ILÁN SEMO 

La secularización interrumpida

 

 

Si por secularización se entiende: a) la demarcación creciente de lo civil y lo político frente al mundo religioso, y b) la emergencia de mentalidades e imaginarios que no requieren, para su reproducción, de los referentes de la fe, el último medio siglo del período colonial traduce este proceso en la aparición de un cúmulo de esferas sociales e institucionales dominadas por la complejidad y, sobre todo, por la ambigüedad. La sede central del empeño por hacer emerger el mundo de lo privado como un campo de fuerzas y tensiones relativamente autónomas del poder eclesiástico no fue la gradual constitución de un Tercer Estado, como en el caso europeo, sino la Corona. Los diversos estudios sobre el nacimiento y la trágica evolución de las reformas borbónicas logran coincidir tan sólo en una afirmación: uno de los objetivos de la política borbónica fue, sin duda, la reducción o la acotación de los extensos poderes que había conseguido la Iglesia desde el siglo XVII. ¿Cuáles son las funciones que desempeñan los curas hacia 1750? William B. Taylor las reseña de la siguiente manera:

“Hasta mediados del siglo XVII los curas llenos de energía y con antigüedad podían operar bastante libremente como guardianes locales del orden y la moral pública (…) También se esperaba de ellos y de sus asistentes que informaran a los niveles superiores del gobierno sobre las condiciones agrícolas, los desastres naturales, los disturbios locales y otras noticias políticas; que registraran a la población; que supervisaran las elecciones anuales de los oficiales de los pueblos (…) Ellos podían ser bienhechores en tiempos de enfermedad. Como sacerdotes y consejeros morales y espirituales, y como residentes locales letrados que con frecuencia podían hablar la lengua nativa de los parroquianos, los curas fueron colocados para representar los requerimientos del Estado frente a la comunidad rural, interpretar sus obligaciones, así como interceder por ellos ante las autoridades más altas”.(1)

En rigor, el clero novohispano desempeña un cúmulo de funciones que en España tocan a las instituciones civiles: es, a un mismo tiempo, autoridad política, Iglesia y Tercer Estado. Las razones históricas de este sobredimensionamiento son varias. La central es una: la Iglesia cifra el andamiaje institucional de las comunidades de mestizos, indígenas, negros y mulatos, la única mediación efectiva entre los pueblos de indios, es decir, la población mayoritaria de la población, y el centro virreinal. No se equivoca Enrique Dussel cuando afirma que si bien la Iglesia jerárquica “constituía una elite, nunca pudo confundirse con la oligarquía política o económica coloniales, ya que la propia fuerza institucional la movía a una necesaria autonomía. Nunca perdió sus lazos profundos con las clases populares”.(2) Si las reformas borbónicas perseguían acotar las funciones jurídicas, políticas y económicas de un clero que se había convertido en el cemento de la sociedad novohispana, y traducirlas en la proliferación de instituciones civiles y una efectiva cultura del interés privado, en parte lo logran y en parte fracasan El clero se revela como una entidad más indispensable de lo que la Corona imaginaba, y más dúctil de lo que los rígidos reformadores enviados al nuevo continente habían calculado. Sea como sea, las reformas pueden ser leídas como un intento de secularización temprana que culmina con la expulsión de los jesuitas de tierras americanas. Culmina porque lo que sigue es una ola de rebeliones indígenas que se mueven en sentidos opuestos: unas quieren limitar los poderes de la Iglesia; otras, como las de Michoacán, fortalecerlo.

Lo más distintivo del mundo religioso de los últimos años de la era colonial es la capacidad de sus instituciones para asumir dos grandes tareas impuestas por el espíritu de la modernidad del siglo XVIII: la formación de una elite de intelectuales ilustrados y la creación de una franja política empeñada en la creación de un Estado nacional. En Nueva España, ninguna de estas dos empresas estará acompañada, como en el caso europeo, de las tensiones y de los conflictos que implica la separación de los poderes civiles y religiosos. Por el contrario, el pasado secularizador borbónico queda sepultado por un movimiento social, nacional y religioso que deviene el protagonista central de la fabricación de la nación.

La mayoría de los procesos de secularización en Europa transcurrieron a lo largo de la formación de elites intelectuales que propiciaron un nuevo campo de reflexividad y referencialidad social. La Ilustración fue un movimiento doble: por un lado, una crítica a la religión como centro absoluto de la fabricación de sentido; por el otro, una crítica a la Iglesia como centro de la sociabilidad que conectaba al reino con la monarquía. En Francia, esta esfera de reflexividad surge en el interior de la corte; en Alemania, en el universo universitario; en Inglaterra, en los intersticios de la Great Society. En cambio, en Nueva España el pensamiento ilustrado tuvo su sede central en las franjas de un clero que le abrió sus puertas en el seno mismo de las instituciones eclesiásticas. Cabe recordar aquí que se trata de un fenómeno incluso previo a las propias reformas borbónicas. Aunque no del todo vigente, el esquema de las tres generaciones que algún día propuso Wigberto Jiménez Moreno sigue siendo sintomático: “Guiados por los humanistas jesuitas, la primera generación, nacida entre 1718 y 1731, empezó una revolución en las ideas al adoptar una filosofía cartesiana. La segunda, nacida entre 1732 y 1745, estaba más directamente influida por el pensamiento de la Ilustración francesa. La tercera, nacida entre 1746 y 1759 –cuyo ejemplo lo encarna Miguel Hidalgo perseguía las implicaciones políticas del pensamiento de la segunda generación y estaba influida por las ideas de Montesquieu y Rousseau, la guerra de independencia de la América británica y por la Revolución Francesa.”(3) ¿Se puede hablar de una Ilustración católica? No es el tema de estas líneas. Lo relevante es el peculiar sitio en el que se desarrolló ese cuerpo de intelectuales, juristas y científicos que hicieron de la instauración de una República moderna una “necesidad” en el ocaso de la cultura colonial. Así, la formación de la República de las Letras devino un proceso de ampliación y modernización de la hegemonía ejercida por los intelectuales católicos. La Ilustración

mexicana se enfiló por un camino exactamente contrario al que habían previsto sus fundadores en Königsberg, Paris y Escocia: un movimiento que limitó el proceso de secularización y no viceversa.

Quien contiene y pospone definitivamente el espíritu secularizador de las reformas borbónicos es ese amplio espectro de clérigos que habrán de desempeñar un papel decisivo en el movimiento de Independencia. Si se analiza con detalle, la guerra civil que se extiende entre 1810 y 1821 arrastra a los diversos sectores del clero en todos y cada uno de sus frentes, sobre todo en aquellos que aparecen en disputa abierta por el destino del régimen colonial. Hay curas realistas y curas independentistas. Hay curas social liberales, como Morelos, y curas conservadores. Hay clérigos pro monárquicos y clérigos pro republicanos. El cisma de la Independencia trae consigo, como lo ha sugerido detalladamente José Luis González, un cisma en la Iglesia, pero expande paradójicamente los dominios de lo religioso. Muestra, para el caso de Oaxaca, como “en una sociedad en la que el factor religioso se halla presente en todos los ámbitos de la vida, la valoración religiosa de la insurgencia era de trascendental importancia tanto para sus protagonistas como para sus opositores”.(4) Ya O’ Gorman señaló alguna vez la profundidad del conflicto entre el clero aristocrático y el clero republicano. Habría acaso que detenerse a reflexionar si ambas corrientes tenían algo en común. Hay un término que el lenguaje independentista de los curas radicales utiliza indistintamente y que aparece, por igual, en Tadeo Ortiz y en Servando Teresa de Mier: la República católica. ¿Tiene algún sentido preciso? ¿Es simplemente una referencia nostálgica de un pasado común?
En la primera mitad del siglo XIX, el catolicismo en México es, más que una religión, un principio autorreferencial de identidades nacionales que la Iglesia se empeña, con saldos que resultarán contradictorios, en transformar en un principio de unanimidad política.

El término que mejor describe esta situación ha escapado visiblemente a la historiografía mexicana y es el de la República católica. Entre 1821 y 1857, del fallido Imperio de Iturbide a la explosión provocada por el movimiento de Reforma, este oximoron lingüístico y político que reúne figuras comúnmente irreconciliables resume, para la sociedad política independentista, una confesión de realismo. Al menos en el papel, la I República que sigue al fracaso de Iturbide de instaurar un régimen a imagen y semejanza de la experiencia napoleónica tan en boga en la época –y que dista de ser una mimesis o una simple actualización del orden monárquico– exhibe muchísimos rasgos de lo que es o parece ser, en efecto, una suerte de república católica.

Frecuentemente, se ha confundido al Imperio de Iturbide con el intento de instaurar un régimen monárquico en la nación de 1821. Es un fenómeno que aún queda por precisar. Todos los rasgos de la utopía de Iturbide apuntan más a una recepción del innovador bonapartismo, que había alcanzado su cenit y su consagración en el imaginario político de la época, que hacia la nostalgia de un absolutismo monárquico. El bonapartismo nunca fue una monarquía strictu sensu. Redefinió herencias monárquicas en una atmósfera esencialmente republicana, y con ello selló al destino de la I República. Pero nunca pudo contrarrestar el impulso inicial de 1789, que fue esencialmente antimonárquico.

En la Constitución de Apatzingan de 1814 se afirma: “Artículo 1. La religión católica, apostólica, romana, es la única que se debe profesar en el Estado.” El Plan de Iguala de 1821 establece:” 1. La religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna”.El Acta Constitutiva de la Federación prescribe en1824: “Artículo 4. La religión de la Nación Mexicana es y será perpetuamente católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.”

La reiteración quiere servir para ilustrar el carácter de las fuerzas que abarcaban a la mayoría de la sociedad política emergente de la guerra de Independencia, y cuya sede probable eran los círculos concéntricos en torno a los cuales la Iglesia diseminaba sus redes de influencia. Esta centralidad es perceptible en muchas otras esferas de la construcción republicana de los años veinte. El clero mantiene fueros y zonas de soberanía que se antojan como inimaginables incluso en los estados monárquicos del continente europeo. A cambio, deviene una parte efectiva de la nueva estructura para estatal, sobre todo en la esfera de la recaudación. Pero probablemente su rasgo más datable es que la I República imaginaba al monopolio religioso como un auténtico e inevitable horizonte de referencia nacional. También el otro lado de la Independencia, su fuerza social y radical ya derrotada, por llamarla de alguna manera, que no se halla expresada en esas actas, resulta inconcebible sin los curas, frailes, monjas y diáconos que participan activamente en su organización y en su ocaso. Hidalgo y Morelos son sólo dos referencias de la inserción de la religión popular como agente de comunicación en un movimiento disperso, regional y ambiguo que conjuga por igual el milenarismo (de origen indefectiblemente religioso) con la aspiración de una República (en el caso de Morelos) más que liberal. En México, la religión (que no es sinónimo de la Iglesia) y la nación parecen darse la mano como en ninguna otra de las rebeliones de independencia en América Latina.

Notas

1 William B. Taylor, “El camino de los curas y de los borbones”, en Álvaro Matute et. al., Estado, Iglesia y sociedad en México, Miguel Ángel Porrúa-UNAM, México, D.F., 1995, p.82.
2 Enrique Dussel, “La Iglesia en el proceso de organización nacional”, UNAM, Mimeo, 1994, p. 29.
3 Wigberto Jiménez Moreno, “Antecedentes históricos del cambio social y económico en el México contemporáneo”, en Anales del Instituto Nacional de Antropología, México D.F., 1961, p.140.
4 José Luis González, “El obispado de Oaxaca y la vicaria castrense”, en Álvaro Matute et. al., Idem, p.134.

Ilán Semo