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RANCISCO SEGOVIA

Crítica y (luego) poesía

 

 

 


Jorge Cuesta firmó la famosa Antología de la poesía mexicana moderna (1928); famosa, sobre todo, porque –aunque no es ni con mucho obra enteramente suya–, él no sólo la firmó y la prologó sino que dio la cara por ella a la hora de las trifulcas. El Prólogo fue tal vez la manera en que “el grupo sin grupo” que hacía la antología dejaba figurar en el libro al único entre ellos que no contribuía al volumen con poemas propios... La poesía de Cuesta, pues, no está representada en esta antología. Lo curioso es que tampoco está incluida en una antología posterior, que es ahora la antología canónica: Poesía en movimiento, firmada por Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis (1966). Las razones de esta exclusión están bastante claras:

 

No faltará quien nos reproche la ausencia de Jorge Cuesta –dice Octavio Paz en el Prólogo–. La influencia de su pensamiento fue muy profunda en los poetas de su generación y aun en la mía, pero su poesía no está en sus poemas sino en la obra de aquellos que tuvimos la suerte de escucharlo.

 

MARIO NUÑEZ, Sin título, 2003, tinta china sobre papel.

 

Es una manera harto cortés y algo hipócrita de decir: “no lo incluimos porque no nos gusta”. Pero los miramientos de Paz nos colocan fuera del terreno en que ese gusto se ejerce, pues dice que, si no conocimos a Cuesta personalmente, no conoceremos nunca su verdadera obra poética; o que la conoceremos sólo indirectamente, trasminada en las de sus amigos. Sí, así también se hace un canon, y los que hacían éste dejaban a Cuesta sin rostro poético, librado a las solas fuerza de su poder ensayístico para ocupar un lugar en la literatura mexicana del siglo XX. ¿Le hacían justicia?

La verdad es que, en su defensa de la antología que firmó, Cuesta se refiere a la legitimidad de que goza el gusto para elegir a sus autores, pero esta misma afirmación lo lleva a reconocer que no es el gusto quien tiene la última palabra en una antología, porque a fin de cuentas quien manda es el interés. Ésa es la razón –dice– por la que en su antología figuran poetas que a él le parecen detestables (Amado Nervo, Gutiérrez Nájera):

No creo que sea otro el objeto de la crítica que libertar el gusto, y libertar el gusto no creo que sea distinto de comprometer el interés. Mi interés y no mi gusto era lo que allí se comprometía. Elegí aquello que lo conservaba.
 

Como los premios y las becas, las antologías son un producto de la crítica literaria. Como tal, aspiran quizás a liberar el gusto, pero sin duda a conservar el interés. Son ejercicios críticos y, en esa medida, ejercicios interesados; sólo por eso pueden liberar un gusto... Y así, siguiendo el argumento, podríamos argüir que Cuesta fue excluido desinteresadamente de Poesía en movimiento. Pero, hasta donde puedo adivinar, el limbo al que esta exclusión lo relegó no está llamado a durar, porque hay mil indicios de que el desinterés se ha marchitado. ¿De qué cenizas renacerá esta Ave Fénix?

La primera recopilación de las obras de Cuesta va firmada por dos autores, ambos investigadores universitarios: Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider (Poemas y ensayos, UNAM, México, 1964); la segunda, en cambio, va firmada por cuatro: los dos anteriores, más un familiar de Cuesta y un psicoanalista: Víctor Peláez Cuesta y Jesús Martínez Malo (Obras, Ediciones del Equilibrista, México, 1994). Ya sólo esto muestra cómo se ha ido ensanchando el interés por él, y da además un indicio del camino por donde podrían llegar muchas de las nuevas cosas que se digan sobre su obra; a saber, de la curiosidad por “el caso Cuesta”, del hecho de que se lo considere “el único poeta maldito mexicano”. Las relaciones incestuosas que supuestamente sostuvo con su hermana Natalia, o las homosexuales (también supuestas) con Villaurrutia; su malhadado matrimonio con Lupe Marín, ex-esposa de Diego Rivera, sus excentricidades químicas, su intento de autocastración y suicidio; su locura, en fin, han dado y dan mucho de qué hablar. Su amigo y compañero, Gilberto Owen (que estuvo mucho tiempo al borde de compartir con él el limbo poético, y que sólo recientemente ha conocido una reivindicación de la crítica); su amigo Owen se lamentaba ya en su tiempo de la leyenda negra que rodeó la muerte de Cuesta. Owen trabajaba en el extranjero cuando recibió la noticia: “De su muerte supe –dice– por recortes de periódicos que me llenaron de asco y vergüenza por la prensa de mi país”. Pero lo que de veras le importa es la memoria que tendremos de Cuesta sus compatriotas:

“El público no nos recuerda sino por nuestra última obra –se lamentaba Wilde–. Ahora sólo recordarán en mí al presidiario”. El lector de periódicos sólo recuerda lo leído el día o la semana de su periodicidad, y porque existe el peligro inmerecido de que sólo se recuerde, de Cuesta, el último acto de su vida, sus amigos tratan de evitar esa injusticia recogiendo en volumen [sus] artículos y [...] poemas [...]

Con todo, podría alegarse que ha sido justamente esa injusticia lo que ha permitido a algunos críticos sacar del limbo la obra poética de Cuesta, cumpliendo así la empresa que iniciaron susamigos. Y es que sería vano negar que el morbo ha jugado su papel a la hora de mantener vivo el interés en Cuesta –ese interés que, despojado ya del amarillismo de la nota roja (libre del momento “de su periodicidad”), nos permite hoy “libertar el gusto” ante su poesía. Los críticos de las últimas décadas revisan así la sanción de Poesía en movimiento y declaran que la libertad de su gusto les permite aún decidir si les gusta o no la poesía de Cuesta, pero no los deja negar que les interesa. ¿Basta eso, sin embargo, para hacerlo formar parte del canon? Y ¿no es casi un insulto para un poeta decir que “es interesante”? En la Antología de Cuesta hay poetas meramente interesantes, según confiesa él mismo...

CRÍTICA Y POESÍA

A Cuesta le preocupaba el problema del “objeto” tanto en la ciencia como en la crítica literaria. Respecto del primero dice, en el ensayo que dedicó a Marx (titulado “Marx no era inteligente, ni científico, ni revolucionario, tampoco socialista, sino contrarrevolucionario y místico”):

En la base de toda ciencia –dice– hay una limitación del objeto, un aislamiento de los procesos cuyas relaciones se pretende determinar. Para que un principio científico pueda considerarse válido, es preciso que no deje de referirse a las condiciones de la experiencia que permitió establecerlo.

Sin embargo, esta visión se complica bastante en cuanto se refiere al objeto de la crítica literaria, pues en ese caso Cuesta no sólo no afirma que el objeto precede fatalmente a su análisis sino todo lo contrario. Para ayudarnos a comprender en algo su postura, Cuesta acude (en un ensayo titulado “La crítica desnuda”) a unas palabras de San Juan Evangelista: “El que viene tras mí viene antes de mí, pues es primero que yo”. Y así dice que “este problema es, en esencia, el problema de la crítica, la cual viene necesariamente al término de la obra de arte”; pero, justo por eso, la crítica viene antes, porque “es primero”.

Podríamos intentar rebajar un poco este problema diciendo que no es sino otra manera de preguntarse “qué fue primero ¿el huevo o la gallina?” y luego acomodar las cosas de tal modo que pudiéramos interpretar esa pregunta como si dijera: la obra de arte precede a la crítica, sólo que... sólo que es la crítica quien define qué es una obra de arte, a la que por tanto lógicamente precede, y así hasta el cansancio –es decir, hasta que nos veamos obligados a reconocer que no sabemos bien a bien cómo distinguir entre una obra de arte y la definición de una obra de arte. Pero ocurre que –de una manera que no sé si llamar psicológica, ni sé si llamar fenomenológica– Cuesta sortea ese problema reconociendo plenamente la fusión del sujeto con su objeto en un ejercicio de pasión crítica; es decir,

[una] crítica que, ante la obra de arte que considera, no admite otra razón de ser que ser otra obra de arte, otra creación. Está consciente de que su penetración en un espíritu ajeno es una penetración en el propio, y que caminar por el camino que otro anduvo no hace menos originales nuestros pasos.

No es ésta una solución que sirva a la crítica académica –que al menos de dientes para afuera huye con presteza de cualquier asociación con la pasión y el impulso creador, a cambio de idolatrar la originalidad–, pero déjenme seguirla hasta el fin, en nombre justamente de la pasión, pues sólo en ella se ve cómo el crítico creador, buscándose en la obra de otro, está a la vez perdido y encontrado en ella, como la obra que trata está en él también perdida y encontrada.

Dice Cuesta que, en el fondo, “es la conciencia de su propio vacío tras lo que va [el crítico] en las obras de los poetas, de los ‘hacedores’. La creación del crítico es ese vacío”. El crítico crea así el silencio donde se escucharán las palabras de otro; el crítico, ante todo, se calla y “para la oreja” para oír lo que ese otro tiene que decir. Dispone de este modo el escenario de un diálogo. Y así –dice Cuesta– “reconoce su problema en el de ‘la conciencia del otro’, que es el problema de la crítica”. De este modo, ahí donde el científico construye un objeto mudo, el crítico construye un vacío donde puede anidar “la conciencia del otro”. A decir verdad, en esto la crítica no se distingue de la poesía, pues si –como él mismo dice– “la poesía es lo más hospitalario que existe” es sólo porque también ella brota del vacío y el silencio que se abren para oír, para que algo (más que ser dicho) sea escuchado. Pero el método de esta crítica extrema –pues se trata, al cabo, de un método–supone que todo a su manera es precedente y, por lo tanto, todo es destino (la poesía viene antes de la crítica, que viene antes que la poesía...). La circularidad que se observa en esta clase de crítica –la que nos permite identificar al crítico con el “hacedor”, precedencia con destino– apunta al reconocimiento que cada

 

 

ROBERTO RÉBORA, Apunte, 2003, acuarela sobre papel.

 

uno de ellos (el crítico y el “hacedor”) hace de la naturaleza significativa de ambos (de sí mismo y del otro)... En este sentido, la obra de arte no está allá, en la realidad objetiva, sino que en cierto sentido nace en el vacío de la crítica, en el escenario de un diálogo... que viene detrás y, por lo mismo, delante... No nos es posible remontar este horizonte de la significación, pero sabemos de algún modo que su sentido se cumple cabalmente en esa misma circularidad... A eso aludía quizá Nietzsche al hablar de “el eterno retorno de lo mismo”; y a eso tal vez se refería también Heidegger cuando decía que “el origen viene a nuestro encuentro desde el futuro”. En Cuesta el horizonte del sentido toma la forma de un diálogo librado a la posteridad. Y así dice:

si, como lo hace Valéry, se identifican el espíritu clásico y el espíritu crítico, puede decirse del clasicismo, como de la crítica, que viene al término, que viene detrás; pero son las palabras del Evangelio las que lo dicen completamente; es decir, el clasicismo, porque viene detrás, “viene antes, pues está primero”. Y por eso, realmente, son espíritus clásicos los de los creadores que aceptan, deliberadamente, para la obra de arte, el destino posterior de la crítica; ponerse en último lugar es encomendarse al último extremo del tiempo, es soportar una presencia inagotable.

Quizá valga la pena agregar que en la posteridad no sólo se incluye el provenir que vemos desde nuestro presente sino también el que alguna vez se vio, y que hoy para nosotros es pasado; es decir, el tiempo de “una presencia inagotable”, un tiempo para el cual están presentes a la vez todos sus momentos. Esto se ve también en varios poemas de Cuesta. Por ejemplo: en una de las tres versiones del soneto titulado “Una palabra oscura”, los tercetos dicen:

 


Cada voz de ella misma se desprende
para escuchar la próxima y suspende
a unos labios que son de otros el hueco
.

Y en el silencio en que zozobra, dura
como un sueño la voz, vaga y futura,
y perpetua y difunta como un eco.

Y la segunda versión del soneto “De otro fue la palabra antes que mía” dice:

 

De otro fue la palabra, antes que mía,
que es el espejo de esta sombra y siente
el ruido, a este silencio, transparente;
la realidad, a esta fantasía.

Siento en la boca su substancia fría,
dura, enemiga de la voz y ausente;
poseída por otra diferente,
no estar, para esta sed, sino vacía
.

Y aun esta sed que soy, obscura y vaga,
crece tras la otra sed, que no se apaga.
De avidez la avidez nutre su sombra

al hallarla en el ruido que la nombra
y en el oído oye crecer su hueco,
a sí mismo cavándose en el eco
.

Son versos algo duros, de sintaxis difícil –lo cual acaso justifique el desinterés que por ellos mostraron Paz y sus amigos en Poesía en movimiento. Hay en ellos un celo extremo, como el que él mismo advertía en la obra de Carlos Mérida. Podríamos entonces aprovecharnos de esas pequeñas injusticias que el tiempo nos tolera por venir detrás y, como buenos críticos, citar sus propias palabras para ponérselas delante:

Si algo hay que reprochar a su [poesía], es su excesiva fidelidad, su excesiva aplicación, su excesiva conciencia. Pero entones habría que desconocer lo que es precisamente la fuente de su virtud.

Si lo que se reprocha a la poesía de Cuesta es “la fuente de su virtud”, está claro entonces que se trata de una poesía que aún mana y que ha sabido conservarse, si no el gusto de la crítica, cuando menos en su interés. Está ahí, suspensa, como esperando otra vez que se libere el gusto frente a ella... Si el gusto de Poesía en movimiento fue libre para negarla, tal vez no la rechace el gusto de otra (futura) antología canónica.

Quizá sea justamente este limbo de indecisión crítica lo que mejor describe la poesía de Cuesta: no es una poesía librada a la sanción definitiva de la historia sino a la de la posteridad; esto es, no va fiada al canon (a lo Bloom) sino a la crítica (a lo Cuesta), a la sanción futura de un lector actual, siempre “inagotable”. Su posteridad está por eso siempre en una situación crítica: no consiste en un juicio que el pasado (el canon, la historia) nos ha legado como una inscripción o un documento inalterables sino en el juicio que sobre ella se hacen cada vez que la leen sus lectores posteriores. La obra toda de Cuesta (no sólo su poesía) está marcada por esa crisis. No llega a nosotros –por intermedio de una crítica exterior y ajena– completa y saludable como la de Villaurrutia, ni muerta y embalsamada como la de Juan de Dios Peza. Llega ella directamente, sin intermediarios y por su propio pie; pues se basta para hacer ella misma su propia crítica. Llega pues en estado de crisis y a la sala de emergencias. Tal vez por eso desoye los diagnósticos y murmura cosas distintas a los diferentes médicos. No quiere sanar, y ni siquiera “sanar de la vida”. A las palabras que murmura acaso les convendría este párrafo de Hans-Georg Gadamer, que a su modo (sin saberlo) se hace eco del murmullo a cuyo comentario sirve ahora:

Hablar es buscar la palabra. Encontrarla es siempre una limitación. El que de verdad quiere hablar a alguien lo hace buscando la palabra, porque cree en la infinitud de aquello que no consigue decir y que, precisamente porque no se consigue, empieza a resonar en el otro.

En la sala de emergencias de su posteridad, la poesía de Cuesta no busca la salud: busca el contagio.