Esa mañana se presentó en el hotel donde ella se había hospedado con una sonrisa en la boca y una caja de dulces de leche en las manos. Ella no estaba, y apenas iba a despuntar el alba. Regresó el resto de la semana, cuatro madrugadas consecutivas, y cada vez le informaron que Aélita acababa de salir. A la quinta mañana, cuando los oficinistas bajaban a distraer el sueño, se tropezó con ella.
Fuera de su realidad, conformada por las suculentas que la rodeaban, un siniestro terciopelo mostaza cubriendo las sillas y las cortinas, más el sonido gutural y geométrico de sus vecinos del norte, Aélita no se apartaba del ambiente natural en el que había crecido, como acostumbran ciertos animales. Pero entonces vio venir a Savoy encorvado como todos los de gran estatura, igual que su madre. No pudo evitarlo. Él le propuso caminar por los jardines de María Dyada, hacia donde se dirigía ya con paso resignado ante su inminente fracaso.
Anduvieron juntos por los desnudos y fríos jardines. Savoy empezó a creer que podía hablar con ella. Hacia la tarde estaba seguro de que podía contárselo todo. Aélita guardaba silencio. Él le dijo que tenía un empleo en la BMW, empresa donde ganaba lo suficiente para negociar en siete idiomas y, agregó, tenía ahorrado algún dinero, producto de la especulación bursátil.
Savoy perdió el paso. La muchacha se movía en ángulo, su andar era oblicuo y retardado, desenfadado y gracioso. Comprendía el paso reposado del ave nocturna. No llevaba tarjetas de crédito y su cabeza clara, de cabello corto, húmedo y brillante, le daba el aspecto de esos querubines que asisten a las fiestas de los famosos. Y se ríen con ellos. Las figuras de los teatros del Renacimiento palidecerían bajo su perfil. Vistos así, los ojos de Aélita parecían ligeramente abombados y las sienes, bajas y cuadradas.
Era graciosa y un poco descoordinada, como una vieja estatua en un jardín, extraviada en el acontecer y en cuya piel las huellas de la intemperie soportada eran obra del viento, de la lluvia y de las innumerables fracturas de la piedra caliza que acompañaban el paso de las estaciones. Savoy sentía su presencia con inquietud y, no obstante, creía ser dichoso por primera vez. Cerró los ojos y entró en una gota del tiempo que se convirtió rápidamente en una burbuja de luz. La imagen de Aélita, deformada, se gestaba a voluntad de su mente, como si ésta fuese independiente de él. Cuando ella sonreía, la sonrisa estaba sólo en los labios y era un poco amarga. Era el rostro de una incurable que aún no padecía ninguna enfermedad.
Desde entonces pasaron muchas horas en los jardines. Savoy quería recorrer también los museos y Aélita lo llevó a todos los de la ciudad. Ahí descubrieron que, si bien ambos apreciaban lo sublime y lo original, también elogiaban con emociones no menos sentidas lo adulterado y lo vulgar. Cuando percibían el olor del aceite donde se cocinaba un objeto inmaculado, sus manos parecían hacer las veces de ojos. El tren de los museos es una dura carga. Savoy le dijo entre una sala y otra:
Tienes el tacto de los ciegos. Hay quienes no pueden hacer nada cuando de tentar se trata.Y entonces privilegian los dedos y se olvidan de la mente. Pero tú...
Aélita cerró el paréntesis del recelo y le extendió las manos. La gente pasaba mirando las obras maestras y mirándolos a ellos, con suspicacia intelectual. Los dedos de Savoy avanzaron vacilantes, esquivos porque habían encontrado una mala cara en la obscuridad. Por fin se abrazaron. Por un momento parecía como si hubieran tapado dos bocas llorosas. Las manos quedaron quietas y ella se volvió. Su aroma y, de hecho, sus ropas eran de una época que Savoy no pudo determinar. Llevaba aretes y collar de perlas. Su falda, moldeada a la cadera, tenía una línea amplia. Era más larga y con más vuelo que el corriente de las mujeres, y estaba cortada en una seda cuyo peso le permitía compartir el sueño de toda mujer frente al tiempo: despedía una renovada antigüedad que los volvía locos.
El capítulo de los museos quedó atrás. Un domingo azul Savoy descubrió sus intenciones. Al entrar en una tienda de antigüedades del centro de la ciudad y mientras pedía el precio de un pequeño tapiz, la vio reflejada en el espejo de la puerta de la trastienda, vestida con un traje de brocado; el tiempo traería el festejo para usarlo, pensó. Mientras tanto, manchado y roto en algunos lugares, había más tiempo para arreglarlo con holgura.
Savoy encontró que su amor por ella no era una genuina elección duradera, lo cual pudo haberlo horrorizado los primeros instantes pero luego entró en razón. Aélita misma se lo había dicho, hormona mata neurona. Era como si el peso de toda su vida se hubiera concentrado en un cono sideral. Él tenía el propósito de hundir su bota en el fango de las celebridades psíquicas de la nación con esfuerzo laborioso y tenaz. Pero apareció Aélita y su destino se le reveló espontáneamente. Cuando le pidió que se casara con él lo hizo pensando en su propio bienestar; así le resultaría más fácil aceptar una negativa. Pero cuando ella dijo que sí, se sintió desnudo e indefenso ante la mujer y su pasado. Aélita, por su parte, sacó la balanza de su interior, puso en un plato los hechos y en el otro los sentimientos, y esperó a ver hacia dónde se inclinaba el fiel.
Savoy era el único sobreviviente del primer grupo de bebés engendrados por varones. Ocho de ellos murieron durante el periodo de gestación, dos más sobrevivieron unas cuantas horas después del parto y murieron por diversas complicaciones inmunológicas. Uno más sobrevivió hasta el año, cuando se le encontró bocabajo, inerte por un paro respiratorio repentino. Tres madres varoniles murieron durante la cesárea y el resto reanudó su vida normal después de varias semanas de convalecencia. Antes del trágico desenlace, una madrugada de primavera el progenitora de Savoy se fugó del centro hospitalario donde se encontraban bajo observación y cuidados los doce elegidos, y sobrevivió trabajando para un circo que andaba de gira por los alrededores de la ciudad, ajeno al mundo de los medios.
Cansado del aserrín y el fandango, dos semanas más tarde el progenitora de Savoy regresó al centro de la ciudad. Fue encontrado sin sentido días después, en el interior del antiguo pasaje Savoy, un sitio abandonado años atrás por la feria del inmueble. Al mes parió a un niño robusto y llorón, y murió a las pocas horas. El recién nacido fue adoptado por una pareja de inmigrantes alemanes que lo criaron hasta su propia muerte en un accidente aéreo, poco después de haber cumplido Savoy los catorce años de edad. Ahí entro yo, pensó Aélita.
El muchacho fue preparado para saber la verdad. Además, el experimento se había repetido quince años después, a pesar de las protestas de muchos que aún recordaban la experiencia desastrosa de los primeros doce. Los seis nuevos voluntarios eran ahora felices madres de cuatro niñas y dos varones aptos para engendrar. Aélita fue la doctora encargada de cuidar que Savoy no se fracturara emocionalmente hasta que, un año más tarde, rumbo a los dieciséis de sedad, un día de verano consiguió meterse en la cama de Aélita. Por la mañana ella lo abandonó. Los siguientes cinco años Savoy los pasaría estudiando por cuenta del programa de recuperación de genes primarios y durante sus ratos libres fisgaría en las casas de antigüedades del centro de la ciudad.
Ahora él le hablaba en alemán mientras ella comía schnitzel y pasteles de carne, oprimiendo su mano blanca sobre el asa de la jarra de cerveza.
Das Leben ist ewig, darin liegt seine Schönheit decía, convencido de que ella se habría de casar con él por el síndrome de Hawking. Todas las enfermeras terminan casándose con sus pacientes.
Paseaban por delante del Palacio de los Permisionarios, bajo un sol cálido y radiante que bañaba las estatuas y los setos recortados con figuras animalescas. Fue con ella al Kammergarten de las Calandrias y allí le habló de sus nuevos planes, y luego se dejaron caer en la Plaza de Volador. Se sentaron en un banco y luego en otro menos mojado. Apareció un vendedor de camotes y plátanos asados, quien aprovechó para aligerar la presión de su caldera e invitarlos a comprar. El sonido agudo recorrió el jardín como si se tratara de un representante divino, aficionado a no perderse nada.
Nunca dejé de quererte repitió él.
¿Por qué yo? dijo ella.
Aélita se levantó y lo llevó al Hotel Ambos Mundos, donde alquilaron una habitación para defenderse del viento. La inspección ocular era el instrumento favorito de ella, así que se acercó a la ventana y corrió las cortinas de poliéster. Retiró también el burlete que esta, como otras ciudades, inserta en las juntas para evadir la noche fría. Él se puso a hablar de sus parientes: una abuela lesbiana que había optado por la fertilización artificial, feliz e indolora; sus dos hermanos abogados, quienes habían ayudado a legislar para contener la furia de los desgraciados; y un joven tránsfuga que había intentado evadir su destino, el único en salvar el producto de los doce primeros infortunados hombres madre. La memoria era corta, pues estaban en el último año del estero.
Savoy hablaba animado por su afán irrefrenable de recrear a los grandes boxeadores y taxistas de estas tierras. Sentía en el pecho un enorme peso, como si estuviera destinado a soportar la carga uniforme de sus atavíos y su destino biológico. Tras volverse a mirar a Aélita luego de una cascada de datos y especulaciones, la vio sentarse y quedar ahí, con las piernas extendidas, la cabeza apoyada en el respaldo adamascado del sillón, con un brazo colgando y una mano que, por azares del destino y la densidad de la luz en ese instante, parecía más vieja y más sabía que el resto del cuerpo. Al mirarla, él comprendió que no era lo fuerte y tenaz para hacer de ella lo que se esperaba. Se requería de algo más que elocuencia. Se necesitaba el contacto con personas exoneradas de su condición terrenal por un acusado sesgo protogenético, una especie de espíritu ancestral, alguien de aquel antiguo régimen de bacterias, virus y moléculas prístinas, nanomáquinas dispuestas a hacer cada vez algo novedoso, por ejemplo, viejas damas de los tribunales herméticos que sólo recordaran en público a otros jueces, cuando en realidad lo que lograban era citarse a sí mismas. O hacer animales de antimundos y plantas anaeróbicas. O hacer muchos de nosotros mismos.
Intentaron viajar por las ciudades cercanas pero al duodécimo día desistieron y regresaron a casa. Durante los meses siguientes, Savoy esperó a que Aélita mostrara inclinaciones religiosas, reconociendo tácitamente que ambos eran un enigma. Mientras se servían del sushi de cangrejo y merluza que se hallaba colocado al centro de una mesa, él se trataba de convencer a sí mismo. Tal vez detrás de aquella aparente indiferencia se ocultaba la grandeza. Savoy intuía que, a su pesar, la atención de Aélita ya estaba prendida en algo que todavía no había pasado a la historia. Ella siempre parecía estar escuchando el eco de una escaramuza en lo más recóndito de la vida celular de Savoy. Creía saber nadar dentro de su vasto mundo microscópico y, no obstante, carecía de una localización precisa. Incluso cuando llegó a conocerlo mejor fue incapaz de fundar su intimidad.
El espectáculo tenía algo de griego. Savoy revivía la tragedia de su padre. Ataviado como un capricho de sastre, intentando en vano acomodar el paso al de su probable mujer, Savoy avanzaba entre la multitud, con el monóculo bien atenazado, tratando de llevar a Aélita del brazo, hablándole, llamando su atención sobre esa marquetería y hacia aquella otra vitrina de afanes y reverencias. No le importaba destrozar su espíritu pacificador por hacerla partícipe del destino para el que la había elegido: darle hijos que reconocieran y honraran el pasado turbulento de los dos, una real dinastía de locos, considerando quiénes serían sus padres y sus abuelos. Sin esta deferencia, todo lo que habían sido desde que fueron preconcebidos se diluiría en el tiempo vacío. Pero ella no escuchaba y él, irritado y simulando un tono ecuánime, dijo:
!Voy a convertirte en la reina de Marte!
Enseguida se preguntó qué había querido decir en realidad; ella siguió evadiéndolo. Un hijo, eso es, ¡un hijo!, pensó él. Esta idea lo acometió de manera intempestiva, mientras hacía números para el nuevo día.
Muy temprano corrió a su casa invadido de un frenesí impaciente, como el niño que oye desfilar al equipo campeón y no tiene a quién pedirle permiso para sentarse en sus hombros y ver todo el espectáculo a placer, mediante impulsos desiguales pero verlo todo en los hombros de un gigante. Cuando la tuvo delante otra vez esa tarde, lo único que pudo articular fue:
¿Y nuestro hijo? Wo ist das Kind? Warum?
Warum nicht? respondió ella.
Aélita se trataba de convencer de que concebir era la mejor manera, tal vez la única de explorar la tierra incógnita de su interior. Comenzó a sumirse en una calma cataléptica y tensa, creyéndose encinta antes de estarlo. Paseaba por el campo, subía a los tranvías, seguía la línea de los ápsides mientras apuntaba los nombres de su próximo vástago: Feliciano, Solventino, Arate. Arate cavate. Eso es lo que necesitaba Aélita, una tarea rutinaria y humilde.
Abrazó la religión católica. Una mañana de agosto entró en una iglesia discretamente. Ahí el sacerdote le habló del alto vuelo de la grulla y de su increíble resistencia para mantenerse en una pata. Las oraciones de los feligreses siguieron opacando el rumor de los que meditaban. Miró hacia la bóveda de la nave y sufrió un ligero mareo. Algunas mujeres que hasta ahora la habían ignorado, voltearon a verla. Su insospechado deseo de redención proyectó una sombra sobre las imágenes de los santos, mientras cruzaba el templo en busca de la salida.
Visitó muchas iglesias: San Francisco, San Agustín, la Virgen del Perpetuo Socorro. La guiaban un embarazo invisible y la ligereza de la que ha terminado de despertar. Otra ocasión se arrodilló en las frías baldosas de una iglesia rusa localizada en los límites del centro de la ciudad. No había bancos y llamaba la atención la figura solitaria y absorta del fraile, un hombre de espaldas anchas y pies grandes sobre unos huaraches diseñados para atletas de alto rendimiento. Un día fue a la calle de Poussin, donde aún se levantaba el convento de las Perpetuas Adoradoras y pidió hablar con Sor Ramona, su tía abuela, una vieja monja que administraba el retiro con un profundo humor subterráneo. Habló con ella.
Sor Ramona, sintiendo que su sobrina estaba tan lejos de pedir y recibir conmiseración, la bendijo desde el lado más brillante de su alma y le ofreció un té de gengibre con limón seltzer. Cualesquiera otras yerbas y estimulantes eran considerados meros placebos en ese lugar. Acompañadas de varias hermanas, Aélita fue a ver la tumba del Niño ciego milagroso que había muerto de un desvanecimiento a los cuatro años de edad. Aélita quiso rezar pero su plegaria fue horrible y prefirió callarse. De hinojos, no podía dejar de pensar si su vientre estaría creciendo, como la yerba alrededor de la tumba santa. Trataba de imaginar el mundo al que pertenecería su hijo.
Por la noche, cuando Savoy volvió a casa, la encontró recostada en un sofá mirando la lucha libre por televisión. Se preguntó entonces: ¿Qué es lo que anda mal en este mundo?
En la madrugada ella se despertó pero no se movió. Él se acercó, la tomó del brazo y la levantó. Ella apoyó sus manos en el pecho de Savoy y empujó con todas sus fuerzas. Parecía asustada. Abrió la boca, de donde no salió palabra alguna. Él recuperó el equilibrio y dio un paso al frente; también trató de hablar pero no pudo decir nada. Él se fue a acostar al sofá y ella se tiró rabiosamente en la cama.
Una hora más tarde le empezaron los dolores. Aélita maldecía a gritos, algo que tomó totalmente desprevenido a Savoy. No sabía si atenderla o mandarla al infierno.
¡Maldito macho con vientre de hembra! le gritó ella. Se movía despacio, alejándose de él pegada a las paredes. Parecía haber bebido, con el cabello bailándole delante de los ojos grises.
La incredulidad de Savoy no fue suficiente. Aélita dio a luz entre gemidos de autocompasión y gritos histéricos de confianza en sí misma. Temblaba de éxtasis y de dolor. Hablaba como hija de papi, seis leperadas cada cinco palabras. Luego se incorporó apoyando los codos en la plancha, con la bata manchada de líquidos sanguinolentos, mirando hacia todos lados, como si hubiera extraviado su bolso o su mascota. Pasó por su cabeza la tumba hueca del Niño ciego milagroso y empezó a sollozar, era una niña que acaba de descubrir el horror del vacío.
Al cabo de una semana de convalecencia Aélita se sentía perdida. Creía firmemente haber hecho algo irreparable y, al mismo tiempo, algo que nadie había experimentado antes, lo cual atraía poderosamente su atención. Una mañana brumosa Savoy entró a la habitación de la criatura sin hacer ruido y encontró a Aélita sosteniendo el pequeño cuerpo en alto, como si se dispusiera a estrellarlo contra el suelo, aunque un instante después lo bajó con suavidad.
La criatura, un niño de piel morena, era más bien pequeño y callado. Dormía mucho más que el resto de los de su edad, envuelto en una parálisis crepuscular. Enseñaba escasos movimientos voluntarios y lloriqueaba a la más mínima provocación.
Aélita volvió a salir y vagó por las plazas sin rumbo. Hacía viajes intermitentes al mercado, de donde volvía horas más tarde, indiferente al aroma de las violetas que había decidido comprar y cultivar desde el nacimiento de su hijo. La gente se sentía agredida cuando ella volteaba a decirles algo, siempre en defensa de su vástago. Incluso en la guardería donde lo dejaba cuando no podía más y sentía que iba a enloquecer, pensaban que ella era una de esas señoras que vivían enfrentadas a una catástrofe que aún no ha sucedido.
Savoy, por su parte, comenzó a padecer las primeras horas de la fama. Sus compañeros en la oficina lo admiraban y se burlaban de él. ¡Eres madrísimo!, le decían. A veces, al querer entrar en una tienda, daba marcha atrás, sacaba su videófono portátil y pedía a su abogado que negociara con los dueños de ese almacén las regalías que habrían de pagarle por pasearse en los pasillos, atrayendo las miradas inquisitivas y los comentarios mórbidos de los demás. Pronto, la tienda estaría llena de curiosos compradores.
Una noche, al volver a casa a eso de las dos, encontró a Aélita a obscuras, entre los pliegues de una cortina. Aélita había adelantado el mentón, de manera que parecía haber perdido los músculos del cuello. Él se acercó y ella le dijo furiosa: ¡Yo no lo quería! Savoy levantó una mano y le dio una bofetada. Ella dio un paso atrás; se le cayó el control de la televisión que guardaba en una mano y lo recuperó al vuelo. Respiró profundamente. Contó hasta diez, tratando de adquirir naturalidad.
Tú tampoco lo querías dijo, mientras encendía el gran televisor, al parecer en eso también fracasé.
Savoy giró el cuerpo sin mover los pies y le sonrió a la pared. ¿Qué le vamos a hacer?, se dijo. Ella lo alcanzó y lo obligó a mirarla de frente. Aélita le enseñó los dientes en una mueca que no era una sonrisa. Comparó su popularidad con la del hombre elefante.
Disfruta de tu soledad, me voy ahora mismo terminó diciendo ella.
Cogió la capa que Savoy le había comprado en el momento más cursi y vulgar de su relación. La llevaba arrastrando cuando barrió con mirada asesina la habitación. Savoy entendió que los ojos de Aélita veían aquel espacio inhabitado, como si lo hicieran por primera vez. Los siguientes días algunos vecinos preguntaron por su mujer y él les respondió que había desaparecido con su hijo, el cual no pensaba reclamar. La gente dejó de dirigirle la palabra al mal padre. Por primera vez sintió nostalgia de su instinto maternal.
Varios meses más tarde volvió a verla. Iba acompañada de Susi Cuatro, una conocida doctora de almas aturdidas por los rayos de una tormenta llamada felicidad, y con quien parecía haber establecido una apacible relación de pareja. Sus altos ingresos permitían que ambas estuviesen en la lista de próximos embarazos artificiales, con la esperanza de que el raquítico niño que estaba criando se animara al verse acompañado de dos niñas, cuyos genes eran de lo mejor que podía encontrarse en el mercado. Vio a las mujeres y al niño ingresar a un club privado.
Fue esa mañana de abril cuando Savoy entendió lo que le habían dicho alguna vez sus padres adoptivos, quienes le relataron una romántica genealogía de savoyes hasta llegar a él, Savoy el Magnánimo. El último músculo de la aristocracia a la que tú perteneces es la locura, recuérdalo. El último hijo que nace de un linaje como el que iniciaron tus abuelos a veces resulta idiota. Tú estás, por fortuna, muy lejos de ser imbécil. Gente como nosotros, por deferencia a la naturaleza, queremos subir pero bajamos. En cambio tú, aunque quieras bajar siempre tendrás que subir. Ese es tu destino.
Carlos Chimal, "Savoy", Fractal 23, octubre-diciembre, 2001, Año VI, Volumen VI, pp. 89-102.