Jorge Fernández Granados

Consideraciones en torno al Apocalipsis

 

 

Tengo la sospecha de que el fin del mundo es otra utopía extraña. O, más exactamente, una curiosa inversión del concepto de la utopía. Creer que a nosotros nos toca o nos tocará ver el Apocalipsis sólo evidencia nuestro centralismo generacional. Si todo esto ha de acabarse, ¿por qué justamente ahora? ¿Qué hemos hecho para merecer cerrar la edición definitivamente? El mundo no se acaba, los que nos acabamos somos sólo nosotros. Me temo que cada generación tiene su propio Apocalipsis: el que se merece y le corresponde. Y ha habido generaciones casi dignamente apocalípticas, como la que arrasó a las civilizaciones prehispánicas a comienzos del siglo XVI o la que se precipitó a la Segunda Guerra Mundial. Pero, aun en estos casos de memorable exterminio, no parece viable que el destino se presente como un evento colectivo. Si bien nuestra época se caracteriza por temer una nutrida colección de paranoias, gran parte de las cuales conciben desastres en cadena y males planetarios que bien podrían ocurrir, los hechos nos demuestran que los complejos procesos de la realidad están fuera de todo sistema, incluido el de las catástrofes universales de San Juan. En todo caso, lo apocalíptico no está tanto en el mundo como en la forma en que concebimos al mundo. Su existencia imaginaria nos permite establecer, junto con la idea de una Creación o Génesis, las fronteras de una concepción religiosa del devenir. Bajo esta perspectiva, el Apocalipsis es un horizonte subjetivo, un marco de referencia que nos ayuda a soportar el interminable vértigo del tiempo.

El concepto del tiempo, en culturas diferentes, puede ayudarnos a entender algunas curiosas expectativas de cada civilización. Para una parte de la cultura judeo-cristiana, por ejemplo, el mundo avanza desde un Génesis, es decir un principio situado en un pasado mítico, hacia un Apocalipsis, es decir el fin del mundo, hasta cierto punto necesario si tenemos en cuenta que el tiempo, la historia y las generaciones se han considerado, bajo ciertas concepciones teológicas, la medida de una degradación y un progresivo alejamiento del estado de gracia nativo entre el hombre y la naturaleza, el cual en aquel origen mítico se hallaba intacto. "Cuando el hombre accede a los secretos del mundo rompe su invisible cordón divino", nos dice Aristóteles, y dicho cordón había sido roto desde el momento en que el hombre probó los frutos del Árbol del Conocimiento y se precipitó en la historia. Por cierto, muy pocas culturas han visto con optimismo la aventura del hombre por el tiempo. La mayoría de ellas han dedicado sus mejores energías a la reunificación con el origen y a la reconquista de un hombre verdadero que en algún punto del camino parece haberse extraviado.

La cultura moderna, la modernidad, por el contrario, ha sido hasta ahora un momento de optimismo que descansa en la razón positiva: su fe, no menos positiva, de que vamos hacia el Paraíso del Progreso. Si algunas culturas premodernas ubicaban al Paraíso en el pasado, y el tiempo, por tanto, sólo las alejaba de aquél, la cultura moderna ubica ese paraíso en el futuro, y el tiempo no puede traer otra cosa que progreso y bienestar. El pensamiento de la antigua cultura helénica –aunque Heráclito lo discutía– veía el drama del hombre en el tiempo como un eterno retorno, es decir una representación cíclica de las mismas entidades bajo máscaras o formas que renacían o reencarnaban; la historia era una ficción circular, un drama infinito que se manifiesta o se materializa sin cesar. Algo muy parecido sostienen las doctrinas budistas pero en el sentido de que el círculo es un círculo vicioso. Lo que importa, según ellas, es lo que se libera de él, lo que cesa por fin. Los hebreos, por su parte, conciben al tiempo como una flecha, una línea o un prolongado errar desde una pérdida hasta una esperada recuperación, donde cada generación acumula su parte y espera ansiosa la llegada del Objetivo. Con esta concepción no es de extrañar que hayan sido el pueblo que puso las bases para la invención del Apocalipsis y el Juicio Final. Pero el hombre occidental moderno, orgulloso de sus éxitos en la razón práctica y en la ciencia aplicada, cree, más o menos desde el siglo XVIII, que el tiempo no hace otra cosa que perfeccionarlo y aun que, si existe el Paraíso, evidentemente está en el futuro y no en el pasado. Un futuro dominado por los frutos de la razón. El optimismo (que no es igual a la esperanza) del pensamiento moderno ha supuesto en el devenir una extraña fe que afirma, por encima de los hechos de la naturaleza o el azar (si es que son distintos), que el hombre siempre tiene la razón, y que de haber diferencia con el mundo, éste debe someterse a la razón humana, que el tiempo es igual a evolución y que el Paraíso está en el futuro, donde la razón humana habrá corregido al mundo para hacerlo hospitalario. Un futuro, claro está, tan remoto como el origen del hombre o el Génesis. En otras palabras, otra nueva fe, en este caso sostenida por un Zeus de la Razón y un Olimpo del Progreso.

Es dentro de estos términos que podemos plantear el Apocalipsis, hoy en día en su más reciente versión de moda milenarista, como una curiosa inversión de la utopía moderna del progreso. Una inversión de esta última utopía al ponderar un límite simbólico, una fatalidad infranqueable que nos acecha y ante la cual el tiempo ilusorio del progreso se detiene; es decir, la idea del Apocalipsis ejerce una crítica central a la modernidad y nos devuelve a un horizonte no resuelto de manifestaciones míticas. No hay Apocalipsis si no hay Génesis; y ninguno de ambos es posible si no existe una Creación. Creación como voluntad que se ha manifestado en nosotros y ante la cual hemos de rendir cuentas, tarde o temprano. Por eso la presencia de la idea del fin del mundo en nuestros días es algo más que una moda excéntrica: nos demanda una pregunta esencial sobre nuestro principio generador y sobre nuestro sentido último sobre el planeta. El tiempo de lo creado como un espacio no infinito y, tal vez por lo mismo, sagrado. La existencia comprendida en un orden mayor, fijado, dentro del cual no existe la casualidad pero sí la elección. Ante la extrema libertad hasta cierto punto irresponsable de un futuro garantizado por nuestra civilización moderna el Apocalipsis nos impone la restricción mítica y perentoria de un final profetizado.

Hasta aquí mi lectura del Apocalipsis como posible inversión de la utopía moderna. En todo caso, debo confesar que a mí me seduce más la idea –si de tener una idea apocalíptica se trata– de que el fin del mundo ya sucedió hace mucho tiempo y sólo quedan sobre la tierra vivientes espectros extraviados que quieren recordar la vida.


Jorge Fernández Granados


Jorge Fernández Granados, "Consideraciones en torno al Apocalipsis", Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, año VI, volumen VI, pp. 27-30.