CARLOS MONSIVÁIS

 

Notas sobre el destino
(a fin de cuentas venturoso)
del laicismo en México

 

 

 

 

En 1837, Ignacio Ramírez, un joven de 19 años de edad, solicita el ingreso a la Academia de Letras, un grupo de discusión literaria y filosófica integrado por jóvenes intelectuales de la Ciudad de México, formados en la única cultura disponible entonces, la eclesiástica. En su imprescindible Memorias de mis tiempos, su amigo Guillermo Prieto relata el episodio:

Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores, algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes del molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título que decía: No hay Dios. El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción.
Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas. Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad, el señor Iturralde, Rector del Colegio, dijo: Yo no puedo permitir que aquí se lea esto; es un establecimiento de educación.

Que se sepa, esta afirmación inaugura el ateísmo en la República Mexicana, y es a tal punto insólita, que podría entenderse como la provocación de un adolescente muy talentoso y muy protagónico. Sin embargo, la excepcionalidad del acto trasciende su apariencia teatral y demanda otra lectura: cuando Ramírez habla ya se ha dado un quebrantamiento del control perfecto de las conciencias, no muy amplio pero irreversible. Un ateo que hace pública su falta de fe es un ciudadano en pos del uso estricto de las libertades. En su gran libro sobre Rabelais y las mentalidades del siglo XVI, Lucien Febvre analiza la impensabilidad del ateísmo en Francia, ya que el orden de la naturaleza social se finca en la ostentación del dogma que sobredetermina las creencias privadas. (La función de un te deum es ahuyentar con los rezos más solemnes la incredulidad.) Por eso, durante el periodo de la reforma liberal, al darse los debates álgidos sobre la tolerancia, algunos obispos disculpan la ausencia de fe siempre y cuando no se manifieste. Lo básico es la unanimidad ya que esto sostiene la coherencia de la nación y de la familia. Lo contrario es la tolerancia, que los conservadores del siglo XIX juzgan el equivalente de la profanación. Al respecto, entre otros ejemplos, véase el de Juan Bautista Morales, más tarde uno de los liberales más lúcidos que usará el seudónimo de El Gallo Pitagórico. En su frase conservadora, Morales escribe en El año cristiano (1848) contra la tolerancia y exige se le ponga en “cuarentena”.

 

No digo que éste [el miedo a la ruina del alma] es un temor infundado, porque en su apoyo vemos todos los días una prueba en el orden moral. Un ciudadano, por bien educado que esté, por mucha confianza que tenga en su virtud, por muy buenos hábitos que haya contraído, rehúsa y con razón, la compañía de hombres malvados, de mujeres corrompidas y aun de hombres puramente groseros y toscos. Y ¿por qué? ¿No se podía hacer a éstos en materia de costumbres el mismo argumento que se hace a los católicos en materia de religión? Si estás cierto, seguro de tus principios, ¿qué temes? Sin duda que sí, pero ellos responderían que la experiencia ha enseñado que el contacto con esas gentes, no sólo es capaz de minar con el tiempo la virtud más sólida, sino aun de variar del todo la educación y los hábitos más firmes y mejor cultivados; pues otro tanto responderán los católicos en su caso respectivo.

Pero supongamos que un católico no teme por su persona, ¿dejará de temer por la de sus allegados, amigos y principalmente de sus hijos? ¡Qué desconsuelo será para un padre sentarse a la mesa rodeado de sus hijos, a quienes ve seguir otras religiones, y que por consiguiente los cuenta por perdidos! ¿Podrán todas las comodidades temporales que le haya ocasionado la tolerancia endulzar la amargura del corazón?
Antes de 1857, los conservadores pugnan por la intolerancia porque, alegan, así se salvan la unidad familiar y, de igual importancia, la salud mental de los mexicanos, que enloquecerían de disponer de alternativas. En la Constitución de Apatzingán del 22 de octubre de 1814 se establece: “Artículo 1. La religión católica apostólica, romana, es la única que se debe profesar en el Estado.” En el Plan de Iguala del 24 de febrero de 1821 se afirma: “1. La religión católica apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna.” En el Acta Constitutiva de la Federación (Decreto del 31 de enero de 1824) se establece: “Artículo 4: La religión de la Nación Mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra.”De allí la importancia del Ensayo sobre tolerancia religiosa (1831), de Vicente Rocafuerte, inspirado en John Locke, suscitador de la polémica que desemboca en la afirmación de ateísmo de Ramírez. Según Rocafuerte, discípulo obligado de Voltaire, el porvenir le pertenece a la razón y por eso aboga por la mejora intelectual y religiosa de los ministros del altar:
 

Los ministros ignorantes son conducidos casi por necesidad al fanatismo. Incapaces de interesar a sus oyentes ocupando sus entendimientos con afectuosas, claras y juiciosas descripciones de la religión, ellos sólo pueden adquirir y conservar el ascendiente a que aspiran, inflamando las pasiones, excitando una sensibilidad desordenada y perpetuando las ignorancia y el error. Todo hombre observador debe haber visto tristes ejemplos de esta verdad, y ¿qué terrible argumento no presta esto a favor de la ilustración del clero?

Y Rocafuerte termina citando al orientalista Pau: “Que un pueblo que perfecciona sus leyes y sus artes es bien desgraciado y digno de compasión, cuando no puede perfeccionar su religión.”

La respuesta es inmediata y severísima. El presbítero licenciado José María Guerrero, consultor de la Junta de Censura Religiosa, produce en mayo de 1831 un dictamen teológico de inicio memorable:

Me había parecido locura imaginar que en una república católica, cuya primera base inmutable en todo tiempo es la religión católica, apostólica, romana, viese la luz algún escrito que nos excitase a abjurar nuestra divina religión, cubriéndose la puerta al detestable deísmo. El ensayo publicado, y que la bondad de v.s. se sirvió someter a mi censura, es un verdadero parto del protestantismo más refinado, que según la confesión de Isaac Papinio, antes ministro de la iglesia anglicana y después católico, nos conduce hasta el ateísmo.

Entonces como ahora defender el monopolio religioso es –se dice– evitar la desintegración nacional. Así, el 3 de julio de 1856, Lázaro, Ilustrísimo Señor Arzobispo de México, le pide al Congreso Constituyente desechar el Artículo 15 del proyecto de Constitución, que le niega a la autoridad prohibir el ejercicio de cultos religiosos distintos al católico. Arguye don Lázaro:

Mas por un beneficio del cielo mi patria no se halla en el caso que he supuesto (un individuo que pregunta de buena fe qué religión debería abrazar), sino que de siglos atrás ha profesado la Religión católica, apostólica, romana, con exclusión de otra cualquiera. ¿Qué justicia puede haber para introducir en ella religiones o cultos que nunca ha consentido y que la Religión que profesa reprueba y condena?
No son separables los intereses públicos y sociales de los intereses de la verdadera Religión: el Autor de ésta lo es también de la sociedad, y este mismo autor de la Sociedad dijo: que no habría sino un solo aprisco y un solo Pastor.

“Ser liberal en la Edad Media”

Para los conservadores, una de las desgracias de México es su abandono de la tradición hispánica sustentada en la religión y la monarquía. Sus adversarios localizan el desastre nacional en la permanencia de los valores virreinales. De manera inevitable la lucha por la secularización se concentra en el modelo de sociedad. Cómo debemos ser se traduce en qué tanto debemos permitir. El virreinato divulga una alucinación doctrinaria, el ideal de la pureza perfecta de una sociedad ceñida por lo sagrado. En el siglo XVII, para situar el clímax del fervor, todo es religioso y los hombres y las mujeres transcurren agobiados por la omnipresencia del pecado. La vida espiritual a la disposición se consume en el arrepentimiento y la imploración de perdones del Cielo.

Si las atmósferas religiosas son todavía muy poderosas en el siglo XIX mexicano, ya no disponen de la alianza del Rey de España y el Papa, y de lo irrefutable de la autoridad del clero. Dios aún existe, y poderosamente, pero los sacerdotes dejan de ser partículas divinas, mientras la secularización se nutre de las transformaciones en la política, la cultura y el comportamiento. En lo político, los liberales de la Reforma le oponen la República laica al fanatismo (la teocracia); en lo cultural, el pensamiento monolítico de la Contrarreforma se va diluyendo en el sector intelectual gracias a la cultura francesa, los textos socialistas, la literatura liberal o libertaria; en el orden de los comportamientos, resulta primordial la disminución de los sentimientos de culpa en lo tocante a la sexualidad. Por supuesto, el proceso anterior es desigual y combinado.

Para evitar la secularización, los conservadores no aceptan la Constitución de 1857. En su Historia de la Iglesia, el sacerdote Mariano Cuevas, vocero del conservadurismo del siglo XX, ve con horror las Leyes de Reforma: el Artículo Tercero implanta la libertad de enseñanza; el Quinto suprime los votos religiosos; el Séptimo establece la libertad de imprenta sin restricciones a favor de la Iglesia; el 13 declara abolido el fuero eclesiástico; el 27 formaliza la Ley Lerdo sobre desamortización de bienes eclesiásticos y comunales, y el 123 regala al poder federal el derecho de intervenir en asuntos de culto y la disciplina externa de la Iglesia.

Según Montes de Oca, un obispo famoso en su momento por la cultura humanista que se le atribuye, una sociedad no dirigida por la religión católica no puede subsistir “porque lo político y lo católico son ideas paralelas y han de marchar siempre unidas, quiérase o no, porque el movimiento de las ideas y la fuerza expansiva de las cosas son independientes de la voluntad” (1856).

“Cangrejos al compás”

La incorporación al Siglo (los cambios “terrenales”), al independizar de las imposiciones eclesiásticas el tiempo de la sociedad, conduce a confrontaciones violentas entre conservadores y liberales. No obstante las inmensas dificultades, el liberal gana la batalla porque su hora ha llegado, en el sentido del vencimiento de las instituciones reaccionarias. Cada anécdota de la etapa de la Reforma explica cómo el laicismo se vuelve inevitable. Un ejemplo de 1858. El gobernador de la Ciudad de México, Juan José Baz, quiere derrumbar una parte de un convento para facilitar el nuevo trazo urbano. El obispo de la capital se opone. Al presentarse las cuadrillas de la demolición, un grupo de curas desde las azoteas del convento enseñan las cruces y amenazan con excomulgar al que se atreva con las piquetas. Las cuadrillas se inmovilizan, y Baz manda por una charanga que toda la noche interpreta Los cangrejos, el himno liberal contra los mochos. Animados, los obreros proceden.

También la secularización se expresa por las modificaciones del comportamiento religioso. Si México sigue siendo profundamente católico, lo católico varía en las ciudades. En los panteones de la capital, el Día de Muertos es el del hábito de la borrachera, que destruye la antigua solemnidad en honor de los Fieles Difuntos. Y entre los pobres, la sexualidad estalla acompañada de lejos por las reconvenciones periódicas de los párrocos. Sólo en el Cinturón del Rosario (el Bajío) el control es todavía absoluto, como prueba Al filo del agua, la extraordinaria novela de Agustín Yáñez, situada en 1909, en vísperas de la Revolución.

En las grandes ciudades de México, el siglo XIX inaugura la incorporación secular al mundo. Las aduanas de toda índole del virreinato desvinculan a la Nueva España de los avances de las metrópolis y gracias a eso la Ilustración no sucede en México. Para los escritores y los intelectuales del siglo XIX, ponerse al día es garantía de perdurabilidad, y la actualización cultural se le encomienda a la lectura de (entre otros) Voltaire, Rousseau, Víctor Hugo, los folletinistas (Eugenio Sue, Alejandro Dumas), los poetas románticos… A la secularización la substancian el conocimiento científico que va llegando, y la variedad de lecturas y conductas no regidas desde el confesionario. Para los liberales es básico separar la moral cristiana de la política eclesiástica, y por ello califican a su anticlericalismo de cristianismo genuino. ¿No ya, ante la excomunión, del obispo Abad y Queipo, el sacerdote Miguel Hidalgo exclama, refiriéndose a sus enemigos del clero: “Ellos no son católicos más que por política”? Fuera de Ignacio Ramírez, los demás liberales se consideran creyentes y con frecuencia guadalupanos, y su laicismo se sustenta en la separación de poderes amparada en el versículo de los Evangelios: Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.

“Si porque me ves borracho, mañana ya no me ves. Si porque tomo tequila, mañana tomo jerez.” (Del corrido La Valentina)

La intensidad de los enfrenamientos de ejércitos y facciones (lo que se conoce como Revolución Mexicana), es un curso intensivo de secularización. La violencia engendra un “relativismo moral” que se expresa entre otras cosas con cambios drásticos en las costumbres sexuales. A la pudibundez tan irreal y artificiosa de la dictadura le sucede la barbarie popular que imita a la barbarie burguesa, mientras la secularización se desprende de múltiples instancias: la movilidad de los ejércitos campesinos, la toma de las ciudades, las lecciones de los cientos de miles de muertos, las legiones de madres solteras, los anticlericales que entran en las iglesias a caballo y queman tallas de santos y vírgenes para calentarse. A la “desmiraculización” se llega por la razón, el instinto y la urgencia del proceso civilizatorio, todo a la vez. Sin que nadie lo advierta seriamente, la “descristianización” se va extendiendo, definida en última instancia por el nuevo sitio de la fe en la vida cotidiana y en la vida pública. Se sigue creyendo pero el centro de la vida social ya no lo constituyen los administradores de las creencias. Y si las campañas de la “desfanatización” de Obregón, Calles y Cárdenas fracasan, otro tanto sucede con las de la “refanatización”, del clero. En Tabasco, el gobernador Tomás Garrido Canabal persigue a los sacerdotes; en el Bajío las huestes cristeras con igual saña a los maestros rurales, y en el proceso de paz ambas fuerzas estorban. El momento es lúgubre, pero las consecuencias no afectan a la fe que prosigue, sino a la centralidad de sus representantes tradicionales.

A la tragedia del conflicto religioso la matiza el sentido del humor involuntario. Los cristeros portan escapularios con la consigna: “Bala detente”; según la leyenda, el político del PNR Arnulfo Pérez H. manda imprimir en sus tarjetas su ocupación: Enemigo personal de Dios, y en la Cámara de Diputados sube a la tribuna y declara: “Dios no existe y si no, lo reto a que envíe un rayo que me pulverice en este instante.” De acuerdo con la crónica, “por prudencia”, los asistentes se alejan del blasfemo.

A los liberales del siglo XIX y a los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, les importa la disminución del fanatismo y, lo que no es lo mismo, la preparación de los ciudadanos mediante la enseñanza. No otro es el sentido de los artículos sobre educación en las constituciones de 1857 y 1917. Implantar la tolerancia requiere obligadamente de la educación laica (la garantía del saber moderno), y de la separación de Iglesia (entonces sólo concebible en singular) y Estado, con la ley del divorcio, la libertad de cultos y de conciencia, etc. Liberales y revolucionarios se expresan con claridad: si se usan las leyes y se vigila su cumplimiento (hasta donde es posible), se crean las condiciones del progreso, y se eliminan de la conciencia nacional el fanatismo, la intolerancia y, muy destacadamente, la obstinación teocrática. Su proyecto se cumple a mediano y largo plazo. Así no se acaten las disposiciones constitucionales, se genera un clima político y cultural que interioriza el sentido de la ley en grandes sectores. Y si luego de las Leyes de Reforma y de la Constitución de 1917 los conservadores todavía retienen un poder enorme, ya no son la única referencia. Y tras la guerra cristera, la lucha por el “dominio de las almas” entre el Estado de la Revolución y la Iglesia se resuelve a favor del Estado, que en la década de 1920, incurre también en el fanatismo represivo, con el plan que va de la quema de imágenes al cierre de templos. Esto oscurece el proceso secularizador por más de una década.

En el proyecto de educación laica, importa mucho mantener la división entre lo privado (las creencias) y lo público (la formación de los ciudadanos). En el trayecto, el laicismo tiene fallas notables (el programa de educación socialista) y aciertos extraordinarios. Los avances se comprenden paulatinamente y lo que llama la atención es el drama político. En 1940, el presidente electo Manuel Ávila Camacho, ansioso de concluir el enfrentamiento con la Iglesia, afirma en la entrevista con José C. Valdés: “Soy creyente”, y con esa sola frase construye el concordato extraoficial. (En rigor, dice: “Soy católico”, pero el Estado Mayor presidencial busca esa noche a Valadés para mitigar la expresión.) Con todo, la educación laica es un hecho irreversible y benéfico y, se quiera o no, el dogma “prácticamente único” va aceptando la existencia de otros credos, aunque la persecución de los protestantes continúa y los gobiernos se despreocupan de la suerte de las minorías religiosas, étnicas y sexuales, sujetas al abuso despiadado.

“Si los santos votaran, votarían por...”

Todavía en las primeras décadas del siglo XX la ultraderecha retiene grandes zonas del país y se opone a la libertad de creencias con ira a veces armada, y con frecuencia linchadora. Amparada en la Moral (nunca definida), la derecha niega las realidades del instinto, y a nombre de la “Identidad Nacional” rechaza la libertad de creencias. Si han perdido la capital de la República, aún le queda el sojuzgamiento de muchísimos pueblos y ciudades, y el encargo de educar a la clase en el poder.

A lo largo del siglo XX, la cultura patriarcal se unifica no obstante las diferencias ideológicas, y en su unidad es primordial la perseverancia del machismo. No sin motivo, los clérigos se jactan de su influencia sobre las mujeres, persuadidas de su rol de vestales de la tradición, y de su responsabilidad en la transmisión de la fe (vigilar, mimar, regañar y castigar). El Estado o, mejor, los gobernantes, no aceptan la existencia de mujeres concretas y –si están o pueden estar en contra suya– sólo ven en ellas a las esclavas de la voluntad eclesiástica, las mochas, las solteronas, o, si se trata de una visión positiva, los fieles complementos de la voluntad masculina. El voto a las mujeres se retarda hasta 1953, cuando el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines se persuade: los curas ya no decidirán mecánicamente el voto de las mujeres y, además, los curas ya no son los enemigos.

Al cambio perceptible a favor de los derechos de las mujeres lo impulsan la industria, la ciencia, la educación y el movimiento feminista. Se acelera la feminización de la economía, se incrementa el número de mujeres en la enseñanza media y superior, van cediendo las fortalezas del machismo exclusivista y, last but not least, el cine difunde de modo convincente, otras versiones del comportamiento femenino, donde las mujeres son ya seres independientes o en vías de lograrlo. Y la explosión demográfica trastoca la vida en familia, incluso en sociedades tan “familiaristas” como la mexicana. La sociedad de masas, sin paradoja alguna, desvanece una porción considerable de los sentimientos y las prácticas comunitarios, y en el horizonte urbano (hoy más del setenta por ciento de la población) y crecientemente en el rural, viene rápidamente a menos una encomienda de la religión organizada, el sitio de honor del moralismo que le había dado sentido a las representaciones de la vida cotidiana. El control del patriarcado persiste en buena medida y le adjudica a las mujeres “por su temperamento y su tiempo disponible” la tarea de hacer de la fe la práctica compulsiva (la “beatería”) que, desde el hogar, protege la Moral y las Buenas Costumbres.

“A una mujer adúltera se le conoce porque clava la mirada en el piso”

Entre 1911 y 1940 el catolicismo integrista batalla contra la secularización y, como lo prueba Jean Meyer en sus acercamientos a la Cristiada y al sinarquismo, el sentimiento religioso se vierte en la defensa acérrima de una cultura (las tradiciones, la obediencia al poder eclesiástico, la negativa a la educación laica, la protección del patrimonio agrario). No reduzco el universo católico de México a la Cristiada y al sinarquismo, pero en el odio al laicismo estos movimientos definen la actitud última, tanto en su apasionamiento sacrificial (su abundancia de mártires) como en su intolerancia ardiente (su abundancia de verdugos). El ser católico no ablanda al presidente Ávila Camacho, que ordena “contener a la derecha”, lo que desemboca en la matanza de un grupo de sinarquistas en León (en 1942), otro de esos crímenes desaparecidos oficialmente.

Ya instalado en la resistencia simbólica en lo que a la capital de la República se refiere, el tradicionalismo emerge de vez en cuando. En provincia hay campañas de exterminio contra los protestantes, en la capital se le encarga al escándalo frenar la amplitud de criterio. Un caso notorio: en 1948, Diego Rivera en su mural Un domingo en la Alameda, una síntesis histórica y legendaria de México, incluye al gran liberal Ignacio Ramírez con un cartel: “Dios no existe”, (una frase de un texto de 1837: “Dios no existe. Los seres de la Naturaleza se sostienen por sí solos”). De inmediato y como si la frase fuese un hechizo diabólico, se desata la ira fundamentalista, y al Hotel del Prado, sede del mural, llegan unos estudiantes a borrar la frase, no vaya a deprimir al Altísimo. Al cabo de agresiones incontables, Rivera cede y manda suprimirla. Para la derecha, a mitades del siglo XX, un ateo es todavía el equivalente de un hombre con un ojo en la frente.

En la primera mitad del siglo XX, se mantienen como datos de la creencia absoluta los ritos: bautizo, confirmación, bodas, ceremonias de acción de gracias, extremaunción. Como de costumbre, estos actos, además de la carga de fe individual, ratifican las redes sociales. “El habla del paraíso” es también, y de modo predominante, el habla de la visión grandilocuente de la sociedad. Se pertenece al grupo, al sector, acatando los procedimientos eclesiásticos.

La teocracia y el medievalismo dependieron por entero de un hecho: cada persona sabía su lugar en la sociedad, y el centro lo compartían el poder clerical y el político. La pérdida de fe en los milagros, la desmiraculización de que habla Max Weber, es un avance de la sección secular. El deseo de inmovilizar las creencias en el tiempo se escinde en los anhelos de construir el Reino de Dios sobre la tierra, y en las maniobras para perpetuar el poder económico y político. En el primer caso, cada día más escaso, el ejemplo más notable es un pueblo de Michoacán que a partir de 1970 o 1971 deviene la Nueva Jerusalem, experimento milenarista de Papá Nabor y Mamá María de Jesús, guías –en la vida cotidiana y en los templos– de las prácticas devocionales y de los deseos de la Virgen del Rosario. A esta movilización “contra el mundo” corresponden las persecuciones de protestantes y el episodio criminal de agosto de 1968, en San Miguel Canoa, Puebla, cuando el cura Enrique Meza Pérez (jamás detenido o llevado a declarar) exhorta a los feligreses a proteger su fe contra la invasión de “comunistas, violadores de mujeres que vienen a incendiar las cosechas”. El pueblo lincha a cuatro excursionistas de la Universidad Autónoma de Puebla, y al campesino que les daba alojamiento.

Entre 1980 y 1999, para ponerle fechas a un proceso incesante, las relaciones cordiales entre política y religión se acentúan. Se acaba el “nicodemismo” (de Nicodemos, un personaje de los Evangelios que se veía clandestinamente con los apóstoles al comienzo de la era cristiana). Los políticos advierten la fuerza del clero, la izquierda no quiere ser acusada de “jacobina” y las grandes corporaciones religiosas (el Opus Dei y los Legionarios de Cristo en primer lugar) no alcanzan a la mayoría de la población, pero sí uniforman las declaraciones de fe de las élites y se vuelven muy poderosas en lo económico y lo político. Crecen sin medida las universidades particulares, se acentúa la influencia clerical sobre las esposas de empresarios y políticos, se desdeña por anticuado el anticlericalismo y se glorifica el poderío de un clericalismo en nada distinto al del siglo XIX. Bueno, sí en algo: ahora cree en las inversiones. Las guerras de religión son ya cosa del pasado, pero las “guerrillas de religión” siguen muy vivas. Y los fundamentalistas de la derecha se niegan a aceptar a la diversidad, el equivalente mexicano del multiculturalismo; para ellos lo diverso atenta contra la Esencia de la Patria, la Religión y la Identidad Nacional. Pensar y actuar de modo distinto, aunque perfectamente legal, resulta perversión moral, acción de “moscas” y “lobos rapaces”, según comenta Girolamo Prigione, embajador del Vaticano en México. A su vez, el cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez afirma: “Se necesita no tener madre para ser protestante.”

Durante la era del PRI, se mantiene el apego formal a la libertad de conciencia sin defenderla verdaderamente en los casos de agresiones y linchamientos. Al iniciar el Partido Acción Nacional sus triunfos en la década de 1990, y al derechizarse un gran sector, los panistas y sus aliados ven llegado su momento: quieren “adecentar” el arte, prohibir las minifaldas, censurar películas y obras de teatro, prohibir la programación televisiva que “atente contra la Familia”. Fracasan en casi todo pero sus éxitos parciales se advierten en riesgos y conquistas que se creían irreversibles.

“Yo sé que mis bisabuelos no esperarían de mí el cambio de creencias”

¿Qué robustece o que inspira estas campañas? Entre otros factores, la política del Vaticano, opuesta a cualquier liberalización; el triunfalismo de la derecha; la intolerancia de un sector cuantioso de las élites, y, last but not least, el fenómeno omnipresente en América Latina: la ola de conversiones, otra de las características de los vínculos actuales entre religión y cultura, si por religión entendemos el eje espiritual de los modos de vida, y por cultura la visión del mundo. La conversión masiva se da en ámbitos donde ya no rigen la idea del pecado y las intimidaciones del infierno y en la vida cotidiana prevalece más bien el “ateísmo funcional” (dominante, según expresan los obispos católicos que insisten en evangelizar el país). El muy complejo fenómeno del estallido de conversiones no admite ser descrito en unas líneas, pero tiene que ver, sin duda, con lo que las personas resienten como “ausencia de un sentido profundo de la vida”. Para demasiados, el de seguir atenidos a la fe de los padres les resulta argumento insuficiente.

¿A qué se convierten? A las variantes del cristianismo (en su mayoría al pentecostalismo), a las confesiones paraprotestantes (en especial, los Testigos de Jehová y los Santos de los Últimos Días o Mormones), al infinito del esoterismo (de los cursos por correspondencia de los Rosacruces a las creencias aztequistas), al Espiritualismo Trinitario Mariano, a los credos del New Age (la Nueva Era) con su búsqueda de armonías cósmicas.

En el fondo de las conversiones, profundas o emanaciones de la moda, maniáticamente urbanas como la astrología computarizada, o de inmersión en la moral comunitaria, se halla el “reciclamiento” de las sensaciones de trascendencia, el horror del vacío vital, la certidumbre íntima de la miseria moral, las ganas de redimir la culpa, la nostalgia de los lazos comuniatrios, la ansiedad de paz interior (algo que cada quien determina), la experiencia del cambio en un momento dado, el camino a Damasco inesperado (“Saulo, Saulo, ¿por qué hasta el día de hoy no sabías siquiera de mi existencia?”). La existencia se justifica de nuevo al reorientarse su sentido profundo.

En materia de variedades de la experiencia religiosa, cada persona es la autoridad. Pero el nuevo mapa de las convicciones normaliza algo básico: la vivencia de lo distinto, indispensable en el acomodo de la diversidad. Se piense lo que sea de la fe del vecino, no se tiene la mayor parte de las veces ocasión de expresar en actos la discrepancia (si la hay), y tal aprendizaje de la tolerancia aún dificultosa en pueblos o regiones, es un gran adelanto cultural. A cada persona, le resultan muy valiosas sus verdades o su verdad, pero las verdades absolutas de uno y de otro ya admiten la coexistencia pacífica de los dogmas, la expresión más clara del laicismo.

Acúsome Padre de fomentar la tolerancia

A lo largo del siglo XX se vive internacionalmente el enfrentamiento de dos sistemas valorativos que se oponen y (a su manera) se complementan: la moral laica, surgida para reemplazar la teología opresiva y dependiente de una moral pública, construida al mismo tiempo por las leyes y por los sedimentos de la cultura cristiana, y la moral de las jerarquías religiosas, encauzada con frecuencia por la rigidez. Estas dos formas de la moral se interrelacionan, influyen sin quererlo o sin saberlo una sobre la otra, y crean espacios comunes en donde se determinan las ideas de la mayoría. Hoy, a una sociedad básicamente honesta por razones vinculadas al instinto comunitario y a lo difícil de ser deshonesto sin garantías de impunidad, le ponen sitio el capitalismo salvaje, el arrasamiento de la ética impuesto por la sobrevivencia, y el desgaste mismo del término moral, sometido a la manipulación de los “representantes directos y únicos de Dios, la Familia o la República”. La emergencia de la “post-moral”, ligada a la falta de credibilidad en los castigos ultraterrenos, y con la constancia del triunfo público del “mal” (si actúa a gran escala), es el tema central del debate.

La permanencia del laicismo

El 26 de enero de 1999, el líder del PAN Felipe Calderón Hinojosa resume lo que significó para su partido la visita de Juan Pablo II: “Confío en que los reclamos emitidos por el Papa de manera pública o privada sean atendidos por el gobierno, particularmente para lograr el cese a la hostilidad en contra de los creyentes católicos en Chiapas, y también para avanzar en mayores espacios de educación religiosa, que siguen haciendo falta en México.” Tales exigencias no se hallan en ninguno de los pronunciamientos de Karol Wojtyla, ni hay noticias entonces y ahora de la persecución a los católicos en Chiapas. La exhortación del senador panista Juan Antonio García Villa es previsible: “Debe impartirse educación religiosa en las escuelas oficiales, pues en la actualidad sólo los hijos de padres millonarios tienen el privilegio de recibir este tipo de enseñanza en colegios particulares” (La Jornada, 25 de enero de 1999). Es decir, el cobro panista del despliegue masivo de la fe es la rendición del Estado laico.

El 27 de enero el subsecretario de Educación Pública Olac Fuentes Molinar, responde categórico:

El Artículo Tercero constitucional es muy claro al establecer la educación laica. El laicismo en la educación básica es una conquista nacional. Está presente en la estabilidad y en la paz en las últimas décadas y es un precepto constitucional. Somos respetuosos de las distintas expresiones [de fe]. Pero una cosa es la libertad religiosa que está establecida en la Constitución y otra es la presencia de religiones en la educación. Debemos ser cuidadosos del pluralismo de ideas y creencias, pero en el ámbito de la educación básica no nos conviene confundir esos espacios.

Por lo demás, luego de la visita papal el ritmo de la secularización es el de siempre.

La Carta Pastoral

En un documento pronto convertido en almacén de consignas militantes (Carta Pastoral. Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos), del 25 de marzo de 2000, la Conferencia del Episcopado Mexicano anuncia su programa de rectificaciones de la Nación y fija los términos del inmovilismo: “Por ello, la Nación no es una realidad por inventar sino una herencia que es preciso continuar y acrecentar sin perder nunca todo lo que de bueno ya hemos adquirido.” Queda claro: Patria, te doy de tu dicha la clave. Sé igual y fiel..., fiel a tu espejo diario, pero sin el lenguaje de López Velarde.

Los obispos aquietan a los convencidos del cambio incesante: “Con esta premisa, más que de un proyecto de Nación lo que nuestro país necesita es un proyecto al servicio de la nación.” De modo casi goethiano, podrían exclamar: “Detente oh quietud, eres tan bella.” Más tarde, la puntualizan:

Asimismo, un auténtico Estado de Derecho no puede ser indiferente o neutral cuando los valores fundamentales de la persona, la familia y la cultura son cuestionados en la vida pública. Si bien es cierto que un elemento esencial de una sociedad libre y plural es la tolerancia, también es cierto que la tolerancia que acepta acríticamente cualquier cosa se vuelve en contra de ella misma.

De manera que la tolerancia debe actuar selectivamente y no aceptar cualquier cosa, es decir, debe echar por la borda las doctrinas y prácticas no conocidas previamente por Dios y su guardián de las llaves. Algo se les olvida: la tolerancia es también un concepto legal, que sólo ampara lo previamente admitido por la ley, y nadie jamás ha pedido a nombre de la tolerancia la condonación de actos fuera de la ley. Ergo, lo que demandan los obispos es que la tolerancia no tolere lo que llaman “cualquier cosa”, actos y situaciones legales que el clero califica –así nomás– de cuestionadoras de la persona, la familia y la cultura, por ejemplo películas, obras de teatro, confesiones religiosas que ganan adeptos, comportamientos legales y legítimos pero enemigos de la visión de la familia en el siglo XIV, etc. Ya entrados en la remodelación del Estado, los obispos siguen:

Entendemos y aceptamos la ‘laicidad del Estado’ como la confesionalidad basada en el respeto y promoción de la dignidad humana y por tanto en el reconocimiento explícito de los derechos humanos, particularmente del derecho a la libertad religiosa.

Muy bien, pero esta definición de libertad religiosa es solamente suya, y los obispos lo aclaran de inmediato, no vaya a ser que se les pase la mano de sutiles y dejen pasar por astutos las interpretaciones abiertas. Continúa el texto:

Asimismo, el reconocimiento auténtico del derecho a la libertad religiosa implica necesariamente que los habitantes del país puedan ejercerlo en sus actividades privadas y públicas. Por ello, es contrario a la dignidad humana restringirlo al culto o impedir su ejercicio en campos como la educación pública y la participación cívico-política.

Dos en una: el catecismo en todas las primarias y secundarias, la búsqueda del poder de partidos políticos y grupos católicos. Sigue el documento:

El respeto que el Estado debe a las iglesias, a las asociaciones religiosas y a cada uno de los miembros excluye la promoción tácita o explícita de la irreligiosidad o de la indiferencia como si al pueblo le fuera totalmente ajena la dimensión religiosa de su existencia. Más bien, es una obligación del Estado proveer los mecanismos necesarios y justos para que, quienes deseen para sus hijos educación religiosa, la puedan obtener con libertad en las escuelas públicas y privadas.

La pueden obtener con mucho mayor libertad en los cursos parroquiales y en todas las horas libres de los padres de familia, seguramente ansiosos de transmitir pedagógicamente su fe. Y ¿qué entienden los obispos por “irreligiosidad” o “indiferencia”? De hecho, proponen la adscripción gubernamental a las clases parroquiales de Doctrina, porque el Estado no podría conceder a los hijos de confesiones no católicas la educación religiosa que, por otra parte, no exigen. Y acto seguido el Episcopado Mexicano lo recuerda con dureza: hay creencias más iguales que otras:

El respeto que el Estado debe a las Iglesias y a las asociaciones religiosas implica el reconocimiento igualitario de todas en cuanto instituciones. Sin embargo, es legítimo precisar que no todas poseen la misma representatividad y, por lo tanto, que no todas colaboran de la misma manera y grado al bien común. El derecho exige que la diferente aportación a la Nación sea también reconocida con justicia.

El criterio cuantitativo debe imponerse. ¿Cuántas oraciones por el bien de la Patria produce la Iglesia católica y cuántas los pentecostales? Y algo más importante: ¿a quién escucha el Verdadero Señor de la Verdadera Fe? El oído divino para todos es una blasfemia y el Señor no querrá que lo acusen de proteger a los herejes.