NÉSTOR BRAUNSTEIN

“Dios es inconsciente”

 

 

Comencemos con una extra-vagancia, con la referencia a una obra monumental del siglo XX, la ópera Moisés y Aarón, con texto y música de Arnold Schoenberg. Moisés, el iluminado, se propone transmitir a su pueblo el mensaje que recibe en el Sinaí de Aquél que se manifiesta en la zarza ardiente profiriendo la frase más descargada de sentido que registra la historia del lenguaje: “Soy el que soy”. Ese Dios repudia y prohibe toda imagen, es “inconcebible, inexpresable, multívoco (vieldeutiger)”, innombrable, incomprensible. Moisés tiene la idea de ese Ser irrepresentable y quiere transmitirla a su pueblo que se vuelca sobre las imágenes y que sigue a un caudillo, el hermano de Moisés, Aarón, dotado de facundia y elocuencia. Para poder hacerse entender por el pueblo, Moisés, tartamudo, necesita primero explicar a Aarón la idea de ese ser sin atributos y se esfuerza para hacerse entender. Aarón le dice que el pueblo seguirá reclamando becerros de oro y líderes carismáticos. Le muestra, además, que las tablas mismas de la Ley que trae de la montaña “son también imágenes, tan solo una parte de la idea total”. Moisés se ve obligado a admitir que las piedras con la escritura sagrada participan también del semblante y por eso las destruye, pidiendo a Dios que lo releve de su misión.

Aarón lo tacha entonces de pusilánime y se ofrece como el líder que podrá transmitir la idea en lugar de su hermano: “Yo, tu boca, preservaré tu idea cada vez que la exprese.” Moisés se espanta: “¡Mediante imágenes!”. Aarón trata de calmar su cólera: “Sólo imágenes brotan de la idea. Yo no puedo sino amoldarme a la necesidad. Esta es mi misión: hablar más sencillamente aún de lo que llego a entender. Serán siempre los sabios quienes sabrán reencontrar a la idea.” En ese punto del diálogo aparece ante los ojos de ambos la zarza ardiente que es interpretada por Aarón como una imagen a través de la cual el innombrable, el que no se muestra si no es por medio de señales, indica el camino hacia Él. Moisés es sorprendido por el divorcio entre la imagen milagrosa que ve y la idea: “¿Tendrá que ser Aarón, mi boca, quien dé forma a esta imagen? En tal caso también yo he modelado una imagen, tan falsa como cualquier otra. ¡He sido derrotado! Todo aquello en lo que he creído ha sido una total locura y no puedo ni debo prestarle voz.”. En el colmo de la desesperación Moisés se arroja al suelo y acaba emitiendo una frase que es, más bien, un grito desolado y desgarrador: “¡Oh, palabra. Tú, que me faltas!”.(1) Con esa exclamación se cierra el segundo acto de la ópera. Schoenberg tenía pensado continuar con un tercer acto que, en los veinte años siguientes, nunca pudo orquestar. Muchas explicaciones se han intentado para el enigma de por qué Arnold Schoenberg, que tenía escrito el libreto, no completó nunca su ópera. El inacabamiento de su mensaje, como la obra inacabada de Lacan, como la desesperación común a ambos, muestra las dificultades o, mejor dicho, la radical imposibilidad de la empresa de trascender el semblante, la incapacidad para hablar sin caer presa de lo imaginario.

El fracaso, tanto de Schoenberg como de Lacan, ilustra también, me parece, la presencia de dos caras de Dios. Por una parte está el Dios de los creyentes, del que extraen éstos su fe: a) de ciertas escrituras consideradas como sagradas y como Revelación de una existencia trascendental, b) de un razonamiento filosófico en donde Dios resulta ser una abstracción de todo cuanto hay en el universo o, c) de una experiencia personal, intransferible e incomunicable, la llamada “experiencia mística”, sentida por muchos a lo largo de la historia y fuente del llamado “sentimiento oceánico” al que Freud dedicó las primeras páginas de El malestar en la cultura(2); y, por otra parte, la otra cara de Dios, no la de una presencia sino la de una ausencia, no algo que radica o puede expresarse por medio de la palabra, sino una ex-sistencia ajena al lenguaje y a toda palabra, fuera del semblante (“Soy el que soy”), como un absoluto sin sentido, como la palabra final que, si algo revela, es la inutilidad de toda pregunta acerca del por qué y del para qué del universo, de la vida, de la humanidad, del espíritu y del sentido, incluso la inutilidad de toda pregunta y de toda respuesta acerca de Dios mismo.


En este punto, es muy difícil esclarecer la diferencia entre una teología negativa, que proclama que todo lo que puede decirse de Dios habrá de expresarse mediante proposiciones negativas, es decir, referidas a lo que Dios no es, puesto que toda afirmación acerca de Su Ser cae presa del sentido y es, por tanto, expresión de lo indecidible; y, por otro lado, la ateología, en la que se rechaza toda existencia divina y, con ella, todo Sentido transcendente. Lacan elude tanto la teología negativa como la negación de Dios en su manifestación de ateísmo. Dios “es el no-todo que [el cristianismo] tuvo el mérito de distinguir, rehusándose a confundirlo con la imbécil idea del Universo. Y es ciertamente así que puede identificársele con lo que yo denuncio como eso a lo que ninguna ex-sistencia le es permitida pues es el agujero en tanto que tal”.(3) Por eso la fórmula lacaniana, atea si la hay, no es una negación de la existencia de Dios sino una afirmación de su oquedad, de su ausencia (ab-sens) en todo decir. En apretadísima síntesis: “Dios es inconsciente”.(4, 5) No hay un Dios que no existe, forma teísta del ateísmo, sino un hoyo inherente a todo decir al que se suele rellenar con el nombre de Dios y al que se alude con la producción de sentido, ... mientras, como dice Nietzsche, “... continuemos creyendo en la gramática”.

Partíamos de la cuestión de si una “práctica de parloteo”(6) , como es la del psicoanálisis, puede hacer algo para desmontar la maquinaria del sentido que es consubstancial con el hecho mismo de hablar. ¿Cómo se puede, con un artificio centrado en el uso de la palabra, el llamado dispositivo analítico, tocar algo de lo real y tomar distancia del par sentido – semblante? ¿Cómo puede esa práctica delimitar el agujero central que es la base de toda subjetividad y que desde Freud se conoce con el nombre de “represión originaria” y de la que sabemos por ese “ombligo del sueño” que comunica con lo real imposible e indecible, con los límites de lo interpretable? ¿Es posible que una interpretación llegue a ser algo que más que una (más), que una (mera) “interpretación”?
En este punto radica la diferencia fundamental entre las prácticas de Freud y de Lacan. Es sabido que Freud buscaba, podríamos decir perseguía, el sentido, muy particularmente, el sentido de los síntomas.(7) El sentido que Freud encontraba en las formaciones del inconsciente, el que transmitía de viva voz a sus pacientes, era un sentido sexual referido a los primeros años de la vida del sujeto. La quintaesencia de la construcción freudiana es la que recurre a un metalenguaje edípico. Si, para Freud, desde 1893 y hasta la muerte, el síntoma venía de lo simbólico y había que desarmarlo con la interpretación, para Lacan, que comenzó su enseñanza adhiriendo de manera irrestricta al canon freudiano su “función y campo”, hacia el final profiere una conclusión discordante: “Llamo síntoma a lo que viene de lo real... Se presenta como un pececito cuya boca voraz sólo se cierra si le dan de comer sentido... pero el sentido del síntoma no es aquel con que se nutre para su proliferación o su extinción; el sentido del síntoma es lo real que se atraviesa para impedir que las cosas anden... de una manera satisfactoria, al menos para el amo”.(8) En otras palabras, hay que redefinir el sentido del síntoma. No se le ha de buscar entre lo simbólico y lo imaginario (campo del sentido), sino que el síntoma llega a ser otra cosa. Es lo que se cruza en el camino de la enajenación, en el campo del Otro que permitiría que el sujeto “ande”, obedezca consignas, viva confiado cumpliendo con lo que se le pide. El síntoma es distónico, estorba. Pero su estorbo, manifestación de lo real, no debe ser combatido o nutrido o extinguido con la rumiada papilla del sentido. Por esa razón, Lacan es llevado a proponer una nueva doctrina de la intervención del analista: “Nuestra interpretación debe apuntar a lo esencial que hay en el juego de palabras para no ser la que nutre al síntoma de sentido”.(9) “La interpretación no es interpretación de sentido sino juego con el equívoco.”(10) Lacan en los setenta toma abiertamente distancias con respecto a Freud, aunque no deja de citarlo como fuente de su decir: “Lo que Freud descubre en el inconsciente... es algo muy distinto de percibir que se puede, al por mayor, dar un sentido sexual a todo lo que se sabe ... Pues las cadenas no son de sentido sino de goce-sentido (jouis-sens)”.(11) En otro texto de la misma época insiste en esta diferencia con el fundador: “Sin duda Freud se detiene cuando ha descubierto el sentido sexual de la estructura... De esto resulta que no hay comunicación en el psicoanálisis [tal como Lacan lo entiende] sino por una vía que trasciende al sentido. El psicoanálisis se hace efectivo por la atribución de un sujeto al saber inconsciente, lo que supone un ciframiento... La interpretación no da testimonio de ningún saber. El sentido de la interpretación, no por tener efectos, significa que uno esté en lo verdadero pues, aun siendo una interpretación justa, sus efectos son incalculables”.(12)

Digamos que el psicoanálisis no es un metalenguaje más al que se pueda traducir el lenguaje hablado por el paciente. Uno puede explicar o “interpretar” con múltiples metalenguajes: históricogenético, sociocultural, marxista, neurofisiológico, cognitivo, mentalista, adaptativo, económico, en fin, un sin fin de metalenguajes. Dada esa multiplicidad, no hay verdad que transmitir por medio de interpretaciones y de construcciones.(13) El sujeto viene a nosotros saturado de sentido y nuestra práctica es la de reducir el sentido o, como hemos dicho antes,(14) la de producir un desciframientono la interpretación– de las escrituras grabadas en el cuerpo. Lacan retiene el término “interpretación”, vocablo clásico como el que más en la historia del psicoanálisis, pero cambia su práctica y su sentido. Para él, en su enseñanza de los años 1972 a 1977 “lo que entra en el discurso del psicoanálisis es el signo y no el sentido”(15); y, también, “lo fastidioso es que el ser no tiene por sí mismo, ninguna clase de sentido”(16) . Lacan hace de las intervenciones oraculares, descargadas de sentido, el paradigma de la práctica lenguajera del analista: el colmo del sentido se da en el enigma que es apertura a la fuga infinita del sentido. En 1973 planteaba esta oposición entre el signo y el sentido: “el signo debe ser descifrado... y así adquiere un sentido. Pero ese sentido no descubre la estructura del signo”(17) a lo que agregaba: “El oráculo pone en signo; él no revela ni oculta ningún sentido”. La meta del análisis es, pues, la de “trascender al sentido”. Decía a sus alumnos: “En la práctica analítica ustedes no operan con el sentido si no es para reducirlo. Por ello, operan con el equívoco.”(18)

En esos mismos años repitió constantemente que había una antinomia entre el sentido y lo real, que la paradoja es que la palabra “real” misma es una palabra que no se puede decir sin que se empape de sentido, que basta con decir que hay un registro de lo real para que se suponga un sentido y que, aún cuando no le gustase, era a partir del sentido que se definían lo real, lo simbólico y lo imaginario.

Como dijimos desde el comienzo, el sentido se ubica en la intersección de lo imaginario y de lo simbólico, fuera de lo real. Lacan recalca una y otra vez que “lo real es la expulsión, la aversión, del sentido... que es un antisentido, el sentido en blanco”.(19) Y el mismo día, más adelante, que “sólo se aprehende algo de lo real aceptando que está vaciado de sentido.”(20) En la semana siguiente agregaba que “no hay verdad sobre lo real porque lo real se perfila excluyendo al sentido.”(21)

He convocado un conjunto de dichos de Lacan, cuidadosamente extraídos, traducidos y citados, porque creo que estas afirmaciones no se prestan al comentario ni a la exégesis. Su decir acerca de la intervención oracular, llámese o no “interpretación” es, a su vez, un decir oracular. ¿Era lo que Lacan hacía? ¿Podía él intervenir en la sesión analítica sin caer en las redes del sentido-semblante? ¿No acaba la desconstrucción del sentido en la producción de nuevos e imprevisibles sentidos? ¿Se trata de un logro alcanzado o de un programa de acción, es algo más que un intento de salida que acaba en la aporía?

Es Lacan mismo quien constantemente nos recuerda que en todo discurso el semblante opera como el agente y lleva la voz cantante. No por ser el último en arribar al cuadrúpedo de los discursos podría el discurso analítico salvarse de la opresión de cadenas de sentido. Así es; esta afinidad de todo lo que se habla con el semblante es una fatalidad y no un rasgo eludible. Mas no por eso puede recomendarse al analista que ostente, como lo hace el de la Asociación Internacional, su servidumbre a lo imaginario. Lacan recomienda a su auditorio de analistas que no se den importancia, que no sean engolados, que no se esfuercen en alcanzar interpretaciones pertrechadas de sentido. En ese punto es que les pide también que no hagan semblante de ser Lacan y les espeta una orden: “¡Sigan el ejemplo, y no me imiten!”(22) Pues el ejemplo que él les daba era el de alguien que, sabiendo cómo hacer, no tenía que hacer como... como alguien que supuestamente sabe, como Lacan. Lamentablemente no fue escuchado.

Aquí es donde, me parece, Lacan se reúne con el Moisés de Schoenberg: en la imposibilidad de decir una palabra que no reciba el aluvión del semblante, en el hecho de que nada de lo que sucede en la sesión analítica, por más que el analista permanezca en silencio, deja de ser una convocatoria dirigida al sentido. Vale la pena recordar lo que es contado como anécdota por Elisabeth Roudinesco, y que cualquiera puede confirmar hablando con los protagonistas. Al salir del consultorio, después de sesiones fulgurantes que se reducían casi al gesto del pago, se reunían sus analizantes, casi todos analistas en formación, en los bares de las inmediaciones para comentar cuál era el sentido que había que develar acerca de lo sucedido en el encuentro con el maestro. “Cada uno estaba convencido de que su tiempo de sesión había sido mucho más prolongado que lo que en realidad había sido y que, en todo caso, había sido más largo que el del vecino.”(23) Si se ataca al sentido –y qué mejor para eso que no hablar ni escuchar– es casi imposible impedir que el sentido se vengue y retorne con más fuerza. Tal vez Lacan conseguía un resultado paradójico y, dada la transferencia acrítica de la masa de sus analizantes, ese “retorno psicotizante del salvajismo de los orígenes” al que se refiere Roudinesco, el esfuerzo que Lacan hacía para acabar con el sentido y valorar en cambio a la significación llevaba a reforzar la creencia en el Sentido, con mayúsculas. Quizás los empeños por recolectar y por transmitir las ocurrencias de Lacan, sus “actos analíticos”, resulten ser actos reverenciales ante quien no podía dejar de ser un dueño del sentido, insondable, inescrutable, tan omnipotente que era incapaz de responder y que, por su incapacidad de responder, alcanzaba la omnipotencia. Así, la desesperación de ver que conseguía precisamente lo contrario de lo que ambicionaba, confería un matiz trágico al final del presunto refundador de la práctica analítica. Podía él hacer suya la exclamación de Moisés: “¡Oh, Palabra, tú que me faltas!”

¿Qué es entonces del sentido y de la posibilidad de derrocarlo y expulsarlo por medio del psicoanálisis? Insistamos en una vieja tesis formulada hace tiempo con vacilaciones que rozaban el contrasentido pero refirmada ahora con claridad: la intervención del analista es, en su esencia, no proposicional, carente de sentido. El enunciado analítico no es una oración (en ninguno de los dos sentidos de la palabra): no es una plegaria para ser entendido por el Otro -que no existe- y no es una pretensión de decir la verdad por medio de una cadena articulada de significantes con estructura gramatical, conformada por sujeto, verbo y complemento. Debe, idealmente, evitar la presencia de un verbo conjugado, pues es éste el que la transforma en proposición de sentido. El sentido está ausente “si el verbo es dejado solo, especialmente si no se lo modaliza en la conjugación: el infinitivo, el participio pasado y el gerundio ejemplifican el uso no proposicional...”(24) La conjugación transforma al enunciado en una oferta de sentido y en una demanda de aquiescencia, es decir, de amor. La intervención del analista, para poder sumarse a la tarea del desciframiento, es sinsemántica, es un desafío al sentido, es desconstructiva, es decir, es analítica, disolvente, atea, contraria a la suposición de un sujeto del saber y de un saber “propio” del sujeto. En síntesis, y es así como interpretamos al deseo del último Lacan, la palabra del psicoanalista es destituyente del sujeto supuesto saber.


Notas

1 Arnold Schoenberg, Moses und Aron, Sin datos de edición (discos CBS 79201). Traducción del autor.
2 Sigmund Freud, “El malestar en la cultura”, en Obras Completas, Traducción: José Luis Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires, 1977, Tomo XXI, pp. 65-73.
3 Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre XXII: RSI, clase del 17 de diciembre de 1974, en Ornicar?, n° 2, 1975, p. 98.
4 J. Lacan, Le Séminaire, Livre XI: Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, (1963-1964) Seuil, París, 1973, p. 58.
5 Sobre este tema no puede dejar de leerse la obra de Francois Regnault: Dieu est inconscient, Navarin, París, 1985.
6 J. Lacan, Le Séminaire, Livre XXV: Le moment de conclure, clase del 15 de noviembre de 1977, en Ornicar? 19, 1979, p. 5.
7 Sigmund Freud, “Conferencias de Introducción al psicoanálisis”, Conferencia 17, en Obras Completas, tomo XVI, p. 235.
8 J. Lacan, “La trosième”, cit. (11). En Intervenciones y textos. 2, Manantial, Buenos Aires, p. 84.
9 Ibid., p. 94.
10 Ibid., p. 88.
11 J. Lacan, “Télévision”, en Autres Écrits, Seuil, París, 2001, pp. 516-17.
12 J. Lacan, “Introduction à l’édition allemande d’un premier volume des Écrits”, en Autres écrits, p. 557 y p. 558.
13 Néstor A. Braunstein, “Construcción, interpretación y desconstrucción en el psicoanálisis contemporáneo”, en Por el camino de Freud, Siglo XXI, México, 2001. pp. 86-112.
14 Néstor A. Braunstein, Goce, Siglo XXI, México, 1990, Capítulo 4, p. 124.
15 J. Lacan, “Introduction à l’édition allemande d’un premier volume des Écrits”, en Autres Écrits, p. 553.
16 J. Lacan, “L’Étourdit”, En Autres Écrits, p. 473.
17 J. Lacan, “Actas de las Jornadas de la Escuela Freudiana de París del 2 de noviembre de 1973”, en Lettres de l’École freudienne, 1975, n° 15, pp. 69-80.
18 J. Lacan, Le Séminaire. Livre XXII: RSI. Sesión del 10 de diciembre de 1974.
19 Ibid., sesión del 11 de marzo de 1975.
20 Ibid., Livre XXIV: L’insu que sait de l’une-bevue c’est la mourre, sesión del 8 de marzo de 1977, inédito.
21 Ibid., sesión del 15 de marzo de 1977.
22 J. Lacan, “La troisième”, cit. (11), p. 81.
23 Élisabeth Roudinesco, Généalogies, Fayard, París, 1994, p. 115.
24 Néstor A. Braunstein, “Con-jugar el fantasma. (Los enunciados del analista)”, en La interpretación psicoanalítica, Trillas, México, 1988, pp.86-92.