ILÁN SEMO


La segunda secularización

 


I

Una noticia antigua y frecuente sobre la poesía de Jorge Cuesta es que su lectura contrae ciertas dificultades. “Mi admiración por el Jorge Cuesta ensayista –escribe Inés Arredondo hacia 1962– me llevó a su poesía. Como cualquier lector atento recibí satisfacciones a veces insospechadas, pero al intentar comprender Canto a un dios mineral me encontré con algo impenetrable...” Dos décadas antes, Gilberto Owen la había definido como una “poesía difícil”.

En 2002, la novedad reside acaso en que el número de lectores seducidos por esta contrariedad ya es innumerable. Si la historia de la poesía comprende a la de sus lecturas y sus lectores, la de Cuesta sucede contra si misma, a pesar de si: en 1942 se quita la vida antes de publicar su obra: diez años más tarde, Rubén Salazar Mallén confirma el temor de Owen: Cuesta sigue siendo un “fantasma”: “ese nombre parece hundirse cada vez más en el olvido”; en los sesenta, el “fantasma” irrita y se le declara (en la antología de poesía mexicana compilada por Octavio Paz, José Emilio Pacheco, et. al.) una inteligente (pero impublicable) curiosidad local. ¿Qué fue lo que llevó a esa pasajera versión del “canon” mexicano a desterrar a Cuesta de sus filas?* Las predilecciones y las aversiones de una era definen su gusto, es decir, ese punto de encuentro y desencuentro entre los órdenes de la estética, la moral y la política. Descifrar ese destierro significaría descifrar una época entera desde el ojo de una imperdonable cerradura.

Cuesta: el hombre y Cuesta: el poeta: en el aura de atracción que ejercen no sólo destaca un giro, hay también una pregunta. O mejor dicho: una incógnita. Cuesta sigue siendo un misterio: el misterio de la poesía contra si misma. Ese lector del que hablan Owen e Inés Arredondo, dispuesto a infringir las reglas de su propio sentido común, no aparece en los cálculos del modernismo ni en los de la generación del 27, con la excepción acaso del hermético destinatario al que se dirigen algunos poemas de Jorge Guillén. Pero a Cuesta y Guillén los reune una línea heterodoxa: el horizonte del tiempo. En cierta manera, son contemporáneos: voces paralelas que expresan y señalan un giro en la escritura de la poesía que resulta relativamente impensable desde la perspectiva del movimiento lírico del modernismo. Inmersos en una cultura tocada por la obsesión de la transparencia, resulta extraño encontrar a dos poetas que se concentren en el hostil horizonte de un público tan escaso. Esa extrañeza es acaso un acto de resistencia o, lo que es lo mismo, el ejercicio de un desencantamiento.

Si Cuesta anuncia a este nuevo tipo de lector a través de una reflexión sobre la lectura habitual de la obra de Díaz Mirón –un modernista por excelencia– lo hace con una intención doble: apropiarse y, simultáneamente, distanciarse de ella. El modernismo representa, para él, más que un estilo o una innovadora asamblea de poetas, un sitio en el lenguaje: una gramática desde la cual podemos dialogar con nosotros y frente a los otros, es decir, una “tradición”. Pero es la gramática de un ser que apenas puede enunciarse a si mismo, un espejo sin reflejo: un espejismo. El modernismo: territorio poblado de silencios, “poesía sin duda”. Entre los Contemporáneos nadie lo entiende mejor que él: una tradición requiere, para actualizarse, de un espíritu de resistencia a su propio pasado:

Para comprender la grandeza de Díaz Mirón hay un interlocutor demoniaco, cuya voz es la que interesa recoger a través de la directa del poeta. Su pensamiento, su discurso, en cada expresión son interrumpidos. Entre la lectura y el lector se interpone un ruido exterior que aleja al texto, al cual hay que obligar a repetir. Se interpone un no, que hace necesaria una insistencia de parte del poeta, para responderle y afirmarse por encima de él. La poesía de Díaz Mirón es una poesía torturada, una poesía sin bondad, una poesía con enemigo, incapaz de producirse sino en la contienda, como fruto de la hostilidad. La atención que con este esfuerzo consigue permite oír también su silencio.

Las reflexiones sobre la opacidad de la poesía suelen servir como antesala de una querella: la disputa por el lenguaje. Cuesta introduce –si se admiten los términos de Valéry– la parte pensada del lenguaje como mediación de su parte sensible, en tanto que esta segunda es apenas percibida y se la descarta de inmediato. La “dificultad de comprensión” propicia un campo favorable para una nueva recepción de la parte sensible. Su acento se halla en la polivalencia del lenguaje. Como Vallejo, como el mismo Guillén, Cuesta quiere, según la justa inferencia de Inés Arredondo, ser “comprendido”, de tal manera que el sentido del poema se sobreponga a su lirismo, a su sonido, a su ritmo, a su tangibilidad en tanto que especulación sobre el sentido común. Hay aquí un distanciamiento del filón romántico que distingue al modernismo. Pero hay algo más. Su idea de la “comprensión” no es pedagógica ni empática, todo lo contrario, es filosófica: liberar la polivalencia del lenguaje, inhabilitar su propensión mítica, abrir las esclusas de su ambigüedad. Con ello se aleja inevitablemente de la mayor parte del público literario de su entorno, que espera de la poesía una confirmación plausible (incluso plausiblemente desviante) de los órdenes que marcan su experiencia inmediata. El autor de Canto a un dios mineral es un poeta esencialmente contra-intuitivo; de antemano ha renunciado a buscar el éxito entre ese público. Más aún si se piensa que ese universo de lectores habita en un imaginario poblado por la ambición de transparencia. Un imaginario que gira en torno a la iconización de “poetas nacionales” (Amado Nervo primero, López Velarde después) desde las postrimerías del Porfiriato.

¿Qué cambió en el espacio de la experiencia del “lector atento” en las décadas que separan al nacimiento del modernismo de la década de los treinta? Para Cuesta la poesía deja de ser el “cénit del espíritu” (Díaz Mirón) o la “escritura de lo sublime” (López Velarde) y se desplaza hacia ese territorio, más modesto y más radical, donde la han llevado Rimbaud y Mallarmé: una escritura que anuncia su propia demarcación, un género. Si algo logran Cuesta, Villaurrutia, Owen, Novo & Cia. es reformular el estatuto de la poesía dentro de las prácticas de la escritura. Hoy se diría, esquemáticamente, que modifican “el paradigma” de la poesía mexicana. ¿Cuál es la peculiar función que desempeña el poeta? ¿Desde dónde habla la poesía? ¿Por qué reflexionar sobre la literatura desde la literatura misma? La respuesta de Cuesta es breve y sumaria: el poeta se debe a la poesía, y nada más que a la poesía; la poesía se debe a la producción del lenguaje, en tanto que búsqueda de sentido. En la cultura mexicana, nadie como él, hasta los años treinta, ha logrado formular este principio con la extensión y la complejidad que requiere para convertirse en el logos dominante de la literatura del siglo XX. De ahí su crítica al romanticismo, que confunde al “arte con el mito, y a éstos con la mitología”. De ahí también su reacción contra la otra filosofía en la que la modernidad se vuelve contra si misma: la politización de la poesía. Lo relevante en Cuesta es que no sólo apela a una separación radical entre la política y la poética, como vía de sobrevivencia para hacer posible a la literatura, sino que formula una visión propia de lo político que permite datar a esa separación como una Weltanschaung, un principio autorrefrencial. Las líneas que siguen exploran, brevemente, un aspecto notable de esa visión.

 

II

No es casual que Cuesta recurra de vez en cuando a las páginas de los periódicos para desplegar sus ideas sobre la condición de la política. El periodismo representa, para él, una fábrica de la moralidad pública. En sus páginas se dirime una contienda cotidiana por el estatuto de las prácticas de la escritura, es decir, una disputa por el consenso entre las interpretaciones de primer orden: la interpretación del que describe. En su centro se halla la fabricación de la realidad en tanto que fetiche de lo real. El “periódico” funge como una asamblea dispersa de “miradas” –la noticia, la entrevista, la editorial, el ensayo, etc.– dedicada a sostener la plausibilidad –léase: la invención– de lo real. Y el ensayo periodístico de Cuesta vindica la crítica como un ejercicio de exhibición del fetichismo de los “hechos”: la política aparece como una demanda social de ficcionalización (“si supiéramos la verdad, enloqueceríamos”); el culto a la información significa el triunfo del empirismo (“en el fervor informativo, la desconexión lo es todo”); la realidad es una construcción del lenguaje (“lo real en política es la palabra”). Este horizonte crítico permite a Cuesta situar su reflexión de los relatos políticos de la época como una mirada sobre la historia del tiempo presente.

Cuesta parte de la intuición de que toda narrativa política convertida en un gran relato sobre el tiempo funciona de la misma manera que el imaginario religioso. Su crítica al stalinismo procede de la misma manera que su crítica al fascismo: dos teologías modernas. Escribe hacia 1935:

Como socialismo de Estado (fascismo) y como dictadura del proletariado (comunismo), el socialismo ha dejado de serlo, puesto que en vez de limitación y de crítica, se convierte en abuso y en mística de la autoridad (…) Podría también alegarse que es posible que existan una religión y una mística revolucionarias (…) (Pero) una política religiosa y mística no puede aspirar sino a conceder una significación sagrada a la autoridad.

A saber, Cuesta es uno de los raros intelectuales en América Latina que intuye, una década antes de la publicación de la obra de Hanna Arendt, la aparición del fenómeno totalitario, es decir, la sacralización absoluta del principio de autoridad, más allá de los regímenes sociales a los que responde. La homologación entre el fascismo y el stalinismo le gana la acusación de “reaccionario”. Pero en 1935 entiende algo que a la mayor parte de la izquierda (no sólo latinoamericana) le llevará medio siglo entender: se trata, a la luz de la década de los treinta, de una lucha entre iguales. No se ha reflexionado aún en la rareza de la intuición de Cuesta. Tal vez responde a otra rareza: la Revolución Mexicana o, mejor dicho, la discursividad temprana que aparece en (y sobre) la Revolución. Quienes elaboran en los años veinte un discurso que descarta por igual el ideario fascista y la experiencia soviética (como vías para la revolución) son, paradójicamente, el cúmulo de organizaciones socialistas que abundan antes de la fundación del Partido Nacional Revolucionario: el Partido Socialista de Michoacán, que encabeza Mújica; el Partido Socialista de Chiapas. La Liga Socialista de Veracruz y, entre otros, el más destacado probablemente, el Partido Socialista de Yucatán de Carrillo Puerto. Se trata de un socialismo, digamos, constitucional o constitucionalista; una suerte de tercera vía a la mexicana, alejada de la experiencia soviética; el socialismo perdido de México, al que Jorge Cuesta dirige su polémica. Digo “paradójicamente” porque en toda discusión la crítica de un objeto no es más que otra forma de valorar al objeto de la crítica.

Si la intuición sobre la irrupción del fenómeno totalitario se deriva inicialmente de la refutación de “las características místicas y religiosas de la doctrina de Marx”, el principio puede ser ampliado a otras formas de teologización del poder moderno:

La autoridad democrática es una autoridad expuesta a la crítica; es una autoridad en investigación, a la que se niega una consagración terminante (…) Si vamos al fondo de “la crisis de la democracia”, encontramos lo que significa en realidad el poder antidemocrático, el poder fundado en la fe: significa el poder fundado en la pasividad política, como la verdad fundada en la fe significa la verdad fundada en la pasividad intelectual.

Es probable que Cuesta haya leído a Husserl a través de los textos de Caso. En última instancia sus conclusiones son similares: el principio de autoridad democrática es un principio basado en la coexistencia de disímbolas construcciones de la “verdad” o no es nada. La “verdad fundada en la fe” se traduce en un poder que reclama el monopolio sobre la verdad. Visto desde la perspectiva la “crisis civilizatoria” de la década de los treinta –el término es de Norbert Elias–, el pensamiento político de Cuesta aparece como un ejercicio de excentricidad, un esfuerzo solitario por descifrar las claves que permiten al gran relato político presentarse como una narrativa de la trascendencia: “sólo a una religión le es permitido sentir que ha satisfecho todas las necesidades de la conciencia del hombre.” Pero ese sentimiento es el que la Ilustración logró confinar en la esfera del “interés privado” durante los siglos XVIII y principios del XIX. Secularizar significó, para Kant y Voltaire, deslegitimar la religión como explicación posible de “todas las necesidades de la conciencia del hombre”. Acaso la historia del siglo XX también puede ser leída como la labor de una segunda secularización, dirigida a relativizar y deslegitimar al gran relato político como el centro de las discursividades modernas. El fenómeno totalitario se basó en la idea de los poderes de redención de la política. Hay en el historicismo político (casi siempre basado en la doxa de los argumentos económicos), una tentación de reificar la política como una escritura del tiempo. Lo esencial es que esta reificación no depende de las peculiaridades narrativas de uno u otro discurso político, sino de la forma como establece su relación con los otros saberes sociales. La tentación de desplazar lo político hacia el relato metasignificante parece hoy lejana, una pieza de museo de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, es una tentación siempre a la vuelta de la esquina; el último refugio condescendiente de la nostalgia de lo absoluto.