Ricardo Pozas Horcasitas

El laberinto de los tiempos: 
la modernidad atrapada en su horizonte


 

¡Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!(1)

La globalidad es lo “actual” de la modernidad y comparte con las épocas y los múltiples periodos de sus “historias” los difusos bordes de sus tiempos, lo móvil de sus territorios y el incremento constante en la aceleración del cambio, que asienta en los imaginarios colectivos la secuencia de las distintas representaciones de lo moderno. La sucesión de fracturas productoras de lo “nuevo”, que dan el contenido de la modernidad, redefinen continuamente el valor y el peso de las relaciones entre los individuos, los sujetos y los actores sociales frente a las instituciones vigentes.

Lo incierto de la modernidad está indisolublemente ligado a la condición de ser la representación de lo nuevo, necesidad constructora de sentido que da significado a la acción colectiva y a las conductas individuales, agotando en el presente el horizonte posible de las acciones. Lo actual es el criterio de valor de objetos y conductas, y lo inmediato orienta la acción y da sentido al movimiento edificador de la sociedad, que llena y vacía de identidad a lo moderno. Moral –a la que tomo en su acepción clásica– del cambio permanente, en la que se construyen los valores que sustentan las conductas individuales y colectivas, que avalan el “exceso” como estilo de vida e imagen de una época que ha roto con el ideal “clásico” del equilibrio y el de la autocontención de la moral judeo-cristiana.

La modernidad en la que vivimos constituye el horizonte cultural en el que construimos los alcances de la reflexividad, con los que explicamos el sentido de los eventos sociales del presente, cuya condición cambiante remodela continuamente el significado de los hechos de la historia en el imaginario colectivo, edificando así el contenido simbólico de los términos de la paradoja sobre la cual se asienta la modernidad: la de ser una tradición fundada en la constante creación de lo nuevo (Compagnon, 1990: 13).

La modernidad es una tradición polémica y que desaloja a la tradición imperante, cualquiera que ésta sea; pero la desaloja sólo para, un instante después, ceder el sitio a otra tradición que, a su vez, es otra manifestación momentánea de la actualidad. La modernidad nunca es ella misma: siempre es otra. Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad. Tradición heterogénea o de lo heterogéneo, la modernidad está condenada a la pluralidad: la antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta. La primera postula la unidad entre el pasado y el hoy; la segunda, no contenta con subrayar las diferencias entre ambos, afirma que ese pasado no es uno sino plural. Tradición de lo moderno: heterogeneidad, pluralidad de pasados, extrañeza radical. Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es hijo del ayer: son su ruptura, su negación. Lo moderno es autosuficiente: cada vez que aparece, funda su propia tradición.(2)
 

La condición de la modernidad está contenida en la raíz misma de su etimología latina, modernus; moderno significa reciente, justo ahora, que existe desde hace poco. Moderno deriva de modus, modo. La palabra moderno en su forma latina, modernus, se utilizó por primera vez en el siglo V a fin de distinguir el presente, que se había vuelto oficialmente cristiano, del pasado que era romano y pagano (Habermas, 2000: 266). En este sentido, la modernidad es una modalidad hegemónica de la racionalidad occidental fundadora de una visión universal de la centralidad metropolitana, creadora de su conciencia dominante en el orden mundial.


El término moderno, con un contenido diverso, expresa una y otra vez la conciencia de una época que se relaciona con el pasado y lo fija en la conciencia colectiva a fin de considerarse a sí misma como el resultado de un cambio “radical” (en su acepción latina: de raíz) que produce el tránsito de lo antiguo a lo nuevo (Habermas, Idem.). Cambio que acredita la ruptura y la superioridad del presente y la pérdida de respeto del pasado.
La modernidad no es un concepto analítico y, por lo tanto, no pretende la construcción de leyes; ésta sólo posee rasgos. No hay tampoco una teoría de la modernidad, sino una lógica y una ideología en la que la moral canónica del cambio se opone a la moral canónica de la tradición (Nouss, 1997: 33), concebida ésta como permanencia y reiteración del pasado.

Asimismo, la modernidad no puede verse de una manera totalizadora, con un sólo sentido, ni abarcada por un solo relato omnicomprensivo. Su historia, en la acepción genealógica, es una red en el tiempo, una sucesión de rupturas y recomienzos que dan forma al contenido de su paradoja: la de ser un continum de recomienzos: una sucesión de discontinuidades. En la serie de sus rupturas que definen la modalidad de su movimiento, la modernidad realiza la legitimidad de su condición de auto-fundadora.(3)

La condición auto-fundadora de la modernidad implica su resignificación a partir de la superación perpetua de su naturaleza profunda, es decir, ésta se refunda “cada vez que se presenta una escritura distinta de la historia” (Meshonnic, 1988: 28), en la cual el pasado y el futuro se ordenan conforme a los contenidos ideológicos de la representación de un presente que se vuelve conciencia colectiva del tiempo renovado.

Una de las características constantes de la modernidad la constituye la manera en que su auto-representación supone la construcción de la identidad de “El otro”, frente al cual edifica la representación de sí misma y la ideología de sus contenidos. Referencia afirmativa que opera por negación: se afirman por oposición los elementos que le dan el contenido cultural a los trazos abstractos de la modernidad. Este referente cultural está representado ideológicamente por lo que, en un momento dado de la relativización histórica, se nombra como “la tradición”, reverso de la modernidad que la acompaña y comparte con ella su condición totalizadora y universalizante, en la caracterización de “lo Otro” y “El otro”.

La tradición engloba en una misma nominación una doble connotación: por una parte “lo que en su día pudo ser una conquista moderna y se ha convertido en una convención, en una ideología, en un modelo de aplicación cotidiana, una realidad habitual, que se vuelve una perspectiva cognoscitiva determinada que se extiende sobre toda la realidad y que, subrepticiamente, la sustituye en la práctica epistemológica” (Volek, 1984:10). Y por la otra, a sociedades diversas y diferentes, explicadas ideológicamente desde la modernidad.
En las dos modalidades anteriores (como práctica tradicional en la sociedad moderna o como reducción ideológica de las otras sociedades), la tradición no significa la presencia de rasgos comunes, sino la ausencia de aquellos que caracterizan a la modernidad. En otros términos, la noción tradición no constituye un tipo único, con la ayuda de la cual se pueden identificar un conjunto de sociedades o formas de interacción social, claramente distintas a aquellas, a las que no pertenecen a este tipo

La palabra tradición viene del latín traditio, que significa comunicación o transmisión de noticias y nombra la permanencia del pasado en el presente, por medio de ceremonias, ideas y sentimientos compartidos y valores relacionados con la vida de un individuo, grupo o una sociedad, que reitera a través de las costumbres la densidad subjetiva de la cultura, socialmente introyectada como una forma de sentir y pensar por sus miembros y concebida como patrimonio productor de identidades.


La tradición se trasmite por contactos de continuidad cultural: “como forma de composición literaria, doctrinas, ritos y costumbres hecha de padres a hijos al correr de los tiempos y sucederes de generaciones”.(4) El contenido de esta palabra enfatiza el elemento definitorio de la tradición y de la sociedad tradicional: la permanencia, por oposición, al cambio y al contenido de lo nuevo: a lo actual.


Podemos hablar de tradición a propósito de conductas sociales muy diferentes y susceptibles de estar presentes en las sociedades más diversas y eventualmente en las modernas conductas sociales o políticas producidas como reacción a las tendencias “transformadoras” y en nombre de la cual se esgrime una autoridad que reza: “siempre se ha hecho así”.


La tradición no es el pasado de la modernidad, sino que ésta construye los contenidos de su diferencia a partir de los elementos, que en un momento dado, constituyen los rasgos funcionales “de lo ya pasado”, que permiten a la sociedad moderna, elaborar el expediente de la sociedad tradicional.

La “tradición” es uno de los núcleos duros de la ideología de la modernidad, es una de sus principales construcciones culturales que cumple funciones ideológicas. La noción de sociedad tradicional pierde todo rigor si se busca convertirla en una etapa históricamente diferenciada y homogénea, a través de la cual pasan todas las sociedades en su marcha hacia la modernidad.(5)


Los instrumentos de la razón moderna: la razón instrumental

En todo sistema social la reflexividad cumple un papel central: es el ámbito en el que los sujetos intelectuales y actores colectivos construyen las representaciones de la acción social y elaboran parte del núcleo duro de la conciencia que la sociedad tiene de sí misma. Las representaciones culturales vigentes y la crítica a las formas de dominación y legitimidad cumplen la función social de elaborar la ideología de la ruptura y permiten la reproducción de una sociedad en un momento dado de su historia.

En las sociedades no auto-constituidas como modernas, la reflexividad está acotada por la tradición y cumple la función de asegurar la continuidad del pasado: garantiza en el presente que las conductas individuales y colectivas se realicen como se han hecho siempre.

En la modernidad, el carácter de la reflexividad cambia radicalmente al romper los límites reiterativos impuestos por la tradición, cada práctica social sufre un proceso de singularización: es aislada y analizada racionalmente por las comunidades científicas e intelectuales con los conocimientos vigentes y acreditados por ellas como válidos.

La modernidad tiene como uno de sus elementos sustantivos la apropiación reflexiva del conocimiento para ser utilizado en el cambio de la realidad. Esta característica de la razón moderna, concebida como razón instrumental, permite elaborar el cálculo, diseñar el instrumento y el tipo de intervención en la naturaleza y en las condiciones políticas y sociales, buscando orientar el resultado y hacer previsible el sentido de la acción.

La razón instrumental como contenido de la reflexividad moderna tiene como sentido construir las herramientas y procedimientos técnicos para producir la dirección del cambio “científicamente controlado”, de las prácticas sociales y políticas, buscando regular la secuencia y el ritmo del tiempo secular de los eventos, para incidir en el sentido de la acción individual y colectiva para obtener los “mejores resultados”. Acredita así la dominación racional de las acciones colectivas fundada en el supuesto de la capacidad de la manipulación científica de los medios con arreglo a fines, bajo el supuesto del control de los efectos no deseados producidos por las características de los instrumentos utilizados y de las cualidades intrínsecas de las colectividades sociales a las cuales se les aplican.


El cambio acelerado se vuelve en la sociedad moderna el principio rector de la acción social y el rasgo ideológico identitario de la cultura del crecimiento económico, cuyo contenido esencial implica incorporar las nuevas tecnologías como parte del horizonte cultural que aumenta la productividad y maximiza la ganancia y controla el riesgo, cerrando en el imaginario de los dirigentes de la sociedad, el circulo virtuoso de la dominación racional, a partir de la verificación de la eficiencia productiva de las herramientas creadas por la razón instrumental.


La razón moderna se edifica con base en el principio intelectual que impone analizar las acciones individuales y colectivas con objetividad. Ésta es concebida como sistema de medición de los distintos componentes de la acción. La idea de objetividad forma el eje vertebrador de la conciencia crítica moderna y el principio de autoridad, a partir del cual se acredita una forma secular de “deber ser” de las acciones de los sujetos y capas sociales dirigentes, que elaboran los instrumentos para incidir en la reproducción del mundo.


La cultura de la modernidad supone un doble contenido, que da origen a la paradoja de su representación: por una parte, la necesidad de elevar a términos absolutos el significado simbólico de lo nuevo, para darle sentido de trascendencia a las acciones individuales y a las conductas colectivas realizadas en el presente, las cuales se constituyen, en un momento dado, en el horizonte posible de las representaciones sociales. “La tradición moderna comenzó con el nacimiento de lo nuevo como valor” (Compagnon, 1990: 9).

El segundo término de esta paradoja lo constituye la percepción social de límite, como modalidad de la conciencia histórica inherente a la condición moderna y reacción frente a la tendencia a absolutizar lo contemporáneo. Este contenido histórico de la conciencia moderna relativiza el alcance de la representación cultural del presente y acota sus resultados a lo efímero del mundo cotidiano enrolado en el camino de la “moda”, materia prima de la sucesión productora de lo nuevo y condición para elaborar los recursos conceptuales y técnicos que le dan contenido a la secuencia de rupturas culturales y sociales; que en tanto creadoras de la valoración de lo actual, dotan de sentido a la temporalidad gnoseológica y valorativa en la que se funda la racionalidad moderna como razón instrumental en movimiento.

La modernidad tiene como eje vertebrador de su conciencia la idea de movimiento; como sentido, el proceso de cambio fundado en las fracturas, y como sustancia, la creación de lo nuevo y lo diverso. Estas características fueron el fundamento gnoseológico que soportan la idea de revolución como cambio “radical”, de raíz, núcleo duro de la representación de sí misma.

El presente se vuelve el principio rector y el significado que da contenido a la idea del tiempo, como secuencia de rupturas frente a lo inmediato anterior que se disuelve en una abstracción vacía de pasado. Esta forma de dar significado al tiempo, liberó a la modernidad del peso de una referencia histórica especifica, como fuente obligada del presente y estableció una relación ambigua con la tradición, a partir de una oposición abstracta entre el presente y la historia en su conjunto. La aceleración es el único principio dinámico de la modernidad y construye un tipo de conciencia que se define esencialmente por oposición a sí misma.(6) La conciencia de la aceleración como la dinámica de la modernidad ha creando un orden reflexivo sobre sí misma, en el cual una modernidad sólo puede reemplazar a otra. Como forma de autoconciencia, como modo específico de vida (Giddens, 1990: 1) y como experiencia vital,(7) la modernidad no rechaza los elementos constitutivos de la tradición, sino su peso rector, reemplazando la densidad de lo pretérito por un diálogo que establece una simetría valorativa entre ambos tiempos, en donde el pasado, no es rechazado como tal, sino en su condición de modelo normativo del presente (Habermas, 1997:19). En esta perspectiva, la historia se escribe a partir de conceptos combinados y correspondientes: tradición y ruptura, evolución y revolución, imitación e innovación, genealogía y teleología, concepción epistémica y metodológica, que construye el significado de lo específico, a partir de la correspondencia pre-valorada del relato histórico constreñido a una dinámica binaria, que reduce la relación del movimiento a dos absolutos.

El fin del pasado como fuente normativa del presente fundamenta en el discurso de la modernidad las ideas de libertad y autonomía individual en todas esferas de la vida. La libertad aparece como el derecho humano básico e inalienable. Ésta es, en el nivel económico, la posibilidad de perseguir los intereses privados dentro de un mercado libre; en el político, el derecho de cada individuo a participar con sus iguales en la formación de la voluntad política general; en el nivel privado, la autonomía ética y la posibilidad de auto realización (Habermas, 1989: 83).

El contenido de la libertad y la creatividad subjetiva, junto con el valor del bien, completan a la modernidad e introducen en su configuración el problema del sujeto personal y la subjetividad, creando una nueva tradición intelectual que amplía su horizonte conceptual frente a una visión de la modernidad que la había reducido sólo a la perspectiva de la razón y la razón instrumental.8

Frente al énfasis de la libertad subjetiva, propuesta por el discurso de la modernidad, aparece su virtual limitación en el reconocimiento de los fines colectivos del bien común y los valores que existen antes de la construcción conceptual del individuo moderno (Wagner, 1997: 15).

La representación social de lo moderno apareció y reapareció en aquellos periodos en los que se formó la conciencia de una nueva época. En la modernidad la renovación de lo inmediato requirió, en más de un tiempo, utilizar la palanca de la historia para abrir el horizonte. Los modernos refundaron siempre lo “clásico” a través de una relación con la antigüedad, con aquello que, en la necesidad de diferenciarse frente a lo tradicional, fue elevado a la condición de modelo.

Siempre que la antigüedad se utilizó como modelo a recuperar, a través de alguna clase de imitación, fue argumentada con base en la autoridad de lo clásico (“aquello que sin ser contemporáneo es actual” –esta concepción de lo “clásico” se la escuché a Jorge Luis Borges en una plática–), para oponerlo a las conductas consideradas como “tradicionales” y cuya condición es la de ser un pasado aferrado al presente: un cúmulo de viejas creencias y valores ritualizados por la vida social, considerados culturalmente viejos y convertidos por la retórica política de los actores modernizadores en prejuicios que contienen el pasado y cuya permanencia obstruye la consumación de las nuevas acciones individuales, sociales y políticas, a las que se les ha depositado el valor de lo actual y la posibilidad de abrir el futuro.

La acreditación de lo nuevo y lo diverso como el contenido de la modernidad se realiza a partir de la ruptura con un tiempo que ha sido simbólicamente construido de manera unitaria para representar socialmente lo “viejo”. Los elementos definitorios que sustentan la propuesta de lo nuevo adquieren sentido en la negación de un conjunto de conductas sociales y políticas; valores y representaciones; símbolos y rituales, ubicados como la presencia de un tiempo pasado que se vuelven el lastre del presente y frente a las cuales, los agentes modernizadores adquieren cohesión en contra de ese cúmulo cultural que llaman “tradición”: lo pasado de moda y al que se combaten en el seno del presente.

Para poder construir, por diferenciación, la nueva propuesta de una época y darle sentido a lo actual y lo diverso, los actores y sujetos sociales que representan la propuesta emergente construyen una doble relación con el tiempo social: una temporalidad negada y otra identitaria. Es en pos de ésta última, que se salta al pasado remoto en la búsqueda de un ideal que englobe a la diversidad cultural del nuevo tiempo y se crea una representación del cambio, que atraviesa a la sociedad y produce una representación colectiva, en la cual todos adquieren la condición individual de constructores y promotores del tiempo nuevo.


Las historias de la modernidad

Existen varias formas de construir los hitos históricos que han sido los puntos de inflexión, los tiempos de la ruptura que forman la secuencia de la modernidad y en los cuales un pasado del pasado se recupera y erige como el momento clásico sobre el que asientan y enraízan las nuevas propuestas.
La primera de las formas de la conciencia moderna, creadora de la tradición de la ruptura, se gestó entre el final del siglo XIV y XV en Europa, en el proceso de integración y occidentalización del mundo, volviéndose los contenidos reflexivos de esta conciencia el horizonte gnoseológico y valorativo de lo que se concibió como modernidad; así como el referente colectivo de las modalidades emocionales que sostienen la creación estética de los individuos. Esta primer forma de ruptura como conciencia de lo nuevo, fue nombrada Renacimiento y constituye el primer referente identitario de la modernidad cimentado en una antigüedad resucitada y elevada a la condición de autoridad clásica.

El mundo greco-latino que vuelve de la antigüedad para dar cimientos al edificio de la modernidad, no es el mismo que murió en el siglo V. Es precisamente esa diferencia con el pasado histórico, la que le da sentido al presente renacentista, llenándolo de símbolos que cobijan culturalmente las conductas de la nueva sociedad. El contenido simbólico del Renacimiento construye su identidad milenaria por encima de las diferencias irreconciliables entre el mundo cristiano y el pagano, frente al cual la consolidación de la institución católica necesitó diferenciarse en el siglo V, para asentar su hegemonía como el centro del poder simbólico en Occidente.

El Renacimiento es en sí mismo una metáfora (9) , cuyo contenido es la temporalidad que vuelve de un pasado idealizado, capaz de desplazar al tiempo inmediato anterior representado como Edad Media (metáfora de lo que se interpone entre dos épocas) y concebida como tajo abierto por la institucionalización de la fe cristiana entre el mundo greco-latino, elevado a la condición de clásico y la nueva época a la que éste da sentido.

En el Renacimiento, las necesidades culturales buscan dar coherencia al cambio gestado en la sociedad, tanto por la ampliación del mundo, como por la creación de nuevas formas políticas y culturales de dominación, que fueron integrando un sistema de representaciones simbólicas que se irá nombrando como Occidente: lo nuevo busca frente al desconcierto del cambio, raíces y deslinde con su pasado inmediato del cual surgen, pero al cual niega.
Volver a nacer, regresar a la vida y a su vitalidad creadora, es la carga simbólica de esta metáfora cuyo contenido es el principio de la modernidad y con ella, la instauración de uno de sus modus operandi: la construcción de la ruptura creadora de lo nuevo, para desligar al presente de su condición de proceso y vínculo originario con el pasado inmediato.

El contenido del re-nacer es la “modernidad” legitimada a través de la autoridad de la antigüedad grecolatina, que se vuelve objeto de veneración ciega, imitada por la época moderna mediante la reproducción de lo antiguo; utilizada como recurso simbólico que establece una relación “a caballo sobre la Edad Media” (Le Goff, 1988: 21), y afirma su ruptura con la tradición medieval, al elaborar nuevas formas de pensamiento que le permiten escapar de la tutela de la ideología religiosa mediante el desarrollo de la reflexividad y la razón instrumental. La relación con la antigüedad resulta de la superación y la asimilación, desde la manera cristiana de comprender la historia, en la que “lo nuevo es la redención de lo antiguo, sobre el cual se funda” (Jauss, 1978: 167). Esta percepción del tiempo se soporta en la idea rectora de lo cíclico: de plenitud y decadencia.

Otra forma de conciencia de ruptura fue la que se elaboró en la modernidad romántica, la que se opuso a los ideales de la antigüedad greco-latina vigentes en el clasismo, periodo del que surge y del cual buscó diferenciarse al quedar este último construido simbólicamente, como “la tradición”. El Romanticismo fue a la búsqueda de su identidad en una nueva época histórica y la encontró en la idealización de la Edad Media. Sin embargo, esta nueva era ideal, establecida hacia principios del siglo XIX no permaneció como un ideal fijo y un punto inconmovible.

En el curso del siglo XIX, “el espíritu romántico” radicalizó su conciencia de la modernidad liberándose de reminiscencias históricas específicas (Habermas, 2000: 268). Esta segunda característica forma hoy parte del acervo de la modernidad en el manejo del pasado, el cual se construye como abstracción atemporal en función de las necesidades de la identidad desde los distintos presentes. Parte importante de éstos nuevos contenidos de la modernidad, están ligados a la recuperación de lo antiguo y a su confrontación con los rezagos del pasado inmediato.

El principio ideológico de la aceleración de las acciones individuales y colectivas como la modalidad ideológica propia del tiempo social de la modernidad, da forma al sustrato de su identidad colectiva y construye una cultura fundada en la conciencia de una contínua renovación de los contenidos culturales, cuyo sentido es mantener vigente la representación social de la permanencia del cambio, fundado en la imagen de una continua renovación.

La modernidad le da al presente la condición de tiempo esencial. El hoy adquiere sustancia y se convierte en nombre: lo moderno edifica la identidad de su contenido temporal: lo actual, que llega, en la concepción extrema del tiempo a potenciar el instante como la esencia de la plenitud biográfica y la creación estética. En la persecución del tiempo, la identidad individual se difumina, se desagrega y mantiene la “tragedia” de la ruptura en el seno del individuo y frente a la sociedad, dando forma a la desgarradura de vivir la carrera por atrapar el instante como el ámbito temporal donde se realiza la plenitud del hombre moderno.

Al nombrarse, la modernidad nombra también las épocas que la contienen y en las que se desdobla en su historia, como secuencia de presentes eslabonados por fracturas: unidad de lo diverso en el que se funda el reconocimiento de la sociedad de sí misma, construyendo el sentido de su conciencia histórica como unidades en sí mismas explicables y diferenciadas.

Las sociedades al nombrar con distintos nombres, cada época de su identidad moderna, construyen la jerarquía cultural que le da significado ideológico a sus componentes políticos y sociales. De esta manera, se mantiene vigente el principio de diferenciación que inaugura la modernidad al nombrar su presente y establecer la distancia con el pasado de donde éste surgió. En la ideología de la modernidad, el pasado es escindido para poder ser diferenciado en el imaginario colectivo y lograr edificar un significado distintivo de sí misma frente a otras sociedades y épocas. Esta construcción del significado de la modernidad a través del nombre, que le da reconocimiento a cada una de sus épocas (clasicismo, romanticismo, simbolismo, o en otro ámbito y nivel: desarrollismo o sociedad global de mercado, etc.), mantiene vigente la sustancia de lo moderno, al asignarle reconocimiento e identidad a la diferencia a través de sus diversos periodos de la historia. Todas las épocas de la modernidad, desde mediados del siglo XV, son diferentes, pero todas ellas la constituyen. Esta representación social de la permanencia del cambio enfrenta la percepción de la secuencia causal en la línea del tiempo y acreditar en la cultura, la ideología diacrónica de la historia hecha a base de rupturas, como la esencia del cambio propio de la sociedad moderna. Percepción ideológica fundada en la negación que hace del presente deudor de sí mismo.

La modernidad nombra porqué su identidad se nombra, porqué en la sucesión de sus periodos y fracturas su reflexividad construye, a través del nombre, la identidad ideológica de los intereses de los actores en la acción social, la dirección cultural y la conducción institucional de los eventos que dan contenido a las distintas temporalidades que coexisten en la historia moderna.

La construcción racional sobre el contenido de los hechos sociales, esta en la base de los marcos conceptuales que edifican el sentido y el significado de las teorías hegemónicas con las que diagnostican a las sociedades y construyen las soluciones instrumentales a los problemas de un tiempo dado. La modernidad se define a sí misma como el reino de la razón y de la racionalidad, que ha superado: las religiones, los prejuicios y supersticiones, manifestaciones culturales de lo que la modernidad nombra y renombra como tradición, conformada por creencias, valores y representaciones sociales que dan el contenido al pasado descalificado y erigido como el referente superado por las nuevas formas de la autoconciencia racional moderna.

En nombre de lo nuevo se le da sentido a la ruptura y se explica el cambio en el ritmo uniforme del tiempo productor y reproductor de la modernidad, se edifica la diferencia con el “otro” y se construye la racionalidad que explica, desde el núcleo de la modernidad, el perfeccionamiento de sí misma, al darle al tiempo universal una dirección cuyo contenido es la diferencia: entre el centro productor de la cultura hegemónica moderna y las zonas dominadas por las metrópolis del mundo.

En la construcción de su identidad, las metrópolis sobreponen: modernidad y centralidad, sentido del desarrollo de su sociedad con la direccionalidad de la historia universal. El curso de la modernidad es también la historia de la organización de la dominación y de la imposición cultural y valorativa de las sociedades centrales sobre las “otras” sociedades.

Desde finales del siglo XV (el descubrimiento de América en 1492 es en más de un sentido un punto de llegada: el final de la travesía de una época), el proceso de integración modernizadora del mundo se funda en la confirmación de la centralidad metropolitana a través de sus regímenes políticos, como las modalidades de régimen racional; en el proceso de expansión y consolidación de los valores de la cultura política dominante en la metrópoli, a partir de los cuales las formas de gobierno de las otras sociedades quedan diluidas en la ideología racionalizadora que construye la explicación de la modernidad a partir de la diferencia, edificando la matriz civilizadora y convirtiéndola en el principio de la racionalidad de las sociedades dominadas.


Las invenciones de lo desconocido requieren de formas nuevas.

Las instituciones que se crearon en la modernidad son específicas a su propio desarrollo hegemónico y diferenciador de las otras formas de sociedad y cultura existentes. Estas instituciones son en principio un proyecto construido en un discurso coherente con la racionalidad occidental, proyecto cuya lógica ha estado siempre desfasado de las prácticas sociales y políticas que le dan contenido particular a las instituciones jurídicamente constituidas, existiendo, casi siempre, una imposibilidad de adecuación entre el orden institucional normativo e ideológico con el social y político.

Las ideas centrales y los proyectos institucionales surgidos en la modernidad son:

En lo político, el surgimiento de la idea de libertad y autonomía ciudadana, de los Estados nacionales y el régimen democrático, como la modalidad racional de la conducta política de los individuos en la construcción de sus gobiernos, son las instituciones validadas como universales por la racionalidad moderna.

En lo económico, la modernidad se desarrolló a partir de la formación de la economía capitalista mundial, la industrialización regida por la razón instrumental, subordinada a la producción y aplicación de tecnologías dirigidas por la lógica dominante de la ganancia, la tendencia creciente a la concentración de las distintas modalidades de capital, constituido en instituciones privadas que han desarrollado aparatos burocráticos administrativos de orden mundial.

En lo social, el surgimiento del individuo y el desarrollo de distintas modalidades de familia, a partir del modelo nuclear judeo-cristiano, como dominante e inmerso en una interacción social configurada en clases y estratos sociales, en donde los individuos juegan “roles” en la reproducción de una estructura social dada, con formas de división social del trabajo crecientemente diferenciadas; la modernidad tuvo una tendencia acelerada de secularización y masificación, fundada en el proyecto de la educación universalizada, con una ideología individualista y constructora de representaciones y formas de identidad con referentes cambiantes en los imaginarios colectivos.

Entre las ideas y las instituciones de la modernidad existe afinidad pero no identidad. “Podemos tal vez identificar inequívocamente, en términos históricos, el aspecto normativo, es decir el proyecto de la modernidad con todas sus tensiones internas, pero este proyecto no ha sido traducido nunca a instituciones puras, ni si siquiera de una manera aproximada” (Wagner, 1997:29).

Las modalidades institucionales son siempre concebidas como un proceso de la autoconciencia de la modernidad, su largo camino constructivo tiene un desarrollo histórico de “larga duración”. 10 Las posibles etapas históricas de la modernidad son siempre ámbitos de debate y construcción intelectual y política. Una de las posibles divisiones en la historia de la modernidad es la elaborada por Marshall Berman (Berman, 1982: 16) quien ha distinguido tres fases:

La primera fase en la historia de la modernidad va desde principios del siglo XVI hasta el final del siglo XVIII, periodo en el cual, los niveles de conciencia son bajos, las personas tropiezan con la vida moderna, apenas y saben con qué han tropezado y los primeros escritos muestran una conciencia de la modernidad como algo nuevo: Maquiavelo, Rousseau, Bacon y Descartes. En general estos autores luchan por encontrar el vocabulario adecuado y por expresar una realidad que aún no comprenden plenamente.


La más notoria ausencia en esta primer lista es la de Galileo quien junto con sus seguidores, en el siglo XVII laboran y codifican las reglas fundamentales de la indagación científica conocimiento a partir del cual, los científicos se dieron cuenta de que la física no habría de concebirse como derivación de la experiencia sino como elaboración de modelos abstractos nunca encarnados a la perfección en condiciones experimentales.(11)


La segunda fase surge a partir de la ola revolucionaria de finales del siglo XVIII y cubre todo el siglo XIX, en esta etapa las propuestas institucionales de la modernidad rompen el ámbito intelectual y se vuelven parte de la “cultura publica,” precipitada por los procesos revolucionarios que asientan la imagen pública de una nueva época.

En el siglo XVIII con el discurso de la Ilustración la idea de modernidad adquiere su primer versión acabada (Hell y McGrew, 1992: 2).

La tercera fase la constituye el siglo XX, en donde los procesos modernizadores asientan las instituciones de la modernidad y se consolida su sentido globalizador e integrador del mundo con su correspondiente conciencia universal.

El siglo XX marca un cambio mayor en el paso de la conciencia moderna al campo de la cultura (literatura, religión, historia y ciencia), pero para “los hombres del siglo XX, lo más importante es la economía, política y la vida cotidiana, la mentalidad” (Le Goff, 1988: 7). Lo social se vuelve el criterio y el marco de la modernidad y las ciencias humanas indispensables herramientas de análisis de transformación” (Chesneaux, 1983: 7).

Resulta importante la caracterización hecha por Hannah Arendt, quien afirma: ...“la edad moderna no es lo mismo que el mundo moderno. Científicamente, la edad moderna que comenzó en el siglo XVII terminó al comienzo del siglo XX; políticamente, el mundo moderno, en el que hoy día vivimos, nació de las primeras explosiones atómicas” (Arendt, 1974: 18). En la modernidad los procesos acelerados de cambio han tendido siempre a ser globales y a interconectar crecientemente las diferentes áreas del mundo. Un efecto de este proceso de integración global moderna es la construcción de un ámbito gnoseológico y político a nivel mundial, en donde los centros metropolitanos en expansión, se auto erigen en “el deber ser” de las otras formas de sociedad y organización política existentes en el mundo.

Los centros se conciben a sí mismo como universales y hablan, desde la Independencia Americana y la Revolución Francesa, en nombre de los hombres y los individuos a partir de categorías abstractas y culturalmente indiferenciadas: el individuo modernamente libre y ciudadanizado de la democracia liberal, concebida ésta como la modalidad racional y deber ser universal de la conducta política colectiva, a través de la cual los individuos eligen sus gobiernos.

Los modernos construyen su identidad a partir de la diferenciación temporal del “otro”. Éste queda ubicado como el pasado de un presente que se nombra a sí mismo moderno y nombra al “otro” como tradicional: diferente, rompiendo el principio de la racionalidad igualitaria de la modernidad.

Al nombrar al “otro” (que es su contemporáneo) la reflexividad metropolitana elabora la diferencia y construye una metáfora de su pasado con la que da nombre al presente de los otros. Al asignarle al “otro” su identidad, a partir de los rasgos ideológicos que construyen la representación metropolitana de su pasado, el moderno sobrepone su presente al de los otros diferentes a él y elabora un relato que idealiza su propio pasado, al hacer del “otro” un ser en proceso de metropolización y quedar ubicado en un estadio inferior de evolución, desde el cual se le construye la identidad referencial que lo califica como tradicional. El “otro” es él, en lo que fue: en la tradición ya superada por la modernidad.

El moderno no comparte su temporalidad y desagrega la sincronía que envuelve al mundo, en la diacronía que lo coloca en una escala temporal superior. Él es la civilización frente a la barbarie, el dearrollo frente al subdesarrollo, la sociedad abierta de mercado frente a la sociedad cerrada proteccionista: él es la superación del “otro”.

La necesidad de nombrar lo que no se es, como lo que son los otros, es una condición de la “razón moderna” que requiere, en la edificación de los rasgos de su identidad la percepción porosa que define al otro y a lo otro, a partir de elementos de una identidad construida que cumple la función social de elaborar el referente que da nombre a lo que no se es: la tradición desde la modernidad.

La otredad fue edificada con base en la idea de sucesión construida por la centralidad de los modernos, idea en la cual, ellos se encontraban en el último estadio de la secuencia de la historia que era su presente y desde donde se edificaba lo “nuevo”: temporalidad social que constituía el futuro de “las otras” sociedades que eran sus contemporáneos al mismo tiempo que vivían en lo que había sido su pasado. En el extremo se encuentra Hegel, que elimina de la historia a todos a aquellos que no están en la organización social del sentido de la modernidad, en el horizonte cultural de la centralidad metropolitana.

Hegel, quien no es el primer filósofo que pertenece a la modernidad, pero si el primero para el que se convirtió en un problema, señala por primera vez esta constelación conceptual que reagrupa la modernidad como conciencia del tiempo y racionalidad. Ahora Bien, haciendo que la racionalidad –hinchada como espíritu absoluto– neutralice las condiciones que habían permitido a la modernidad acceder a una forma de conciencia de sí misma, según Habermas, Hegel rompió esta constelación (Habermas, 1989: 52). Hegel elimina la historicidad en beneficio de un sentido de la historia, aparentemente racional y controlado que eleva el presente a la condición de absoluto: de fin de la historia.

En su Filosofía de la Historia, afirma:

 
 

En la América del Sur se ha conservado una mayor capa de población aunque los indígenas han sido tratados con más dureza y aplicados a servicios más bajos, superiores a veces, a sus fuerzas. De todos modos el indígena está aquí más despreciado. Léanse en las descripciones de viajes relatos que demuestra la sumisión, la humildad, el servilismo que estos indígenas manifiestan frente al criollo y aún más frente al europeo. Mucho tiempo ha de transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en el alma de los indígenas un sentimiento de propia estimación. Lo hemos visto en Europa, andar sin espíritu y casi sin capacidad de educación. La inferioridad de estos individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura” (Hegel, 1974:169).

En un texto particularmente oscuro, al final de la Fenomenología del espíritu, Hegel dirá que la tarea moderna es reconciliar el espíritu y el tiempo, así como el siglo XVII quiso reconciliar el espíritu y lo externo (Hegel, 1966: 467).

La caracterización del “otro” como “primitivo” y los mitos en torno a él, hicieron funcional la idea de los distintos tiempos que rigen la historia de las sociedades contemporáneas, en la cual hay muchas culturas que se encuentran en el pasado de los modernos pero conviviendo con ellos. Esta percepción del tiempo cultural les permitió construir su identidad de superioridad y una visión de la diferencia frente a los “otros”, introdujo una jerarquía de secuencia temporal en el presente universal de los pueblos y culturas, como la base de la diferenciación social entre metrópoli y colonia, entre centro y periferia.

Las otras sociedades y culturas, distintas a las productoras de la razón moderna y su razón instrumental, se ubicaban como sociedades gravitando en estadios temporalmente “inferiores” a los que se encontraba la sociedad moderna y ya superados por ésta. En la base de la discriminación del “otro” está la percepción evolucionista de los tiempos culturales de las sociedades.

La idea de sucesión en el tiempo, como idea de diferenciación cultural en el espacio, forma parte del discurso de la modernidad que explica a las otras sociedades como diferentes. Esta concepción fue creada para sustentar la explicación de la diferencia y soportar la idea de “superioridad” de las sociedades modernas frente a las “otras”. El supuesto epistémico de estas construcciones explicativas es la idea del tiempo social como continum: como diacronía, como sucesión de etapas. En estas distintas variantes de la diacronía, el “otro” es ideológicamente construido a través de una caracterización cultural que explica las diferencias entre modernos y tradicionales, a partir de las formas de la reproducción social capaces de crear los instrumentos de la razón moderna que dan origen al crecimiento económico a través de la innovación.

Uno de los más evidentes ejemplos aparece al finalizar la segunda guerra mundial. En el clima de la reconstrucción europea se inicia y amplia la discusión acerca de las condiciones que un país debe poseer para que su economía se desarrolle con rapidez y estabilidad. Volvió a la escena la idea de que el desarrollo se hace mediante el recorrido y superación de una secuencia de etapas a manera de una carrera de obstáculos (Furtado, 1968:117), y superación de una secuencia de fases.

La formulación más sistemática de la concepción del desarrollo mediante el recorrido y superación de una secuencia de fases la desarrollo W. W. Rostow en una trilogía (12) que culmina con su obra: The Stages of Economic Growth: a non-comunist manifesto. El profesor del Instituto Tecnológico de Massachussets distingue cinco “etapas de crecimiento” y su punto de partida es el concepto de “sociedad Tradicional”.

En la sociedad tradicional rostowniana, su estructura es determinada por funciones de producción limitadas, fundadas en la ciencia, tecnología y actitudes prenewtoniamas (sic) respecto al mundo físico.

En la sociedades tradicionales, los cambios se procesan con extraordinaria lentitud a causa de su bajo nivel de productividad. La mayor parte de la población esta trabajando en la agricultura, lo cual se traduce en una rígida estructura social. La consecuencia será que la estructura de poder político estará controlada por los propietarios de la tierra.

La sociedad tradicional no es sinónima de sociedad estacionaria: su población puede aumentar y nuevas formas de producción, entre ellas las manufactura, pueden desarrollarse en su seno. El objetivo de Rostow es describir el paso de una sociedad tradicional a una de consumo de masas a través de cinco etapas, mediante cambios cualitativos, tanto en la estructura económica, como en las formas de comportamiento.

En el mundo contemporáneo, el tiempo económico surgido de la modernidad centralizada de las metrópolis construye un nuevo eje articulador de las relaciones sociales y políticas entre Estados nacionales, cuyo tiempo particular e histórico es subordinado y resignificado de manera sustantiva, al nuevo tiempo de la organización del mundo y los organismos económicos multilaterales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio), con poderes supra nacionales y capacidad de dirección y dominio.

En el mundo actual, la construcción de un tiempo unitario y universal que engarza los tiempos de las sociedades particulares e impone el ritmo a las necesidades y posibilidades de acción de los Estados nacionales, culmina en esta etapa de la modernidad conocida como globalidad.(13) (*)

 

Notas

(1) “Las invenciones de lo desconocido requieren de formas nuevas.” 
“¡Hundirse hasta el fondo de la sima, ¡infierno o cielo, qué importa!”
Charles Baudelaire

(2) “A pesar de la contradicción que entraña, y a veces con plena conciencia de ella, como en el caso de las reflexiones de Baudelaire en L´Art romantique, desde principios del siglo XIX, se habla de la modernidad como de una tradición, y se piensa que la ruptura es la forma privilegiada del cambio. Al decir que la modernidad es una tradición cometo una leve inexactitud: debería haber dicho, otra tradición. Octavio Paz, “La tradición de la ruptura”, en Obras completas, tomo I: La casa de la presencia: poesía e historia, 1993, pp. 333-334. Originalmente el texto aparece bajo el título: Los hijos del limo: del romanticismo a la vanguardia, Barcelona, Seix Barral, 1974, 1ª edición, el texto reproducido aparece en las pp.15-16.

(3) Para precaverse de esta aporía, A. Compagnon afirma que: “¿Pero una tradición de la ruptura, no es necesariamente a la vez una negación de la tradición y una negación de la ruptura? Véase: A. Compagnon, Les cinq paradoxes de la modernité, París, Editions de Seuil, 1990, p. 8. Existe una versión en español en la editorial Monte Ávila.

(4) Durante los siglos XVIII y XIX, la idea de “tradición” se utilizó como noticia de un hecho antiguo trasmitida de distintos modos. Como doctrina, la tradición se refiere a costumbres conservadas por un pueblo por trasmisión de padres a hijos; en su acepción jurídica, a la acción de entregar o dar, de poner en las manos de otro una cosa: tradición de una cosa vendida; como institución, a enseñanza; como elaboración literaria, a prosa o verso de un suceso trasmitido por vía oral: opinión antigua, derivada de unos a otros, relato, relación, oración, historia. En el mundo clásico, como diría Ovidio: ”tradición: cosa bendita”. Véase: Martín Alonso, Enciclopedia del idioma, Editorial Aguilar, México, tomo III, 1982, p. 4002; Julio Pimentel Álvarez, Diccionario Latino-Español Valbuena, París, Librería de la viuda de Ch. Bouret, 1930, p. 798.

(5) Para el problema de la tradición, véase: Raymond Boudon y Francois Bourricaud, Dictionnaire critique de la sociologie, París, PUF, 1960. Véase el capítulo dedicado a la “tradición”, pp. 572-578; S. N., Eisentand, Tradition, Change and Modernity, Nueva York, 1973; Anthony Giddens, Un mundo desbocado: los efectos de la globalización en nuestras vidas, Barcelona, Editorial Taurus, 1999, especialmente el capítulo III, “La tradición”, pp. 49-65; George Gurvitch, Traité de Sociologie, 2 tomos, París, PUF, 1960. Existe versión en español, Buenos Aires, Editorial Kapelusz, 1963; véase especialmente la décima parte: “Problemas de la relación entre las sociedades arcaicas y las sociedades históricas”, pp. 499-543; E. Hobsbawn y T. Ranger, The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press,1983; Max Weber, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 2 tomos, 1964.

(6) H. R. Jauss, “Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad” en La historia de la literatura como provocación, Barcelona, Ediciones Península, 1976, pp. 11-64. Este texto es, sin duda alguna, una de las más lúcidas caracterizaciones escritas sobre la modernidad.
(7) Jorge Larrain, Modernidad, razón e identidad en América Latina, Barcelona, Editorial Andrés Bello, 1996, p.19. El autor, después de hacer una revisión analítica del contenido de la modernidad en Marx, Durkheim y Weber, concluye: “...La modernidad es un fenómeno complejo y multidimensional que requiere ser abordado desde varios ángulos. De allí que además de industrialismo (Durkheim), capitalismo (Marx) y racionalilización (Weber) sea necesario agregar otras dimensiones. El término moderno puede definirse como una forma de autoconciencia, como un modo específico de vida y como una experiencia vital.”

(8) Véase: Alain Touraine, Crítica de la modernidad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 13-20. El sociólogo francés, quien centró desde los años sesenta su interés en los movimientos sociales, inició con este libro una trilogía en la que revisa la modernidad, la democracia y culmina con la globalidad.

(9) La metáfora de volver a nacer, que le da contenido a este periodo histórico, comparte con otros contenidos semánticos de la palabra “renacimiento” su sentido renovador: “regreso del exilio”, “despertar”, “resurrección”, “salida de las tinieblas”.

(10) Tomo la categoría “larga duración” del texto clásico de Fernand Braudel: “Histoire et sciences sociales: la longue durée”, aparecido por primera vez en Les Annales E.S.C., núm. 4, oct.-dic. 1958. Debats et Combats, pp. 725-753. Este texto es traducido por primera vez al español en la revista Cuadernos Americanos, núm. vi, nov.-dic. 1958, pp. 73-110.

(11) Leszek Kolakowski, 1990, “La modernidad siempre a prueba”, México, Vuelta, p.14. En este texto, el filósofo polaco afirma: “Nada nos impide, sin embargo, ahondar más en el pasado: la condición crucial para la ciencia moderna fue el movimiento hacia la emancipación de la Razón secular con respecto a la Revelación, y la lucha por la independencia de las facultades de artes con respecto a la teología en las universidades medievales fue parte importante de este proceso. La distinción misma entre el conocimiento natural y el divinamente inspirado, tal como la elaboró la filosofía cristiana desde el siglo XI, fue a su vez el fundamento conceptual de esta lucha y sería difícil decidir qué fue primero, la separación puramente filosófica de dos áreas de conocimiento o el proceso social merced al cual se estableció la clase urbana con sus pretenciones de autonomía”.

(12) La trilogía escrita por W. W. Rostow es: The Process of Economic Growth, Oxford, 1953; “TheTake-off into Self Sustained Growth”, en Economical Journal, marzo de 1956, y “The Stages of Economical Growth”, en Economical Historical Review, agosto de 1956. Este texto se publicó como libro en 1960, y en su versión española aparece en junio de 1961 editado por el Fondo de Cultura Económica. 

(13) Para la caracterización de la globalidad como fenómeno contemporáneo, véase Ricardo Pozas Horcasitas, “La modernidad desbordada”, en Revista Mexicana de Sociología, Año LXI, núm. 1, enero-marzo de 1999, pp. 149-175.

*Agradezco a la maestra Julia Flores la lectura de este texto y sus sugerencias; asimismo a Judith Herrera, Julia Palacios, Fernando Vizcaíno, Ilán Semo, José Ramón Cossío Díaz, Claudio Lomnitz, Citlali Barcárcel, Mariana Jaramillo, Yolanda Mondragón; a Blanca Beltrán, su revisión y lectura.

 

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Ricardo Pozas Horcasitas, "El laberinto de los tiempos", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 133-162.

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