JUDIT BOKSER LIWERANT

 

Los dilemas del judaísmo en la modernidad

 

 

El encuentro del judaísmo con la modernidad confrontó patrones y tendencias construidos a través de un largo proceso de supervivencia histórica con novedosas condiciones de cambio. Este encuentro derivó en una diversificación de las condiciones de existencia y pensamiento que implicó ejes de ruptura así como de permanencia y continuidad, que dan cuenta de la especificidad de la modernidad judía en su conjunción de nuevas formulaciones, viejas prácticas y significados cambiantes.

El impacto crítico de la modernidad sobre la condición judía se manifestó en la redefinición de las interacciones entre el individuo y la comunidad y entre los referentes de identificación tradicionales y la construcción de nuevos. Las múltiples expresiones que este impacto tuvo se dieron tanto en novedosas respuestas culturales e ideológicas, como en la permanencia de prácticas de observancia.

La naturaleza contradictoria del encuentro resulta comprensible a la luz del hecho de que el judaísmo ha implicado lazos de pertenencia y de identificación que incorporan y rebasan el horizonte religioso y configuran el cumplimiento de preceptos que se entrecruzan con dimensiones que recogen la memoria de una trayectoria histórica común.. Esta dimensión colectiva y comunitaria puede rastrearse en su narrativa fundacional hasta sus orígenes en los que la Alianza con Dios tiene una doble dimensión constitutiva: es a la vez religiosa y social y, por tanto, fundadora del judaísmo como religión y como colectivo humano.(1)

La modernidad, a la vez incluyente y excluyente, revolucionaria y conservadora, confrontó al judaísmo en una doble dimensión existencial: la individual y la colectiva. Mientras que los procesos de individualización de las relaciones sociales, la emergencia conceptual y real del individuo, su autonomía moral y la libertad encontrarían su expresión en el acceso a la igualdad jurídica y política que traería la Emancipación, la compleja dinámica derivada de los proyectos que pugnaron por definir la modernidad condujeron a una recomposición de la identidad colectiva y a la emergencia de respuestas religiosas, seculares, ideologías y movimientos que asumieron el desafío de crear nuevas formas de articular la existencia grupal.

La incorporación de los judíos a las sociedades se dio en el marco de la compleja y tensa oscilación que acompañó a la teoría y a la práctica política entre las expectativas diversas, contradictorias y finalmente antagónicas de los proyectos de fundamentación de la modernidad. Estas pugnas, que parten del siglo xviii y se continuaron a lo largo del XIX y XX, se darían entre dos propuestas fundamentales iniciales: la de la Ilustración, universalizante, secular, liberal y emancipatoria, y la del Historicismo Romántico, particularista, culturalista, nacional y excluyente.

La Emancipación, entendida como el acceso a la igualdad jurídica y política definió a los judíos como ciudadanos. A partir del proyecto de la Ilustración, el Estado moderno encontró su fundamentación en la naturaleza humana y sus atributos y derechos. Los principios del universalismo, liberalismo, igualdad, racionalidad y laicismo tendieron a configurar, desde la óptica de este proyecto, una sociedad de individuos libres e iguales, ciudadanos del Estado moderno. La emancipación judía puede ser vista, entonces, como un aspecto del proyecto global de ilustrar, racionalizar y emancipar a la sociedad, por lo que estaba asociada a la expectativa de que su estatuto de ciudadanía individual acabaría con todo resabio de su existencia comunal distintiva, descalificada desde una visión universalista de la naturaleza humana y de las exigencias políticas del nuevo Estado. Así, desde este punto de vista emancipatorio, el judaísmo pasó a ser definido como religión negando, consecuentemente, sus características y nexos étnicos y toda forma de cohesión grupal basada en estos rasgos históricos.

Sin embargo, desde la perspectiva del proyecto historicista romántico, la Ilustración fue sometido a una ardua crítica por considerar que estaba basado en una razón universal, ahistórica y abstracta, por lo que en nombre de la historicidad y de los particularismos buscó reivindicar las esencias compartidas que hacían de cada pueblo un fenómeno único, sólo comprensible a partir de dicho pasado. Este con-figuraba, simultáneamente, el concepto concreto e histórico del espíritu y la cultura nacional. Para el romanticismo, que buscó las raíces del Volksgeist en la historia, en la leyenda y el mito, y que intentó encontrar lo particular en todo fenómeno social, en “el idioma, la región, la nación, la raza, el clan, el Estado, la ley y la costumbre”, el judaísmo resultaba no sólo ajeno, sino incompatible.(2) La extranjería del judío se convirtió en un argumento central de la polémica anti-judía y anti-emancipatoria.(3)

Ambos proyectos nutrieron de diversas formas el nuevo principio homogeneizador de la modernidad y le plantearían al judaísmo expectativas diversas y contradictorias, lo que habría de profundizar en el judío el dilema de su pertenencia, en su doble desafío de mantener una identidad particular y distintiva en el marco de la igualdad ciudadana y de encontrar nuevas formas de identidad y pertenencia colectivas frente al exclusivismo historicista de gran parte del nacionalismo moderno.(4)

Una de las grandes paradojas de su incorporación a la modernidad estaría dada, entonces, por el hecho de que mientras que la emancipación “derribó los muros del ghetto” y permitió a los judíos abandonar su tradicional marginalidad para transitar de la periferia al centro de sus respectivas sociedades, la doble naturaleza revolucionaria y conser-vadora del fenómeno moderno los enfrentó a la necesidad de mantenerse y afirmar en nuevos términos su condición a la vez individual y grupal.

Frente a estas expresiones seculares de la Modernidad, los judíos se enfrentaron a la necesidad de transformarse para continuar siendo; en otros términos, tuvieron que asumir el duro aprendizaje de cómo ser Otro sin dejar de ser ellos mismos. Los judíos fueron, en este sentido, sujetos de la “doble conciencia” impuesta por los procesos de modernización, es decir, la sensación, descrita por W.E.B. Dubois, “de siempre mirarse a sí mismos a través de los ojos de otros”. En el proceso de internalización y apropiación de los nuevos códigos y de adecuación a las circunstancias cambiantes se abrieron diversos abanicos de respuestas teóricas y prácticas encaminadas a incorporarse a la siempre compleja dialéctica de continuidad y cambio.

El judaísmo respondió a los desafíos de la modernidad con una diversidad de redefiniciones y nuevas formulaciones. Es precisamente la continuidad constitutiva de la tradición judía la que habría de confrontarse con el discurso filosófico moderno en clave de ruptura con el pasado y habría de generar respuestas tanto dentro de los parámetros religiosos, confiriéndole nuevos significados a viejas prácticas, como en la elaboración de nuevas propuestas teóricas e ideológicas.

Un papel destacado le tocó jugar al propio movimiento de la Ilustración judía, la Haskalá, cuyo doble propósito de contemporizar los contenidos culturales judaicos con las tendencias más universales y reformar al pueblo judío debe ser interpretado, precisamente, como un intento por conservar la identidad distintiva judía en el marco de una sociedad orientada hacia la abolición de las corporaciones. En respuesta directa a los planteamientos de Kant, la Ilustración judía hizo suya la novedosa visión del judaísmo como religión. Así, su figura paradigmática, Moisés Mendelsohn, aceptó la concepción de Kant de individuos obligados por lealtades contractuales en la esfera política pero con la libre de elección de sus lealtades religiosas en la esfera privada, negando de este modo que el judaísmo fuese “una nación dentro de una nación”. Sin embargo, cuestionó el pretendido carácter universal de la propuesta emancipatoria en la que vio contenidos particulares-nacionales y bases cristianas. En su defensa del judaísmo, reivindicó la centralidad del cumplimiento de los preceptos; las creencias judías no alejaban al hombre de la libre elección porque estaban en concordancia con la razón pura. La observancia, lejos de procurar coercionar la razón, constituía un lenguaje simbólico dirigido a recordar la verdad racional. Consecuentemente, el judaísmo no se oponía ni se alejaba de la religión de la razón.

La recuperación de las particularidades en el seno de la “universalidad” la encontró Mendelsohn en el seno de la tradición: los judíos no eran nada sin su narrativa histórica. Más aún, como individuos autónomos en el seno de cultura secular en el marco del Estado moderno no serían capaces de construir una “comunidad ética”.(5)
En los círculos de la Haskalá del siglo XVIII“la prueba del entendimiento y la valoración era suministrada por los cánones espirituales de la cultura gentil”,(6) por la creación del Otro, por lo que el movimiento se identificó con la dimensión más universal de las manifestaciones culturales y espirituales que asumían, por otra parte, un nuevo carácter individual. En otras palabras, habría que vivir de acuerdo con el célebre verso de Yehuda Leib Gordon “como judío en casa y hombre en la plaza”. Necesariamente estos esfuerzos habrían de debilitar a la religión y su carácter histórico colectivo, su autoridad y las formas de organización comunitarias prevalecientes y, de un modo más global, la autopercepción grupal judía tal como se manifestaba tanto religiosa como filosóficamente. Ciertamente, diluyó “el mito histórico escatológico del exilio y la redención de los judíos, cultivado por sucesivas generaciones... y que los unió en una unión autoconsciente de fe y destino...” afectando la dimensión colectiva-nacional de la existencia judía.(7)

La Haskalá tuvo un efecto modernizador sobre el judaísmo, al que dotó de nuevos bríos. Consecuentemente, el impacto global del Iluminismo judío y de la incipiente intelligentsia modernizadora que lo propagó fue a la vez ambiguo y complejo, tanto desintegrador como integrador: disolvió un modo de ser y, a la vez, lo restauró, ya que al tiempo que difundió la concepción Ilustrada que facilitó la asimilación, fue un vehículo de modernización de la cultura judía.

El pensamiento judío alemán manifestó en la variedad de sus formulaciones teóricas los replanteamientos del judaísmo, en un permanente diálogo con el entorno y a partir de la matriz conceptual del propio entorno. Así, por ejemplo, Hermann Cohen se acercó al judaísmo a través de la búsqueda de sus dimensiones racionales y éticas, recuperando la profecía bíblica como eje constitutivo. La Revelación ya no es interpretada como un evento histórico único –asociado a la legislación– sino como un concepto espiritual que inició antes de Sinai y continuaba hasta el presente. Era la fuente de una moralidad única que se manifestaba en el corazón y en el espíritu de toda la humanidad. En esta línea, el Shabat fue visto como institución social original, la quintaesencia del monoteísmo ético y el Día del Perdón era rescatado desde una liturgia que enfatiza las transgresiones éticas y la necesidad de encontrar el perdón del otro aún antes de buscar el perdón divino. De este modo, el judaísmo, al ser releído desde la profecía bíblica, asumió la dimensión de una religión social que se concentra no solamente en Dios sino en las interacciones entre Dios y el ser humano.

En esta misma línea podemos ubicar a Leo Baeck, exponente del judaísmo liberal alemán, que acentuó la supremacía de la acción por sobre el dogma. A su entender, la esencia del judaísmo radicaba en sus planteamientos éticos, en el precepto divino de redimir a la humanidad del mal y en su optimismo esencial. Para este rabino liberal, Dios no era una idea filosófica sino un Dios viviente, un factor vital para la experiencia personal. La “conciencia de ser creado” sería así la que proyectaba su contenido ético. Para Baeck las ceremonias y rituales, la halajá, constituían sólo “una persiana alrededor de la ley”, una protección a la idea religiosa.(8)

Acotemos que Franz Rosenzweig, por su parte, en su llamado a una renovación del judaísmo destacó su comprensión de quienes siendo marginales buscaban el retorno al judaísmo. En contraste con Buber, la importancia de la ley era fundamental. A su vez, no aceptaba la definición marcada entre lo permitido y lo prohibido por la ortodoxia ni la renuncia total liberal. La observancia de los preceptos era una cuestión de decisión interna, de elección y responsabilidad.

Paralelamente a estas nuevas formulaciones del judaísmo en su encuentro con los valores de la modernidad, la dimensión colectiva-nacional también se vio afectada cuando el movimiento reformista buscó replantear la religión para despojarla de su carácter étnico y particular y conferirle junto a su misión universal un carácter individual-privado. A partir de los principios bíblicos básicos –la creación del mundo por Dios y la responsabilidad del hombre por sus actos– el judaísmo rabínico había desarrollado a lo largo de siete siglos un sistema de legislación cotidiana cuya centralidad y relevancia colectiva eran indiscutibles. Esta codificación puede ser vista como el marco normativo que orientó y ordenó al grupo, como acumulativo histórico. Sin embargo, la dimensión profética bíblica a la que se adhirió gran parte del pensamiento alemán y el reformismo resultaba más importante que toda la legislación ya que se consideró que el principio judaico era el principio ético y por tanto universal.

Si bien el movimiento reformista modificó el mismo ritual sinagogal, la doctrina del mesianismo y del retorno a Sion así como la doctrina del exilio y la redención, la Reforma en el judaísmo no obedeció, sin embargo, sólo a cuestiones esencialmente teológicas sino que respondió a las nuevas necesidades sociales. Inserta en el antagonismo entre una identidad histórica que se deseaba perder y una nueva a la que se aspiraba acceder, puede ser vista como una respuesta moderada de distanciamiento del carácter étnico-grupal de la existencia judía, un intento por ser como el Otro redefiniendo el modo de ser de uno mismo en lo que al carácter colectivo del judaísmo se refiere, para poder acceder a la igualdad de condiciones con su vecino cristiano.(9)
Por su parte, dentro de la religión tradicional también hubo otro tipo de esfuerzos y respuestas para dar cuenta de los nuevos dilemas de la modernidad. Así, la nueva ortodoxia de S. R. Hirsh asumió el desafío de explicar a un mundo emancipado e ilustrado, en su marco conceptual, la importancia del cumplimiento de los preceptos: la devoción a una práctica eterna y la importancia de la observancia por sobre la doctrina. Disociando los tiempos entre el mundo judío de la Torá y el mundo externo era factible participar en el último sin violentar los requisitos y ordenamientos del primero. La reglamentación, el ritual y el cumplimiento de los preceptos era el recurso para el mantenimiento de identidad distintiva y el establecimiento de fronteras. A diferencia de Mendelsohn, que dejó abierta la puerta a una pluralidad de interpretaciones individuales y colectivas de los preceptos, la nueva ortodoxia construyó una simbología definida y detallada que dejaba poco lugar a las elaboraciones personales de sentido.

La modernidad alteró, indiscutiblemente, la uniformidad de la existencia judía. De las respuestas formuladas entre aquellos que operaron el tránsito hacia afuera de la comunidad judía se ubicó, a su vez, de un modo significativo, la negación y el rechazo de los nexos étnico-culturales del judaísmo. El propio judío internalizó las expectativas de la sociedad circundante y consideró que debía dejar de ser él mismo, renunciando a su identidad originaria en cualquier forma de su expresión. Este proceso de asimilación, que significó la negación de su identidad incluso a través de la conversión, gestó aquella figura trágica del judío como un ser condenado a deambular entre la no aceptación de una sociedad mayoritaria, que no lograba verlo como uno de los suyos, y el rechazo de su grupo, que no le perdonaba su abandono.(10) En el seno de un mundo que se abría pero que guardaba reticencia, desconfianza y hostilidad hacia el grupo judío, las respuestas asimilatorias ponían de manifiesto los límites de una solución individual ajena al destino grupal y, simultáneamente, evidenciaban los límites del judaísmo tradicional. Resulta pertinente recordar la línea de análisis de Hannah Arendt, para quien la sociedad, al confrontarse con la igualdad política, económica y legal de los judíos, dejó en claro que ninguna de sus clases estaba preparada para concederles la igualdad social y que sólo casos excepcionales del pueblo judío serían recibidos.

La modernidad trajo consigo ulteriores desafíos. Tanto la incorporación social y la asimilación por una parte, como la persistencia de la cohesión social judía y el mantenimiento de sus patrones culturales por la otra, estuvieron en la génesis de un nuevo movimiento de la modernidad, el antisemitismo. Los logros y éxitos del nuevo ciudadano judío fueron cuestionados en términos de la permanencia de su identidad y solidaridad grupal así como de competencia económica y política. Si los logros alimentaron la concepción de que los judíos constituían un grupo poderoso que dominaba a la sociedad, el mantenimiento de su identidad condujo a que dicho poder fuese atribuido a un grupo considerado extranjero. Resentido por la lentitud del proceso asimilatorio y por los progresos alcanzados por los judíos en el marco de la igualdad, el nuevo antisemitismo enfatizó la incapacidad de integración judía como fundamento para revocar su igualdad ciudadana. A través de la compleja conjunción de viejos argumentos teológicos con nuevas imputaciones socio-económicas primero, y raciales después, el antisemitismo devino un movimiento sociopolítico que, al deslindar su objetivo de combatir el supuesto poder de los judíos de otras consideraciones políticas, logró aglutinar el más amplio espectro de posiciones y agrupaciones políticas.

De este modo, la “cuestión judía”, planteada a la luz de la Ilustración del siglo XVIII como una cuestión que requería una solución racional, mantuvo su vigencia por la irracionalidad del antisemitismo del siglo XIX. El antisemitismo político creció como un movimiento contrarrevolucionario, hostil al status quo, especialmente con respecto a la posición judía, pero también en relación a la estructura democrática y a las actitudes liberales de la sociedad contemporánea como un todo. Las interacciones entre el nacionalismo y el antisemitismo no deben ocultar las diferencias entre ellos: mientras que para el nacionalismo la opción de vida judía tenía cabida, aún con ambivalencias y con altos costos personales, el antisemitismo no sólo reforzó la exclusión sino que alentó también la persecución del grupo. Si el primero canceló la posibilidad del judío de ser como el Otro dejándolo ser como era, el antisemitismo no contempló ni siquiera esta segunda posibilidad.

Los defensores del liberalismo y del racionalismo, así como del pensamiento socialista parecieron ignorar por igual al nacionalismo extremo y al antisemitismo. Estos procesos aparecían a sus ojos como regresiones históricas momentáneas.(11) La confianza en el carácter pasajero del nacionalismo agresivo y del antisemitismo caracterizó por igual a la mayoría del judaísmo europeo beneficiario de la emancipación.

Precisamente, basado en el supuesto contrario, en el carácter irreversible, renovadamente moderno y permanente del antisemitismo, emergería el nacionalismo judío. Su desarrollo habría de nutrirse de la fuerza de este diagnóstico, de las contradicciones abiertas por la modernidad en Occidente, de su ausencia para el vasto judaísmo de Europa oriental, así como de las modalidades que asumirían las reivindicaciones particularistas de las nacionalidades antagónicas.(12)


En efecto, la expectativa de que la tendencia emancipatoria sería un fenómeno universal que habría de alcanzar a todos los Estados y la confianza en el liberalismo, el individualismo, la secularización, la democratización y el progreso económico, en otros términos, la fe en el modelo de Occidente, permeó al judaísmo de Europa oriental. Su ausencia pondría en evidencia, por otra parte, los límites de la respuesta del Iluminismo judío en esta parte de Europa. A diferencia de su expresión en Occidente, en el que se destacó la dimensión individual del proceso de integración, en Europa oriental la Ilustración –Haskalá– adquirió un carácter esencialmente grupal. Si bien por el perfil eminentemente tradicional de la sociedad general, así como el de la comunidad judía, los portavoces de la Ilustración fueron un grupo reducido cuyas demandas resultaban ajenas a la realidad en la que se encontraban las masas judías, esta intelligentsia modernizadora tuvo un profundo impacto cultural que le confirió a la comunidad judía una nueva dimensión colectiva, ya no a través de la pertenencia religiosa sino a través de una identidad cultural. En perspectiva histórica, al impulsar en el judaísmo la identidad de sujeto creador de una cultura específica e irreductible, la Haskalá fomentó un creciente sentimiento de pueblo, primero, y de nación, después.

La persistencia de regímenes autocráticos, la marginación y las persecuciones, el surgimiento de movimientos revolucionarios, y la emigración masiva exigían la elaboración de novedosas conceptualizaciones que permitieran comprender y actuar sobre la realidad. Ante las limitaciones del sistema simbólico tradicional para dotar de significado y orientar la acción, el judaísmo europeo oriental asistió a un gradual proceso de emergencia de ideologías, movimientos sociales y partidos políticos que buscaron nuevas formas de organización para la acción colectiva y autónoma. Entre éstas destacan el movimiento nacional en sus diferentes manifestaciones, de las cuales fue el sionismo el que entre los márgenes de la Ilustración judía y la emancipación frustrada y los límites de la liberalización dio curso a la demanda de auto-emancipación.(13) El sionismo aspiró a generar un diagnóstico válido, según sus pretensiones, tanto para la realidad socio-política post-liberal rusa como para la europeo central y occidental. Pretendió, a través de una novedosa rebelión frente a la normatividad tradicional judía, ser una amplia alternativa a las diversas situaciones generadas por la modernidad o su ausencia: así, se visualizó como una fase complementaria de los logros de la emancipación, para evitar la desintegración grupal en el contexto de un nacionalismo liberal y, simultáneamente, como un movimiento alternativo ante los retrocesos de la emancipación en el contexto del nacionalismo conservador y reaccionario.

De este modo, el sionismo buscó dar respuesta, de acuerdo a los paradigmas conceptuales e ideológicos de la modernidad, esto es, en términos nacionales, a los dilemas por ella planteados. Fue al mismo tiempo una estrategia de incorporación –la definición del judaísmo como nacionalidad, su normalización estatal como el resto de las naciones; un amplio aggiornamiento cultural y nacional– y un recurso de huida del impacto desintegrador de la modernidad sobre la existencia judía colectiva y del escenario histórico que lo generó. Modernidad y sionismo compartieron, cada uno a su modo, un carácter ambiguo y contradictorio de inclusión y exclusión.

El sionismo construyó un proyecto que ubicó en el centro de sus planteamientos al pueblo judío como actor de su propia historia y, paralelamente, como actor de la historia universal. Entendida la modernidad como un continuum, “un tiempo de transición en el que se opera la instalación en el imaginario colectivo de la representación de lo social como fundado en sí mismo”(14) , consideró que sólo asumiendo su identidad nacional particular podría el judío modernizarse y redefinir sus relaciones con los otros pueblos. En un escenario de consolidación del Estado nacional y de efervescencia de los nacionalismos, esta propuesta puede ser leída como un complejo intento de construir la existencia colectiva a partir de los recursos conceptuales y políticos dominantes; en otros términos: el aprendizaje de ser como el Otro para ser uno mismo.

Sus amplios propósitos oscilarían teórica e históricamente entre la meta de una soberanía estatal y la aspiración a una reconstitución global del judaísmo. El sionismo debió deslindar, con diversos grados de precisión y ambivalencia, entre la existencia judía en un territorio nacional y la permanencia de la existencia judía diaspórica. El renacimiento espiritual y cultural como requisito sine qua non del judaísmo y de su renovada existencia nacional implicó recuperar el momento de la ruptura con el pasado como elemento central y autoconstitutivo de la modernidad. De este modo, la historia judía fue vista ya no como resultado de una voluntad divina sino como expresión de su espíritu nacional. A partir de un panteísmo nacional, desarrolló también la concepción de una cultura judía producto del encuentro entre el judaísmo y la cultura europea, núcleo de una normatividad secular y nacional. La amplitud de propósitos de configurar renovadamente a una nación y ser su portavoz, sus variados propósitos de reforma social, económica y cultural y de liberación nacional así como las diferentes necesidades de las poblaciones judías, convirtieron al sionismo en una arena de debates de protagonistas de las más variadas tendencias.

Su carácter ambivalente, a la vez revolucionario y conservador, lo hicieron una opción minoritaria que debió contender con los nacionalismos diaspóricos –el bundismo, el autonomismo, el integralismo cultural e inclusive el territorialismo– así como con el atractivo que ejercieron sobre los judíos los movimientos socialistas y revolucionarios de la época. Dos desarrollos fundamentales revertirían su carácter minoritario y aún marginal: la construcción de una nueva sociedad en Palestina y la destrucción del judaísmo europeo con el Holocausto. El primer aspecto revela los esfuerzos por llevar a cabo el carácter idealista de su objetivo, en el cual el sionismo socialista jugó un papel determinante, a través de la construcción de un nuevo hombre judío y una nueva sociedad judía de acuerdo a los patrones de la modernidad en una vieja tierra ancestral y mítica.(15) El segundo, por su parte, puso fin a la viabilidad de las propuestas alternativas del judaísmo, dejando al sionismo prácticamente como única respuesta de mantenimiento y renovación de la identidad judía colectiva. Desde esta óptica, el sionismo puede ser visto como resultado de una compleja dialéctica entre continuidad y cambio del judaísmo, que estaría representada del modo más dramático por el hecho de que a pesar de que surgió como una rebelión frente a la normatividad del pasado y a la ortodoxia tradicional, aún el sector más activo que se pronunció por la renovación –el sionismo socialista que orientó la construcción de la nueva sociedad en la Tierra de Israel–(16) debió enfrentarse al hecho de que, después del Holocausto, se erguía como el continuador del judaísmo. De este modo, la nueva sociedad así como la interacción entre ideología y necesidad de dar refugio a los remanentes del otrora vital judaísmo europeo, conducirían a conferirle al movimiento nacional judío un carácter hegemónico en el mundo judío. Dicha hegemonía debe ser entendida como el referente de la identidad del judío y de lo judío pues, ciertamente, el sionismo no logró reflejar, en el campo de lo pragmático, el momento de incorporación y síntesis de otras ideologías ya que el diálogo y las pugnas entre ellas se vieron abruptamente interrumpidos y no logró tampoco, como siempre deseó, convocar un desplazamiento poblacional masivo hacia la Tierra de Israel.

Por el contrario, las tendencias migratorias condujeron hacia Occidente, hacia América, a los sucesivos flujos de emigrantes que abandonaron el viejo continente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, en busca de nuevas tierras de promisión. También los movimientos migratorios judíos deben ser interpretados como respuestas prácticas a la modernidad, ya sea en clave de búsqueda de sus beneficios, ya sea como huida de sus efectos desintegradores, según atendamos los diferentes contextos a partir de los cuales se generó.

En el marco de una geografía judía radicalmente transformada –que confrontó a los nuevos centros de vida judía con un nuevo aprendizaje de la otredad–, esta doble dimensión de hegemonía por un lado, y la necesidad de reconciliarse con la permanencia de la existencia judía en la dispersión, por el otro, generó una novedosa relación entre las diversas comunidades que, a partir de la creación del Estado, asisten a una dinámica cambiante en términos de una relación centro-periferia donde el primero reclama para sí la capacidad de ser referencia y núcleo de identificación, al tiempo que enfatiza la necesidad de mantener los vínculos que garanticen su concepción global de la existencia judía. De este modo, en esta singular respuesta nacional a la modernidad conviven el proceso de normalización –“como todos los pueblos es la Casa de Israel”– con la especificidad –“no como todos los pueblos es la Casa de Israel”.(17) El otro emerge así como parte de lo propio y, simultáneamente, como referente a partir del cual se reconstituye una identidad diversa.(18)

Desde una lectura opuesta, esta respuesta a y desde la modernidad ha sido definida como un movimiento que ha pretendido el regreso a un status-quo previo a la gran revolución histórica que habría operado el judaísmo a partir de la tradición profética y la dispersión, tras la destrucción del Segundo Templo, singular evento que lo convirtió en un pueblo espiritual. Esta espiritualidad –expresión de la condición diaspórica y contraparte de su renuncia al poder– es la que precisamente le habría conferido al pueblo judío disperso entre las naciones su misión histórica y universal. De allí que se considere que la pretensión de recuperar en el propio lenguaje de la modernidad estatal la dimensión política de la existencia judía lo haya conducido justamente a renunciar a su especificidad socio-cultural. En esta línea –que acentúa, aunque en un código diferente, la visión del judaísmo como el Otro radical– se insertan aquéllas lecturas de la normalización de la condición judía como amenaza de “erradicar la certidumbre del desarraigo, del sólo arraigo de la palabra, que es el legado de los Profetas y los custodios de los libros”.(19) Visto el Texto como la tierra natal del pueblo judío, la dispersión y el exilio habrían hecho de él y del tiempo el pasaporte de la verdad y su patria, por lo que el judaísmo puede entenderse, aún en la modernidad, como una visa de entrada a la “otra tierra”, la mesiánica.(20)

También desde una lectura que ha enfatizado la dimensión universal de las respuestas a la modernidad y las ha valorado a partir de su distanciamiento de las identidades particulares y las pertenencias grupales, la alianza histórica entre el socialismo y el sionismo devino la justificación exclusiva, si no única, de este último; éstas visiones han enfatizado la dispersión y la misión mesiánica como los rasgos universales del judaísmo.

En esta línea, resulta interesante destacar también las lecturas del sionismo como un mesianismo secularizado. Ya sea rescatando el potencial liberador del mesianismo –conversión del contenido mesiánico judaico en voluntad secular de transformación radical del presente y de construcción de un futuro libertario–, ya sea a través de su contextualización en el proceso de conformación de una conciencia histórica como sustrato de una conciencia nacional, el sionismo habría operado una secularización del mesianismo, su modernización. Operación que a la vez que significó la reformulación de la idea mesiánica, misma que, como vimos, fue diluida en otras respuestas, le habría permitido beneficiarse de la fuerza movilizadora del mito histórico.

En la concatenación de las contradicciones inherentes a la modernidad, para la cual la alteridad ha sido consustancial, la construcción, desarrollo y defensa de un Estado nacional judío han generado su propio referente de otredad, resultante de un nacionalismo que reivindica la misma tierra y la existencia soberana como referentes de identidad: el árabe palestino. En los esfuerzos por dar cuenta de estos desarrollos, han emergido voces que plantean la necesidad de dejar de ser uno mismo para reconocer al Otro.(21)

Ciertamente la experiencia de la modernidad significó el despliegue de una amplia gama de respuestas que buscaron conciliar las líneas de continuidad de la trayectoria histórica con la novedad de los postulados de una realidad cambiante. La diversificación de caminos y de referentes de articulación de la identidad colectiva confronta a su vez al judaísmo con nuevas incógnitas derivadas no sólo de la permanencia de los desafíos de la modernidad sino de los nuevos dilemas que ésta plantea hoy, en su fase actual, definida alternativamente como de posmodernidad o modernidad radicalizada. La creciente fragmentación, explosión y redefinición de pertenencias colectivas le confieren nuevas dimensiones a la alteridad que necesariamente impactan las interacciones individuales y grupales. No deja de sorprender que el tópico de la diferencia humana ocupe un lugar central en la agenda del nuevo milenio. Inserto en la polémica entre un proyecto que ha buscado subsumir los particularismos étnicos o culturales en categorías universales e incluyentes que los trasciendan y su cuestionamiento a partir del reconocimiento y la afirmación de las especificidades como elementos constitutivos de lo general (y de la esfera pública), este tópico parece reflejar las disyuntivas teóricas y prácticas de una modernidad que debe enfrentar nuevos problemas asociados a los espacios que ella misma ha abierto. Pugna que al tiempo que recoge la búsqueda de una nueva síntesis entre el individuo y la comunidad, entre lo universal y los particularismos, da cuenta de las transformaciones históricas en la permanencia y emergencia –real y simbólica– de los depositarios de la otredad.

La especificidad que estos procesos han asumido dentro del judaísmo competen a las profundas redefiniciones de las interacciones entre el individuo y la comunidad y a las nuevas formas de articular las tendencias de individualización con la pertenencia colectiva. A la luz de estas modificaciones y por la imbricación entre religión, etnicidad y conciencia histórica, las tendencias de secularización han oscilado entre nuevas formulaciones teóricas y la permanencia de prácticas que definen la pertenencia y son referentes de identidad. De este modo, en clave de continuidad y ruptura interactúan de un modo difícil aquellos ejes que definen de modos variados las fronteras de la existencia colectiva.

Sumado a la especificidad que la cuestión de las identidades colectiva asume dentro del judaísmo, hoy adquiere una nueva visibilidad la distinción entre la diferenciación estructural de la religión de otros ámbitos de la actividad social y la no tan necesaria privatización ni inmediato debilitamiento del fenómeno religioso. Desde la óptica global de los procesos de secularización emergen al menos dos acepciones de la laicidad. Por una parte, la constitución moderna de la laicidad, entendida, siguiendo a Blancarte, como un régimen social de la convivencia cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y ya no por elementos religiosos. La segunda acepción es la de la laicidad convertida en un régimen complejo que se ha constituido en el marco institucional preferido por la mayoría para la gestión en la tolerancia y la demanda creciente de libertades religiosas ligadas a los derechos humanos o a la diversidad y particularismos culturales.(22)

Mientras que el primer momento aparece vinculado a la formulación misma y a la construcción del proyecto de la modernidad, el segundo –que ciertamente replantea las relaciones que se establecen entre Estado y religión– compete a procesos que cuestionan la modernidad y en los que se da la recuperación de los espacios públicos por parte de las religiones y de renovadas formas de identidades colectivas particulares. Ello ha ampliado la necesidad de revisar con profundidad los ámbitos diferenciales e interactuantes de lo privado y lo público; los complejos nexos entre lo universal y lo particular; las nuevas formas de expresión y organización identitarias y su expresión en la esfera pública como ámbito de afirmación de las diferencias.

Como resultado de los propios desarrollos contradictorios de la modernidad, tanto del cuestionamiento a sus contenidos racionalistas como de la consolidación de los derechos humanos es que han surgido demandas de reconocimiento de las diferencias en el ámbito de lo público. Si bien se asume el papel que el ideal mismo de una ciudadanía universal tuvo en el desarrollo de la emancipación en la vida política moderna, este ideal es interrogado en sus propias premisas y presupuestos. Fundamentalmente, en la supuesta contradicción que habría entre la expectativa de extensión de la ciudadanía y sus presupuestos de la universalidad y la consecuente negación de las particularidades que la componen. Ciertamente el rescate de lo público en términos de las diferencias y de la heterogeneidad genera fuertes tensiones en la construcción de un espacio a la vez común y diferenciado. Recordemos que este tipo de crítica recrimina la distinción entre lo privado y lo público llevada a cabo por la Ilustración y la configuración de dos éticas, la privada y la pública. Mientras que la ética pública, según sus críticos, habría asumido importancia en las teorías morales universalistas en términos de su compromiso con la justicia, la cuestión del bien, y con ella la de la diferencias, se habría visto desatendida y confinada al ámbito de lo privado. De allí que se señale que a la dicotomía de la Ilustración le correspondió una concepción del individuo moral autónomo ajena a la comprensión de aquél como sujeto a la vez individual y colectivo.

Sin embargo, cabe destacar que es precisamente el carácter general, formal y abstracto de las reglas que gobiernan las relaciones el que permitió conferirle a lo particular (individuo) su estatuto universal (público o social), aun afectando los términos de la relación entre justicia y solidaridad. Los referentes teóricos e históricos de la laicidad deben ser ponderados, consecuentemente, a la luz de los interrogantes que giran en torno a la interacción y conjunción entre unidad y diversidad, convergencias y diferencias. Ello implica atender la definición valorativa que se deriva de las tradiciones de un grupo humano particular (religioso, étnico o nacional) sin renunciar a la idea universal de los derechos y la justicia. Implica, simultáneamente, la defensa de un profundo y amplio pluralismo de “mucho fines, valores últimos, algunos incompatibles con otros, buscados por diferentes sociedades en tiempos diferentes o por diferentes grupos (etnias, iglesias) en una sociedad o por una persona particular en ellos”.(23) Simultáneamente significa la toma de distancia de un relativismo que conduce al hombre a ser cautivo de la historia sin la capacidad de ponderar, evaluar y juzgar. Con Isaiah Berlín, quien rechazó las jerarquías culturales impuestas por la fuerza y estaba preocupado por la posibilidad de una igualitarismo cultural que podía derivar en una barbarie consentida, no hay que confundir el pluralismo con el relativismo. Mientras que sólo la inmersión en culturas específicas puede darle a los hombres acceso a lo universal, sólo estándares universales pueden proveer los medios para evaluar aspectos específicos de las culturas desde fuera del marco de su propia exclusividad.

De allí que si la modernidad implicó para el judaísmo la tensa oscilación entre el reconocimiento de la alteridad y su negación, dilema frente al cual generó una amplia gama de respuestas; las condiciones de una modernidad radicalizada lo confrontan con el desafío de conciliar su especificidad con los sustratos comunes de la universalidad, en una nueva y no por ello menos tensa oscilación entre la afirmación de la diferencia y la lucha histórica por la igualdad.

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Notas

(1) Para un análisis del desarrollo histórico de la doble dimensión fundacional de la Alianza, véase Daniel Elazar, People and Polity. The Organyzational Dinamics of World Jewry, Wayne State University Press, Detroit, 1989, pp. 17 y ss.

(2) Selma-Stern Tauber, «El Judío en la transición del ghetto a la emancipación»en David Bankier, La Emancipación Judía. Antología de Artículos en Perspectiva Histórica, Mount Scopus Publications, Jerusalén, 1983, p. 73.

(3) Jacob Katz, Vid. Jacob Katz, Tradition and Crisis. Jewish Society at the End of the Middle Ages,Schoken Books, Nueva York, 1971, pp 74 y ss.

(4) Shlomo Avineri, The Making of Modern Zionism, Londres, Weinfeld and Nicolson, 1981, p. 13.

(5) Cfr. Arnold Eisen, Rethinking Modern Judaism, The University of Chicago Press, 1998, pp. 78 y ss.

(6) Cfr. Shmuel Ettinger, “Cambios ideológicos en la sociedad judía del siglo XIX”, en Ben Sasson, H. H. Historia del Pueblo Judío, Alianza Editorial, Madrid, 1988, T. 3, p. 927.

(7) Ben Halpern, The Idea of The Jewish State, Harvard University Press, Cambridge, 1961. p. 5.

(8) Cfr. Leo Baeck, Selección de textos en Noveck, Simon, Ibid., pp. 177-204.

(9) “Reconocemos en la era moderna de la cultura universal del corazón y el intelecto, la aproximación de la realización de la gran empresa mesiánica de Israel, del establecimiento del reinado de la verdad, justicia y la paz entre todos los hombres. No nos consideramos ya más una nación sino una comunidad religiosa, y por lo tanto, no esperamos retornar a Palestina ni a restaurar el culto sacrificial bajo los hijos de Aarón ni la restauración de ninguna de las leyes concernientes al Estado judío.”, Artículo 5 de la Plataforma de Pittsburgh, en Arthur Hetzberg, “Assimilation”, en Encyclopaedia Judaica, Vol.3, Keter Publishing House, Jerusalén, p. 776.

(10) Este deambular entre dos identidades que a la postre condujo en muchos casos a una falta de identidad quedó dolorosamente testimoniado en la famosa frase de Heinrich Heine “Ahora me odian cristianos y judíos por igual; me arrepiento mucho de mi bautizo. Sólo infortunios me han ocurrido desde entonces”. Walter Laqueur, Historia del Sionismo, Instituto Cultural Mexicano-Israelí, México, 1982, p. 21.

(11) “...fanáticos como De Maistre... o Friis o Gobineau o Houston Stewart Chamberlain y Wagner, o -más tarde- Maurras, Barres y Drumont, no fueron tomados en serio hasta la época de los affaires Boulanger y Dreyfus; a su vez, estos casos fueron vistos como aberraciones temporales, causadas por el ambiente anormal que sigue a la derrota en una guerra, pero aberraciones que, consumadas, darían lugar una vez más a la razón, la sensatez y el progreso”. Berlin, Isaiah. “La Contra-Ilustración”, en Contra la Corriente, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 52.

(12) En efecto, reivindicaciones nacionalistas en pugna fueron detonadoras de conflictos nuevos y de complejos antagonismos entre grupos nacionales, cuyas demandas particulares impactaron a los judíos. Tanto en Prusia, a la luz de las luchas entre las nacionalidades polaca y alemana, como en el Imperio Austro-Húngaro, en el seno de los conflictos entre húngaros, eslavos, servio-croatas y rumanos, y en la zona checa de Austria, las nacionalidades rivales y sus demandas influyeron necesariamente sobre la realidad judía. Las condiciones que privaban en el imperio zarista reforzarían, a su vez, la nueva ideología del nacionalismo judío y del sionismo.

(13) Expresión que llevó por título el influyente manifiesto de León Pinsker, publicado en 1882, y que alude de un modo sintético a la necesidad de una solución autónoma nacional judía. Pinsker consideró que en el seno de una sociedad basada en los principios de la autoderminación y de la libertad, el concepto mismo de emancipación no tenía lugar, puesto que suponía que los judíos eran objetos pasivos a los que había que liberar, concederles derechos. Para él, como para el pensamiento sionista posterior, la modernidad exigía superar la condición de pasividad que el concepto de exilio y su interpretación teológica habían implicado y asumir de un modo autónomo y activo la definición del destino colectivo. Cfr. León Pinsker, Autoemancipación, en I. Even Shoshan y J. Drasinower, Introducción a la Historia Contemporánea de Eretz Israel, Universidad Hebrea de Jerusalén, Jerusalén, 1979.

(14) Bronislaw Baczko, Los Imaginarios Sociales. Memoria y esperanzas colectivas, Nueva Visión, Buenos Aires, 1991, p. 103.

(15) Atendiendo la trayectoria histórica del pueblo judío en su relación siempre espiritual con la Tierra de Israel, expresada a través de la elaboración de un cuerpo conceptual y normativo en cuyo centro se ubica el binomio exilio-redención, puede considerarse que sólo en el marco de la modernidad pudo darse el intento de modificar su condición socio-demográfica de la dispersión. Cfr. Shlomo Avineri, Op. Cit, pp. 3-13; Arthur Hertzberg, The Zionist Idea. A Historical Analysis and Reader, Atheneum, Nueva York, 1975. pp 15-22.

(16) El sionismo socialista buscó conjuntar los amplios propósitos de transformación socio-económica de los paradigmas socialista y marxista con los planteamientos nacionales del sionismo. Su desarrollo estuvo marcado por la diferenciación ideológica y organizativa pragmática derivada precisamente de su papel central en la configuración de la nueva sociedad en Palestina. Las olas migratorias de pioneros y colonizadores que llegaron a partir de la primera década del siglo xx estuvieron profundamente influidas por éste y fueron, con la fundación de los kibutzim, el núcleo que habría de modificar material y simbólicamente el perfil de la existencia judía diaspórica. Cfr. Syrkin, Najman, “EL problema judío y el socialismo” en El Pensamiento Nacional Judío. Antología, 2.t; amia, Buenos Aires, 1969, T. 1, pp. 180-193; Borojov, Ver. Nacionalismo y Lucha de Clases, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1979; J. Franker, Op. Cit; Walter Lacqueur, Op. Cit., pp. 270-337.

(17) En el seno del proyecto sionista se desarrolló, desde sus inicios, una tensión permanente entre la aspiración a la normalización de la condición judía, lo que significaba insertarse en un modelo de desarrollo igual al de otros movimientos de liberación nacional, y el compromiso con una continuidad judía que imponía su carácter de especificidad. Cfr. Shmuel Almog, Zionism and History, Magness Press, Jerusalén, 1982.

(18) Así, partiendo de la caracterización de la trayectoria histórica judía como la de una permanente adaptabilidad para garantizar su continuidad, a través de una síntesis entre ideas, valores y marcos de referencia tomados de la sociedad general e integrados a los principios y formas de la vida judía, la identidad nacional mediada por la soberanía política puede ser interpretada como principio de adaptación de lo nuevo a las raíces tradicionales. De aquí que la modernización del pueblo judío ha sido vista como una manifestación más de una trayectoria de adaptabilidad a las circunstancias cambiantes. Cfr. Avyatar Freisel, “The Zionist Revolution: A Revolution Indeed?, en Studies on Zionism. An International Journal of Social, Political and Intellectual History, N.4, Tel Aviv, 1981.

(19) Cfr. George Steiner, “Nuestra tierra natal, el Texto”, en Vuelta, No. 106, México, 1985, p. 15.

(20) Si bien esta visión consideró que el sionismo ha sido un movimiento comprensible, admirable en más de un aspecto y, lo que es más, tal vez históricamente inevitable, ha sido altamente crítica de él. Ibid, pp. 10 y ss.

(21) En esta línea podría ubicarse la crítica post-sionista y los representantes de un revisionismo histórico que ve en la especificidad judía del Estado de Israel una limitante al reconocimiento del Otro. Cfr. Zionism: A Contemporary Controversy. Research Trends and Ideological Approaches, Ben Gurion University Press, 1996; Theory and Criticism. An Israeli Forum, Adi Opher, Editor, The Van Leer Jerusalem Institute, Hakibbutz Hameuchad Publishing House, 1992.

(22) Roberto Blancarte, “Retos y perspectivas de la laicidad mexicana”, en Roberto Blancarte (comp.) Laicidad y Valores en un Estado Democrático, El Colegio de México, México, 2000.

(23) Isaiah Berlin,“Alleged Relativism in Eighteen-Century European Thought”, The Crooked Timber of Humanity: Alfred A. Knopf, Nueva York, 1991, p. 79.