ALFONSO D’ AQUINO

La soledad del alquimista

 

 

 

Jorge Cuesta nació en 1903, en Córdoba, Veracruz. Un accidente durante la infancia lo dejó marcado con un ojo más arriba que el otro. “Un Picasso”, diría de él Cardoza y Aragón. En 1921 va a la ciudad de México a estudiar ciencias químicas durante tres años, sin nunca dejar de ser fiel a su vocación literaria, como tampoco dejaría de serlo durante toda su vida a la química. En 1928 viaja a París. Su principal búsqueda fue siempre la conjunción de la poesía y la ciencia. Sus amigos lo llamaban “el alquimista”, y él mismo, con el verso de Baudelaire, “el más triste de los alquimistas”. Tristeza que quizás se debiera a un secreto deseo, como a una insatisfecha pasión musical. Descubre un método para detener la maduración de las frutas; fue un precursor en el estudio de los alucinógenos (amigo y colaborador de Huxley); y experimentó en sí mismo con enzimas, con fines de modificación hormonal. La leyenda de sus últimos días cuenta que, agobiado por sucesivas crisis nerviosas, intentó suicidarse, emascularse, arrancarse los ojos y que murió ahorcado en un manicomio después de permanecer con los brazos en cruz durante varios días, en 1942.

No había publicado ningún libro. Su obra poética, reunida décadas después, consta apenas de una veintena de sonetos, sometidos a múltiples variantes, unos cuantos poemas de juventud, que nos revelan a otro Cuesta, posible aunque poco explorado, y un largo poema de ecos valeryanos, “Canto a un dios mineral”, que algunos consideran entre los más importantes de la poesía mexicana. Tradujo versos de Eluard, Donne y Spender y, antes de morir, de Mallarmé. En 1927 firma la polémica Antología de la poesía mexicana moderna, que sería un parteaguas en la sensibilidad poética de México. Como ensayista, publicó una cantidad de textos sobre temas diversos –arte, literatura, política, educación– en los que su actitud crítica, el discurrir a saltos de su pensamiento y un claro sentido de la síntesis, lo muestran como uno de los escritores más lúcidos de su generación. Ésta, la llamada de Contemporáneos, reunida en torno a la revista de ese nombre, agrupó a poetas como Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y Gilberto Owen, de quien Cuesta delineara en su juventud un geométrico retrato en el que años después, Owen acabaría viendo reflejadas las líneas profundas de su amigo más que las propias: “Cuando el aire es homogéneo y casi rígido / y las cosas que envuelve no están entremezcladas / el paisaje no es un estado del alma / sino un sistema de coordenadas”. Contra todo nacionalismo, Cuesta fue consciente de las diversas tradiciones a las que la literatura mexicana se debe. A través de su constante oposición al exiguo como hostil medio intelectual de su época, fue el primero en llevar el pensamiento a nuestra literatura, siempre con un fino sentido del humor, invariablemente inadvertido frente a la supuesta dificultad de sus textos. Escritor que “escribe como quien piensa”, lo ha llamado Juan García Ponce, ese otro único escritor-pensador de México, para quien Cuesta representa la llama del pensamiento que se consume a sí mismo en la demoniaca lucidez que la ilumina. Y todo ello habría sido suficiente para seguir teniéndolo recluido, si no se hubiera matado.

Bajo un aspecto de adolescente hosco alienta un campo de fuerzas contrapuestas que no admite tregua. Pasión y rigor, pensamiento e instinto se debaten en su interior. Pero no le interesa el lograr el equilibrio de sus pasiones, sino la posibilidad de abarcarlas con el entendimiento. Su curiosidad transmite una emoción contenida, una rara tensión de la que su reflexión y su ciencia resultan siempre tocadas por el arte. La cristalización de la experiencia poética mediante los recursos que le brinda la ciencia se manifiesta sobre todo en sus sonetos, frutos reflejos, cristalizados en el punto en que la expectación y la sensualidad, como manifestaciones últimas de una irreductible oposición de principio, por un momento parecieran disolverse a través de la alusión y la musicalidad. No es extraño, pues, que más allá del escalofrío, la emoción que hierve en los vasos herméticos de su obra sea el estremecimiento. El secreto amor a la música. En su poema mayor, la poesía abre al ojo –pero sólo a uno de los ojos– el interior difuso y contradictorio de la materia, y desde allí la canta, al tiempo que el otro –pero sólo el otro–, en el inevitable intercambio entre objeto y sujeto, proyecta en la substancia de la materia una subjetividad en la que las más íntimas polaridades se multiplican al infinito. Por medio de la química reacción entre la vista y el objeto, “la visión que desliza y la visión que traza” se reflejan una a la otra en el espejo de su canto. Su doble visión trasciende el arte con el que se complace al público, al que él rechaza, instaurando otro de evidente ascendencia nietzscheana, arte para artistas que expone al pensamiento y a los sentidos a las tentaciones de la inteligencia. Arte que invita al lector a mirar, a pensar y aun a palpar, con una actitud plenamente científica, algo que no está allí, algo que ni siquiera se dice y que, sin embargo, fascina.

Al llevar deliberadamente la reflexión a la literatura, y la poesía al pensamiento, no sólo propone que la ciencia sea un arte, sino que éste, y en especial el de la poesía (como ya el “Discurso a los cirujanos” lo asentaba), negando todo sentimiento y bajo cierta mirada –y sólo bajo ella–, llegue a ser la más peligrosa ciencia. Arte para artistas que van más allá del arte. Petición de principio que no acaba de entenderse, por lo que su descendencia literaria ha sido verdaderamente escasa, desde el momento en que ese arte apela no sólo a la ciencia sino al hermetismo. Ars magna de la que dan prueba tanto su postrero canto a Hermes, compuesto hasta el último momento, como la androginia fisiológica que le sobreviene a raíz de sus experimentos con enzimas. Últimas “transmutaciones”, como quisiera Villaurrutia, pero no sólo de “la secreta alquimia del verbo”, sino de todo el proceso alquímico que rigió la vida de Cuesta. Él mismo objeto de su ciencia y obra de su arte hasta que la prima materia de sus instintos, largamente torturada en el crisol de las formas poéticas, se precipitó incontenible de los vasos colmados. En lo más oscuro de su noche, cuando los planos contrapuestos se cruzan y lo cruzan en el punto inefable que es él mismo, aparece, o reaparece, como un oculto motivo musical que sutilmente se abre paso en medio de un caos sonoro, una luz inarticulada y profunda, contenida en el “Canto…”, que anuncia al oído interno la fatal transmutación de su materia: fruto, campana y sol en “la creciente esfera” del poema. De modo que la música sería para Cuesta la prueba última de la existencia de la poesía y de la ciencia.