BENJAMÍN MAYER FOULKES

Primero las diosas

 

 

 

Para Galia

Hay pocas dudas de que en aquellos oscuros tiempos se consumó el relevo de las deidades maternas por dioses masculinos (¿hijos varones en su origen?). Impresiona en particular el destino de Palas Atenea, que era sin duda la forma local de la diosa madre: rebajada a la condición de hija tras el vuelco religioso, despojada de una madre propia y excluida para siempre de la maternidad por la virginidad que se le impone.
Sigmund Freud, “Moisés y la religión monoteísta”

 

¿Qué quiere una mujer? La respuesta, enigmática como puede ser, es simplemente: la afirmación de la eterna virginidad de la mujer. Esta virginidad, que nada tiene que ver con la existencia de la membrana anatómica del himen, concierne a un velo que es inmaterial pero de ningún modo irreal, un velo ubicado entre la mujer y sí misma, entre su identidad y su cuerpo, entre el habla que hace surgir su deseo y el silencio que preserva su goce.
Serge André, ¿Qué quiere una mujer?

En lo que concierne a la fe, vivimos una época extraña en que la teología más sofisticada acepta cada vez más la “razón secular”, mientras que, en sus vertientes más radicales, dicha razón da cuenta de lo ineludible del culto. ¿Dónde y cómo ubicar hoy la secularidad y la laicidad en el momento mismo en que tomamos nota de lo irrefrenable de la creencia, así como del carácter religioso de los secularismos y los laicismos? Mi reflexión tiene como punto de partida el monumental volumen Theology and Social Theory. Beyond Secular Reason (Blackwell, Oxford, 1990) del filósofo y teólogo anglocatólico John Milbank. En él, Milbank retoma la propuesta de Hegel de una crítica teológica de la Ilustración y de la transformación del logos filosófico griego por medio del logos cristiano. La obra desarrolla una densa crítica de los cuatro grandes pensamientos seculares considerados por el autor: el Liberalismo, el Positivismo, la Dialéctica y el pensamiento de la Diferencia. Dicha crítica no se enuncia “en nombre de una época pasada del dominio Cristiano” , sino como una “crítica de la práctica histórica cristiana”; esto es, a modo de una “contra-historia” eclesiástica, una “contra-ética” opuesta a las éticas pre- y postcristianas, que Milbank considera totalizantes y totalitarias, y un “contra-reino” cuyo cometido es relevar el fracaso histórico de la Iglesia para alcanzar la salvación; fracaso que se evidencia en primer lugar en el hecho mismo de la instauración del mundo secular. El interés de esta vasta obra es que brinda una rica serie de críticas del pensamiento secular que no pueden dejar de ser tomadas en cuenta por quienes hoy nos interrogamos por la religión, el secularismo y la laicidad. Por lo demás, su examen nos permitirá reconocer la estructura de ciertas propuestas teológicas de vanguardia y confrontarlas con las vertientes laicas del pensamiento crítico contemporáneo y del psicoanálisis. Asimismo, su revisión nos conducirá a considerar que el motivo de la Muerte de Dios, fundante como es, a la vez resulta derivado de un acontecimiento anterior que, literalmente, brilla por su ausencia en los debates ateológicos actuales: la desaparición primera de las diosas.

La tesis de Milbank es sencilla y severa: todas las razones seculares son teologías o antiteologías disfrazadas, que repiten aquello mismo que rechazan. Su libro propone que la razón secular fue de sí misma una conquista teológica: dicha razón no habría aparecido al menguar las aguas de la religión, sino que habría sido inventada por ésta. Lo sagrado habría sido privatizado, espiritualizado y tornado trascendental por el nominalismo, la reforma protestante y el agustinismo del siglo XVII. La religión privada, lo político y el estado no habrían sido sino derivados del dominium originalmente concedido a Adán a cambio de la sujeción de su alma a Dios. La unidad e identidad del sujeto racional y la unidad monárquica (Bodino, Hobbes) habrían sido construidas según el patrón monoteísta, y las relaciones sociales contractuales inferidas de la Alianza con Dios. El verdadero momento de la mistificación no sería entonces el de la presunta imposición de la religión a la existencia humana, sino el de la expulsión de Dios de las teorías modernas de la soberanía, que habría velado su carácter mítico.

En el caso de la economía política, el mercado habría sido concebido como un mecanismo formal amoral, una agonística y una teodicea. Novedoso asiento de la Providencia, el mercado habría sido establecido como el nuevo ámbito de la reproducción de las virtudes. En él la presencia de Dios en la sociedad se habría tornado calculable como una forma de solucionar aquella inexplicable aporía de la “colaboración espontánea” entre individuos en la vida colectiva. Tras la economía política, dicha aporía se habría tornado en el objeto por excelencia de la sociología, la antropología y las demás ciencias sociales.

Por su parte, El Positivismo y la Dialéctica no habrían sido más que nuevas tentativas de respuesta ante la misma aporía: ¿es la sociedad construida por las personas, o son las personas construidas por la sociedad? A pesar de que ese primer pensamiento sociológico secular se desarrolló en el marco positivista (Comte y Durkheim), el Positivismo habría ido aún más allá que la economía política en la invocación implícita de Dios como causa inmediata de la realidad social: puesto que el individuo está siempre situado en una sociedad, ésta no debía ser concebida como un artificium sino como un factum, es decir, como un aspecto inherente a la Creación. Si el Positivismo no fue capaz de resolver la antinomina entre individuo y sociedad, ello se habría debido a que ésta sólo puede ser mediada por un relato. Por eso, como insiste nuestro teólogo a propósito de la sociología de las religiones, la teología revelaría más acerca de la sociología que ésta acerca de la religión. Es por ser fundante de lo humano que, ni en lo social ni en lo individual, podría irse más allá, o detrás, de la religión.

En cuanto a la Dialéctica, Hegel habría fallado más ahí donde más promete: su planteamiento sería sólo una nueva variante de la economía política de corte liberal; otra teodicea. Al identificar y tornar absolutas la razón y la libertad, Hegel habría permanecido atenido al logos griego. La metanarrativa dialéctica de la razón universal terminaría por sofocar la “narración simple y sin fundamento del Cristianismo”. En lo que respecta a Marx, aun cuando él habría esclarecido el vínculo entre el capitalismo y el secularismo, bien se le podría reprochar que la teología es la única posible fuente para una crítica política fundada en la “verdad”. Pues sólo en un marco cristiano cobraría sentido la postura hegeliana de que “la búsqueda de lo Absoluto es lo que provee la posibilidad de la crítica social y política”. Marx, como Hegel, habría permanecido presa de la tentativa ilustrada de “disfrazar y esconder el imperativo mítico”; de ahí que la crítica al secularismo capitalista tendría mayor alcance entre los socialistas cristianos que en Marx mismo, pues el socialismo sólo sería posible a modo de una crítica a la razón secular.

Notemos que, hasta este punto, la apasionante diatriba de Milbank con las variedades de la razón secular se apoya decididamente en pensadores como Foucault, Deleuze y Derrida. Ello parecería coherente con su noción de Dios, explicitada hacia el final del libro, como “la serie infinita de diferencias”. Sin embargo, su última andanada contra la secularidad se dirige precisamente contra la razón de la Diferencia, y se fundamenta en la tradición “platónico-agustiniana-tomista” que al fin reconoce como la suya. Más allá del gran interés teórico e histórico del trabajo de Milbank, es esta temeraria voltereta filosófica lo que aquí me interesa interrogar.

La razón de la Diferencia consta para él de tres aspectos: un historicismo absoluto, una ontología de la diferencia y un nihilismo ético. El citado historicismo conduciría a la perspectiva de una humanidad irremediablemente ahogada por la violencia. Puesto que tal historicismo no puede dar cuenta por sí solo de dicha violencia, ésta resultaría elevada al plano de una ontología inequívoca y fundamental, más que mítica. Paralelamente a lo anterior, sostiene Milbank, la crítica nietzscheana y postnietzscheana de la voluntad y la libertad del sujeto (que para Kant constituyen el fundamento de la ética) no harían sino favorecer el poder, a costa de la libertad; de modo que, según indica, la expresión práctica de la verdad nihilista de la alteridad “debe ser el fascismo”. La alteridad no sería entonces más que una metafísica de la fuerza, el destino y el azar; un “neopaganismo” que no haría sino afirmar la violencia originaria. Es ante tal perspectiva que Milbank opta por “proponer un mythos alternativo, igualmente carente de fundamento, que sin embargo encarne una ‘ontología de la paz’” y que “conciba las diferencias como relaciones analógicas, más que como discrepancias equívocas”. Por contraste con el maligno “Anticristianismo“ del mythos de la Diferencia, que no consiste más que en una reedición del logos griego como “violencia trascendental”, su Dios implicaría una “infinita diferenciación que es también una armonía”. Por eso, según leemos, “ahora sólo la teología cristiana ofrece un discurso capaz de posicionarse y sobreponerse al nihilismo mismo. Por eso es tan importante reafirmar la teología como un master discourse”, pues “sólo la teología permanece como el discurso de la non-mastery.”

Tales argumentos merecen ser abordados teológica y filosóficamente, aunque no sin más con el fin de refutar los errores o las inconsistencias de este planteamiento. En todo caso, la parcialidad de los argumentos de Milbank parece demostrable. Por ejemplo, para mantenernos con Derrida, la “violencia trascendental” contra la que tanto se esmera el teólogo no es, como tal, violenta, ya que se sitúa en un punto “anterior a toda elección ética” y es “supuesta, incluso, por la no-violencia ética”. Así lo señala claramente Derrida en un trabajo sobre Levinas (“Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas”) citado por Milbank en más de una ocasión; como sostiene el pensador de la desconstrucción, “este reconocimiento de la guerra en el discurso, reconocimiento que no es todavía la paz, significa lo contrario de un belicismo; del que es bien sabido –¿y quién lo ha mostrado mejor que Hegel?– que su mejor cómplice dentro de la historia es el irenismo.” Si, por otra parte, tomamos en cuenta que Milbank concibe a Dios como La Diferencia En Sí ahí donde, para Derrida, en cambio, “Dios es o aparece, es nombrado en la diferencia “…”, está inscrito en ella” ; si notamos que, por consiguiente, Milbank intenta asegurar a Dios en ese mismo punto donde, según Derrida, la diferencia Lo excede sin remedio, entonces quizás no sea del todo desatinado inferir que lo que la “violencia trascendental” tiene de intolerable para Milbank no es propiamente su carácter violento, sino su naturaleza radicalmente inaprehensible e indecidible: pues no resulta más violenta que no violenta, ni tampoco menos.

Pero aun esto no nos lleva suficientemente lejos; Milbank es un buen lector y ha leído los textos; de otra cosa debe tratarse que de corregirle la plana. En este sentido, a pesar de lo notablemente poco que su erudito trabajo refiere a Freud y a Lacan, su lance “psicoanalítico” nos brinda valiosas claves. Por ejemplo, a propósito del mal propone:

 

El mal, la no verdad, no es un simulacro, no es una mala copia de la cosa genuina, ni una combinación ‘equivocada’, sino ‘pura negación’. Una pura negación no es una contradicción, ni el rechazo de la identidad (…) sino una falta, y por consiguiente se define en relación con el deseo, no con la lógica (…) Una vez que el mal y la falsedad no se ven más como fuerzas permanentes contra el Bien, lo Verdadero y lo Bello, sino como las omisiones y los desplazamientos de un falso deseo, entonces no ‘hay’ más ilusiones, y no existe la necesidad de la ‘verdad’ en el sentido Platónico.

No me detendré ante los contrasentidos del “falso deseo” y de la incompatibilidad entre el “deseo” y la “lógica”: las más someras referencias a Freud y a Lacan bastan para denunciarlos. En cambio, lo que quiero subrayar es la articulación postmetafísica que Milbank se concede en relación con el Mal (una articulación afín a la de la “violencia trascendental” contra la que no cesa de arremeter), pero de la que abjura en el caso de Dios. Tal contradicción no se sostiene; señalemos por qué. Por un lado nuestro autor afirma que la (in)consistencia de Dios es la de la “distinción de lo diferente”; por otro lado plantea que el movimiento echado a andar por Él transcurre “de la unidad a la diferencia, constituyendo una relación en que la unidad es por medio de su poder para generar diferencia, y la diferencia es por medio de su comprensión por la unidad”. Contra la crítica previsible de que aquí lleva a cabo una clausura de las diferencias por una totalidad signada por el Nombre de Dios, Milbank anticipa:

la diferencia, tras su primera constitución de la unidad (…) se torna en una respuesta a la unidad que es más que unidad, y que la propia unidad no puede predecir. La armonía de la Trinidad no es, por consiguiente, la armonía de una totalidad terminada sino una armonía ‘musical’ del infinito. Así como un Dios infinito debe ser un acto de poder, así también la doctrina de la Trinidad descubre que el Dios infinito incluye una relacionalidad radicalmente ‘externa’.

De modo que, en Su Infinitud, Dios incluye aquello mismo que, a pesar de ser Infinito, Lo excede. Empero, ¿por qué no podría tener el mal (tal como lo describe Milbank, en lo que parece revelarse a fin de cuentas como su personal teodicea posmoderna) las mismas propiedades que Dios?; esto es, ¿por qué no podría también el mal, en su propia infinitud, comprometer, como Dios Padre, aquello mismo que lo excede –por ejemplo, a Dios Mismo? Porque Dios es Dios. Sólo Él es capaz de conciliar lo inconciliable. Después de todo, como subraya Milbank, El Señor es finalmente un mito; El Mito, la mítica alternativa al mito posmoderno de la Violencia Originaria. Tal es la concepción por la que apuesta nuestro teólogo bajo la denominación de “realismo teológico”:

 

‘Dios’ es imaginativamente proyectado por nosotros y conocido (…), precisamente, como una iniciativa, es una respuesta y una dependencia radical. Esto es de lo que se trata con el realismo teológico. Pero no me parece que soporte o requiera en forma alguna del realismo filosófico: Dios no es algo visto en forma alguna, o algo a lo que nos podamos ‘referir’. En cuanto al mundo finito, la creación ex nihilo radicalmente excluye todo realismo.

A pesar de lo sugerente que resulta en tantos sentidos, el relato de Milbank se revela esencialmente monótono. Tan pronto abre –y es mucho lo que abre: nadie podrá aducir que sus horizontes son estrechos– cierra. ¿Y por qué no? Psicoanalíticamente, sostengo que se trata de un discurso perverso. No me refiero a la intención de autor, mucho menos a su persona, sino a la estructura misma de su planteamiento: con arrojo y brillantez, Milbank rechaza aquello mismo que comienza por reconocer. Al final, la tónica de su propuesta es la del característico Ya lo sé, pero aún así de la perversión. Redescubrimos aquí lo señalado por Lacan (Seminario VII. La ética del psicoanálisis) en cuanto a que, si partimos del vacío en torno al cual gira la existencia subjetiva, de los tres modos de la sublimación (el arte, la ciencia y la religión), la religión consiste, como la perversión, en “todos los modos de evitar ese vacío”. A diferencia del discurso neurótico, que lo reprime, pero que se organiza en torno a él (como sucede también en el arte); en contraste asimismo con el lenguaje psicótico, que lo precluye (como sucede también en la ciencia), el discurso perverso reconoce tanto como reniega de dicho vacío.

En lo tocante al teísmo, dicho vacío se llama La Muerte de Dios. Larga ha sido la cavilación psicoanalítica a propósito suyo, comenzando por el “mito científico” del Asesinato del Padre propuesto por Freud en Tótem y tabú. Con él estamos, según Lacan, ante “el único mito del que haya sido capaz la época moderna”; su sentido es el de dar cuenta de que “si Dios está muerto para nosotros, lo está desde siempre”, pues “nunca fue el padre sino en la mitología del hijo.” Nunca es Dios sino en la mito producido por de su ausencia. (La gravedad entrañada por este tema hoy banalizado puede aquilatarse tomando en cuenta la siguiente anotación de Lacan –en el Seminario II. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica–: “Como ustedes saben, Iván, hijo de Karamazov […] dice: Si Dios no existe… –Si Dios no existe, dice el padre, entonces todo está permitido. Noción a todas luces ingenua, porque bien sabemos los analistas que si Dios no existe, entonces ya nada está permitido. Los neuróticos nos lo demuestran todos los días. “ )

En el principio, la muerte de Dios. Si Dios está muerto desde siempre, Su muerte es la perenne fuente común de la fe tanto como de la no creencia. Así, el teísmo es, paradójicamente, una forma de descreimiento de esa Muerte, pues la religión es la afirmación de Dios como Nombre (y no puede serlo más que del Nombre de lo Incomunicable: bien sostiene San Agustín que el Nombre de Dios es, por excelencia, el Tetragrama hebreo); la fe se sostiene en un Nombre, que no es sino la huella impronunciable de Su Primigenio Fallecimiento. La religión evoca el Signo Dios para mejor velar, cuidar y ocultar, Su muerte.“Dios”como el efecto retroactivo de Su Muerte. En cuanto al ateísmo, éste consiste en la rememoración, más o menos crédula, de dicha muerte, y en el señalamiento de la perenne oquedad del sepulcro de Quien por morir comenzó. Tal rememoración no es en forma alguna evidente, porque se conduce a contracorriente del permanente retorno del Nombre de Dios impulsado por Su Muerte. Bien sugiere Vattimo que el retornar es quizás el aspecto esencial de la experiencia religiosa. Y si la fe es una forma de incredulidad, por su parte las gamas del ateísmo son las de la convicción del fallecimiento de Lo que nunca tuvo propiamente existencia.

Así pues, es en la medida en que, con la consabida maestría y los efectos de crítica fecunda y renovación, Milbank cuida, a la vez que oculta, a Dios Muerto que su enunciado cobra un carácter perverso: en el momento mismo en que delinea Su Sagrado Orificio, también lo obtura. Mucho se ha insistido en la diferencia, a la vez infinitesimal que infinita, que media entre el discurso de la perversión y el del psicoanálisis. Es la misma distancia que media en nuestro autor entre su catolicismo platónico-aristotélico-agustiniano-tomista y el pensamiento de la alteridad del que se vale tanto como lo desecha. En el más clásico estilo perverso, la enunciación de Milbank lo sitúa en el lugar del emisario del orden absoluto que anhela (el Cristianismo) pero que no puede encarnar; es decir, en la posición de instrumento del sometimiento de otros a dicho orden. No sorprende, entonces, que para Milbank el Cristianismo aparezca –aun objetivamente–“ no sólo como diferente, sino como la diferencia de todos los demás sistemas culturales, que revela amenazados por el nihilismo incipiente.”

A pesar de su gran sofisticación, esta instancia ejemplar de teología contemporánea repite el patrón clásico de los teísmos: no en su temática ni en sus estrategia, sino en su estructura. La exterioridad relativa para observarlo es aquí proporcionada por un punto de mira psicoanalítico: el dispositivo inventado por Freud toma así el cariz de una reserva de laicidad. Ello ha de ser tomado en cuenta por quienes hoy se interrogan por las ubicaciones de lo secular y lo laico en nuestro tiempo. Sin embargo, el prospecto, que podría ser inferido aquí, de una crítica y una clínica psicoanalítica de la perversión religiosa no es sencillo, porque curiosamente el desencuentro entre el discurso perverso y el discurso psicoanalítico es inherente y recíproco. Si bien el analista (cuyo deseo es el de la diferencia absoluta) puede interesarse en el perverso (cuyo deseo siempre gira en torno a la reducción de la diferencia), éste se interesa en el analista sólo en la medida en que imagina poder rebatirlo. Por eso frente a la perversión, el analista se ve siempre precipitado hacia los extremos de la complicidad o la impugnación. Empero, como advierte Néstor Braunstein (Goce): “Mal podría el psicoanálisis cuestionársela desde afuera. Y desde adentro es incuestionable porque la puesta en entredicho es incompatible con la posición misma que se cuestionaría. Es el atolladero de la perversión. Para el psicoanálisis, para el perverso no.” El abordaje analítico de la perversión sólo se hace posible cuando el perverso experimenta una impotencia que resulta excesiva con respecto a su capacidad de obturarla; y, aun en esa coyuntura, el analista lo convoca a conceder en aquello que estructuralmente le es más antinómico: el Sagrado Orificio.

¿El Sagrado Orificio de Dios? Detengámonos un momento. El psicoanálisis ilumina el origen de la tensión que no deja de producirse entre los teísmos y la mujer (figura prácticamente ausente en las 450 páginas de la magnum opus de Milbank, para no mencionar la radical ausencia de la temática de la diferencia sexual en este tratado de la diferencia). La mujer, esto es, no como un cuerpo disponible para el hombre o para el hijo, y, por consiguiente reducido en su singularidad, sino como el lugar de una sexuación asimétrica y radicalmente otra con respecto a la del varón. Como propone asimismo Braunstein, lo que la perversión desmiente es algo que sí hay y no una mera ausencia. De ello es señal el fetiche venerado por el perverso, significante del falo materno, fantaseado a modo de barrera contra la alteridad radical del goce femenino situado más allá de los confines fálicos. El acto perverso puede reinterpretarse, así como el simulacro de la apropiación, fálica, de lo que fálicamente no puede ser apropiado.

A partir de lo cual hemos de reconsiderar el principio del Principio planteado. La muerte de Dios como la fuente común del teísmo y el ateísmo sería, a su vez, tributaria de algo aún anterior y excesivo con respecto a Su Presencia o Ausencia concebida a lo largo y ancho del eje fálico: el ausentarse primigenio de la Diosa. En el principio, no la muerte de Dios, sino la ausencia de la Diosa. Apoyemos nuestra tesis en el entramado pacientemente tejido por Freud en torno a las deidades femeninas sobre la base de las evidencias recogidas en su gabinete psicoanalítico a lo largo de un cuarto de siglo. A diferencia de los dioses, las diosas no comienzan por morir, puesto que su naturaleza misma es aquella de la desaparición: su capacidad engendradora es su capacidad aniquiladora (¿de sí mismas en primer lugar?). Lo seguro es que la escena de dicho engendramiento y aniquilación de las deidades maternas es para Freud siempre anterior a la entrada en escena de los dioses paternos. De hecho, el reconocimiento de las diosas maternas sólo tiene lugar una vez definitivamente derrocado el matriarcado, a modo de un “resarcimiento” patriarcal hacia las mujeres; por consiguiente, tal reconocimiento tiene lugar sólo en un marco fálico. Esto parece consecuente: ¿de otro modo cómo siquiera representar aquello que aparece en la medida misma en que desaparece? Las diosas, como tales, permanecen radicalmente irrepresentables; este es un hecho de su propia naturaleza, aquello mismo que intenta, fallidamente, ser captado en la figura de la mujer eternamente Virgen: la Virgen-Sirena o la Virgen-Madre; por su parte, el carácter mismo de la representación es fálico, como puede apreciarse en el siguiente pasaje de Psicología de las masas y análisis del yo, en el que Freud destaca la relación entre la elevación a héroe del poeta épico (Ulises, por ejemplo, en la medida en que habría derrotado a las Vírgenes-Sirenas) y la figura del Dios Padre:

Fue tal vez en esa época que la privación añorante movió a un individuo a separarse de la masa y asumir el papel del padre. El que lo hizo fue el primer poeta épico, y ese progreso se consumó en su fantasía. El poeta presentó la realidad bajo una luz mentirosa, en el sentido de su añoranza. Inventó el mito heroico. Héroe fue el que había matado, él solo, al padre (…) La mentira del mito heroico culmina en el endiosamiento del héroe. Quizás el héroe endiosado fue anterior al Dios Padre, y el precursor del retorno del padre primordial como divinidad. Cronológicamente, la serie de los dioses es, pues, como sigue: Diosa Madre-Héroe-Dios Padre.

Acaso ahora entendemos mejor la motivación tras el gesto teísta en su incrédula e improbable afirmación de Dios: la religión sería la afirmación del Nombre-fetiche de Dios a modo de protección contra el horror de la anterior desaparición de la Virgen-Diosa. Lo cual plantea la posibilidad de considerar al ateísmo, la secularidad y la laicidad como modos diversos de afirmación en, o ante, el goce no fálico de tal desaparición. De ser así, cualquier instancia de especularidad entre el teísmo y el ateísmo no resultaría ser más que un guiñol que distrae nuestra atención de esa otra escena, ubicada inquietantemente más allá del falo, que permanece eterna y soterradamente en juego: la escena de las variedades de la relación (necesariamente fallida, comenzando por las mujeres mismas) con la mujer no como sin falo, sino como radicalmente otra con respecto al abanico fálico de las posibilidades.
De modo que la célebre Muerte de Dios no sería más que un acontecimiento inaugural segundo, subsidiario, adjunto, sucedáneo, suplementario. Éste es el hecho último eludido por Milbank así como por toda construcción teísta en general, lo mismo que por los ateísmos, secularismos o laicismos que no hacen sino repetir aquello mismo que rechazan.
Primero las diosas.