ROBERTO CASTRO RODRÍGUEZ
La angustia como lazo social

 

 

De generación en generación, de individuo en individuo, la transmisión oral y escrita de la “tradición” signa, en principio, la ausencia y la no figurabilidad de la propia imagen. Tal imagen, que aparece como el sostén de la identidad no es sino falsificación. La “tradición” es la ausencia misma de las identidades, el hecho mismo de que éstas son sólo préstamo: se trata de omisiones y falsificaciones que se conservan y dan lugar a ese mismo lazo social que, de momento, se torna en angustia. Para plantearlo de manera inversa: la angustia es la que cobra el estatuto de lazo social.

Varias son aquí las consideraciones.

En la transmisión hay operaciones que niegan dicha “tradición”: las denegaciones, los juicios de negación del Origen inexistente y de la propia muerte. Dicha negación de la propia muerte crea, en un sólo movimiento, los dioses propios, es decir, la creencia en el pensar delirante, la fe en aquella operación originante de un delirio identificatorio.

De las huellas que perduran en la transmisión generacional, lo que se escenifica persistentemente, en forma acaso ineludible, es el lazo social como hostilidad. En el inconsciente aparece lo que uno es en realidad, y lo que es el semejante: un adversario o un enemigo. Se trata del lazo que toma por nombre “libertad” o “mal”, la historia que en cada individuo se inaugura, desde su misma inscripción, como acto hostil, como rivalidad o aniquilación–estado natural en que ya se incluye la posibilidad del ejercicio de una libertad demencial o desquiciada. Para eso se necesita sólo la ocasión de un lenguaje, la lectura de una escritura inconsciente en que figuran historias de heroísmos, “combates” que se despliegan como historia, como si lo único real y posible fuese el guerrear, y como si tal lenguaje tuviese tal contundencia que no hubiese para él réplica alguna.
Los mitos y la literatura siempre lo han mostrado: la cólera hace que Caín diga en un momento dado a su hermano “déjame solo”; así se retira y permanece solo para pensar, para ejercer su libertad de pensamiento, de imaginar y de actuar. Y es a partir de esta libertad que surge en él la posibilidad y la decisión de matar al otro, convirtiéndolo así en hermano, y convirtiéndose así en hijo de su padre. Sólo mediante la capacidad de cometer un crimen imaginario es que se forman los lazos, las filias, y que se puede fundar la civilización y el humanismo. Solo, en la convicción y el ejercicio de la libertad para pensar, el humano conoce el crimen y la muerte; funda así su historia, la vida nada fácil, la descendencia de un padre supuesto, irritable, intratable o bien muerto, tirano sin nombre.

El ejercicio de la libertad en el espacio de la ilusión, el terreno de lo religioso, la teología o la mística, incorpora lo divino al lazo social: su sedimento y apoyo son los discursos instituidos que legitiman a cualquier sujeto como asesino. Caín será protegido por su padre en el ejercicio de su libertad civilizatoria. No es fácil encontrar algo más espantoso, contradictorio o sorprendente que este contrasentido con respecto al humanismo cristiano occidental (al menos en su significado común). Más tarde Kierkegaard hará un comentario tan extraño como contundente en relación con el mito del Abraham asesino: “solamente aquél que toma un cuchillo recibirá un hijo”. Esto significa también que sólo en la disolución propia y de lo más querido –momento sin palabra– puede fundarse una comunidad y, en términos de algún lazo social, decir.

Pueden hacerse las mismas consideraciones acerca de la novela fundante fincada en el delirio de Pablo. Lo que Pablo, como inventor, declara es una “verdad” cuyo sostén es el acto mismo de la declaración, que no va dirigida a nadie, ni tampoco tiene un porvenir claro. Sin embargo, inaugura una tradición que lleva veinte siglos. Se trata de la convicción delirante que se traduce en la llamada “disposición subjetiva” –la introducción de los universales– cuya simple ilusión es que la muerte puede ser vencida: “si uno resucitó, ¿por qué no podré hacerlo yo?” Con base en su formación rabínica y cultura griega, con su criterio característico de judío fariseo, ligado a la Torá y a la ley, Pablo opone a la salvación por la vía de la Ley la salvación por la gracia de Dios; su decir es sobre la fe a partir de la resurrección, teología que con los evangelios se vuelve ejercicio espiritual, y con el platonismo y aristotelismo sistema conceptual. Una vez más, a partir de necesidades universales se introduce el juicio universal, y el nudo delirante individual se vuelve creencia compartida y posteriormente fuerza de ley y fe que sostiene el orden jurídico de cualquier orden constitucional.

No es otro el sostén principal de esta tradición delirante y violenta. Tal ha sido la fuerza de esa disposición que ha impuesto un nuevo discurso, se ha tratado de una invención tal que ha tenido la fuerza para ser incluida y existir en la lengua, cualquiera que ésta sea. Siempre será sorprendente cómo una invención de tal magnitud coloca a la locura en un lugar central de la historia, o la funda. Y ello sólo llevando a cabo una declaración pública para que cada cual “vea” y “oiga” de ella un eco de su núcleo delirante, elemento suficiente en la necesaria búsqueda de la convicción y de sus pruebas, “estadio de gracia” excesivo con respecto a la razón y el pensamiento, que, sin embargo, en dicho exceso a la vez les confiera un lugar, cuerpo o presencia.

Hegel consideraba que el destino del pueblo judío y el de Macbeth eran el mismo: el abandono de los vínculos humanos, la decisión por una alianza con algo ajeno al mundo de los semejantes –a quienes terminan por pisotear, destruir, ignorar o considerar distintos en nombre de un supuesto Dios celoso que, a su vez, los abandona; el saldo es un vacío, una espera teñida de promesa y esclavitud. Ejemplo de esta tradición es que los dioses se hayan ido, y que con ello aparezca la historia humana: algo que la comunidad humana no cesa de repetir.
Maimónides, a quien se ha pensado como autista y destructor de sentidos (quizás su gran mérito), decía que quien lee inocentemente la Biblia no se da cuenta de que el nombre Dios lo es de lo inexistente, y que no es sino invención y mentira. Pero, agrega, es de la Torá que germina la política y también –diremos– el Estado moderno. En ello se advierte claramente que el Estado juega un rol respecto a normas abstractas, como la perfección divina: con el Estado se trata, entonces, de un proton seudos, de una acumulación de mentiras originarias sedimentadas, de lecturas hechas de núcleos delirantes inconscientes, de escrituras o discursos constituidos de historicidad o bien de “problemas hermenéuticos”, interpretativos, sobre lo divino y lo humano; en suma, del edicto de sus atributos.

No hay duda, la tradición emana de un hecho sin precedente en el pasado de todos: la presuposición, a partir de una escritura, de la existencia de la comunidad humana, una existencia que sólo tiene lugar desde el desciframiento de dicha escritura. Su carácter hipotético conferiría el nombre a la comunidad, y tal nominación justificaría su momento fundacional. Asimismo, tal nominación daría pie a los mesianismos, alimentados de la negación de tal existencia u origen hipotético. El núcleo delirante es llevado, pues, al plano de la nación y del Estado: ello nos asiste a entender que el problema de la “elección” está presente en cualquier comunidad, que el discurso de cualquier Estado-nación consiste en un olvido del pensamiento. Rosenzweig y Freud aparecen bastante certeros: todos los pueblos se creen elegidos y todas sus guerras son santas... El nacionalismo, la idea misma de la nación, no sería más que una forma moderna de la creencia-elección; supone la “cristianización total del concepto de pueblo”, es decir, la creencia de que las comunidades son de origen divino, que están frente a su Dios, quien a todos estaría esperando. Ello nos permite deducir la garantía y cercanía de futuras guerras: en la cristianización o defensa de cualquier Estado, aun si éste es islámico o judío, existe una moralidad o ética de la guerra. Está claro que el Estado, convertido en administrador del peor mal del siglo veinte –las ilusiones– implicó noventa millones de asesinados. Es difícil pensar que un cristiano, un musulmán o un judío, que no son sino creyentes en un orden de sílabas diferente y singular, renuncien a su convicción; o si tengamos que preguntarnos hasta qué punto lo harán; o si hay razón alguna para tal renuncia.

Mejor aún, ¿por qué un laico o un llamado “ateo” tendría también que renunciar a sus ritos, creencias o religión privada, si mediante ellos logra vencer la muerte y se concede una gracia, subjetivación cuyos ingredientes son la fe, la convicción y el sentido en la vida? Porque se supone que el laico, el “ateo”, es quien con toda seguridad está muerto. Muerto, por no poseer un sentido en la vida, o por las razones que vuelven potencialmente peligrosas las creencias judeocristianas o islámicas: a saber, que sus adeptos no tienen la obligación de respetar al hereje y al excomulgado, quienes pueden ser asesinados por no ser ciudadanos de confianza, y porque su ambición nunca ha sido compartir el poder del Estado, sino confiscarlo.

En nuestra comunidad nos justificamos con las categorías históricas del derecho romano, la escolástica medieval, el derecho canónico y la tradición judeocristiana. Aquí el lazo social es la herencia de la creencia, el adeudo, el amor por la imagen o el emblema; su repetición es un principio de razón y clasificación, causalidad deductiva que supuestamente implica un estatuto humano, un trato jurídico y una disposición genealógica que funda el vínculo social y el nombre de la ley. Entre nosotros pueden discutirse problemas económico-sociales, pero nunca en términos de la modificación del orden genealógico propio, del orden causal o de la verticalidad descendiente, jerárquica y cronológica de las generaciones. Del respeto a tales categorías, se pendula hacia el otro extremo en que la comunidad de respetables ciudadanos se convierte en una banda de gavilleros. Y la pregunta que surge a partir de los principios teocráticos es acerca de lo probable o improbable de la existencia humana; acerca de lo que en ella puede haber de sensato y razonable, ya que, si en realidad no hay dioses, habrá sólo argumentos cuyo fin es disponer –mediante el Estado– de todo el tiempo posible para desplegar el poder del exterminio. A partir de estas categorías y sistemas heredados de pensamiento, cualquier Estado-nación es un exterminador en potencia, dado el delirio constituido en que se sostiene. Extraña circunstancia: el Estado-nación, protector de genes y filias, se torna en poseedor del privilegio del crimen. Se trata aquí de la República del Crimen del Marqués de Sade, a propósito de la cual Maquiavelo no dudaba de la existencia de una violencia inevitable que había que usar con oportunidad y sin exceso, llegando incluso a proponer que del crimen había que hacer una materia de enseñanza, no sólo para el Príncipe, sino también para quienes lo ejecutan e, ignorando su perversidad, y no piensan en cómo justificarlo. Concordamos en que habrá que ir más allá del Estado-nación, ¿pero cómo?
Cuando el 13 de marzo de 1939 las tropas nazis entraron en Viena, Freud reflexionó que lo hacían porque creían en sus dioses. Con ello mostraba lo contrario, que él no tenía creencia y que no era nadie frente a esa masa compacta: en vez de responder desde la supuesta identidad judía, la puso en cuestión, poniendo así también en cuestión el núcleo delirante que es sostén del delirio identificatorio constituido, esa creencia en la existencia de algo capaz de manifestarse como fe en un sistema de pensamiento, de conocimiento, o de algo dado a priori. Estamos aquí ante una reflexión psicoanalítica que implica entender que no se trata de reconstruir un pasado, sino de explorar ese originario inexistente. Es entonces que la comunidad judía sionista de Viena reclama a Freud por dicha reflexión.

Los procesos psicoanalíticos individuales, concebidos como una aventura de ateísmo practicable, como una “entrega autista”, solitaria y angustiosa, testifican que no es fácil el trabajo con el mundo interior de cada sujeto, con su parnaso particular, en dirección de una laicidad posible. La laicidad se considera como un proceso que va de una relación íntima entre lo religioso y la política (¿se trata, acaso, de lo mismo?), o bien como un esfuerzo de separación entre ellas. El surgimiento del Estado-nación pudo ser el punto de un intento de separación y diferenciación de creencias, pero en realidad ello parece muy dudoso. Además, el llamado ateísmo no tiene posición alguna ni está inscrito en ninguna configuración jurídica: bien puede pensarse que la laicidad o el “ateísmo” no tienen necesidad de la palabra para mostrarse, que simplemente son el ejercicio y la posibilidad de pensar. La laicidad supuestamente se liga a la aparición de los derechos del hombre, pero como una problematización, como un cuestionamiento, como un diálogo permanente con adversarios y conflictos ya históricos, en confrontaciones teóricas y prácticas.

Se supone que las metas, los proyectos y los esfuerzos van en una dirección en la que todos puedan reconocerse en su identidad propia, respetando sus diferencias. Desde el siglo XVIII lo que organizaría el lazo social es la lucha incesante por la libertad y la igualdad en reglamentos o normas. Pero siempre aparece la necesidad de definir lo que es el orden, la opinión pública, el lazo político (que supuestamente sería uno de los fundamentos del lazo social) y esa utopía que se llama ciudadanía, a partir, a su vez, de una reglamentación del Estado (que se supone laico) en que existe una “separación” de las instancias que dan sentido a la vida y una neutralidad frente al espacio público y a las creencias. Ello en lo que toca a los planos de la vida, la opinión y los espacios públicos. Sin embargo, desde una perspectiva psicoanalitíca no puede dejar de pensarse a la vez en el plano de la vida privada, individual, singular, y en las pluralidades a que da lugar.

De ahí el problema del ejercicio del juicio: ¿qué clase de juicio se emite en tal diversidad?, ¿qué tipo de renuncia singular, privada, implica la instancia política que recibe una diversidad de posturas y la convierte en opinión pública?, ¿cómo entran en polémica los aspectos que corresponden al ejercicio de la libertad del llamado “mal”, los parnasos particulares desconocedores de los otros? Este es el problema de la opinión pública y la vida privada de cada individuo, de cómo éste piensa su pensamiento, de cuál es el objeto de su pensamiento antes de que aparezca como pensamiento político. Si algo ha evidenciado la precariedad del lazo social, es el plano del pensamiento social o político, entre otras cosas porque el lazo social es una ilusión que incluye una distorsión o falsificación en cada sujeto: por mucho que exista un filtro crítico de su creencia delirante privada, de todas maneras no sabemos cómo matiza su opinión pública. Se ha dicho que el Estado no piensa y que el consenso o la opinión pública es sinónimo de precariedad; que lo que se refiere a libertad, igualdad, justicia o democracia quizá no son más que enunciados, construcciones subjetivas, generalidades, o axiomas que no pasan por, o no son del orden de, los “programas gubernamentales”. Decir que son axiomas es decir que no son metas, sino que pertenecen al régimen de los enunciados o prescripciones. Se ha visto que el Estado no tiene que ver con ellos: si el lazo social es precario entonces se echa mano constantemente de tales axiomas, convertidos en virtudes, aunque en el consenso o en el Estado mismo se las incluya en el lazo social como mentira. Además, considerando que el pensamiento tiene lugar en un futuro anterior, siempre estará presente lo posible, lo actual y lo que se desea para un futuro. De ahí el interés de conocer cuándo un sujeto piensa su pensamiento a partir del núcleo delirante, de qué pensamiento se hace entonces militante y de qué creencia privada surge su militancia; porque está claro que pensar algo, o pensar sobre algo, es en sí un acto, y ese acto repetido constituye una militancia privada a la que se buscará algún lugar en el espacio público.

Ser militante del propio pensamiento es creer en él, lo que no es más que una obligada denegación de la realidad interna, operación sostén de las ilusiones y la ética. El problema de la laicidad y la ética ligadas a la idea de la igualdad y los derechos humanos es que éstas constituyen una defensa, una protección inevitable de estas ilusiones y creencias privadas.
Cuando Freud afirmó que no hay tal cosa como un “pueblo elegido” afirmaba algo difícil de aceptar e incluso de pensar: que no se necesita creer en un acto o una idea de fundación, puesto que no se trata más que de verdades de la razón. Insistir en tal lógica de la identidad es perder de vista que se trata de un asunto novelesco, del carácter narrativo o ficticio del fuero interno, de un fantasma genealógico que se anuda a una discursividad política. Y esto, de nuevo, es olvidarse de pensar el pensamiento. Lo político, el discurso de los derechos humanos, la ética y lo laico, serán siempre un plano o escena en la que aparecen la filia insignificante o el delirio genealógico.

Esta tal vez sea una razón por la que actualmente sea difícil encontrar un Estado laico. Si los hay, en todo caso, son contados. En ningún lugar del mundo hay un Estado que aliente la posibilidad de salirse de la lógica de la identidad a fin de repensar el origen, hacer del origen o la diferencia algo en realidad pensable. Lo que sí está presente en la intención de Cércidas de Megalópolis, tres siglos antes de Cristo, al decir de los dioses que hacía mucho se habían ausentado, es uno de los sentidos que también hallamos en el carácter de extrañeza de Edipo en Tebas o en la actualidad, el que Freud expresara en una carta a Zweig, cuando dice que del dios que los palestinos (se refería al área geográfica) nos han traído, se ve muy difícil que podamos salirnos.

Es difícil afirmar que la relación Estado-nación-identidades étnicas-lenguas sea una garantía de paz en el futuro: no puede dejarse al margen la posibilidad de un nuevo arreglo que incluya la posibilidad de la guerra. Hasta hoy, ninguna identidad o comunidad étnica es inocente. Lo que puede discernirse en la laicidad es lo ilusorio de los lazos sociales, el vasto mito religioso en el que fácilmente se socializa cualquier grandiosa locura de algún hombre político; también la extranjería original, el carácter mágico de la legitimidad jurídica, la novela religiosa que en lo político es la soberanía, la impostura de las identificaciones imaginarias, la insignificancia; y la necesidad de ubicar sus trazas en el nombre propio, separándolo así de eso novelesco que son los actos fundadores.

En todo caso, podría acaso pensarse en una ética específica, singular, en cada esfuerzo o procedimiento para discernir estas dificultades heredadas de siglos atrás. Es así como entiendo la laicidad, y no como la Ética producto de consensos que son más bien resignación o, a veces, beatería conservadora que esconde lo masacradores o victimarios que somos los semejantes una vez que poseemos una supuesta “identidad propia”. Considero que una manera de concebir la laicidad sería a partir de la aceptación de la propia muerte y de la subsiguiente creación de nuevos sentidos. Esto es ya distinto a convocar una comunidad, una costumbre, una sangre o una filia en que se juega siempre la posibilidad de dar muerte al otro y de nunca aceptar la propia, como si fuésemos inmortales sujetos a un orden espectral.

Son conocidas las enormes consecuencias de no aceptar la propia muerte. El nacimiento y la muerte son momentos que no nos pertenecen, la muerte nos llega a partir de la muerte del otro: por eso ésta será siempre la oportunidad de la especularidad y del reconocimiento del otro. Es esta exposición a la muerte que nos llega desde el otro lo que nos permite reconocer la alteridad en el propio núcleo delirante.
Hay una proposición freudiana que aquí parece central: solamente haciendo el trabajo de duelo por la muerte del otro en sí mismo es que se puede estar próximo al no-ser-propio, a la ausencia de origen, al carácter de extrañeza o extranjería que tiene el propio origen; tal trabajo permite oscilar de la fascinación ilusa por las imágenes y el horror ante la falta de encuentro con el reflejo propio, al refugio consecuente en las creencias subjetivas y la apropiación de un reconocimiento. El trabajo de duelo es así interminable: es el trabajo frente a un inexistente origen propio, a la vez que frente a la propia muerte como lo más ajeno.
De manera que la muerte vivida, que no es propia, y la experiencia de la ausencia del origen resultan ser lo que más concierne a una comunidad y al lazo social. El lazo social es la experiencia muda compartida, más propia a medida en que se desposee: la relación freudiana de este lazo social que se convierte en angustia social en el instante siguiente se refiere a este momento de disolución en que se funda una comunidad, y, más aún, a esa invención o don llamado “orden monoteísta” cuyo origen no es claro. Es aquello en que nos insiste Marcel Mauss: la sociedad se paga a sí misma con la falsa moneda de sus sueños. En realidad, a partir del lazo social y su conversión en angustia, resulta inexistente la comunidad: aquí el pensamiento psicoanalítico desde Freud se acerca a Nietzsche, Hegel y Heidegger, y, más aún en la actualidad, a Maurice Blanchot.
“Darle el lugar a la muerte propia, para volver la vida más vivible”: esta sencilla expresión de Freud –sencilla y dificil, por lo desconcertante e indecible que aparece– parece ser un requisito ineludible para preguntarse acerca de la laicidad y de cómo se articula ese lazo social, comunitario. Pero que en lo desconcertante e indecible que fuera parece ser un requisito para preguntarse entonces de qué se trata la laicidad, de cómo se dice ese lazo social, comunitario.

No sé si al darle el lugar a la muerte haga repensar en lo necesario o innecesario, prescindible o imprescindible, que fuesen estas probabilidades o posiciones llamadas laicidad, ateologías y teologías.