GERARDO BRACHO

RUSIA: EL CAPITALISMO DE LA NOMENCLATURA


 

Al iniciar la Perestroika y prometer un auténtico socialismo hace más de quince años, Mijail Gorbachov identificó a la burocracia (o en su versión soviética: la nomenclatura) como la capa social que, al ver en peligro sus privilegios, opondría la principal resistencia a su “revolución desde arriba”.(1) Medio siglo antes, en los años treinta, León Trotsky había advertido que la burocracia soviética se había convertido en “una nueva clase dirigente”. A su juicio, el stalinismo era el resultado de una contrarrevolución burocrática que había expropiado a los obreros y se había convertido en la dueña colectiva de los medios de producción. Optimista, anunciaba la inevitabilidad de una nueva “revolución política” dentro de los marcos del socialismo. Gorbachov no se inspiró en León Trotsky sino en la Nueva Política Económica de los años veinte y en sus artífices, Lenin y Bujarin. Pero compartía con Trotsky una buena parte del diagnóstico sobre la realidad soviética: el stalinismo representaba la corrupción del socialismo, el cuál sólo podría sanearse mediante una “verdadera revolución”. Una revolución que debía superar la resistencia de la nomenclatura, que defendería con celo su poder y sus privilegios materiales. En sus inicios, la Perestroika –anunciada como una renovación del socialismo– obtuvo un ostensible apoyo popular. Boris Yeltsin, vale recordarlo, se ganó la simpatía de la sociedad no pregonando las virtudes del mercado sino denunciando los privilegios de la burocracia y exigiendo la profundización de la Perestroika.

Otra ironía de la historia: lo que Gorbachov empezó como una revolución en contra de la nomenclatura para renovar el socialismo, terminó como una revolución que instauró una variante del capitalismo salvaje en Rusia y benefició, más que a nadie, a la nomenclatura misma.

En el proceso, el imperio y el país se desintegraron, el PIB cayó a la mitad de sus niveles tradicionales, los privilegios de los privilegiados se multiplicaron y la mayoría de la población perdió muchos de los beneficios sociales que tenía en el socialismo. Desde entonces, pocos son los que realmente han estado en condiciones de gozar de las libertades que ha ofrecido el nuevo régimen.

Las tribulaciones de Rusia en los últimos años ocurrieron en dos etapas: la de Gorbachov, o el fracaso del intento por renovar el socialismo; y la de Yeltsin, o el fracaso del intento por construir una economía “normal” de mercado (léase: una economía de desarrollo medio europeo). Esta última etapa, el revés en el intento de generar un capitalismo normal, se explica en gran parte por la estrategia de transición que aplicó Yeltsin al tomar las riendas del poder en otoño de 1991. Entre varias alternativas, el presidente ruso optó por “la terapia de choque” propuesta por Egor Gaidar, un joven economista miembro del stablishment soviético. Se trataba de una reedición de las políticas del Consenso de Washington promovidas por el gobierno de Estados Unidos, e ideadas para reformar capitalismos atrasados (especialmente latinoamericanos), presuntamente enfermos de estatismo. Al igual que en Panamá o en Bolivia, la terapia buscaba estabilizar (precios y tipo de cambio), liberalizar y privatizar simultáneamente (lo más rápido posible), aunque no para reformar el capitalismo sino para crearlo. La idea rectora era retirar el Estado rápida y cabalmente de la economía, y dejar que en su lugar floreciese el mercado como mecanismo más racional de regulación económica. Pero si el Consenso obtuvo resultados razonables en algunos casos como el de Chile, fracasó rotundamente en el caso complejo y peculiar de Rusia.

Es cierto que los reformadores no buscaban conscientemente favorecer a la nomenclatura. Por el contrario, en un principio intentaron combatirla.(2) En la cruzada por construir el capitalismo identificaron a los directores “rojos” de las empresas y a los ministerios como los enemigos a vencer. Se trataba de la nomenclatura industrial, la parte medular de la vieja clase dominante, preñada supuestamente con el antiguo germen del comunismo. Los reformadores se propusieron obligarla a invertir y a reestructurar sus empresas. Para ello debían impedir que continuase robando y confiscando activos. A largo plazo, debían expropiarla. Alérgicos a los métodos administrativos propios del viejo sistema de administración y mando, Gaidar y sus hombres intentaron doblegar a la nomenclatura sólo con métodos económicos propios del mercado.

La primera batalla entre los reformadores y la nomenclatura comenzó hacia principios de 1992. Giró en torno a la estabilización macroeconómica. Con la terapia de choque, Gaidar buscaba imponer un régimen de restricciones presupuestales. Para ello liberó los precios y controló la política monetaria y fiscal. La nomenclatura esquivó el golpe de la terapia, recurriendo a las deudas mutuas y al trueque, y evadió la disciplina del mercado. Paralelamente, instigó una revuelta política en contra de las medidas restrictivas. Llegado el verano, había logrado relajar la política monetaria y colocar a tres de sus miembros en puestos claves del gabinete. De esta forma, el intento de estabilización perdió fondo, y se abrió un período de altas tasas de inflación. Así, la nomenclatura se anotó su primera victoria sobre los reformadores.

Hacia el final del mismo año, se inició una segunda gran batalla. Esta vez en torno a la privatización. Los reformadores buscaban disciplinar las empresas terminando con la ambigüedad en los derechos de propiedad. En el primer enfrentamiento, intentaron limitar el acceso de los colectivos de trabajo a no más de 25 por ciento de las acciones de las empresas. Pero una vez más, ejerciendo presión política, la nomenclatura derrotó esa propuesta en el Parlamento e impuso un esquema de privatización que le aseguraba el acceso a la propiedad de las empresas sobre las que ejercía el control libremente desde los tiempos de la Perestroika. De esta manera, se anotaba una segunda y más espectacular victoria.

Los resultados de estas confrontaciones demostraron la inconsistencia de las premisas sobre las que se basaba la estrategia de Gaidar. La primera batalla probó que era imposible disciplinar a las empresas desde las alturas de la macroeconomía, porque la terapia de choque presuponía la existencia del mercado maduro que se proponía crear. En otras palabras, el protomercado ruso no podía disciplinar a miles de empresas ineficaces y a una nomenclatura voraz. La segunda batalla sugería que la nomenclatura no sólo no era enemiga del proyecto de instaurar el capitalismo en Rusia, sino que en buena medida sería su principal promotora. Es cierto que en la disputa en torno a la estabilización había abogado por una mayor intervención del Estado en la economía. Pero esto, como pensaban los reformadores, estaba lejos de ser una muestra de nostalgia por el sistema de administración y control del viejo socialismo. La nomenclatura buscaba mayor apoyo estatal en forma de créditos, subsidios y privilegios fiscales, pero no estaba dispuesta a ceder el control sobre las empresas. Se oponía a la imposición de restricciones presupuestarias, pero no a una privatización en su propio beneficio. En realidad, desde la época de la Perestroika había luchado por sancionar legalmente el poder que ya había usurpado en los hechos.

Gaidar y su equipo ignoraron las lecciones de estas dos primeras batallas, e insistieron en inducir la reestructuración de las empresas por la vía de la estabilización macroeconómica. Erróneamente creyeron que lo que había faltado en el primer intento de estabilización en 1992 era “voluntad política”. En rigor, confiaban en que si resistían las presiones sociales y políticas, encarecían el crédito y liquidaban el déficit fiscal no sólo terminarían con la inflación, sino que impondrían un régimen de tales condiciones presupuestarias sobre las empresas que las obligaría a reestructurarse o morir. A mediados de 1995, después de infructuosos intentos, Gaidar y sus colaboradores lograron su propósito: erradicaron los créditos blandos, redujeron el déficit fiscal y controlaron la inflación. Sin embargo, en contra de las expectativas, esto no propició la reestructuración de las empresas, ni la inversión productiva, ni el crecimiento económico. Una vez más, en un contexto de ausencia de instituciones de mercado (leyes de quiebra, un aparato judicial para hacer respetar los contratos, etcétera), los directores “rojos” evadieron la presunta disciplina de un mercado inexistente recurriendo al trueque, al endeudamiento mutuo e incluso a la emisión de moneda propia.

Lo que la estabilización y el avance en el programa de privatización sí propiciaron fue la ilusión de que la transición rusa había llegado a buen puerto. Inversionistas y bancos extranjeros, ignorando el patético estado de la economía real, apostaron a los incipientes mercados de deuda pública y de valores bursátiles. La fiesta de la especulación duró más de dos años. Finalmente, la burbuja financiera estalló en 1998 y mostró el trágico rostro de la fallida transición rusa, acabando abruptamente con la ilusión. A principios del año 2000 poco había cambiado para bien en la economía real de Rusia, y mucho se había deteriorado. El economista norteamericano James Gwartney describió en un artículo aparecido en Financial Times (“Russia’s route to sustainable growth”, May 9, 2000) un cuadro de problemas que bien podría haberse escrito muchos años antes:

 
 

El problema central de la economía rusa es simple. El país tiene un gran número de empresas que continúan trabajando aunque producen bienes obsoletos de poco valor. Estas empresas deben clausurarse para trasladar sus recursos a actividades genuinamente productivas. El cerrar empresas improductivas es un proceso doloroso. Una compleja red de transacciones de trueque y de subsidios mantiene vivas a compañías ineficientes. Bajo la ley actual, muchas compañías productoras de recursos básicos –sobre todo las industrias energéticas– están obligadas a continuar suministrando insumos a empresas técnicamente quebradas. Estas últimas continúan operando y su endeudamiento sigue creciendo.

Si el cuadro que pintó Gwartney podía ser en lo general valido para la Rusia de 1992, la advertencia que el Banco Mundial hizo en el año 2000 también podía ser valida hoy en día. En aquel entonces, las autoridades del Banco argumentaban que –desde la óptica económica– era “políticamente insostenible y probablemente desatinado, intentar imponer restricciones presupuestales para todas las empresas en forma repentina y total” (World Bank, 1992: 107). Pero si no se podían disciplinar decenas de miles de empresas simultáneamente, cabe la pregunta de quién y cómo podría decidir qué empresas debían clausurarse y en qué orden. En 1992, el gobierno ruso delegó esa responsabilidad en el “mercado”. Pero el protomercado ruso, como constata Gwartney, no ha cumplido hasta la fecha con su tarea, y ya estamos en el siglo XXI. A principios de la década pasada, el Estado, que todavía era el propietario único o mayoritario de la planta industrial del país, se hallaba todavía en condiciones para empezar a reestructurar y clausurar empresas en el marco de una política industrial (Bracho y Tello, 1994). Entonces, por convicción ideológica, los reformadores rechazaron esta opción “dirigentista”, que hoy resulta más difícil de instrumentar con el predominio de la propiedad privada.

En este contexto, es preciso anotar que si el protomercado no ha logrado emerger y el Estado no ha querido promoverlo, el poder de decisión sobre qué empresas deben o no subsistir ha recaído, por default, en otras instituciones. Es obvio que éstas no han sido las más indicadas para llevar a cabo la tarea. Entre 1992 y 1995, al otorgar subsidios (créditos blandos) no sólo a “unas cuantas empresas”, como tímidamente sugería el Banco Mundial, sino a todas ellas, el Banco Central de Rusia aplicó un tipo peculiar de anti-política industrial. Si en 1995 los reformadores lograron finalmente imponer una política monetaria restrictiva, la tarea recayó en buena parte sobre los grandes monopolios energéticos, principalmente sobre Gazprom (que produce gas natural) y sobre SUE (Sistemas Unidos de Electricidad). Estos monopolios, como señala Gwartney, se encontraban en el centro de la enorme red de deudas mutuas, trueque y sustitutos de dinero, las formas que hoy permiten a las empresas escapar a la reestructuración.

El mecanismo es simple. A pesar de que las tarifas internas son relativamente bajas, empresas públicas y privadas, instituciones de todo tipo y consumidores domésticos no pagan el total o parte de sus cuentas de energía. En muchos casos, quizá la mayoría, no tienen recursos suficientes para hacerlo. Sin ser la única forma de subsidios implícitos que permiten la subsistencia de cientos de empresas ineficientes y de millones de habitantes en climas inhóspitos, sí es la principal. Hasta fechas recientes, estos monopolios, al igual que el Banco Central antes que ellos, subsidiaban a todos por igual. Actualmente, ya no es el caso. Al cortar el suministro de energía a tan sólo algunos deudores, se empieza a practicar un tipo peculiar de política industrial. Una cuasi política –que decide a quién cortar primero el suministro de electricidad o gas, a quién después y a quien no cortárselo– basada en intereses particulares y no(3), como dictaría una política industrial en forma, con base en los intereses nacionales. En rigor, el Estado no los controla, a pesar ser el accionista mayoritario en ambos monopolios energéticos. En el peculiar capitalismo oligárquico o de nomenclatura que ha echado raíces en Rusia al cobijo de la ideología liberal, los monopolios, más que servir al Estado, compiten con él. Representan auténticos “estados” dentro del Estado.


El surgimiento del capitalismo oligárquico en Rusia le debe mucho a la ilusión de que el (inexistente) mercado podía inducir la reestructuración de la planta industrial del país; pero también a la forma y a los ritmos del proceso de privatización. A pesar de que la privatización apresurada corría el riesgo de beneficiar a la nomenclatura, los reformadores consideraron que la prioridad era prevenir el presumible peligro de una revancha comunista. Relegando en los hechos toda consideración de “eficiencia económica” o de “justicia”, se acogieron a un criterio de corte revolucionario: la privatización masiva y expedita tenía por objeto, antes que nada, asegurar la irreversibilidad de las reformas. El razonamiento era simple. La privatización masiva convertiría a cada nuevo propietario en un abogado de la propiedad privada y en un enemigo de las nacionalizaciones que se requerirían para restablecer el viejo sistema. En esta forma, de acuerdo con Gaidar, la privatización crearía una base social para las reformas.
El problema con este razonamiento es que al iniciarse el proceso de reformas no existía propiamente el peligro de una “revancha comunista”. La antigua clase dirigente era la menos interesada en regresar al pasado, y la población, en su mayoría fiel a Boris Yeltsin hasta aquel momento, sólo anhelaba bienestar. Pero mientras que la nomenclatura se sacudía el golpe de la terapia de choque, la sociedad lo resintió de lleno. Con su política de brazos cruzados, el Estado hizo muy poco para defender a la población de los estragos de la crisis y de la inflación, al tiempo que se mostraba impotente ante la voracidad de la nomenclatura. Fue en este ambiente de caos e injusticia en el que empezó a adquirir fuerza una oposición de corte comunista No se trataba del renacimiento político de los viejos jerarcas y de las viejas estructuras. Los líderes comunistas del pasado, con pocas excepciones, eran precisamente los miembros de la nomenclatura que se estaban beneficiando del surgimiento de un capitalismo a su medida. Los nuevos jerarcas comunistas, en cambio, habían sido cuadros menores en el viejo PCUS, y sus seguidores eran víctimas de una brutal transición al capitalismo que los orillaba a la miseria y a la marginación: pensionistas, trabajadores descalificados, burócratas menores y maestros, la mayoría de los cuales nunca había pertenecido al PCUS, y que ahora sentían nostalgia por los viejos tiempos. No fue la amenaza del comunismo lo que provocó la radicalización de las reformas; fue el carácter radical y violento de las reformas lo que dio lugar al nacimiento de una nueva oposición comunista (Bracho, Tello, 1993). Aún así, el comunismo, como movimiento de masas, no prosperó sino hasta mediados de la década de los noventa. En las elecciones parlamentarias de 1993, el Partido Comunista, que recientemente había recuperado su registro, obtuvo sólo 12 por ciento de los votos. Una cifra por debajo de otros movimientos de oposición radical. Resulta paradójico que, bajo el pretexto de desarticular una supuesta revancha comunista, los reformadores terminaron por entregar buena parte de la propiedad pública precisamente a la vieja nomenclatura comunista.

Si la justificación de una privatización apresurada no era sólida, sus resultados económicos no fueron mejores. En primer lugar, el predominio de los insiders como propietarios mayoritarios en la mayor parte de las nuevas empresas privadas, no dio por resultado arreglos institucionales eficientes. En segundo lugar, el proceso de privatización acaparó los recursos empresariales del país. Los nuevos empresarios, incluyendo a muchos antiguos cooperativistas, buscaron enriquecerse no a partir de la creación de riqueza sino de apropiarse de la vieja propiedad pública. Esto desató verdaderas batallas campales por el control de la propiedad –como la llamada “guerra del aluminio”, que dejó decenas de muertos– lo que contribuyó poderosamente a la criminalización del país. Al día de hoy, es sorprendente lo poco de nuevo que ha creado la nueva burguesía rusa. Con muy pocas excepciones, el terreno está copado por viejas empresas soviéticas con nuevo rostro. En tercer lugar, los reformadores privatizaron las empresas ignorando las peculiaridades de la estructura económica soviética. Si por un lado había gigantescas empresas que producían prácticamente todos sus insumos –como Uralmash– también existían unidades de producción que sólo tenían sentido como parte de una cadena productiva anteriormente controlada por los ministerios: plantas de producción, despachos de diseño, laboratorios de investigación, unidades de comercialización, etcétera. Al privatizar estas unidades en forma independiente, ocurrió una especie de balcanización de la economía: junto a monstruos como Uralmash surgieron “empresas” incoherentes, endémicamente débiles y enteramente incapaces de competir con las grandes transnacionales occidentales, a las que, por otra parte, siguiendo al pie otro de los preceptos del Consenso, se les abrieron de par en par las puertas de acceso al mercado ruso. Un buen ejemplo es la industria aeronáutica que quedó pulverizada en 315 empresas productoras independientes, verdaderas enanas lisiadas comparadas con Boeing, Airbus y otras gigantescas corporaciones occidentales. De haber seguido una política industrial –como la que Europa llevó a cabo en Airbus, una empresa surgida de la mente de la burocracia europea–, la industria aeronáutica habría sido un ejemplo obvio de industria estratégica.

Quizá lo más importante fue el impacto negativo que tuvo la ilegitimidad del proceso de privatización sobre la inversión. Los reformadores asumieron la tesis, popular entre los economistas, que asegura que lo importante no es la forma en que se adquieren los derechos de propiedad sino el hecho de que éstos se hallen claramente definidos. En otras palabras, independientemente de la forma en que se adquiera la propiedad, los nuevos dueños invertirán en ella siempre y cuando el Estado reconozca su calidad de propietarios. Esta presunta formula científica se utilizó en aras de la eficiencia para justificar una privatización apresurada en la que predominaron la corrupción, la estafa y el robo. Los hechos en Rusia demuestran que no siempre es suficiente que la privatización sea formalmente legal para que el beneficiario adquiera una perspectiva de largo plazo frente a su nueva propiedad e invierta en ella. En ocasiones, resulta igual de relevante que la privatización sea percibida como legítima; y la privatización rusa, si en la mayoría de los casos fue legal, no fue legítima, porque no fue justa, ni transparente, ni racional. No fue legítima para la sociedad ni para los propietarios mismos, quienes en algunos casos, como el de Boris Berezovsky, que se hizo multimillonario en el “reparto”, han reconocido la naturaleza viciada de la misma. Esta falta de legitimidad se traduce en inseguridad y falta de inversión. Si resulta cierto que la incertidumbre respecto a los derechos de propiedad representa la principal causa de la falta de inversión productiva en Rusia, es preciso insistir en el sentido de la cadena causal: es falso que la fuente de esa inestabilidad sea, una vez más, una pretendida “falta de voluntad política” del régimen por garantizar adecuadamente esos derechos y/o la demanda de algunas fuerzas de oposición en favor de las renacionalizaciones. La verdadera fuente, claro está, es la ilegitimidad misma del proceso de privatización. Todo lo anterior no implica que la solución sea renacionalizar todo otra vez –aunque no le haría mal al fisco y a la consolidación política y moral del país que se renacionalizasen monopolios claves que prácticamente se les regaló a un puñado de oligarcas. Explica en cambio por qué, a pesar de las garantías ofrecidas por el gobierno, la nomenclatura cleptómana que saqueó al país no se anima a repatriar sus capitales e invertir en Rusia.

 
 


A MANERA DE COROLARIO

El 30 de junio de 1987, el Soviet Supremo de la urss adoptó la ley de empresas estatales que pretendía ser la piedra fundamental de una nueva tercera vía: el socialismo de mercado. En realidad, en forma inesperada, esa ley desencadenó un proceso de expropiación de la propiedad pública que, quince años después, no parece haber tocado fondo. En un espectáculo extraordinario, el grueso de la nomenclatura, lejos de defender el sistema socialista –la fuente de sus privilegios y su poder–, y desafiando la clásica teoría de las clases sociales, contribuyó poderosamente a su destrucción y apostó por el capitalismo. Al saqueo y a la lucha abierta por los despojos de la vieja economía, se sumaron antiguos cooperativistas, nuevos empresarios y una vieja y una nueva mafia. La reconstrucción del capitalismo en Rusia se inició así con la expropiación privada de la riqueza pública. Los ideólogos de los beneficiarios, desempolvando sus manuales de marxismo, señalan que se trata de un proceso “objetivo y necesario”, ya que sin “acumulación originaria” no puede desarrollarse el capitalismo. Por un lado, China comunista mostró cómo se puede construir el capitalismo con base en la creación de nueva riqueza, y no a través del saqueo de la existente; por el otro, dichos ideólogos olvidan que no estamos en el siglo XVI cuando se dudaba si los expropiados tenían o no alma. Las víctimas de hoy son ciudadanos con voz y voto, lo que sin duda ha sido un obstáculo para que la acumulación originaria cumpla su presunta función histórica. Al acompañarse de fuga de capitales, desinversión, malbaratamiento y consumo suntuario, este peculiar proceso de “acumulación originaria” no sólo traspasó sino que también destruyó propiedad en gran escala. El capitalismo ruso ha funcionado como una poderosa maquinaria que consume y concentra la riqueza existente, pero no crea nueva. En menos de una década, esta maquinaria consumió cerca del cincuenta por ciento del pib y, literalmente, colocó a Rusia en el Tercer Mundo. Durante la década de los noventa, la inestabilidad política fue vista persistente (y acertadamente) como la principal causa de la falta de inversión productiva en Rusia. Pero la inestabilidad política fue, a su vez, la contraparte natural de la caída del producto y de su ilegítima concentración en pocas manos. Se estableció así un círculo vicioso: la “acumulación originaria” generó inconformidad social e inestabilidad política. Éstas ahuyentaron la inversión, lo que a su vez profundizó la crisis y restó aún más legitimidad a una nueva burguesía que consume aparatosamente pero no invierte.

Gaidar y su equipo recibieron una difícil herencia. Era claro que no había salida indolora al embrollo que emergió del colapso de la URSS. Pero su dogmatismo y su celo revolucionario contribuyeron a profundizar el desastre. Su objetivo fue crear cuanto antes, y por cualquier medio, una economía de mercado, y no aprovechar la entonces alta popularidad de Yeltsin y la legitimidad del nuevo régimen republicano para sacar a Rusia de la crisis. Ello implicaba hacer un esfuerzo para intentar detener, con la ley en la mano, el saqueo del país. Pero en el esquema en que el objetivo justifica los medios, los reformistas acabaron por transformar el robo en virtud. De otra manera resulta incomprensible que Anatoly Chubais, precisamente el funcionario encargado de vigilar y administrar la propiedad estatal, tuviese el siguiente credo: “Roban, roban, roban (la nomenclatura y los nuevos rusos). Se roban absolutamente todo y resulta imposible pararlos. Pero dejémoslos robar y llevarse la propiedad. Entonces se convertirán en propietarios y administradores decentes” (Freeland, 2000). Lo que nunca sabremos es si realmente fue “imposible pararlos”, porque nunca se intentó. Cuando los magnates no se robaron la propiedad, Chubais se las ofreció en bandeja. Fue bajo su égida que a Rem Viajerev, el director de Gazprom, el monopolio del gas en el país, se le confió la administración de las acciones del Estado en su propia compañía. Fue Chubais quien dio luz verde al esquema de acciones por préstamos que entregó, a precios simbólicos, las empresas más rentables del país a un puñado de oligarcas, quienes pronto utilizarían su poder para poner en jaque al Estado.

Los reformadores no ocultan cierto desencanto con el tipo de capitalismo que ha irrumpido en Rusia. En un encuentro con sus correligionarios, Gaidar afirmó alguna vez: “No nos gusta el capitalismo que está formándose en Rusia: un capitalismo de ladrones, corrupto, socialmente injusto, con las huellas del parto del socialismo” (Izvestia, 1996). Lo que los reformadores no hicieron fue luchar consistentemente contra esa herencia. El Estado que recibieron era ciertamente débil y corrupto. Pero no hicieron intento alguno por fortalecerlo o reformarlo. La nomenclatura era voraz. Pero no hicieron nada para detenerla. Por el contrario, en forma más o menos implícita, pensaron que podían transformar esos defectos en virtudes: la voracidad de la nomenclatura –como dice explícitamente Chubais– en mecanismo para transformarla en una burguesía. A la postre, en contra de sus expectativas, los métodos que utilizaron para construir el capitalismo han resultado un fenomenal estorbo para lograr un clima de estabilidad política y de paz social que de pie al crecimiento económico y al renacimiento de Rusia.

En un libro reciente, el famoso historiador y ex disidente Roy Medvedev, pone en tela de juicio que los reformadores hayan tenido siquiera algún mandato para emprender la transición al capitalismo. “En 1991 –escribe Medvedev– las masas apoyaron las consignas de libertad y democracia, se pronunciaron en contra de los privilegios y en contra el poder de la nomenclatura del PCUS, esperando con ello el mejoramiento de su vida material. Pero en los mítines de apoyo a Yeltsin, entre las consignas “fuera Gorbachov” y “fuera el PCUS”, no oí consigna ni vi manta alguna con el lema “Bienvenido el capitalismo” o “Todo el poder a la nueva burguesía” (Medvedev, 1998: 5). Medvedev no deja de tener razón, aunque al mismo tiempo parece ignorar que por lo menos desde 1990 existía en la urss un amplio consenso sobre la necesidad de transitar a una “economía de mercado”. Como bien señala Gorbachov, para esas fechas “ninguna fuerza política importante estaba abiertamente en contra del mercado” (Gorbachov, 1996: 564). El 19 de octubre de 1990, el Soviet Supremo de la urss adoptó un programa de transición bajo el título: “Lineamientos para estabilizar la economía y transitar al mercado”, que empezaba por reconocer que “no hay otra posibilidad que el paso al mercado”. Más aún, el propio Medvedev, entonces diputado de la urss, se pronunció y voto a favor de ese programa. (Sobre el voto y la intervención de Medvedev véanse las actas de la versión estenográfica de la 4a sesión del Soviet Supremo de la URSS.) Más que sufrir de amnesia, el historiador ruso, como millones de sus compatriotas, está genuinamente confundido. Sí, efectivamente se trataba de transitar hacia una economía de mercado, esto es, al capitalismo. Pero no a ese precio, no de esa manera.


Bibliografía

Gerardo Bracho y Carlos Tello, “Los Sucesos Recientes”, Nexos, núm. 92, Diciembre de 1993.
Gerardo Bracho y Carlos Tello, “Rusia: el futuro de la economía”, en Nexos, núm. 94, Febrero de 1994.
Chrysta Freeland, “Get rich quick is now the big idea shaping Russia”, Financial Times, May 27, 2000.
Mijaíl Gorbachov, Memorias, Tomo I, Madrid, 1996.
Izvestia, 24 de septiembre, 1996.
Roy Medvedev, Kapitalism v Rossi?, Moscú, 1998.
World Bank, Russian Economic Reform, New York, 1992.

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(1) Si bien el término nomenclatura se refiere a todos los puestos de dirección en la URSS que requerían de un palomeado político, y el de burocracia es más vago y amplio, aquí los asumimos como sinónimos.

(2) Así como los liberales mexicanos del siglo XIX, al atacar las corporaciones y las comunidades en nombre de un régimen liberal que estaría presuntamente sustentado en la pequeña propiedad, dieron inadvertidamente rienda suelta a los latifundistas, los neoliberales rusos, al demoler las instituciones y mecanismos de poder y control del antiguo régimen, abrieron la puerta a la nomenclatura.
El abismo entre intenciones y resultados es en ambos casos reflejo del abismo entre una teoría importada y una compleja realidad enteramente ajena a ella. A diferencia de los chinos, los rusos no pensaron la transición al mercado por sí mismos. Y el país pago caro por ello. Si las recetas del Consenso de Washington no funcionaron para algo, fue para generar un capitalismo “normal” en la compleja Rusia poscomunista.

(3) En una reciente batalla entre grupos oligárquicos por monopolizar la producción de aluminio en el país, SUE, la empresa-monopolio de la electricidad, dio un buen ejemplo de este tipo peculiar de política industrial. El sector del aluminio utiliza intensivamente energía eléctrica, y prácticamente no existe planta en Rusia que no se halle en deuda con SUE. Como cabría esperar, A. Chubais, privatizador liberal devenido en oligarca y actual director de sue, utiliza esa palanca para fomentar los intereses de su grupo y dañar a sus rivales. Hace unos meses, mientras que sus aliados en Sibirski Aluminium gozaban de tarifas especiales, empresas rivales de sus amigos sufrían cortes de energía y demandas judiciales debido a falta de pagos por parte de sue. Es evidente que debería ser el Estado –y no Chubais– el que tendría que tomar las decisiones en torno a qué empresas se clausuran y cuáles reciben subsidios de energía.

 

 

Gerardo Bracho, "Rusia: el capitalismo de la nomenclatura", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 91-107.