Tulio Halperin

La historia y el futuro:
una perspectiva argentina


 

El sentimiento compartido que aquí nos reúne –la desazón ante la situación que el actual orden (o desorden) mundial ha creado para América Latina, la cual se ha agudizado por una incapacidad (también compartida) para prever alguna vía en que el subcontinente pudiera sustraerse de él– nos recuerda, en una forma –hay que reconocerlo– en extremo desagradable, la problemática relación que siempre ha existido entre nuestra manera de ver el futuro y la comprensión del proceso histórico del que formamos parte.

Parecería que lo que estamos viviendo es la variante latinoamericana de un fenómeno universal: la pérdida de fe en todos los grands récits o, para emplear la pedante terminología tan en boga, las metanarrativas que moldean las narrativas de procesos históricos específicos a modo de relatos de progreso en pos de una meta susceptible de ser alcanzada en el futuro.

Sólo que en el momento en que vemos más de cerca este viraje, tanto en lo que se refiere a su impacto general como al regional, descubrimos que la situación que ahora enfrentamos es mucho menos novedosa de lo que normalmente se cree. En su fascinante estudio de 1980 sobre la articulación entre capitalismo y no-capitalismo en el centro del Perú, Rodrigo Montoya sostiene que la preeminencia que otorga a la interpretación marxista de la historia respecto de la historiografía tradicional –que se ocupa sólo del pasado– y de la escuela de los Annales –que sólo incorpora el presente– radica en que sólo el marxismo hace del futuro una parte integral de la historia. (Montoya, 1980: 20-22).

En tanto que desde la perspectiva de 1880 o de 1940 esta inclusión del futuro en la historia pudiera parecer una nota característica de la teoría marxista, no sucede lo mismo si el punto de referencia son los orígenes de tal postura. Alguna vez Marx les recordó a sus críticos que la noción de lucha de clases, tan aborrecible para ellos, había sido anunciada antes que él por François Guizot, el eminente historiador de la civilización de Francia y Europa y primer ministro conservador (por cierto) del rey Luis Felipe. Aunque lo mismo pudo haber dicho acerca de la relación historia-futuro.

Ya en Guizot, como más tarde en Marx, la integración del futuro en la historia estaba estrechamente vinculada con el conocimiento histórico y la actividad política. A uno de sus detractores, Guizot le respondió triunfante que a él le era posible anticipar el futuro, ya que, como hijo de la Revolución Francesa, estaba deseoso de aceptarla, mientras que su crítico reaccionario prefería desviar la vista, pues estaba convencido de que no podía esperar nada bueno de ella.

Cuando recuerdo este intercambio de palabras casi temo –dada la actual situación– que los papeles se hayan invertido. De modo que, cuando lamentamos no tener ni una vaga idea del rumbo que toman las cosas, en realidad tenemos la convicción de que esta dirección es del todo deplorable. Y en esta misma vena, al releer hoy la encantadora Retórica de la reacción de Albert Hirschman, uno se pregunta si un libro que según su autor corría el riesgo de proporcionar armas al enemigo no habrá realizado por el contrario la profética tarea de sugerir algunas que sus propios amigos pronto encontrarían útiles (Hirschman, 1991). Inclinados como lo están a deplorar el enfoque simplista de los seguidores de las actuales ideologías triunfantes, que ignoran de suyo las complejidades del mundo real, en las páginas de Hirschman éstos pueden encontrar varias maneras ingeniosas de reformular esta objeción básica.

No estoy convencido sin embargo de que la situación abordada por Guizot sea exactamente igual a la que vivimos hoy día. Aunque, tal como lo concibió, el doble proceso que ubica en el centro de la historia de la civilización –progreso de la conciencia moral individual y progreso de las instituciones libres en la sociedad– aún lejos de alcanzar su objetivo final, no es ni por asomo el sentimiento dominante en la actualidad. En el momento en que Guizot escribía historia en la Francia de la Restauración, la gran brecha ideológica y política separaba también a aquellos que estaban convencidos de que podían mirar en el futuro de los que no podían o se negaban a hacerlo. Hoy por hoy, aquellos que se sienten insatisfechos con el presente todavía no pueden ver el futuro, y los que están satisfechos con éste no muestran interés en él, pues su satisfacción es tan intensa que quieren creer que nada importante cambiará si ellos no varían sus opiniones.

Ambas reacciones reflejan de manera clara un sentimiento compartido de que el proceso por el que atravesamos ha llegado a su etapa final: para aquellos que están contentos con el estado actual de las cosas, así es como debe ser; para los que no, este cierre de capítulo debería anunciar la apertura de uno nuevo (esto es lo que distingue dos diagnósticos del tiempo presente separados por un siglo y medio, los cuales guardan por otra parte mucho en común, a saber, la reciente proclamación del fin de la historia y el anuncio del Manifiesto Comunista del inminente comienzo de la historia); aunque no estoy del todo convencido de que este sentimiento encuentre mayor eco fuera de los estrechos círculos en que dichas cuestiones se abordan de manera explícita. Aun dejando a un lado lo que antes solía denominarse Tercer Mundo, en Estados Unidos, Europa o Japón el estado de ánimo predominante no es el que se esperaría de un conjunto de sociedades que han alcanzado la plenitud del tiempo. Por el contrario, dicho estado de ánimo se encuentra marcado –incluso entre aquellos que consideran en general positiva la situación–por una tensa conciencia de su inherente fragilidad. Es un talante muy distinto del de mediados de los trente glorieuses franceses, y que W.W. Rostow describe con acierto en su ahora por fortuna olvidado manifiesto no-comunista Las etapas del crecimiento económico. Esta obra fue inspirada por una disposición de ánimo colectiva similar a la que permitió a Harold Macmillan ganar una elección tras otra mediante el sencillo slogan YOU NEVER HAD IT SO GOOD,que no menos acertadamente se vio reflejada en el no menos lacónico y exitoso KEINE EXPERIMENTE de Konrad Adenauer. (Hoy en día, aunque la renuencia a la experimentación sigue siendo patente, ésta se debe menos a un sentimiento de satisfacción en relación con el presente que al temor a que este cada vez más frágil equilibrio pudiese no soportar una mayor manipulación).
Para un historiador hay algo de reconfortante en los desmentidos de que han sido objeto las tentativas de lectura del futuro. Aquí podemos reparar, por ejemplo, en aquellas que le valieron a Rostow su efímera celebridad: nos advierte que mientras que el cierre de un capítulo anuncia en efecto la apertura de uno nuevo, lo que habrá de leerse en él será algo quizá muy distinto a lo que quisiéramos, aunque también a lo que tememos encontrar en él. La convicción (¿o acaso la esperanza?) de que una vez más sea éste el caso explica por qué –mientras espero agradecido la oportunidad de escuchar a varias personas inteligentes discutir en torno a nuestro futuro colectivo en vez de unirme a su discusión– he preferido explorar aquí los motivos por los que la imbricada relación entre este difícil presente y el futuro tiene en Argentina un impacto diferente, no sólo en intensidad, del que podemos apreciar en otros países latinoamericanos.

Para justificar el argumento que aquí me propongo desarrollar, he de asentar que el fundamento del grand récit nacional argentino es la anticipación de un futuro grandioso. En La ciudad indiana (1900), Juan Agustín García descubrió –presentes ya en la mentalidad de los habitantes coloniales de las llanuras del Río de la Plata– los mismos rasgos que habrían de conformar la imagen que los argentinos tendrían de sí mismos a fines del siglo XX. Y el más significativo de ellos era, según García, su inconmovible fe en la futura grandeza de su todavía inexistente nación. El papel que desempeñara Buenos Aires en las guerras independentistas –la improvisada capital del recién fundado virreinato del Río de la Plata que encabezó la única revolución que los realistas nunca, ni siquiera temporalmente, pudieron dominar– confirmó e intensificó estas expectativas. Así quedó plasmado en las respuestas de los gobiernos de las llamadas Provincias Unidas del Río de la Plata al primer cónsul británico en Buenos Aires en 1824. A la pregunta acerca del volumen y valor de su producción, después de proporcionar las últimas cifras, muchos de estos gobiernos añadieron otras, igual de precisas y mucho mayores, que se esperaban en sólo unos cuantos años.

Por desgracia, la anticipación de un crecimiento rápido y no traumático con un liderazgo “ilustrado y liberal” –que el gobernador de Santa Fe agradeció condescendientemente en nombre de sus súbditos a su rey en su respuesta al cónsul– se vio frustrada por el catastrófico ciclo de guerra civil y dictadura que mantuvo hundido al país durante un cuarto de siglo. La fe en el gran futuro de Argentina sobrevivió, sin embargo, a estas poco halagüeñas circunstancias, reforzada por el recuerdo nostálgico de lo que ya había conquistado. En 1845, Sarmiento, al escribir como exiliado acerca de sus compatriotas también en el exilio, comentó: “Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas!” (Sarmiento, 1990: 173). Tal vez la fe siguiera intacta, pero la historia que en el pasado reciente la había justificado estaba ahora considerablemente más revuelta: sólo el futuro podía dar lugar a esas “grandes cosas” que probarían que los argentinos tenían razón en mantener su autoestima en medio de un diluvio de calamidades que no pocos de sus exasperados vecinos consideraban infligidas por ellos mismos.

De esto se seguía que el futuro que pudiera reivindicar las tercas expectativas argentinas sólo podría alcanzarse mediante un comienzo completamente nuevo. En este punto, Sarmiento y Alberdi estaban de acuerdo, no sólo debido a las terribles lecciones de los tiempos difíciles de Argentina, sino porque estaban convencidos de que desde fines de los cuarentas la economía mundial había entrado en una fase de crecimiento frenético en la que los países que no se apresuraran a desarrollar sus recursos económicos corrían el riesgo de perder su poder sobre ellos, junto con su existencia misma (un peligro que, se creía, tenía una advertencia premonitoria en la pérdida de la mitad del territorio mexicano a Estados Unidos en 1848). El panorama se presentaba particularmente sombrío para las provincias del Río de la Plata, que aún no se habían asentado del todo en su propio territorio. Sólo mediante la construcción de una nación nueva sobre sus tierras despobladas podría Argentina asegurar su supervivencia.

Tal como habría de descubrirse después de la caída de Rosas –1852 marcó el comienzo del fin de los calamitosos tiempos postindependentistas–, durante estos años hubo un progreso mucho más acentuado de lo que sus enemigos estaban dispuestos a admitir. En particular, la creación de un nuevo y dinámico núcleo económico para las desunidas provincias había mostrado avances notables gracias a la expansión de la economía pastoral en la provincia de Buenos Aires. En 1862 le tocaría a Bartolomé Mitre, primer presidente de un país finalmente unificado bajo un gobierno constitucional, articular un nuevo plan de crecimiento para la nación en el que el futuro no descansaba sobre el vacío sino sobre cimientos que habían comenzado a colocarse en el siglo xvi, cuando empezaron a asentarse en las tierras del Río de la Plata los primeros inmigrantes españoles (quienes, en opinión de Mitre, nada tenían en común con los brutales conquistadores de México y el Perú, sino que por el contrario representaban a los dignos precursores de las multitudinarias migraciones europeas del siglo xix).

Gracias a esta radical reconfiguración de la anterior experiencia histórica del país, Mitre dotó a Argentina de un pasado útil, y al hacerlo sustituyó la puramente voluntariosa justificación del proyecto nacional de Sarmiento y Alberdi con algo más concreto, aunque sin reducir su alcance. Ahora, construir el tipo de nación que éstos habían proyectado iba mucho más allá de un proyecto de dos escritores, por inspirado que fuera; ahora se hablaba de cumplir el destino manifiesto de Argentina.

Un país que había sido de tal manera bendecido por una Providencia, que Mitre no se esforzó mucho en distinguir de la Mano Invisible de Smith, no requería de mayores proyectos nacionales. Así que el papel que se adjudicó fue el de historiador de un humilde pasado que alojaba en sí la semilla de un futuro grandioso. Es fácil advertir que la visión que subyacía al discurso de Mitre racionalizaba y sistematizaba lo ya implícito, si bien de una manera menos pagada de sí, en las respuestas dadas (ya mencionadas) en 1824 por los gobiernos provinciales. En un discurso de 1861, que celebraba el papel desempeñado por el capital inglés en la economía argentina, Mitre recordaba que en la víspera de la Gloriosa Revolución todas las rentas de Inglaterra –país entonces de cinco y medio millones de habitantes– estaban sólo medio millón por debajo de las de la República Argentina, que en ese año sumaban un millón y medio, y que los ingresos aduanales del Reino habían sido casi un millón menos que los de la provincia de Buenos Aires. La conclusión era de esperarse: “Deseo decirles a mis compatriotas que en ciento ochenta y cinco años llegarán a ser tanto y mucho más de lo que es Inglaterra en nuestros tiempos, ya que ahora disponemos de instrumentos [tales como el ferrocarril] con los que ésta no contaba para su expansión” (Mitre, 1995: 443).

Como puede verse, en la narrativa de Mitre el pasado ha recobrado un lugar a modo de tenue anticipación del futuro, pero este último era lo que realmente contaba. Era obvio que, atraídos desde el Viejo Mundo al nuevo país por la esperanza de participar en ese esplendoroso futuro, los nuevos pobladores –que para 1861 ya eran legión– compartieran dicha idea. La fecha convencional del inicio de la inmigración masiva hacia Argentina es 1870, pero, tal como lo revela el censo provincial de 1854, ya para el segundo año después de la caída de Rosas la mitad de los adultos varones que habitaban la ciudad de Buenos Aires eran inmigrantes europeos. Y en 1869 las cifras del primer censo nacional mostraban que de cada cien varones de entre 16 y 60 años de edad residentes en la capital sólo 21 habían nacido en el país.

Así, la oleada de inmigrantes deseosos de formar parte del futuro de Argentina continuó sin interrupción durante medio siglo. Tanto así que para 1914 un tercio de la población total del país (cinco veces más numerosa que la de 1869) era de procedencia extranjera. Lo que seguía atrayendo a estos extranjeros a las costas del Río de la Plata era la generosidad con que la Providencia, en su disfraz de Mano Invisible, cumplía las promesas que Mitre había hecho en nombre del país. Para 1929 el valor de las exportaciones se había multiplicado mil veces desde que el virreinato del Río de la Plata abriera sus puertas al comercio exterior en 1809. La réplica de una moderna sociedad europea en la tierra de las pampas parecía un hecho pleno: las cifras per cápita de periódicos en circulación, del tráfico postal, de los postes de teléfono y de los automóviles eran considerablemente superiores a las de Francia y Gran Bretaña, y las reservas de oro per cápita eran las más altas en el mundo.

El secreto de este sorprendente éxito estaba en que, gracias al ferrocarril, se había abierto a la explotación una de las llanuras más fértiles del planeta. Sin embargo, para 1914 la expansión de la agricultura en territorios vírgenes había llegado hasta los límites más recónditos de las pampas, de suelo menos fértil. Desde entonces hasta 1929, mientras mucho se discutía sobre las estrategias a seguir para evitar el estancamiento –una coyuntura económica mundial extremadamente inestable hacía aún más difícil alcanzar un consenso duradero–, Argentina aprovechó lo que póstumamente habría de reconocerse como el glorioso veranillo de San Martín de su economía exportadora para dar los últimos toques a su perfil social: una robusta clase media comenzó a echar raíces en la capital de la nación y en los centros urbanos de las tierras bajas, entonces en expansión. Y no obstante los estrechos patrones de tenencia de tierra en las pampas, no sólo agricultores de grano dueños de la tierra (poco más del 30%), sino muchos de entre la aplastante mayoría de agricultores-terratenientes y aparceros se unieron –como ya llevaban haciéndolo desde unos años antes de 1929– a los vastos sectores urbanos que estaban escalando hasta el nivel de clase media.

Todo esto debió haber sido suficiente para hacer del cambio de escenario de 1929 algo más traumático de lo que lo fueron los de 1873 y 1890, que ya habían revelado que el carácter cíclico de la moderna economía capitalista podía deparar sorpresas poco agradables a quienes dan por hecho la expansión económica constante. Sin embargo, la reacción a la quiebra de 1929 habría de ser distinta, y no sólo en intensidad, a las observadas antes: mientras que esta vez era más intenso el temor de que el país –que dejaba atrás unos cuantos años de prosperidad sin precedentes– se viera amenazado por una prolongada y aguda crisis económica, había quienes presentían algo peor. A saber, que con el desplome de la economía mundial iniciado en 1929 Argentina quedara despojada para siempre de su futuro de prosperidad y grandeza eternamente crecientes, considerado como su derecho de nacimiento.

También había ahora una razón no económica para temer que el país, después de un largo periodo de mareante progreso sobre una ruta predeterminada, hubiera iniciado una nueva y temible navegación por mares desconocidos: en 1930 el proceso de construcción nacional puesto en marcha ocho décadas antes se vio seriamente amenazado por un golpe militar que interrumpía el experimento democrático liberal que estaba en su núcleo. El temor pareció aún más justificado cuando se descubrió lo difícil que sería recuperarse de lo que en un principio se había considerado un mero bache en el camino. Pero mientras que de ahí en adelante la tensión política creciente habría de sumarse al malestar general, la economía brindaba por sí sola razones suficientes para la persistencia de una disposición de ánimo menos optimista: ya era malo de por sí que Argentina se viera forzada a encontrar ahora su camino en un mundo decididamente hostil, en el que la Mano Invisible, que hasta hacía poco la había guiado a tales cimas de prosperidad, se rehusaba a seguir obrando sus acostumbrados milagros.

La preocupación no desapareció del todo cuando las condiciones comenzaron a mejorar, antes de lo que muchos estimaron posible: fue en 1934, mientras aparecían signos claros de que el curso de la economía nacional comenzaba a enderezarse, cuando por vez primera se articuló una refutación minuciosa a la opinión que presentaba el curso de la historia argentina como la realización de un destino manifiesto. Raúl Scalabrini Ortiz –a la sazón autor de una exitosa celebración de la experiencia urbana bonaerense que recuerda las impresiones de viaje conocidas como “análisis de rayos X” muy en boga en esa época– desafió esa especie de sabiduría convencional en una serie de artículos publicados por primera vez en el Frankfurter Zeitung, que la Gaceta de Buenos Aires puso en circulación poco después en su versión original en español. De manera que este ecléctico vocero de la disidencia tanto de derecha como de izquierda llegó a un público muy reducido. Aunque, debido a ésta y a otras razones, el rechazo de Scalabrini a la narrativa de la experiencia histórica argentina dominante pasó casi inadvertido, inauguró una corriente que habría de cobrar cada vez mayor intensidad con el paso del tiempo.

Scalabrini Ortiz se negaba a admitir que la crisis económica había significado un auténtico revés de la fortuna. Por el contrario, sostenía que las escuálidas realidades que dicho fenómeno revelaba habían estado presentes desde un principio, si bien ocultas bajo “el satisfecho compás de la mecánica social argentina” e ignoradas por una narrativa histórica que no refería sino otro sórdido capítulo de la historia del imperialismo británico y de la promesa de prosperidad y grandeza inscrita en la historia del país desde sus más remotos orígenes coloniales.

Al concluir que esta promesa de la historia argentina había sido falsa desde sus orígenes, Scalabrini Ortiz evitaba plantear que la crisis que había clausurado un periodo de prosperidad nunca antes vista reflejaba un auténtico y tal vez irreversible rompimiento con un pasado mejor. El cada vez más tenso clima político e ideológico hacía aún más fácil evitar tan deprimente conclusión; en cambio, era posible denunciar que lo que Mitre había presentado como la realización del destino manifiesto del país no había sido otra cosa que la brutal imposición de un impopular programa de transformación por parte de una elite autocomplaciente e ideológicamente alienada. La inspiración para este ejercicio de desenmascaramiento podía encontrarse en Lenin (por quien Scalabrini Ortiz prefería, por precaución a todas luces justificada, no proclamar demasiado abiertamente su deuda) o en los argumentos católico-integristas utilizados por sus amigos, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, también en 1934 en Argentina y el imperialismo británico. Aunque en ambos casos se justificaba la misma conclusión, a saber, que al rechazar un camino al futuro que había demostrado ser el equivocado o algo peor, Argentina, lejos de resignarse a la pérdida de un futuro que de hecho nunca había sido suyo, quitaría así un obstáculo hacia uno mejor que el que había perdido para siempre en 1929.

La recuperación, que para 1937 había vuelto a colocar a la economía en el nivel alcanzado en 1929 –el más alto en la historia de la nación–, y poco después el inesperado impacto economico positivo de la segunda guerra mundial no podían sino apuntalar la fe en esta interpretación más optimista de la crisis y sus efectos. Pero no fue sino hasta después de la victoria electoral del peronismo en 1946 –que cerró de alguna manera el periodo de incertidumbre política iniciado en 1930– que fue posible definir con cierto grado de precisión la nueva ruta a un futuro que se anunciaba más grandioso que el que había sido anticipado un siglo antes.

Mientras duró, este optimismo llegó incluso a inspirar una visión más benigna de la anterior noción de progreso, la cual –aunque había equivocado sus metas últimas– había alentado al país a alcanzar con admirable éxito otros objetivos intermedios que le permitieron conquistar no menos exitosamente otros, más legítimos, planteados por el peronismo bajo la bandera de la independencia económica. Tal fue el punto tan discutido en la Historia de la independencia económica: aporte de la formación de una conciencia industrial argentina (1949) del antes comunista y para entonces peronista y compañero de viaje Eduardo Artesano, quien incluso ilustró la portada de su libro con la efigie de Carlos Pellegrini, último en la línea de los grandes estadistas a quien los conservadores argentinos recuerdan con justificado orgullo.

Como es bien sabido, el peronismo no habría de consolidar las metas económicas anheladas por su líder. Después de la caída de Perón, los motivos que Artesano había bosquejado, lejos de ser abandonados, fueron ampliados más sistemáticamente bajo la nueva bandera del desarrollismo. Ahora la confiada anticipación de un futuro de grandeza y prosperidad crecientes se apoyaba menos en la fe en un destino manifiesto específicamente argentino que en una apreciación del curso que había tomado la economía mundial, más cercana a la formulada por Rostow de lo que sus partidarios estaban dispuestos a admitir. El resultado fue que en 1963 Aldo Ferrer estaba en posibilidades de esbozar, una vez más, un futuro cuyos rasgos se sentía capaz de resaltar con mayor precisión que Mitre en 1861. En este futuro Argentina habría de cerrar el círculo de la creación de una economía industrial integrada. El fundamento de su narrativa histórica se despliega en La economía argentina. Las etapas de su desarrollo y problemas actuales, de su autoría.

Si bien se dejaron de lado los detalles de la representación del futuro propuesto por Ferrer, durante más de diez años el consenso sobre sus líneas generales fue mucho más amplio de lo que por lo general se recuerda. Fue por supuesto el impacto de dichos desacuerdos sobre aspectos meramente de detalle (los cuales estaban lejos de ser intrascendentes en una concepción de desarrollo económico cuyos objetivos centrales juzgaba alcanzables por igual dentro de un contexto en el que los sistemas sociales eran del todo distintos) lo que hacía difícil percibir la presencia de tal consenso. Al mismo tiempo, los conflictos políticos alimentados en parte por estos mismos desacuerdos llegaban a un extremo que al final los hizo incontrolables. La sangrienta intensidad que dichos conflictos alcanzaron hizo más difícil aún percibir que el desempeño económico del país era más satisfactorio de lo que se hubiera pensado posible (lo cual a su vez pudo haber contribuido a la supervivencia de ese consenso no reconocido).

Para 1976 ya era claro que la segunda narrativa histórica construida a partir del futuro había sido víctima de un revés más cruel de ese mismo futuro que el infligido en 1929. Pero a estas alturas el país –que había respondido con indignación a la sola posibilidad de ser despojado de lo que consideraba su derecho de primogenitura, después de haber pasado por más de una experiencia amarga– estaba dispuesto a admitir que su dos veces prometido gran futuro no podía darse por hecho.

En ese momento y precisamente porque sabían de antemano que corrían el riesgo de verse privados de tal futuro, los argentinos se mostraban aún más reacios a considerar la mera posibilidad de tener enfrente ese escenario. Sin duda fue esta renuencia lo que permitió a Raúl Alfonsín ganar las elecciones presidenciales en 1983, después de prometer que bajo su liderazgo la economía argentina habría de disfrutar una bonanza que para el año 2000 habría encontrado su lugar entre las primeras cinco economías nacionales del planeta. Lo más probable es que sus partidarios no creyeran del todo en que esto fuera a suceder realmente, pero agradecían su esfuerzo por enderezar su debilitado optimismo. Fue tal la sacudida de la hiperinflación de 1989 que centró la atención pública sobre los peligros de que la catástrofe se repitiera, y empujó la prometida grandiosa etapa final de la historia nacional más allá del horizonte que la población argentina deseaba al poner la vista en el futuro.

Sin embargo, ¿no es factible que lo que distingue a la crisis argentina de la de otros países latinoamericanos sea justamente la muerte definitiva de la fe de un pueblo en un futuro de grandeza que acaso nunca fue más que un producto de la imaginación colectiva? De hecho, hay más que eso: más allá de haber creído devotamente en ese futuro, Argentina como nación ha sido planificada para él. Las cifras que triunfalmente se exhibieran en 1929 sugieren ya los peligros ocultos en sus innegables logros: lo que mostraban era un país que había construido una sociedad más integralmente organizada que la inglesa y la francesa, con recursos creados por una no menos bien integrada economía en vigorosa expansión. Pero también debía sus éxitos a su obsesiva concentración en la producción de básicos agrícolas y ganaderos, que gozaban de una alta demanda en los mercados extranjeros.

A principios de los años treinta, cuando el desplome del comercio mundial amenazaba el futuro de una línea de crecimiento que hasta ese momento habían seguido la mayor parte de las economías latinoamericanas, parecía que la más moderna y exitosa sociedad argentina facilitaría el ingreso del país a una economía mundial muy distinta. Si la solución ahora era volverse hacia el interior y crear industrias que pudieran satisfacer una demanda que ya no podía ser cubierta con bienes importados, Argentina se encontraba en una posición ventajosa, en tanto que ya poseía las estructuras comerciales y de transporte y la fuerza laboral capacitada necesarias para funcionar dentro de un contexto modernizado, y que habrían de permitirle una adaptacion rapida y relativamente fácil a la nueva situación.

Al pasar de los años y, luego, de décadas, se hizo cada vez más evidente que lo que en un principio había sido visto como una ventaja relativa aparecía más y más como desventaja: ya en el contexto económico semicerrado de las primeras cuatro décadas que siguieron a 1929, la distancia entre Argentina (o Uruguay y Chile), por un lado, y México y Brasil, por el otro, comenzó a desaparecer, y para cuando el reciente triunfo del mercado tuvo lugar, estos últimos países habían tomado la delantera respecto de Argentina, que desde entonces siguió acentuándose.

A estas alturas cabría preguntarse si la modernización de argentina no fue demasiado en función de su propio bien, aunque el problema hubiera existido ya desde antes de su sistemático esfuerzo por convertirse en réplica de una nación europea occidental. En 1803 Juan Hipólito Vieytes, uno de los primeros exponentes locales de esa nueva ciencia conocida como economía política, comentaba que mientras en Chile la fanega de trigo se vendía en dos y medio reales –menos de una quinta parte del precio en el campo bonaerense– sin pérdidas para el agricultor, dado el bajo nivel de los salarios agrícolas, en Buenos Aires no se podía aspirar a un mercado más grande para su trigo que el que ella misma se proporcionaba, pues ahí se necesitaban sueldos mucho más altos para costear su burda vestimenta, que se hacía con tela producida en industrias muy distantes. Si bien el desequilibrio denunciado por Vieytes hubo de componerse parcialmente cuando los textiles importados de Cochabamba y el Cuzco fueron sustituidos por otros más baratos provenientes de Lancashire, éste nunca logró ser superado del todo, y la dependencia en el mercado –cuyo funcionamiento ya había adivinado Vieytes en un muy primitivo medio rural– sólo podría hacerse más marcada con el paso del tiempo (Vieytes, 1803: 149-155).

¿Existe algún vínculo entre este precoz compromiso con una economía de mercado y la extrema dificultad con la que la sociedad argentina responde a su actual penuria? Una comparación entre el escenario social que ofrecen las barriadas del Gran Buenos Aires y la de la Gran Lima sugiere que en efecto lo hay. La habilidad de los pobladores de la sierra peruana para descubrir nichos económicos que ofrecen más que una mera posibilidad de supervivencia es de sobra conocida. Hernando de Soto se hizo célebre al proclamar hace algunos años que estos empresarios andinos, dotados de todas las virtudes weberianas, contaban con el potencial necesario para dar vida a un capitalismo peruano viable si tan sólo se eliminaran las trabas legales que obstaculizaban su espíritu emprendedor. Más recientemente (y de manera más razonable) Javier Iguiniz subrayó su capacidad para defender sus intereses económicos al tomar un papel activo en la vida cívica que ni el terror de Sendero Luminoso ni la combinación menos truculenta –aunque no menos efectiva– de terror y corrupción generalizada de Fujimori han logrado suprimir.

La situación en Buenos Aires parece ser en buena medida distinta. La diferencia básica radica en que las microempresas de Lima, que juegan un importante papel en la producción de bienes de consumo, no tienen una contraparte en Buenos Aires, y si bien las “microtiendas” tienen efectivamente un lugar en las llamadas villas de emergencia, estos establecimientos son más inmediatamente vulnerables a la adversidad económica.

En Argentina existen otras esferas de la vida para las cuales es posible establecer una comparación más directa. En décadas recientes la agricultura ha atravesado por un proceso de innovación tecnológica y racionalización organizativa que le ha permitido –con todo y los efectos negativos de una moneda sobrevaluada y las políticas proteccionistas del mundo desarrollado– multiplicar de manera notable sus exportaciones. Por supuesto, este cambio tuvo su contrapartida en la eliminación de casi todos los pequeños agricultores que funcionaban como productores independientes (lo que, combinado con la posterior caída en las ganancias, a menudo ha desembocado en la pérdida de control sobre sus tierras). No se trata aquí de un contexto que facilite el ingreso de aquellos que buscan conquistar un lugar menos incomodo e intentan incorporarse a la sociedad rural desde abajo. Y en efecto, tales conquistas son raras, pero cuando se dan los conquistadores resultan ser con asombrosa frecuencia inmigrantes bolivianos.

Así, en Tucumán, donde los cañaverales están siendo actualmente reemplazados por huertas de limoneros, los bolivianos que empezaron a trabajar en la agricultura en las tierras bajas de esta provincia como jornaleros han descubierto incluso una manera de poner en práctica su saber –adquirido desde tiempos anteriores a la conquista en sus abruptas tierras andinas– en torno a la integración de diversos niveles ecológicos, al convertirse en productores independientes en las más baratas tierras no irrigadas mientras mantienen su presencia en las que sí lo están. Y al noroeste del Gran Buenos Aires se mantienen igualmente activos en los distritos dedicados a la horticultura, donde son ahora lo suficientemente prósperos como para ser blancos frecuentes de ladrones que saben bien que ellos guardan su creciente efectivo en casa.

Los bolivianos no corren ningún peligro de ser señalados, al igual que los asiáticos de este país, como “inmigrantes modelo”. En medio de una escasez generalizada, el éxito de un grupo de recién llegados inspira más enojo que admiración, y acaso la asombrosa indiferencia mostrada por muchos habitantes ante los atroces homicidios de los que los bolivianos son a menudo víctimas no es más que la consecuencia de un comprensible endurecimiento de su sensibilidad ante una oleada persistente de crímenes.

El punto al que trato de llegar no tiene, sin embargo, nada que ver con el valor comparativo de los grupos inmigrantes. El éxito de los bolivianos depende de familias nucleares que aún funcionan como unidades productivas, familias extensas que se convierten en fuentes de crédito recíproco, y de otros rasgos propios de un contexto mucho menos moderno que el de los argentinos, que están a punto de renunciar a cualquier esperanza de abrirse camino entre las ruinas heredadas por su para ahora ya remota era de prosperidad.

Y para muchos argentinos la renuncia a esa esperanza se ve alimentada por el hecho de saber que su salida a la actual crisis es un pasaporte de la Unión Europea. Se habla de que cientos de miles de nietos y bisnietos de los inmigrantes traídos a las costas del Río de la Plata por la oleada de invasores extranjeros durante las últimas dos centurias ha adquirido ya este tipo de documentos. Y hasta hoy las filas en los consulados español e italiano exigen esperas de hasta una noche entera por parte de los solicitantes. Si no para ellos, sí al menos para sus hijos, Argentina no habrá sido más que el recuerdo de un fracasado experimento de ingeniería social que atrajo a sus ancestros al Nuevo Mundo. Esta no es la única razón por la que, por primera vez en la historia de Argentina, no parece del todo absurdo preguntarse si no se extinguió ya irremediablemente la fortaleza del proyecto de construcción nacional que determinó su curso a lo largo de siglo y medio.


Bibliografía.

Albert Hirschman, The Rhetoric of Reaction: perversity, futility, jeopardy, Cambridge (Mass.), Belknap Press, 1991.
Bartolomé Mitre, “El capital inglés”, en Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción de una nación (1846-1880), Buenos Aires, Ariel, 1995.
Rodrigo Montoya, Capitalismo y no capitalismo en el Perú. Un estudio histórico de su articulación en un eje regional, Lima, Mosca Azul, 1980.
Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, en Roberto Yahni (ed.), Madrid, Cátedra, 1990.

 

Traducción del inglés de Sergio Negrete Salinas

Tulio Halperin, "La historia y el futuro: una perspectiva argentina", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 71-90.