Joaquín-Armando Chacón

La alegría y los días

 

 

Y tú, ¿no conocías Nueva York?
–No, viejo –le contesto a Jordi–, era la primera vez que volaba por encima de ella. Caramba, imagínense: la primera vez que estaba volando sobre la gran manzana y apenas iba a estar ahí unos minutos. O al menos eso era lo que yo creía.
–Una ciudad espléndida –dice Almut.
La casa de Almut y Jordi, en el fraccionamiento destinado sobre todo a los maestros de la Universidad de California en Santa Cruz, me pareció desde el primer momento llena de amistad fresca. He sido invitado por ellos para hacer una comida tardía, como se acostumbra en estos lugares, y para tomar unos aperitivos. Un día antes, sobre uno de los caminos que sube (o baja, según sea el destino) rumbo a los colleges, mientras yo trotaba pacíficamente en mi ejercicio matinal, Jordi detuvo su auto, bajó la ventanilla y me dijo: “Eh, maestro, ¿por qué no vienes mañana a comer a casa? ¿Te gusta comer bien, no? ¿Y beber unos buenos tragos? Entonces: Hecho. Mi compañera, mi novia, hace buena comida, pasaremos un buen rato. Yo paso por ti. ¿A las seis está bien? ¡Perfecto!”

Su casa queda exactamente al otro extremo de donde ahora vivo, por un poco más de tres meses, en la primavera de California. Hacemos un viaje corto, de menos de cinco minutos en su auto, de Dickens Way, el circuito de mi casa, al de Hagar Court, apenas para escuchar por primera vez el canto de las ranas allá abajo en el estanque. Almut nos espera en la puerta. La beso en una mejilla y dice: “Dos. Aquí se acostumbran dos besos, uno en cada mejilla”. Beso la otra mejilla de Almut y, mientras Jordi, el profesor Jordi, guarda mi chaqueta y bufanda en el clóset de la entrada, ya Almut me está sirviendo un whisky, Johnnie Walker, etiqueta negra. Sí, así lo prefiero, le digo, directo, sin agua ni hielo.


A la izquierda de donde me he sentado, sobre un cómodo sofá, está la ventana que da hacia el bosque, y un pequeño librero en la parte de pared (diccionarios, clásicos españoles y libros de arte, en una rápida mirada); enfrente una chimenea y otros libros, luego más a la derecha la escalera hacia el piso de arriba, a un lado el estrecho pasillo y al fondo la puerta por donde entramos, más a la derecha hacia esa dirección la mesa del comedor y, al fondo, la cocina, desde donde va surgiendo un agradable olor a hervores de comida y donde se encuentra Almut de pie, entregándole su vaso con whisky a Jordi, mientras me comentan que habían querido llevarme primero a tomar una copa afuera, en el centro de la ciudad, para luego regresar a casa y comer pero… Y Almut dice que es mejor así, aquí, ya habrá tiempo, y Jordi pregunta que si ya he ido al centro, un pueblo chico pero simpático. En las paredes hay varios cuadros que mi miopía (y mis anteojos sobre la pequeña mesa de sala) me impide mirar con atención. Almut tiene en la mano un vaso con algo que parece vodka con jugo de toronja o algo así. El olor que proviene de la cocina es apetitoso. “Es agradable teneros aquí: Bienvenido”, ha dicho Almut con ese acento extraño que tiene, muy de España pero diferente. Y valga esto como explicación: habla como española pero inmediatamente uno sabe que no es de allá, y pues claro: Almut es alemana, de una ciudad que nunca he podido entenderle cómo se llama, “una pequeña ciudad, al norte”, me explicará varias veces. Y entonces yo les conté que estuve por unos días en Frankfurt, diecisiete días casi terribles en Frankfurt, una eternidad, sobreviviendo a partir de salchichas y chocrut, observando ataques neonazis, asombrándome como un incauto, sobreviviendo, descubriendo apenas por suerte momentos extraordinarios y sobreviviendo casi en un silencio de monje tibetano, les digo mientras desenvuelvo una cajetilla de cigarrillos Marlboro y les ofrezco.
–No, gracias –dice Jordi–, hemos dejado de fumar.


Almut simplemente niega con la cabeza, pero después explica:


–Pero tú puedes fumar lo que quieras, no te preocupes, hombre. Estás en tu casa. Y aquí no tenemos esas restricciones. Nosotros antes fumábamos, pero lo hemos ido dejando. Ya ves, por acá nadie fuma.


–¿Y qué fuiste hacer allá, tan lejos, en Alemania, eh? Anda, ¿qué buscabas? –pregunta Jordi, atropellándose un poco con las palabras, como mordiéndolas a cada sílaba, casi comiéndoselas con la sonrisa.


–Me mandaron de la revista en que trabajo –les cuento.

Y así comienza esa historia: el señor Pablo Leinez, el director general de la empresa para la que trabajo haciendo una revista de divulgación cultural, a base de la publicidad de diversas industrias, me comentó un día: “Oiga, Joaquín-Armando, creo que voy a tener que viajar a Alemania para reunirme con uno de los accionistas, y pienso que deberíamos ir a la feria de Frankfurt y ver lo que se mueve por allá. ¿Usted ha ido a la Feria del Libro en Frankfurt?” Y no, claro que no había ido, y claro que sería interesante ir, la feria del Libro en Frankfurt, Alemania, la más grande de todas, sí, claro que estoy dispuesto a ir, sí, seguro, yo me encargo de informarme cuándo es y que la señora Cristina, su secretaria, nos haga las reservaciones de avión y hotel, claro que sí, para todo el tiempo de la feria.


Entonces estábamos a mediados de agosto, y la feria era en octubre, me informó Bernardo Ruiz, el entonces director de Literatura en Bellas Artes, mientras comemos y bebemos unas cervezas en el Xel Ha de la Condesa, y la feria duraba dos semanas, iba a ser interesante, este año estaría dedicada a la literatura del Brasil, y se lo informé a don Pablo, claro que iríamos.


Nilda, mi esposa, se dio a la tarea de buscarme mapas de la ciudad de Frankfurt y a informarse de dónde o cómo podría tomar yo un curso rápido de alemán, de cómo conseguirme un diccionario alemán-español, de investigar los sitios de interés en Frankfurt, entusiasmada por mi viaje al viejo mundo, a la feria, entusiasmándome más, la más importante del mundo, imagínate, Europa.


Y así, le escribiría a Nilda en la siguiente carta, después de esas palabras de rigor que se dicen las personas que apenas están conociéndose, y de las preguntas que se hacen en busca de respuestas que confirmen una simpatía, precisamente cuando el uno al otro y enmedio la otra persona se atropellan con frases entrecortadas que interrumpen las de los otros debido a la precaución y la incomodidad del natural desconocimiento y de (en los primeros tragos de whisky y de algo que parecía vodka con jugo de toronja pero que ahora ya podía ver con claridad que era vino blanco en una hermosa copa) los planes que hacen la alemana, el español y el extranjero para llevar a este último (o sea yo, aunque en realidad los tres éramos extranjeros de esa ciudad, de ese país) en un próximo viaje en el auto Golf negro de dos puertas de Almut y Jordi al centro de Santa Cruz, en California, para un recorrido turístico de sitios dónde tomar cafés, lugares para comer, librerías y sitios de comida y sobre todo dónde se podía beber satisfactoriamente, comencé a contarles a mis nuevos amigos de mi viaje a Frankfurt, su preparación y pormenores previos.


El caso es que luego entramos en el ritmo de las revistas, pues la mía es mensual, tanto para México como para Colombia, Venezuela y Centroamérica, les decía mientras Jordi me servía más de la ensalada y de un delicioso potaje, y más vino tinto en mi copa, y además estábamos planeando un número especial para el cual había escogido el tema de las figuras del siglo veinte, esto es desde Gandhi hasta Babe Ruth, Elvis, Marilyn y los médicos famosos del siglo, como el que hizo el trasplante de corazón, Barnard, y los genios como Freud, y los arquitectos, Lloyd Wright, sir Norman Foster, y, vamos, los escritores, Hemingway sin duda, Cortázar por supuesto, Fuentes y Vargas Llosa, claro, y Octavio Paz definitivamente. El caso es que me metí al trabajo y el tiempo se fue volando, pues además estaba en los embrollos de una próxima novela, y los días fueron transcurriendo y llegó octubre.


–¿Qué hay del viaje a Frankfurt, a la Feria del Libro? –me preguntó Nilda.


–¿Qué noticias hay del viaje a la feria del Libro? –me preguntó Rosy, la recepcionista.


–¿Qué noticias hay del viaje a Frankfurt? –me pregunta la señora Cristina Campos, la secretaria del señor Leinez.


–¿Qué hay del viaje a Alemania, señor, a la Feria del Libro? –le pregunté al señor Leinez.
–Es cierto, caramba –dijo el señor Leinez–, no crea que se me había olvidado, pero es que, ¿sabe? Yo no voy a poder ir, hay ciertas cosas que tengo que arreglar todavía. Sí, me gustaría ir, pero ni modo, a quien iba a ver estará en Nueva York y tendré que ir allá, pero ¿sabe qué, Joaquín-Armando? Vaya usted solo. Que Cristina le arregle los boletos y el hotel y yo voy a hablar con la señorita tesorera para los gastos. Ande, vaya usted. Es bueno saber qué cosas andan circulando por allá.


La señora Cristina comenzó a mover mar, tierra y aire para conseguirme los boletos de avión, para reservarme un hotel, para arreglar todo en unos pocos días. Por desgracia la información que teníamos de la feria estaba equivocada en unos días, comenzaba una semana antes. “No hay hotel, señor Chacón”, me informó la señora Cristina, “pero estamos en eso, vamos a conseguir uno, no se preocupe”. Y unos días antes de la partida por fin pudo encontrarme habitación en un hotel, “el Holiday Inn”, me dijo la señora Cristina, “me avisan que es de los mejores, aunque no está en el centro de la ciudad sino en las afueras, pero también me dicen que allá todo está en las afueras, no se preocupe”.


–A mí cuando me dicen que no me preocupe es cuando comienzo a preocuparme –dice Almut, mientras Jordi va por la botella de whisky para traerla adonde hemos saboreado esa deliciosa comida.


–¿O prefieres brandy? –pregunta Jordi– Tengo uno, español, y te aseguro que es bueno.
–Estoy bien con el whisky.


–¡Coño, Chacón! Necesitamos ayuda para la combustión interna, ¿verdad?


–Si en el mundo no existiera Escocia, el mundo tendría mucha razón en preocuparse.
–Todas las mañanas Jordi siempre dice así, todas las mañanas: No hay que preocuparse –me dice Almut.


Y estaba perfectamente claro que yo ya no me preocupaba, iba a dar el salto al gran charco, me iba a Alemania, a la Feria del Libro. El vuelo sería en Mexicana de Aviación, de la ciudad de México a Nueva York y ahí transbordaba a TWA para volar directo a Frankfurt.


–El hotel ya está reservado –me dice la señora Cristina–, diecisiete noches, y ya me informé, no necesita visa, no hay ningún problema, sólo con su pasaporte, y en Mexicana me dijeron que no, que tampoco necesita visa para Nueva York –asegura la señora Cristina con gran aplomo y confianza–. Apenas va a estar unos minutos, allí mismo lo cambian de avión, que pierda cuidado. Ay, señor Chacón, qué bueno que pudimos conseguirle el hotel y el avión, estuvo muy difícil, me dijeron que las reservaciones se hacían casi con un año de anticipación. Es una feria muy importante, ¿verdad?


Nilda había conseguido un mapa de Frankfurt, con su amiga Patricia González, quien también nos prestó un casete de iniciación al alemán y un diccionario.


–De todos modos no te preocupes –dijo Nilda–, es el centro mundial de los bancos, es la feria más importante, seguro que allá vas a encontrar mucha gente que hable español, no te preocupes.


Entre poner en regla el pasaporte, hacer cuentas con el contador González, seleccionar la ropa del viaje, “allá es el otoño, pero debe hacer frío”, dijo Nilda, y dejarle al poeta Anaya y a Mondragón, mis asistentes, las indicaciones pertinentes para el próximo número de la revista, jamás se me ocurrió ni siquiera ponerme una vez a oír el casete de introducción al alemán.


–Aprende a pronunciar ¡Ja! y también Bier y ya tienes todo arreglado –opinó mi hijo, Vicente Miguel–: ¡Bier y Ja! Palabras universales.


Yo conocía perfectamente dos palabras en alemán desde muy niño: una era Fraya, que era como se llamaba la perra boxer de Carlos Ketelsen, un amigo de mi papá (y que además resultó tío de Ignacio Solares), y la otra era Hexe, que así se llamó la perrita boxer que tuve en la niñez: las dos palabras significaban lo mismo, y esperaba no tener que pronunciarlas en Frankfurt.


Nilda, por supuesto, había leído todo lo que encontró sobre Frankfurt y Alemania, su historia y sus personajes, de vez en cuando me decía alguna frase en alemán y me mencionaba sitios de interés turístico.


–¿Así que nunca ha estado en Alemania, ni en Europa? –me dijo el señor Leinez, el viejo lobo, el hombre que había salido muy joven de Perú para comerse el mundo a puños. Y ese mediodía, frente a las tazas de café y fumándose uno de sus puros cubanos, me contó que había conocido todo España viajando en una Harley Davidson cuando estudió allá, en Madrid. Y me contó otras cosas que no es necesario incluir en este relato. Luego me deseó suerte con un fuerte abrazo.


–Espero que se divierta, Joaquín-Armando. Hágalo, y no se preocupe.


Y a las siete cuarenta y cinco de la mañana estaba en el Aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, listo para el viaje, les sigo contando a Almut y Jordi después de otra probada al Johnnie Walker, etiqueta negra, solo, sin una gota de agua, ni siquiera una lágrima de virgen que lo adultere, como me gusta decir. Nilda y mi hijo, Vicente Miguel, me fueron a despedir, con nuestro taxista, el señor Segura, que por cierto me dijo: “¿Adónde va a viajar ahora, señor Chacón?”, mientras yo recordaba que Bowles decía que hay una gran diferencia entre viajeros y turistas,(1) y por supuesto sabía muy bien que yo no era un viajero, ni lo sería nunca, el hecho de salir a cualquier parte trastoca mis intestinos, me irrita, me produce insomnio en los días anteriores. Pero en fin, ya estaba en el aeropuerto, ya me despedía de Nilda con un beso cinematográfico, ya Vicente Miguel ponía cara de burla, ya pasaba la aduana y los veía allá en la Sala Uno del aeropuerto despedirme con las manos extendidas.


Un vuelo muy tranquilo, sin sobresaltos ni nada. Unos asientos adelante de mí iban varios rabinos y a mi izquierda un grupo de sacerdotes católicos, dos niños, de apenas ocho y seis años viajaban sin acompañante adulto en el asiento de atrás, y todo fue en calma.