Luis Vergara

Paul Ricœur y la escritura de la historia

 

 

El interés de Ricœur en la historia y su escritura ha sido una constante a lo largo de su trayectoria. Como él mismo pone cuidado en señalar en su Autobiografía intelectual (1995), su primer trabajo publicado sobre el tema data de 1949, y ya en 1955 aparecía la primera edición de la colección de ensayos intitulada Historia y verdad. Es, sin embargo, a los volúmenes primero y tercero de Tiempo y narración (1983 y 1985, respectivamente), y a su reciente La memoria, la historia, el olvido (2000) a donde hay que dirigirse a fin de encontrar las mejores y más amplias expresiones de su pensar sobre estos asuntos. Así lo haremos con miras a dar cuenta en estas páginas de lo más esencial de dicho pensamiento en lo relativo al discurso histórico. En virtud de las restricciones impuestas a la extensión de este texto, nos limitamos al mero enunciado de los planteamientos principales a manera de una incitación a la lectura de las obras de referencia, con frecuencia haciendo uso libre de las insuperables expresiones del propio Ricœur. Por la misma razón, nos es menester abandonar cualquier pretensión de hacernos cargo en estas páginas de su pensamiento sobre la condición y la conciencia históricas, temáticas abordadas de manera extensa en varias de sus obras.


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El tema central en Tiempo y narración es el de la relación entre narratividad y temporalidad; la tesis de Ricœur al respecto es que la narración de historias y el carácter temporal de la existencia humana son dos caras de una misma moneda; una moneda de circulación necesaria y transcultural.
La estrategia argumentativa de la que echa mano para persuadirnos de la validez de esta tesis es la de mostrar la forma en la que la historia escrita y la ficción entretejidas dan lugar al tiempo humano, que no es otro que el tiempo narrado. La obra, en efecto, está concebida como la paciente preparación y la subsecuente realización de una gran conversación tripartita en la que los interlocutores son la fenomenología de la temporalidad y los dos géneros de relatos mencionados (que conjuntamente y en sus relaciones de interdependencia desempeñan la función narrativa en nuestra cultura occidental). El desarrollo de esta conversación pone de manifiesto cómo la narratividad ofrece una “respuesta poética” a la insoluble aporética que descubre la fenomenología de la temporalidad.
El concepto-eje de Tiempo y narración es el de mímesis, que remite a la Poética de Aristóteles. En la base de toda la argumentación de Ricœur se encuentra la afirmación de que la función mimética no se realiza tan sólo en el interior del texto narrativo (sea éste de ficción o de historia), sino que se inicia con anterioridad a la existencia de éste en una precomprensión del mundo de la acción, y sólo llega a su culminación en la “intersección del mundo del texto y el mundo del lector”, que tiene lugar en la lectura y en la subsecuente acción por ella informada. A estos tres momentos de la función mimética Ricœur los denomina mímesis 1, 2 y 3, y corresponden, respectivamente, a la prefiguración, a la configuración y a la refiguración del tiempo, que en conjunto dan lugar a su transfiguración y, por ende, a la de la realidad. La segunda parte del primer volumen de la obra está consagrada a la segunda de estas fases en el caso del relato histórico, esto es a la escritura de la historia. A ella dirigimos ahora nuestra atención.
Ricœur emprende su estudio de las operaciones configurantes en el caso de los relatos históricos procediendo en la forma dialéctica conciliadora que le es típica, aunque en esta ocasión la estructura de su argumentación es particularmente compleja ya que sigue un esquema peculiar en el que tanto el momento tético como el antitético se desenvuelven sobre dos pistas paralelas –las denominaremos epistemológica y narrativista– que en estos segmentos de su análisis son relativamente independientes, convergiendo sólo hasta el fin de los mismos. En primer término describe “el eclipse de la narración” en la escritura de la historia desde dos perspectivas completamente distintas correspondientes a las dos pistas que acabamos de referir: la del “eclipse del acontecimiento” en la historiografía francesa, de manera específica en la escuela de los Annales –pista narrativista–, y la del “eclipse de la comprensión” en la corriente analítica de la filosofía escrita en lengua inglesa –pista epistemológica–, en particular en la propuesta del empleo del modelo nomológico-deductivo [covering law model] en la historia, formulada en 1942 por Hempel y modificada posteriormente por sus defensores para atenuar la brecha entre lo que prescribe y las prácticas historiográficas reales. A todo ello opone, sobre la pista epistemológica, la “explosión del modelo nomológico” operada por los trabajos de William Dray y de George Henrik von Wright sobre las relaciones entre leyes y explicaciones en historia, los cuales pusieron de manifiesto la verdad de la afirmación de que en historia (y en general en los procesos interpretativos) “explicar más es comprender mejor”. En la pista narrativista despliega una sucesión de “alegatos a favor de la narración” provenientes de Arthur Danto, W. Gallie, Louise Mink, Hayden White y Paul Veyne. Al arribar a este punto el lector de Tiempo y narración ya sabe en qué modalidad previa de comprensión se encuentra anidada la explicación histórica, pero no puede decir aún en qué sentido posee un carácter narrativo. Lo que Ricœur descubre a continuación es que incluso la historia escrita más alejada de la forma narrativa sigue estando ligada a la comprensión narrativa por una triple vinculación de derivación indirecta. Al tiempo que entre una y otra se da un “corte epistemológico” en tres planos distintos –el de los medios explicativos, el de las entidades y el de los tiempos–, en cada uno de ellos se da una relación de derivación que es posible debido a la mediación de un “enlace”: imputaciones causales singulares en el de los procedimientos explicativos, entidades de pertenencia participativa de primer orden en el de las entidades, y los destinos del acontecimiento en el discurso histórico en el de los tiempos, enlaces que permiten hablar de cuasi-explicaciones, cuasi-personajes y cuasi-acontecimientos en el campo de la historia, dando lugar así a las cuasi-narraciones que le son propias. Aunque nunca lo dice explícitamente, al proponer todo lo anterior Ricœur nos ha hecho entrega de una caracterización de lo que es la forma del discurso histórico.
Es en el tercer volumen de Tiempo y narración donde tiene lugar la conversación tripartita a la que ya nos hemos referido. Ello ocurre después de un amplio repaso de las principales aportaciones sobre la filosofía del tiempo registradas en la historia del pensamiento occidental. El fruto principal de este repaso es la develación de la primera gran aporía de la fenomenología de la temporalidad: la irreductibilidad recíproca de los tiempos cosmológico y fenomenológico. La apuesta es que la conversación ofrece una respuesta “poética” a esta aporía, validando así la tesis central de la obra y obteniendo provecho de ella. Esta gran conversación tiene como trasfondo o contexto el plano de la mímesis 3, esto es, el de las relaciones entre texto y realidad.
De nueva cuenta Ricœur procede según un complejo esquema dialéctico. En primer término, con una intencionalidad “resueltamente dicotómica”, examina por separado las maneras específicas en las que la historia y la ficción responden a la aporía enunciada. Después de ello y con una intencionalidad más bien inversa, esto es, de acercamiento, pasa a considerar la diferencia principal entre uno y otro tipos de relatos: la pretensión de verdad presente en el histórico y ausente en el de ficción. Finalmente, más allá de diferencias y semejanzas, argumenta de modo convincente que la historia y la ficción son, en última instancia, géneros interdependientes que se presuponen recíprocamente. Detengámonos unos instantes en cada uno de estos tres momentos dialécticos, y contemplémoslos desde la perspectiva específica del relato histórico.
La forma en la que este tipo de relato responde a la aporía de la irreductibilidad recíproca de los tiempos fenomenológico y cosmológico es mediante la conformación de un tercer tiempo, el tiempo histórico, que media entre los otros dos inscribiendo –“reinscribiendo” escribe Ricœur entonces– al primero en el segundo en virtud de ciertos procedimientos de conexión provenientes de la propia práctica histórica, a saber: los calendarios, la sucesión de las generaciones y la noción de huella, a la que se accede en un proceso de pensamiento que parte de la de archivo, la cual remite a las de documento y testimonio, que a su vez conducen a la de huella. La aportación de la ficción a la solución de la aporía es de un orden muy distinto: consiste en las que Ricœur denomina variaciones imaginativas de la fenomenología de la temporalidad.
La diferencia fundamental entre el relato histórico y el de ficción es la pretensión de verdad del primero: el referente del relato histórico es el acontecimiento realmente ocurrido en el pasado. Ricœur se pregunta a este respecto: “¿Qué significa el término ‘real’ aplicado al pasado histórico?, ¿qué podemos decir cuando decimos que algo ha sucedido ‘realmente’?” En congruencia con estas preguntas, el capítulo en el que se abordan estas cuestiones se intitula “La realidad del pasado histórico”, pero todo esto se presta a un equívoco: parecería que Ricœur emprende un estudio sobre el estatuto ontológico del pasado, cuando la verdad de las cosas es que tal no es el caso (como lo ha hecho notar, entre otros, Franklin Ankersmit), sino que lo que propone es investigar la naturaleza de la relación entre el relato histórico y el pasado “real”, relación a la que denomina lugartenencia o representancia, cuyo carácter enigmático radica en el hecho de la distancia temporal que media entre el acontecimiento ocurrido y el hecho relatado. Esta investigación, anidada en la más amplia relativa a las relaciones entre historia y ficción, es conducida también dialécticamente: la representancia es examinada sucesivamente bajo el signo de lo mismo (cuando la historia es entendida como “reefectuación” [reenactment] al modo de Collingwod), de lo otro (como en Paul Veyne y en Michel de Certeau) y de lo análogo, síntesis dialéctica de lo mismo y de lo otro (ilustrada, por ejemplo, en la poética de la historia de White). A fin de cuentas, al comprender que la estructura profunda de la imaginación histórica es de índole tropológica, descubrimos con Ricœur que “la retórica gobierna la descripción del campo histórico como la lógica rige la argumentación con valor explicativo”. La prescripción de Ranke de relatar los hechos tal como han ocurrido realmente conserva su validez, pero con el “como” resignificado ontológicamente, de modo que el “ser-como” exigido por Ranke se corresponde con el “ver-como” operado por el lenguaje metafórico, que permite descripciones de lo real que de otra manera serían imposibles, lenguaje del que Ricœur se había ocupado ya en La metáfora viva (1975). La pretensión de verdad del relato histórico ha quedado así, si no debilitada, de seguro matizada, aunque no abrogada. En atención a esto, entre otras cosas, Ricœur optó por declarar en el tercer volumen de Tiempo y narración que el vocabulario de la referencia (presente en La metáfora viva y todavía en el primer volumen de Tiempo y narración) ha quedado superado, y que debe ser remplazado por el de refiguración. Paralelamente, la ausencia de pretensión de verdad en los relatos de ficción requiere también ser matizada: aun cuando lo que en ellos se narra no se encuentra sujeto a exigencias de verdad, ¿no ha de ser verosímil? La brecha entre uno y otro géneros no es suprimida, pero sí disminuida. Más importante aún, la función de representancia del discurso histórico tiene en el de ficción su contraparte en la de significancia: la ficción es –al menos puede llegar a ser– reveladora y transformadora en relación con la práctica cotidiana, esto es, en relación con la realidad. Para sustentar esta tesis y mostrar el modo concreto en el que se realiza en los hechos, Ricœur desarrolla una teoría ampliada de la lectura a partir de la las teorías de la retórica de la ficción (Wayne Booth y M. Charles) y de la recepción literaria (Ingarden, Isser y Jauss), en la que el concepto clave es el de aplicación, conocido por los estudiosos de la tradición hermenéutica y en especial por los lectores de Verdad y método de Gadamer.
En opinión de Ricœur, la historia y la ficción, géneros hoy diferenciados que en otros tiempos se encontraban integrados en las epopeyas y en los mitos, no podrían existir el uno sin el otro: son interdependientes en virtud de que cada uno concretiza su intencionalidad específica sólo a través de ciertos préstamos esenciales provenientes de la intencionalidad del otro. Así, por ejemplo, la historia asume los tipos de tramas legados a los escritores del presente por la tradición literaria. A tal grado se da esta interdependencia que con toda propiedad puede hablarse de la historización de la ficción y de la ficcionalización de la historia; de los relatos históricos como cuasi-ficciones y de los de ficción como cuasi-historias. En definitiva, el tiempo humano, el tiempo vivido, procede entonces de la imbricación recíproca entre el carácter de cuasi-ficción de la historia y el de cuasi-historia de la ficción; esta es la respuesta poética a la aporía que nos ofrece, sin solución inmanente, la fenomenología de la temporalidad.

 

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La memoria, la historia, el olvido es una obra en tres partes, correspondientes a cada una de las temáticas a las que hace referencia su título, seguidas de un epílogo consagrado a “El perdón difícil”. Cada parte, en adición a encontrarse referida una temática específica, procede siguiendo un método propio. Así encontramos en esta obra una fenomenología de la memoria, una epistemología de las ciencias históricas –en la que por lo ya dicho, centraremos en esta ocasión nuestra atención– y una hermenéutica de la conciencia histórica que culmina en una meditación sobre el olvido. Las tres partes, empero, remiten a una problemática única que viene a constituir el tema central profundo que atraviesa todo el libro: el de la representación del pasado. No sólo la obra se encuentra estructurada de una manera triádica; cada una de las tres partes constitutivas del cuerpo principal del texto se encuentra, a su vez, estructurada de la misma manera.
El libro se inicia con una breve presentación general en la que Ricœur nos informa que la investigación que ha desembocado en esta obra responde a tres inquietudes principales: a) el problema del “corto circuito” que constituye la relación directa, inmediata, entre narratividad y temporalidad postulada en Tiempo y narración –y asumida en Sí mismo como otro (1990)–, cuando en realidad entre ellas median precisamente la memoria y el olvido; b) el interés de prolongar una sucesión de actividades de investigación, docencia y difusión sobre las relaciones entre la memoria y la historia que abarca la mayor parte de la década de los años noventa; y c) contribuir a la construcción y discusión de la idea de la memoria justa.
Quince años transcurrieron entre la publicación de Tiempo y narración y de La memoria, la historia, el olvido; a lo largo de ellos Ricœur ratificó muchos de sus planteamientos sobre la escritura de la historia, corrigió algunos y amplió otros. Más importante, reestructuró su pensamiento: con inspiración formal en la concepción de la escritura de la historia expuesta por De Certeau en “La operación historiográfica” (1974) –un lugar, una práctica, una escritura– elaboró su propia concepción de esta operación mediante la distinción de tres etapas o fases –no consecutivas y sólo separables analíticamente–; a saber: la documental, la explicativa/comprensiva y la representativa.
Antes de entrar propiamente en materia, Ricœur se pregunta por el nacimiento de la escritura de la historia y encuentra una ambigüedad en la pregunta misma: los orígenes son siempre míticos y los comienzos siempre históricos; pero, ¿cuál es el carácter de los nacimientos, ubicados como lo están entre los orígenes y los comienzos? Dirige su atención al mito del nacimiento de la escritura que Platón obsequió a la civilización occidental en las páginas finales de Fedro. Allí, se recordará, la escritura es tenida por un fármaco y la pregunta es: ¿remedio o veneno? También allí se nos ofrece la metáfora de los dos hermanos: la memoria viva es el hijo legítimo, y el registro escrito el ilegítimo. Ricœur efectúa la transposición al ámbito de la historia: el hijo legítimo viene a ser la historia erudita (savante), susceptible de reanimar la memoria declinante y, así, reefectuar el pasado; el hijo ilegítimo, la memoria instruida y aclarada por la historiografía. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿es la historia remedio, veneno o ambas cosas?
La noción de inscripción es más amplia que la de escritura. En Tiempo y narración Ricœur ha considerado la calendarización o datación, que inscribe un ahora fechado en el tiempo cosmológico. Recordando esto, en Sí mismo como otro se refiere a la localización, inscripción de un aquí localizado en el espacio geométrico, y a la denominación, inscripción de un yo nombrado en, por ejemplo, un acta de nacimiento (en la que, como lo constata Ricœur, se lleva cabo una triple inscripción: la de un nombre, según las reglas de denominación cultural y legalmente vigentes; la de una fecha, según las reglas calendáricas de datación; y la de un lugar, conforme a las reglas de localización en el espacio público). Estamos hablando ya del espacio-tiempo histórico, el espacio-tiempo en el que se generan, conservan y consultan los documentos. Al presente vivo del tiempo fenomenológico, al ahora fechado del tiempo histórico y al instante del tiempo cosmológico corresponden, respectivamente, el aquí absoluto del espacio vivido en el ámbito de lo espacial, el aquí localizado del espacio habitado y la posición en el espacio geométrico. Así como el tiempo histórico –tiempo narrado– es el tiempo en el que se desarrollan tramas que dan lugar a la historia, el espacio habitado es el espacio construido que da lugar a la geografía. En relación con el tiempo, configurar es poner en trama; en relación con el espacio, construir. Muchos años atrás, Ricœur había desarrollado un modelo del texto para luego aplicarlo a la acción y a la historia (en el sentido de res gestae), revelándolas como cuasi-textos, esto es, haciendo patente la estrecha analogía, cuando no el isomorfismo, entre los tres campos. Ahora nos muestra a la ciudad como texto.
En opinión de Ricœur, la operación historiográfica es posible en virtud de una doble reducción. Hemos visto cómo en Tiempo y narración el tiempo histórico se encuentra a caballo entre los tiempos fenomenológico y cosmológico. En La memoria, la historia, el olvido encontramos una caracterización complementaria: el tiempo histórico procede tanto por la reducción del tiempo cronosófico –el de la “historia de la historia”, el de las grandes periodizaciones– como por rebasamiento del orden de lo vivido. La otra reducción es la de la memoria viva a la posición “extrínseca” del conocimiento histórico. ¿Cómo se opera este tránsito? Por el testimonio, operación que es común a los ámbitos jurídico e histórico. Surge de nueva cuenta la sospecha sugerida por la lectura de Fedro: ¿El paso del testimonio oral al escrito, al documento de archivo, es, en cuanto a su utilidad o inconveniente para la memoria viva, remedio o veneno? Esta transformación de estatuto de testimonio hablado al de archivo constituye la primera mutación histórica de la memoria viva: el testimonio oral tiene un destinatario designado; no así el documento archivado. El archivo remite a la entrada de la escritura en la operación historiográfica: el historiador es un lector de archivos, pero los archivos, antes de poder ser leídos, han de ser constituidos, esto es, ha de tener lugar la puesta en archivo.
Ricœur medita sobre el testimonio y sus relaciones con la operación historiográfica desde la perspectiva de la primera de varias caracterizaciones complementarias que hace del objeto de la historia: los hombres en el tiempo. Estas son algunas de las relaciones que encuentra, las dos primeras relativas a la observación histórica y las cinco restantes relativas a la crítica: a)la huella es al conocimiento histórico lo que la observación (directa o instrumental) es al de las ciencias naturales, es decir, el testimonio (escrito) es la primera de las subcategorías de la huella; b)la cadena “ciencia de los hombres en el tiempo, conocimiento por huellas, testimonios escritos y orales, testimonios voluntarios e involuntarios” asegura el estatuto de la historia como oficio y el de los historiadores como artesanos; c)la puesta a prueba de los testimonios escritos y en general de todo tipo de vestigios da lugar a la crítica en el ámbito de la historia; y es este término “crítica” lo que especifica a la historia como ciencia; d)como lo ha señalado Carlo Ginzburg, la historia se rige (como la medicina) por un paradigma indiciario (o semiótico) diferente –opuesto, de hecho– al paradigma galileano de las ciencias de la naturaleza; e) el indicio se marca (repéré) y se descifra; el testimonio se declara (déposé) y se critica; f) Ginzburg ha abierto en el interior de la noción de huella una dialéctica del testimonio y del indicio, así ha iluminado la envergadura completa del concepto de documento; y g) la relación de complementariedad entre indicio y testimonio se inscribe en el círculo de la coherencia interna y externa que estructura la prueba documental. La caracterización mencionada del objeto de la historia –los hombres en el tiempo– permite establecer con cierta nitidez la distinción –en ocasiones afanosamente buscada– entre sociología e historia: la sociología es indiferente al tiempo, de manera que el cambio es de la competencia de los historiadores. Por esto la historia está comprometida con la “defensa del acontecimiento” y celebra, por tanto, el “retorno del acontecimiento” del que somos testigos en estos tiempos.
Ricœur considera necesario hablar de la crisis del testimonio. Los testimonios de los sobrevivientes de los campos de exterminio del Holocausto (Shoa) parecen constituir una excepción al proceso historiográfico: estos testimonios son inconmensurables con las capacidades receptivas del hombre ordinario. Se ha anunciado así el problema de los límites de la representación histórica. Pero antes de que los límites de la representación histórica y los de la explicación y la comprensión sean puestos a prueba, lo son los de la inscripción y la puesta en archivo. Estos testimonios se resisten a ser debidamente recogidos en virtud de la extrañeza absoluta que engendra el horror. Por lo demás, no hay distancia posible entre el testigo –la víctima– y lo testimoniado. Así, es en el mismo espacio público de la historiografía en el que se presenta la crisis del testimonio.
De la consideración del testimonio, Ricœur pasa a la de la prueba documental. Desde Tiempo y narración nos habíamos acostumbrado a la distinción entre acontecimiento y hecho –el hecho es el acontecimiento interpretado–, la cual es ahora iluminada adicionalmente: el hecho no es el acontecimiento, sino el contenido de un enunciado. Así como no hay observación sin hipótesis, no hay hecho sin preguntas. Hechos, documentos y preguntas son interdependientes y en conjunto conforman el trípode que sostiene al conocimiento histórico. ¿Cómo figura el acontecimiento en el discurso histórico? A título de referente último: el hecho es “la cosa dicha”, el qué del discurso histórico; el acontecimiento es “la cosa de la que se habla”, el “sujeto del que” es el discurso histórico; el acontecimiento es la contraparte efectiva del testimonio en tanto que primera categoría de la memoria archivada. A fin de cuentas, la reciprocidad entre la construcción y el establecimiento del hecho expresa el estatuto epistemológico específico del hecho histórico. A este respecto, es importante tomar conciencia de que los términos “verdadero” y “falso” pueden aplicarse legítimamente (con sustento documental) en el nivel de los hechos históricos en el sentido popperiano de “refutable” y “verificable”, en tanto que en el nivel de la explicación/comprensión esta aplicación será muy difícil, cuando no imposible.
Pasamos así de la fase documental, la relativa a la “memoria archivada”, a la de la explicación/comprensión. La conjunción de los términos busca subrayar el hecho de que la relación que existe entre sus referentes en las ciencias del hombre es de complementación y no de exclusión. Se puede tener por superada la querella suscitada al inicio del siglo XX que suponía antagónicos los términos explicar y comprender, nos dice Ricœur retomando su tesis de que “explicar más es comprender mejor”. No hay en historia un modo privilegiado de explicación; tampoco en la teoría de la acción, lo que no es casual: el referente anterior y posterior al discurso histórico son las interacciones susceptibles de engendrar el espacio social. Tenemos ante nosotros un espectro de modos explicativos que va desde el polo en el que las series de hechos repetibles de la historia cuantitativa se prestan al análisis causal y al establecimiento de regularidades que hacen aplicable el modelo nomológico deductivo, hasta el polo en el que los comportamientos de los agentes sociales, que responden a la presión de las normas sociales mediante maniobras diversas de negociación, justificación o denuncia, son susceptibles de ser explicados por razones. Pero no dejemos que estas consideraciones nos induzcan al error de suponer que la interpretación –“rasgo de la investigación de la verdad en historia”– sólo se hace presente en la fase explicación/comprensión: la interpretación atraviesa y es constitutiva de una operación historiográfica.
En el plano epistemológico, es en el nivel de la explicación/comprensión en el que la autonomía de la historia con respecto a la memoria es afirmada con mayor fuerza, y es en relación con la explicación que el documento constituye una prueba. ¿Qué hemos de entender por explicar? Explicar, nos dice Ricœur, es responder a la pregunta “por qué” mediante una diversidad de empleos del conector “puesto que” o “porque”.
El pensar sobre la explicación en la historia conduce a Ricœur a volver a preguntarse sobre la autonomía de la disciplina y la respuesta que nos ofrece otorga una justificación –quizá inesperada– al privilegio concedido a la historia social por la escuela de los Annales. La historia social no es un sector entre otros, sino el punto de vista bajo el cual la historia elige su ámbito: el de las ciencias sociales. Le parece, además, que se devela una afinidad que tal vez tampoco se anticipaba, la afinidad entre historia y fenomenología de la acción.
Los acentos que la historia coloca sobre el cambio y las diferencias o desviaciones vienen a ser distintivos de la historia frente a las otras ciencias sociales, particularmente la sociología. Cuando vuelve sobre este tema Ricœur reformula por vez primera su caracterización del objeto –“objeto total”, escribe ahora– de la historia: el cambio social. Sus reflexiones al respecto le conducen –con una inspiración proveniente de Fernand Braudel– a la consideración de la variación de escalas: el historiador contempla una pluralidad de duraciones que es exigida por las diversas correlaciones que pueden presentar los valores de tres factores: a) la naturaleza específica del cambio considerado (economía, política, cultura, etc.) b) la escala en relación con la cual es aprehendido, descrito y explicado y c) el ritmo temporal apropiado a esta escala. A escalas distintas son discernibles encadenamientos causa-efecto distintos e inconmensurables: no es posible totalizar las diferentes versiones del mundo correspondientes a escalas distintas porque no hay un patrón o retículo superior que permita integrar todas las escalas de manera que le correspondiera una visión totalizante.
Ricœur se siente interpelado por dos solicitaciones a las que busca responder: a) la emanada de tres discursos históricos muy divergentes –economía, sociedad y política– que requieren, cada uno a su manera, un rigor conceptual susceptible de presidir una reintegración de la historia dividida del último tercio del siglo XX, y b) la de una historiografía original ligada a una elección de una escala aparentemente inversa de la implícita en la historiografía dominante en la época dorada de los Annales: la escala microhistórica. Quiere avanzar en la dirección de una integración (remembrement) del campo histórico con la historia de las mentalidades jugando un papel federativo bajo la condición de que asuma el título y la función de una historia de las representaciones y de las prácticas. La continuidad que este programa de investigación guarda con los programas anteriores de la escuela de los Annales se aprecia, nos dice, en el hecho de que las tres problemáticas que acabamos de mencionar –la naturaleza específica del cambio considerado, la escala...– se desplazan en bloque y solidariamente. Y asume, siguiendo a B. Lepetit, una tercera caracterización del objeto del discurso histórico, complementaria y especificante de las anteriores: el vínculo social y las modalidades de identidad asociadas, cuyo tono dominante es el de una aproximación pragmática con el acento puesto sobre las prácticas sociales y las representaciones integradas a dichas prácticas. ¿Cuál es la naturaleza de la relación entre representaciones y prácticas? Las representaciones pueden ser tenidas por prácticas simbólicas.
Ricœur nos propone pensar en términos de historia de las representaciones en lugar de hacerlo en términos de historia de las mentalidades, entre otras razones porque el concepto de mentalidad puede dar lugar a una confusión entre un objeto de estudio, una dimensión del espacio social distinta de la económica y de la política, y un modo de explicación; y porque, al tiempo que la historia de las mentalidades asume el prejuicio de una cultura común “interclases” –prejuicio de la mentalidad colectiva–, insiste en los elementos inertes, oscuros e inconscientes de una visión determinada del mundo.
Ricœur ha efectuado su revisión de la historia de las mentalidades repasando tanto los textos de autores clave –Michel Foucault, en particular en su periodo “arqueológico”; De Certeau, “heterólogo”; y Norbert Elias, estudioso de la dinámica de la civilización occidental– como la perspectiva de las escalas de eficacia o coerción, de los grados de legitimación y de los tiempos no cuantitativos de los tiempos sociales. A manera de muestras, plasmamos a continuación unas cuantas de las muchas tesis que se desprenden del análisis en relación con cada una de estas escalas.
Escala de eficacia o de coerción. Como lo ha podido verificar la microhistoria, la variación de escalas permite poner el acento sobre las estrategias individuales, familiares o de grupos, las cuales colocan en entredicho la presuposición de la sumisión de los actores sociales de último rango a las presiones sociales de todo tipo y principalmente a las ejercidas en el plano simbólico. De hecho, es colocada en entredicho la totalidad de los sistemas binarios que oponen cultura superior (savante) a cultura popular y todos los pares asociados, tales como fortaleza/debilidad y autoridad/resistencia. Este tipo de contrarios, y en particular el de regularidad institucional/inventiva social, pueden y deben ser superados por una aproximación dinámica a la constitución del lugar, a condición de que se hable de institucionalización –esto es, del archivar social– antes que de institución. Así considerado, el proceso de institucionalización pone de manifiesto dos aspectos de la eficacia de las representaciones: identificación (función lógica, clasificadora de las representaciones) y coerción (función práctica de puesta en conformidad de los comportamientos). Y, contemplado desde un punto de vista dinámico, este proceso oscila entre la producción de sentido en el Estado naciente y la producción de constricción en el Estado establecido.
Escala de grados de legitimación. La idea jerárquica (vertical) de grandeza (variante de la idea de escala) requiere ser combinada con la idea (horizontal) de la pluralización del lugar social. El cruzamiento de estas dos problemáticas contribuye al rompimiento con la idea de mentalidad común, fácilmente confundida con la de un bien común indiferenciado. Una cadena de escrituras y de lecturas jerarquizadas asegura la continuidad entre la idea de representación como objeto de la historia y la de representación como útil de la historia. En la primera acepción, la idea de representación destaca la problemática explicación/comprensión; en la segunda, cae bajo la de la escritura de la historia.
Escala de los aspectos no cuantitativos de los tiempos sociales. Las duraciones mesurables son correlacionables con aspectos repetitivos cuantificables susceptibles de manejo estadístico. Sin embargo, en el marco de este cuadro bien delimitado de lo medible, las duraciones presentan aspectos tales como la velocidad y la aceleración de los cambios, que no son tan fácilmente cuantificables y que se encuentran asociados con otros tales como ritmo, acumulatividad, recurrencia, remanencia, olvido, en la medida en la que la puesta en reserva de las capacidades reales de los agentes sociales agrega una dimensión de latencia a la de actualidad temporal, pudiéndose hablar de una escala de disponibilidad de competencias. Ahora bien, en tanto que a la sociología conciernen los rasgos de estabilidad, competen a la historia los de inestabilidad, pero las categorías de estabilidad e inestabilidad, continuidad y discontinuidad, así como otros pares de oposiciones aparentes, deben ser tratadas en el cuadro de polaridades relativas a la metacategoría de cambio social, la cual se ubica en el nivel conceptual del referente básico del conocimiento histórico: el pasado en tanto que fenómeno social. Por lo demás, la estabilidad, en tanto que modalidad del cambio social, debe ser acoplada con la categoría seguridad, perteneciente al campo político. No emprenderemos aquí la glosa del interesantísimo análisis que Ricœur hace de las categorías de estabilidad y seguridad, y de su contraparte, la de la incertidumbre.
Hacia el final de sus meditaciones sobre la fase explicación/comprensión de su concepción de la operación historiográfica, Ricœur hace una especie de balance o resumen de los argumentos a favor del remplazo de la noción de mentalidad por la de representación. Plasmamos lo que nos parece que es lo más central de este balance en el Cuadro a.
La noción de representación –representación-objeto– que Ricœur propone que reemplace a la de mentalidad como objeto del discurso histórico no debe ser confundida con la de representación literaria –representación-operación–, tercera fase de la operación historiográfica. Sin embargo, cree vislumbrar una relación, que no vacila al calificar de “mimética”, entre una y otra, relación que, con claro reconocimiento a las ideas de Roger Chartier, describe en los términos siguientes: “Es en la reflexión efectiva del historiador sobre el momento de la representación incluido en la operación historiográfica cuando accede a la expresión explícita la comprensión que los agentes sociales alcanzan de ellos mismos y del ‘mundo como representación’”: la representación-operación constituye un momento reflexivo con respecto a la representación-objeto.
Al comenzar a internarnos en la discusión de la representación literaria como fase tercera de la operación historiográfica, encontramos lo que nos parece que es el argumento decisivo a favor de la inseparabilidad de las tres fases: la representación no es algo que se agregue desde el exterior a las fases documental y explicativa, sino algo que las acompaña y porta. Por lo demás, la historia es escritura de punta a punta –de los archivos a los relatos históricos– y la interpretación es una constante y un hilo conductor a través de toda esta operación.
Vuelven a aparecer varios de los grandes temas de Tiempo y narración, y es en relación con la tesis narrativista, el carácter retórico del discurso histórico, y la noción de representancia donde se percibe un mayor avance en la clarificación de las ideas. Ricœur cree detectar un impasse en lo relativo a la tesis narrativista, ocasionado por el hecho de que tanto para los defensores de la posición narrativista –la configuración narrativa es un modo explicativo alternativo a la explicación causal– como para sus detractores –la historia-problema ha reemplazado a la historia-relato–, relatar equivale a explicar. Para salir de él, aventura las siguientes dos hipótesis: a) la narratividad no constituye una solución alternativa a la explicación/comprensión (en contra de lo sostenido tanto por los defensores como por los detractores de la tesis narrativista); y b) la puesta en intriga constituye, no obstante, un componente auténtico de la operación historiográfica, pero en un plano distinto al de la explicación/comprensión, donde no entra en concurrencia con los usos del “porque” (parce que) en el sentido causal. No se trata, aclara, de una degradación de la narratividad a un rango inferior, toda vez que la operación de configuración narrativa entra en composición con todas las modalidades de explicación/comprensión. En relación con la explicación la narratividad no es ni obstáculo (historiografía francesa con su oposición historia-relato/historia-problema), ni sustituto (autores en lengua inglesa que elevan el acto configurante de la puesta en relato al rango de explicación exclusiva de las explicaciones causales o –mejor– teleológicos), sino que llena una laguna en la explicación/comprensión. Ricœur nos ha hecho ver que nos encontramos ante dos tipos distintos –aunque vinculados en los relatos históricos– de inteligibilidad, la narrativa y la explicativa. Además, nos muestra cómo surge la noción de coherencia narrativa como resultado de la aproximación de la analítica de la narratividad a la semiótica del discurso, noción que se enraíza en la de “cohesión de una vida” (Dilthey), se articula sobre la conexión causal o teleológica y aporta la “síntesis de lo heterogéneo”. A partir de la noción de coherencia narrativa se hace posible la formulación de una definición propiamente narrativa del acontecimiento: lo que hace avanzar la acción, una discordancia que entra en competencia con la concordancia de la acción; en definitiva, una variable de la trama. La noción de personaje constituye un operador narrativo de la misma amplitud que el de acontecimiento.
Por lo que se refiere al carácter retórico del discurso histórico, Ricœur, quien nunca ha dejado de suscribir el reclamo a favor de los modos de argumentación que la retórica opone a las pretensiones hegemónicas de la lógica, se ha propuesto: a) ampliar y contemplar en toda su amplitud el campo de la representación escrituraria, b) dar cuenta de las resistencias que las configuraciones narrativas y retóricas oponen a la pulsión referencial que vuelve el relato hacia el pasado y c) conferir sentido a la discusión sobre los “límites de la representación” de cara a la Shoa. Por lo que se refiere a la segunda de estas empresas, hemos de decir que entre quienes impugnan lo que llama “pretensión referencial del discurso histórico” –pretensión que, según gusta decir, ha asumido y defendido que con vehemencia a lo largo de toda su trayectoria– ha escogido a Roland Barthes y a Hayden White para analizarlos y refutarlos. Es menester señalar a este respecto que en los años recientes se ha hecho claramente perceptible en los trabajos de Ricœur un mayor distanciamiento frente a las tesis de White que el que se aprecia en Tiempo y narración. Por lo que respecta al tercero de los propósitos apuntados, Ricœur sostiene que el agotamiento de las formas de representación disponibles en nuestra cultura para dar legibilidad y visibilidad al acontecimiento llamado “solución final” constituye un límite interno irrebasable a la capacidad para la representación.
Ricœur examina el acoplamiento entre relatar –avance narrativo– y describir –momento estático, descriptivo–, esto es, entre legibilidad y visibilidad. La ficcionalización del discurso histórico, prominente en Tiempo y narración, es ahora reformulada como entrecruzamiento de la legibilidad y la visibilidad en el seno de la representación histórica. Este acoplamiento de lo legible y lo visible da lugar a intercambios que son fuente de efectos de sentido comparables a los que se producen en el entrecruzamiento de los relatos de ficción y los relatos históricos: el aficionado, por ejemplo, “lee” una pintura y el narrador “pinta” una batalla. Con los retratos (textuales) de los personajes, distinguidos del hilo de la trama del relato, el acoplamiento de lo legible y lo visible se desdobla francamente.
Ricœur contempla la retórica como tékhnê discursiva orientada a persuadir, lo que está en el origen de todos los prestigios que lo imaginario es susceptible de injertar en la visibilidad de las figuras del lenguaje. De L. Marin recupera las tesis de que el discurso es el modo de existencia de un imaginario de la fuerza, imaginario cuyo nombre es poder; y de que el poder es el imaginario de la fuerza en tanto que ésta se enuncia como discurso de la justicia. También examina la relación circular entre tener el lugar de y ser tenido por, esto es, la circularidad del hacer creer, y afirma, con inspiración en Pascal, que puede entenderse a lo imaginario como el operador del proceso de justificación de la fuerza; la imaginación es en sí una potencia [puissance]. Todo esto le conduce al tema de la grandeza, común tanto al discurso político como al antropológico, y que se encuentra ligado a la problemática de la representación a través del modo retórico de alabanza. Observa que, a falta de un punto de vista cosmopolita, en el Estado-nación permanece el polo organizador de los referentes ordinarios del discurso histórico, por lo que debe continuar siendo célebre en su grandeza, distribuida ahora sobre un vasto espacio social. Registra asimismo que, dado lo inexpugnable del tema de la grandeza, también lo es la retórica del elogio, como lo comprueban, por ejemplo, textos clave de Ranke y de Michelet, que permiten constatar adicionalmente que elogio y señalamiento de culpa son prácticas retóricas simétricas.
La noción de representancia, nos dice Ricœur, condensa en sí misma todas las expectativas, todas las exigencias, todas las aporías ligadas a lo que también se conoce como intención o intencionalidad histórica; designa la expectativa asociada al conocimiento histórico de las reconstrucciones del curso pasado de los acontecimientos. A su juicio, es la más problemática de toda la epistemología de la historia. De lo que se trata es de saber de qué manera y en qué medida el historiador satisface el interés y la promesa suscrita por su pacto con el lector, a saber, que el relato histórico trata de situaciones, acontecimientos, encadenamientos y personajes que han existido anteriormente en la realidad. Ricœur anota que la sospecha de que la promesa ni se cumple ni puede ser cumplida es máxima cuando se refiere a la fase de la representación literaria y que la respuesta apropiada no hay que ubicarla sólo en ella, sino en su articulación sobre los dos momentos previos de explicación/comprensión y de documentación, y aun en la articulación de la historia sobre la memoria. La “convicción robusta” que anima el trabajo del historiador, en efecto, es en sí llevada hasta la vista del lector por la escritura literaria que, recorrida de principio a fin por las tres rutas de lo narrativo, de lo retórico y de lo imaginativo, suscribe y responde al pacto. En definitiva, la representación histórica en tanto que tal debería testimoniar que el pacto con el lector puede ser cumplido por el historiador. Pero la intencionalidad y la sospecha parecen encontrarse en un equilibrio en el que cualquier argumento de una de las partes suscita inevitablemente uno de la otra, como se pretende mostrar en el Cuadro B.
Cuestionados los modos representativos de dar forma literaria a la intencionalidad histórica, la única manera responsable de hacer prevalecer la atestación de la realidad sobre la sospecha de no pertinencia es mediante el reenvío de la fase escrituraria a las fases previas de explicación/comprensión y de la prueba documental. Pero de nuevo se asoma el espectro de Barthes: “El hecho no tiene nunca más que una existencia lingüística”, lo cual, como hemos tenido oportunidad de ver al comentar la distinción acontecimiento/hecho, es plenamente asumido por Ricœur. A fin de cuentas, cuando todo ha sido dicho desde el lado de la intencionalidad histórica y desde el lado de la sospecha, el realismo crítico de Ricœur –explícitamente profesado y declarado– encuentra su sustento más profundo en la dimensión testimonial del documento: “no tenemos nada mejor que el testimonio y la crítica del testimonio para acreditar la representación histórica del pasado”. Por lo mismo, la afirmación de la verdad de la representancia compromete al discurso de la historia, no sólo en su relación con la memoria, sino también en su relación con las otras ciencias; en efecto, es con relación a la pretensión de verdad de las otras ciencias como hace sentido la pretensión de verdad de la historia.
La relación de la supuesta adecuación entre la representación histórica y el pasado encierra un nuevo enigma: la representación histórica es una imagen presente de una cosa ausente. La cosa ausente se desdobla a su vez en desaparición y en existencia en el pasado; “haber sido” constituye el referente último al que se apunta a través del “no ser más”. La ausencia se desdobla en la ausencia a la que apunta la imagen presente y en la ausencia de las cosas pasadas en tanto que cumplidas en relación con el “haber sido”. Y es en este sentido que la anterioridad significa la realidad, pero la realidad en el pasado.
La epistemología de la historia ha llegado a los confines de la ontología del ser-en-el-mundo, a la pregunta por la condición histórica; esto es, a la pregunta por el régimen de existencia colocado bajo el signo del pasado como no siendo más, pero habiendo sido. Una reflexión que conduce al borde de una ontología del ser histórico.

 

 

Luis Vergara, "Paul Ricoeur y la escritura de la historia", Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, Año VI, Volumen VI, pp. 59-86.