UGO PIPITONE

Consuelo privado, jaula pública

 

 

 

La tres veces repetida abjuración de Pedro se me presenta como un acto fundacional. El momento en que el hombre de fe descubre el conflicto entre su religiosidad (que le demanda el sacrificio y hasta el martirio) y su irreductible humanidad. El canto del gallo lo encuentra solo y sin una gran opinión sobre sí mismo. Su maestro está por ser asesinado y él lo reniega. Queriendo vivir, Pedro se confiesa hombre: tendrá que vérselas con sus flaquezas, su fe y su deseo de estar vivo. Por su parte, el pecado de Simón, el pescador, no es pequeño: en el momento crítico no puede terminar de convencerse que la muerte es nacimiento; una especie de vagina mística entre la vida terrenal y la gloria de los cielos. Eso le enseñó Cristo y en eso él cree firmemente. Pero, en el momento supremo, la vida es más fuerte que la fe. Se pega a sí misma como una pulsión que precede la conciencia y exige ser escuchada. Como si la sabiduría inconsciente del cuerpo se impusiera sobre la sapiencia, o los desvaríos, de la mente. La piedra humana sobre la que se construirá la Iglesia comete un pecado similar, guardadas las proporciones, al que comete todo católico cuando usa condón contra los dictados de la Iglesia; o sea, cuando prefiere defender la vida (propia y ajena) frente a los dictados de los intérpretes terrenales de una voluntad divina que de vez en cuando exige el martirio a su grey.

Pedro no conocía, o poco le importaban, las enseñanzas de su antigua fe: que Abraham estuviera dispuesto a sacrificar a su propio hijo evidentemente no constituía para el antiguo pescador un antecedente que fuera meritorio seguir cumpliendo para sí mismo en el doble papel de padre e hijo. Ahí está el comienzo más vergonzoso de cualquier religión: la exigencia de sacrificio de la humanidad ante la fe. El sacrificio de lo que intentamos saber y de alguna manera sabemos a favor de aquello que está más allá de nuestra razón. Y volviendo a Abraham, ¿no sabemos, por lo menos desde Nuremberg, que hay órdenes que es criminal obedecer? ¿Cambia algo que las órdenes vengan de Dios? En un momento de desconcierto en la fe y de afirmación de la propia humanidad, Pedro escoge la única vida que sus sentidos le indican: la terrenal. Y en esa contradicción –entre la humanidad que busca persistir y la fe que demanda sacrificios que la razón no puede entender– se construyen dos mil años de historia. Alguna fortaleza debe esconderse en los pliegues de esta ambigüedad.

Hemos dicho que Pedro se hace hombre cuando renuncia momentánemente a su fe, cuando la traiciona. Sin embargo, el antiguo pescador es hombre no sólo cuando entre la fe y la vida escoge la vida, sino también cuando busca consuelo en la fe. Su confianza en el más allá le ofrece una piadosa inteligencia final que premia la virtud convirtiendo la muerte en vida eterna. Pedro, como todos, necesita consuelo frente a lo inimaginable: la disolución de sí mismo. Digamos con contundencia una obviedad: sin miedo a la muerte, la religión no existiría. No existiría su necesidad.

Desde el poema babilonio Gilgamesh la humanidad ha dejado señas tangibles de su incapacidad para aceptar la muerte, la aniquilación de la propia conciencia. Frente al fallecimiento del amigo, Gilgamesh, el arrogante, exclama:

 

¡Enkidú, a quien yo amaba
ha vuelto al barro!
¿No habré yo de sucumbir
como él?
¿Nunca jamás me habré yo
de levantar?

De los mismos espacios y los mismos tiempos, viene ese fragmento del Eclesiastés de Babilonia:
Nace el hombre y camina hasta abordar la muerte
–Mi vida ha terminado... quedé en el olvido
mi fortuna cesó... y soy echado afuera.

Desde otro espacio del mundo, casi cuatro mil años después, Nezahualcóyotl responde:

¿A dónde iremos
donde la muerte ya no existe?

El gran Rey, adversario de los sacrificios humanos, no retiene su protesta contra Dios que nos engaña creándonos un deseo inalcanzable de eternidad:

Todo lo que es verdadero,
(lo que tiene raíz),
dicen que no es verdadero
(que no tiene raíz).
El Dador de la vida
sólo se muestra arbitrario.

Enfrentarse al drama (repetido miles de millones de veces desde que existe vida humana) de querer permanecer sin poder cumplir el anhelo, nos crea la necesidad de un sentido fuera del mundo. Nos crea la necesidad de religión: las que conocemos y las que están aún en proceso formativo. Si el hombre se distingue de los otros animales por su conciencia, ¿cómo aceptar que la conciencia no sirva para evitar el destino común de todos los animales? ¿Para qué sirve la inteligencia, ese aprender que es cambiar (sí mismo y el propio entorno), si en algún momento será aniquilada? ¿Cuáles verdades humanas resisten la prueba de la muerte? Ese obsceno pájaro de la noche que se burla de nuestras ambiciones, de nuestro construirnos, de la vanidad de nuestras obras. Y anuncia que todo edificio humano volverá al polvo del que nació por los afanes de individuos que compartirán el mismo destino.

Más de medio milenio después de Neza, Gao Xingjian, en La montaña del alma y mirando una foresta primitiva, refleja la misma incapacidad de compaginar la eternidad del mundo con la fragilidad de la condición humana: “No hay más que el inmenso bosque inmóvil e interminable, mi existencia se me antoja tan efímera que no tiene ya sentido.”

Si detrás de los orgullosos edificios del presente estoy yo que los he creado; y si es evidente que yo no soy Dios (la muerte me lo dice), ¿de cuál voluntad provengo yo? Si soy un edificio ¿quién es el arquitecto? Dios se convierte así en la estación terminal de un encadenamiento deductivo de creador y criatura en que la muerte me dice que yo soy criatura de fuerzas que me sobrepasan, que estuvieron y seguirán estando después de mí. Llamar Dios a estas fuerzas es asignar un sentido a la muerte. Y así, la vida adquiere un significado a partir del que asigna a la muerte. El consuelo da un sentido a la existencia: en el más allá habrá la justicia que aquí fue negada. Una ardiente, irresistible, necesidad de creer que después de la muerte los justos serán premiados y los inicuos, castigados. La justicia que no podemos crear aquí, allá nos será dispensada a manos llenas. Es la victoria de lo inmóvil imaginado a partir de las convulsiones y trepidaciones de la vida: un lugar cuya eternidad inmutable explica el movimiento, precediéndolo y siguiéndolo.

En el Tao te king se lee: “Hay algo natural y perfecto, Existente antes que el Cielo y la Tierra, Inmóvil e Insondable, Permanece solo y sin modificación.” ¿De qué otro lugar puede esperarse una justicia final que trascienda las ambigüedades, irreconciliabilidades y dudas de la vida? Una justicia fija, que no cambia con las estaciones, que no tiene vínculos con nada ni nadie y capaz de penetrar lo no dicho. Por su parte, Santo Tomás sólo puede imaginar el movimiento desde la fijeza, o sea desde el motor primero que no es movimiento sino posibilidad de movimiento. “Un bastón no se mueve sino cuando le mueve la mano que se sirve de él.” (Comentario inevitable: hagamos notar el “se sirve de él” que no deja grandes márgenes al libre albedrío). “Por consiguiente, es preciso remontarse a un primer motor, que no sea movido por otro, y este primer motor es el que todo el mundo llama Dios”. Lo inalterable. Conclusión: la muerte (la fijeza eterna) juzga la vida (el movimiento, la autocreación).

Insistamos: la religión nace de la imposibilidad humana de imaginar la muerte desde la vida. ¿Cómo aceptar, vislumbrar, concebir el silencio desde los ruidos planetarios, la oscuridad desde la luz del sol, la inmovilidad desde el movimiento, la ausencia desde la presencia? ¿Cómo aceptar que tantas cosas recogidas en el camino desaparezcan conmigo (Blade Runner)? ¿Cómo no tener un sentimiento de injusticia que reclama una corrección? Y la única corrección frente a la injusticia de la muerte es, obviamente, la religión. En 1943, escribía Canetti: “Lo más atrevido de la vida es el odio a la muerte, y son despreciables y desesperadas las religiones que borran este odio.” Y añadía: “Es hermoso ver los dioses como precursores de nuestra propia inmortalidad como seres humanos. Es menos hermoso mirar al Dios único, ver como se apropia de todas las cosas.” Y ahí está justamente el punto.

La religión no constituye un problema en sí (¿por qué debería ser objeto de agravio el humano deseo de consuelo?), el problema nace en el momento en que la verdad consoladora se sustituye, o pretende sustituirse, a las verdades en movimiento, inevitablemente transitorias, que la humanidad construye y destruye en su marcha. Cuando esto ocurre, el consuelo privado amenaza con transformarse en jaula pública. Si en la vieja economía política, los vicios privados se vuelven, gracias a un espíritu santo denominado Mercado, virtudes públicas, en las religiones el camino es al revés: el consuelo privado convertido en una lisa plancha moral que abruma la capacidad creativa. Las verdades humanas (frágiles y tornadizas) son sustituidas por una verdad que desde la historia declara su fin. Y otra vez Canetti nos pone sobre aviso: “No creas a nadie que esté diciendo siempre la verdad.” La religión no puede dejar de ser un acabamiento (y un rechazo) de la historia: el momento en que los individuos deciden que de ahí en adelante dejarán de aprender, por lo menos desde el punto de vista de sus creencias profundas. Sobra decir que cuando esta pulsión domina el espacio público, normalmente la humanidad tendrá algo más de qué avergonzarse post festum. Rechazar la muerte e imaginar un lugar fuera del mundo donde los justos serán premiados con la eternidad no puede ser razón suficiente para aprisionar los vivos, hic et nunc. Y sin embargo la historia necesita la compensación (¿ancla?) de la eternidad: el consuelo final después de tanta brega.

Las religiones, en su aspecto profundamente humano, son inevitablemente evangélicas. Aunque, aquí también, habría que atiborrar estas páginas de reparos y cautelas: obviamente no es lo mismo el budismo que el Islam. En común sólo tienen el hecho de que la verdad no puede ser escatimada a aquellos que aún no son iluminados por ella. Y de ahí surge la necesidad colectiva de poner barreras a una virtud demasiado exigente que en nombre del más allá pretende poner orden en el acá. El miedo a la muerte y sus exorcismos culturales no pueden ser un principio organizador de la vida colectiva. Aceptar que la fe permea el espacio público significa nadar contra la corriente de lo mejor que la modernidad encarna: la idea de una humanidad que busca y encuentra sin fin (aunque se enfrente siempre al problema de dar un sentido a las propias obras), que se hace a sí misma construyendo y destruyendo sus propias verdades en la marcha. Toda religión convierte al creador humano en criatura divina vinculada a alguna verdad que no sólo es indemostrable sino que se asume a sí misma como final, definitiva. Repitámoslo: desde la historia se declara su fin. Y el corolario social es, casi siempre, un retroceso: el deseo de retorno de la sociedad (como universo de conflictos más o menos regulados) a la comunidad, como comunión de los hombres de fe y huida de la duda, los conflictos, las verdades transitorias hacia el puerto pacífico de la verdad sin sombras. En esta perspectiva quizá no resulte misteriosa la fascinación de la Iglesia de Roma hacia los regímenes autoritarios, como si en ellos la congelación del conflicto fuera el anuncio de la comunidad de fe que pone a los hombres en las condiciones de merecer la vida eterna. La chata grisura de un mundo de religiosidad compulsiva reconfirma en la Iglesia la idea de que la vida verdadera no es esta. Y si es así, ¿para qué dedicarle tanta atención?

La modernidad, en el fondo, no es más que un camino que intenta expulsar las creencias religiosas de los ámbitos de la vida colectiva. Un camino tan necesario como nunca plenamente cumplido. No se puede expulsar de la vida la religiosidad que la consuela frente a la derrota inevitable. La conciencia de que toda batalla cultural contra la religión fuera una batalla perdida, resulta evidente tanto en Robespierre como en Comte que, en el último tramo de sus vidas, caen en la tentación de “crear” una religiosidad afín al progreso. Un desvarío tan palurdo como humano (demasiado humano): construir desde el mundo una verdad eterna destinada a darle sentido.
El taoísmo tiene, por lo menos, la virtud de reconocer (¿inconscientemente?) que la renuncia a la razón humana nos pone en una dimensión que lejos de dar sentido a la existencia lo disuelve en misterios impenetrables: “El Hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías”. La Shastra hindú es aún más explícita: “No pretendas descubrir la esencia y la naturaleza del Eterno... Semejante empresa sería vana y criminal. Satisfácete contemplando sus obras noche y día, su sabiduría, su poder y su bondad.” O sea, sé hijo respetuoso y no hagas demasiadas preguntas sobre tu padre. Bástete saber que está en algún lugar y te observa.

En su larga historia, la cultura islámica casi nunca ha podido separar a Dios de los asuntos terrenales y las consecuencias están a la vista: una gran cultura que vive a la sombra de un Occidente que acapara desde hace siglos el mayor potencial creador de la humanidad. El peor cuadro históricamente imaginable: ritos religiosos de observancia compulsiva y una rígida moralidad social que pretenden, como dice Albert Hourani, regular paz social, propiedad, matrimonio y sucesión. O sea, más o menos, todo. Una religión que nace conjuntamente con la sociedad que ordena según sus principios morales. Una fe que, demasiado a menudo, expresa en sus tonos beligerantes la naturaleza guerrera (en la tradición judía) de ese arcángel (jefe de ángeles: recordemos aquí las palabras de Voltaire, quien dice, con su acostumbrada socarronería, “entendemos por la palabra ángeles a los ministros de Dios, a sus emisarios, a los hombres intermedios entre Dios y el hombre, enviados al mundo para comunicarnos sus órdenes”) Gabriel que convierte a Mahoma en amanuense de la voluntad divina. (Inevitable recordar aquí las páginas extraordinarias de Salman Rushdie describiendo el azoro del “secretario” de Mahoma al descubrir que Dios no lo achicharra cuando él intercala puntos y comas e incluso palabras que no corresponden exactamente a las palabras de Dios mediadas por Mahoma). En cambio, en nombre del derecho a experimentar, a construir verdades y destronarlas (y combatiendo sus propias batallas contra la fe), Occidente se hizo patria de la modernidad y, por consiguiente, el exclusivo intérprete de sus designios. En el cercano universo islámico una religiosidad exigente ha contribuido a crear un amplio espacio histórico de creencias y prácticas de vida comunes que han asfixiado el potencial creador de una parte no pequeña del mundo. El conflicto removido que traba la búsqueda-construcción de verdades in itinere, convierte la fe en un tibio vientre autoritario en que el individuo se anula en una colectividad en que la diversidad es pecado.

Kublai Khan le dice a Marco Polo: yo creo en todos los dioses, cualquier otra opción me enemistaría con alguna parte de la sociedad. Un principio (tímido, pero principio) de secularización. Creer en todos los dioses y no creer en ninguno son situaciones aledañas. Otro remedio es el del gnosticismo, incluso cristiano, que supone la tierra creada por deidades inferiores (los ángeles) que, para decirlo coloquialmente, interpretaron a Dios como Dios les dio a entender. Las imperfecciones del mundo vienen del poder divino delegado. El gnosticismo simoniano es aún más explícito en la explicación de los evidentes defectos de construcción del mundo: el mundo ha sido creado por, obviamente inferiores, deidades femeninas. Como quiera que sea, Kublai Khan y el gnosticismo son dos fórmulas para ser religiosos sin serlo en realidad. Un camino que, me permito añadir, por desgracia no se ha revelado tan fecundo como pudiera haber sido. El poder de Kublai Khan desaparecerá pronto y Simón el Mago es apenas una vieja referencia para eruditos y especialistas en cuestiones bíblicas.

Creer demasiado en una inmutable justicia ultraterrena (que hace el mundo perfecto, en tanto que creación divina), sobre todo cuando viene de un Dios único, significa estrechar los espacios de la libertad para todos. Los seres humanos pueden y deben entenderse sin mezclar la relación que cada uno de ellos entretenga con la divinidad. Como le hace entender Sócrates a Eutifrón, ¿no es ya suficientemente difícil que los seres humanos nos entendamos, sin que se necesite inmiscuir la dificultad de entender, y hacer convivir, nuestros diferentes dioses? Y sin embargo, esta es una petición de principios. Por tanto que se consoliden espacios públicos libres de religiosidad, es francamente difícil mantener la confianza iluminista de que la razón disolverá finalmente las tinieblas del prejuicio. Hay, por lo menos, dos razones para dudar que la batalla de la frágil razón humana contra las verdades eternas de las religiones, tenga, o pueda tener, fin.

La primera. Como seres humanos no superaremos nunca el desconcierto frente a la muerte y, que yo sepa, ninguna ideología, más allá de las religiones, ha podido dar cuenta de la angustia frente a la propia disolución. Sin mencionar la necesidad (otra vez, demasiado humana) de imaginar una vida eterna como premio para aquellos que en la vida terrenal operaron con honradez y rectitud. O, por lo menos, no jorobaron en exceso la vida de sus símiles. Una necesidad de justicia eterna, fuera de la historia. Moraleja: la batalla civil contra una religiosidad siempre tentada por ocupar todos los espacios, es contienda interminable. Una lucha (a veces guerrilla y a veces enfrentamiento de grandes ejércitos) en que las victorias nunca serán definitivas. Ni las derrotas. La religiosidad no es un invento de las fuerzas maléficas del imperialismo. La fe no es sólo prejuicio o persistencia de una neurosis infantil de la especie, es también una necesidad. Una necesidad de vivir la vida trascendiendo la disolución de todo sentido anunciada por la muerte individual.

La segunda. Si algo nos indica nuestro tiempo es que cuando muchas de las verdades establecidas se vuelven dudosas, la mayor ancla de certezas es justamente la religión. Cuando las prácticas y las condiciones de la vida colectiva cambian aceleradamente y proyectan sombras inquietantes sobre el futuro, la religión es ancla poderosa de identidad colectiva. Una resistencia al cambio ennoblecida por una identidad moral puesta fuera de la historia. Moraleja: nadie avanza sin cargar en las espaldas el propio pasado que, en determinadas condiciones, puede plantear con fuerza sus propias razones. Cuando todo cambia, el pasado reclama sus derechos e incluso reactiva sus antiguas fracturas. En su Moisés, Freud lo dice con admirable síntesis: “La historia se complace en semejantes retornos a estados previos que anulan fusiones ulteriores y manifiestan de nuevo las divisiones precedentes.”
La globalización de nuestros días, además de encarnar un nuevo impulso exogámico en la historia humana, crea lo nuevo mientras refuerza involuntariamente las resistencias en su contra. Es como si de pronto las combinaciones químicas más inesperadas pudieran volverse, nuevamente, posibles poniendo a prueba nuestras resistencias culturales frente al sambódromo en que a veces se convierte la vida. Como, por ejemplo, que un sacerdote del culto herético de Amenophis iv que introduce en la historia el monoteísmo, se convierta, con el nombre de Moisés, en el fundador de la religión del pueblo de Israel. (En la ficción de Naguib Mahfuz sobre la vida de Amenophis iv –Akhenaton– el literato pone las siguientes palabras en labios del faraón, mientras se dirige al sumo sacerdote del culto destronado de Amón: “Te ordeno que creas en él”, refiriéndose al dios único del disco solar, Atón. Palabras mágicas que hacen explícita una violencia normalmente menos directa). O para decirlo con el Pérez Galdós de Nazarín: “Y para colmo de confusión, el árabe... decía misa.” Esto en el fondo es la globalización: una mayor cercanía entre diferencias que, a veces, crea mestizajes que conservan y trascienden sus vetas formativas. Una condena al mestizaje que es, al mismo tiempo, un reto y una promesa.

La humanidad también tiene su propio Big Bang: el impulso exogámico. O sea, el camino que conduce al reconocimiento de las diferencias y a la convivencia de lo distinto. Que la exogamia provenga del asesinato del padre y de la subsecuente renuncia de los hermanos-asesinos a tener relaciones sexuales con las mujeres del patriarca muerto, o que provenga de la necesidad de dar más eficacia (y capacidad de defensa frente a las amenazas del mundo) a la voluntad de sobrevivencia colectiva, el resultado es el mismo: un camino que conduce a sentidos de identidad cada vez más amplios.

Si globalización es fortalecimiento de las interdependencias, una marcha hacia mayores contagios de identidades, en este camino hay, por lo menos, dos serios obstáculos. Uno es la religión. El otro es el multiculturalismo. De una parte, la idea de que existen verdades últimas que sacralizan la resistencia a modificar ámbitos morales más o menos petrificados por la tradición. De la otra, la idea de que cualquier ámbito cultural tiene igual dignidad, con lo cual las realizaciones históricas que confluyen en la idea del ciudadano, la libertad individual y la democracia como conflicto regulado, quedarían igualadas con distintas formas de comunitarismo en que la identidad colectiva se convierte en una jaula exclusiva. Una forma, esta última, para satanizar el conflicto interno visto como atentado al espíritu comunitario y para resistirse al contagio con otras culturas. En pocas palabras: un anuncio de “globalización” feudal con fueros especiales y verdades exclusivas. Si religión significa comunidad de fe en que las diferencias se anulan en un cuerpo con tentaciones unanimistas, en el multiculturalismo el (¿mismo?) deseo de armonía se traspasa al “respeto” de cada tradición particular. El resultado es el mismo: un deseo de orden construido sobre la desconfianza en los contagios; un temor al conflicto como territorio de las únicas verdades que la humanidad pueda tener: las que construye y destruye en la marcha.