio, a casi 11 años de distancia del evento, le sorprendió a Ginzburg y lo obligó a visitar las páginas de L’Observatore Romano, órgano oficial del Vaticano (14 y 15 de abril de 1986) para obtener el texto íntegro del discurso pronunciado por Su Santidad.


La visita de Juan Pablo II fue anunciada con anterioridad. Estaba presente el rabino de Roma, Elio Toaff, y el presidente de la comunidad judía romana, Giacomo Saban. Las primeras palabras del Papa fueron impactantes: “Queridos amigos y hermanos judíos y cristianos... Sois nuestros hermanos predilectos y, en cierto modo, podría decirse que nuestros hermanos mayores.” La frase abrió en los hechos una nueva relación del catolicismo con el judaísmo: la hermandad. El rabino Toaff en su autobiografía incluía esas palabras en el título: Perfidi giudei fratelli maggiori. El título fluctúa entre Pérfidos y obstinados judíos, mientras que no vacila en su calificación de hermanos mayores. Pérfidos judíos era una expresión de la liturgia católica suprimida por la intervención de Juan XXIII.
Ginzburg notó un matiz en la frase “hermanos mayores”, ella proviene de un pasaje de la epístola de San Pablo a los Romanos (9:12). Allí Pablo recuerda a Rebeca embarazada de gemelos: “el mayor servirá al pequeño”. Jacob, el menor, compró la primogenitura a Esaú, el mayor, luego se adelantó para obtener la bendición de su anciano padre ciego, Isaac. Pablo traslada la profecía a la relación entre los judíos y los gentiles: el mayor servirá al pequeño. El vocablo empleado en la Vulgata es serviet, verbo de origen griego que tiene una connotación de esclavitud en extremo degradante, incluso para una sociedad esclavista como era la antigua Grecia. A continuación, en la epístola están las palabras atribuidas al Señor por el profeta Malaquías: “He amado a Jacob y he odiado a Esaú.” El odio racial y religioso encuentra en los argumentos de Pablo sus “razones”, constituyendo una base para el encono gentil contra los judíos. Pablo era un converso y, como muchos conversos, buscaba una legitimación rechazando su origen.

Para Ginzburg, y eso es lo interesante, Juan Pablo II no hizo esa cita de manera deliberada, no la escogió ex profeso. Se trataría, en cambio, de un lapsus de cita involuntaria: Juan Pablo II citaba sin saber que citaba y sin saber qué era lo que citaba (el discurso publicado contiene innumerables referencias para ubicar las citas expresas, incluidos pasajes de la epístola a los Romanos [2.6; II; 28 y ss.]).

El historiador se pregunta, y nosotros con él, ¿estamos ante una declaración manifiesta de antisemitismo? La respuesta es: No. Nada lo indica, el lapsus revela algo más grave, ubicado más allá de las personas e incluso más allá de su voluntad, pues Juan Pablo II ha dado muestras de rechazo a la intolerancia racista. La cuestión está más allá, y de ahí su gravedad: “Las implicaciones del lapsus son mucho más graves. Jesús era judío (como por fin reconoció el concilio Vaticano II en el documento Nostra Aetate), no cristiano. El cristianismo nace con Pablo, diferenciándose y oponiéndose al judaísmo.” La cita involuntaria de Wojtyla estaba más allá de él, proviene de una fuerte tradición del catolicismo que la sola voluntad papal no puede modificar. La tradición se impuso al “poder” de quien detenta la palabra de Dios. Nos permitimos añadir un grado más a esta gravedad: el Papa quedó afectado por una lengua –la tradición– que lo habita; esa tradición puso, en esa ocasión, en tela de juicio su carácter inefable. Él quedó sometido como cualquier humano común y corriente a la mundanidad del lenguaje: ¿este hecho no revela un desfallecimiento de la referencia papal?

5. La referencia filosófica: Descartes

René Descartes estableció con su filosofía la condición de posibilidad para la ciencia moderna. Esa condición era la simple y complicada separación entre el campo de la ciencia y el campo de la religión. En las Meditaciones metafísicas, en la tercera de ellas, encontramos la siguiente afirmación:

La luz natural me hace conocer con evidencia que las ideas existen en mí como cuadros o imágenes... Cuanto más examino estas cosas con tanta más claridad y distinción conozco que son verdaderas. Pero ¿qué concluyo de todo esto? Si la realidad o perfección objetiva de alguna de mis ideas es tan grande que conozco claramente que esa realidad o perfección no existe en mí ni formal ni eminentemente, y, por consiguiente, que no puedo ser yo la causa de la idea, es natural suponer que no estoy solo en el mundo, sino que hay otra que existe y que es la causa de mi idea... Por Dios entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la que yo y todas las demás cosas (si es verdad que existen) han sido creadas y producidas.(5)

Descartes da lugar al trabajo de la ciencia a condición de abrir un espacio para la referencia, esa referencia es la existencia supuesta de un Dios que se encargó, por ejemplo, de la creación de las cosas y de las ideas. Cuando Descartes indica que se trata de suponer –verbo empleado por él en infinitivo– lo hace en una circunstancia precisa e incluso, por qué no decirlo, muy actual: la soledad de él, del hombre ante las cosas de la vida. En ese punto la referencia le permite al solitario estar acompañado de una suposición dotada de una fuerza material que le hace compañía.

Nos queda una pregunta: la ciencia organizada a partir de Descartes ¿requiere de un sistema de referencias? Y, si no lo requiere, ¿qué se desprende para el lazo social de esa ausencia?

6. Los cambios de referencia: efectos

Dany-Robert Dufour subraya (Locura y democracia. Ensayo sobre la forma unaria, 2001) un hecho: los diversos sistemas de referencia (Dios, el Rey, la República) permiten hacer un intercambio en el ámbito de la estructura del Yo, en tanto que dicho Yo está asegurado por la referencia. Así, cuando Descartes afirma “no puedo ser yo la causa de la idea”, esa causa puede estar habitada como referencia por varios referentes. En el siglo anterior, el proletariado estaba constituido en referencia, por ejemplo, a José Stalin, conocido como el padrecito del proletariado internacional; también encontramos al esbelto y joven ario sostenido por la referencia al Tercer Reich: Hitler aparecía ubicado en el vértice piramidal de los espectáculos del nacionalsocialismo.

Asistimos al advenimiento del yo referido a otra cosa que él mismo. Ese acontecimiento estuvo precedido, desplegado e instalado a partir de carnicerías memorables: la exclusión de la locura del campo de la razón a cargo de René Descartes para poder sostener su duda; la eliminación de varios millones de campesinos a partir de la política de la N.E.P., inventada por Lenin y ejecutada por el padrecito Stalin; los campos de concentración nazis y los varios millones de camboyanos que pagaron con sus vidas la instalación de un nuevo Yo. Y si estos episodios resultan lejanos, es necesario recordar: a) la enorme cantidad de vidas que implicó para mesoamérica la instalación del Yo colonial español del cual surgió el México actual; b) la cantidad ingente de muertos provocados por la llamada “guerra cristera” para instalar en nuestro país a un Yo sujetado a la Revolución y al Siglo de las Luces. Hoy podemos preguntar, además, ¿acaso los episodios de Tlatelolco no fueron la condición necesaria para el despliegue actual de la postmodernidad en México? Un camino semejante se puede indicar en otros tres países de América Latina: Brasil, Chile y Argentina donde las enormes cantidades de muertos por la represión fueron la condición necesaria para la instalación de un modelo económico que requería la eliminación de ciertos referentes.


La crisis propiciatoria de la referencia

Pese a sus crisis, la referencia registra en el psicoanálisis un hecho propiciatorio: el probable analizante recurre al análisis cuando “su” sistema de referencias, con el cual vivía su experiencia ante la vida, ya no responde. Concurre al análisis pues hizo la experiencia salvaje de verse sorprendido por la vacilación de sus referencias. ¿El psicoanálisis se encamina a restablecerlas? ¿A combatirlas? ¿A renovarlas? ¿A proponer otras? ¿...?

Tal experiencia particular cuyo ámbito, por ahora, es sólo el campo del psicoanálisis, enseña algo: la referencia es un elemento con el cual no se pueden resolver los problemas de tener una vida y, al mismo tiempo, es un componente sin el cual tampoco se pueden afrontar los enigmas de esa experiencia de cada uno ante la vida que nos toca vivir. Nada sin ella, nada con ella.
No hay elementos para indicar que el psicoanálisis trate de combatir las referencias, de anularlas; quizá simplemente se trata de pasar, caso por caso, a otra cosa, donde la referencia quede alterada en su estructura.


Notas
1 Cfr. Karin Obholzer, Entretiens avec l’homme aux loups -une psychanalyse et ses suites, París, N.R.F, Gallimard, 1981.
2 Cfr. Alberto Sladogna, “Desplegado del sánthoma”, en Artefacto, 1, 1990, México, pp. 99-118.
3 Biblia del nuevo milenio, Ecuménica, edición original directa al castellano del hebreo y del arameo confrontada con los textos griegos y latinos, Trillas, México, 2000.
4 Traducido como: Ojazos de madera. Nueve reflexiones sobre la distancia, Península, Barcelona, 2000.
5 René Descartes, Meditaciones metafísicas, Porrúa, México, 1990, pp.67-68.

 

Alberto Sladogna