Felipe Vázquez

Juan José Arreola:
el ansia de lo absoluto

 

Lo que oí, un solo instante,
a través de la zarza ardiente.(1)

 

 

Entusiasmados por el prodigio verbal de Arreola, los críticos han analizado con amplitud sus juguetes literarios, han descubierto la genealogía trovadoresca y medieval de algunos de sus temas recurrentes (la heráldica, el amor, la teología y el bestiario, entre ellos), han visto en esa obra un sistema de correspondencias y jerarquías tipológicas (la mujer, el animal, la máquina), han cartografiado su erudición y anotado al pie de cada texto las fuentes históricas y librescas, han rastreado las huellas de su estilo y no pocas veces lo han puesto de ejemplo para referir la tesis del arte por el arte; sin embargo, creo que omiten el sentido profundo de esos juguetes. Dirán que el sentido de un texto radica en su belleza; sí, pero lo que da vida a la belleza escritural de Arreola es la pasión -lo digo en el sentido cristiano-, la savia trágica, el humor corrosivo y el tono de irónico desengaño. Para él, una forma debe expresar la vivacidad ("yo no creo en las formas muertas")(2) , pero la vivacidad incluye la conciencia del mal y de la muerte: "el drama ético para el artista -dice Arreola- es hacer obras más atrayentes por medio de lo negativo que hay en el alma del hombre".(3)

Si la melancolía, para Edgar Allan Poe, era el tono legítimo de la belleza, podemos decir que para el autor del Confabulario la conciencia desgarrada es una de las condiciones de la belleza poética. Incluso en sus ficciones más lúdicas, adivinamos una conciencia que, si no se sabe escindida de sí misma, se presiente en vilo sobre su propio desamparo. Al jugar con sus textos, advertimos de pronto que son juguetes mortíferos: tienen grietas por donde podemos abismarnos, una mirada sarcástica que nos puede dejar en la orfandad absoluta. Tienen el encanto de la belleza demoniaca.


El tono de autenticidad de la obra arreoliana radica en una suerte de desgarradura metafísica que, no obstante la lucha angustiosa por resarcirse, le fue concedida la gracia de la levedad y el humor. Y cuando el temperamento trágico se mira en el espejo de su desgarradura, toma conciencia de sí mismo y aprende a reír, a reírse de sí. Éste es, creo, el tono verosímil en el arte. Un tono en el que Arreola fue un maestro.


Había advertido desde hace tiempo la falta de una crítica que pusiera de manifiesto la tensión de la prosa arreoliana, no obstante que desde sus primeras entrevistas Arreola habló simultáneamente de su culto por la forma y de su temperamento trágico, de su preciosismo de miniaturista y de los abismos de su espíritu, de su linaje clásico ("aspiro al lenguaje absoluto")(4) y de su concepción órfica del mundo, del entramado barroco de su escritura y del silencio que en ella crecía hasta que terminó por suplantarla. Y excepto ciertas alusiones de paso, ningún crítico ha incidido en el carácter trágico de su obra ni en las desgarraduras teológicas de su fe cristiana, sin duda porque han pesado en él las etiquetas de "formalista", "manierista" y de "autor fantástico". Pero más allá del artífice exquisito y de la abundante crítica en torno a sus construcciones textuales, ¿de dónde surge la concepción trágica de Arreola? No es difícil advertirlo: de su ansia de absoluto, de su anhelo de perfección y completud; aspiraciones que surgen de una conciencia que se mira en el espejo de sí misma: "Pertenezco a la totalidad de la cual me separé. Los hombres que lo sentimos nos volvemos estaciones del dolor particular: mi tragedia es la individuación: durante la vida entera he tratado de aniquilarme, de unirme, de fundirme, de reunirme para quitar de mi alma el peso agobiante de mi propio yo." (5)


Arreola percibe la conciencia de sí mismo como una separación, se siente desgarrado de lo absoluto, caído de lo eterno, tiene nostalgia de Ser. Igual que Rubén Darío, podría afirmar que "se han confundido dentro del alma mía/ el alma de Pitágoras con el alma de Orfeo". Así lo muestra en sus declaraciones:

El drama es, para mí, como para tantos artistas y pensadores, estar en el mundo, querer ser algo y parar en otra cosa [...] No creo en el libre albedrío. El timón existe, ¿pero de qué sirve una paleta de timón en una tormenta? Lo repito: he tratado de expresar fragmentariamente el drama del ser, la complejidad misteriosa del ser y estar en el mundo. La imposibilidad del amor.(6)
Soy esencialmente un destructor de felicidad: me la he negado a mí mismo. [...] Ignoro de donde extraigo mi vitalidad para destruirme a mí mismo.(7)
Todo lo que he escrito es el terror de saberme responsable y solo.(8)
Soy un desollado vivo.(9)
Nada me angustia tanto como darme cuenta de que irremediablemente estamos aislados.(10)
"Toda alma está construida para la soledad." No hay compañía posible.(11)
Soy un hombre remordido. Todo lo que he hecho en mi vida [...] está imbuido de complejo de culpa.(12)
Soy el abyecto, el ser de Heidegger, el arrojado allí, el huérfano del seno paradisiaco.(13)
El tiempo es para mí un suplicio porque representa mi propia duración. Mi paso por la vida me abruma porque la vida es atroz. El escenario del universo, el espacio que puedo percibir o intuir, es monstruoso y rebasa mi capacidad de comprensión.(14)
Lo que más pueda salvarse o ser perdonado [de mí] es el soplo de humor con que agito los problemas más profundos. [...] Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve de una manera sonriente. Claro, con una sonrisa macabra, funesta. [...] Pero todo ese humorismo está hecho de lágrimas, de rechinar de dientes, de pavor nocturno, y sobre todo de la idea espantosa de la soledad individual.(15)
[Mis temas] pueden resumirse en el drama del ser individual, el drama del ser aislado.(16)
Todo lo que escribo; todo lo que he hecho, está imbuido de ese problema de la teología. La crisis de la conciencia, la cuestión del libre albedrío, la predestinación... y sobre todo el drama de estar en el mundo.(17)
Siendo [...] trágicamente teológico, ¿de dónde [...] me viene todo ese soplo de humor, de sarcasmo, ese humor drolático, la ironía? (18)
Soy un hombre que solamente tiene la experiencia del mal y del castigo, y no la del bien y del perdón. En la literatura y en la vida, sigo en el infierno. (19)

Estos fragmentos pertenecen a entrevistas diversas, sin embargo evidencian una misma obsesión: la tragedia que significa una conciencia consciente de sí. Este es quizá el drama central de la condición humana. Un drama que podemos rastrear desde la epopeya de Gilgamesh (el pasaje de su descenso al reino de las sombras) hasta la filosofía existencialista; desde el Génesis (el mito de la caída) hasta la visión de los poetas malditos; desde Job hasta E. M. Cioran; desde el mito de Orfeo hasta las metáforas apocalípticas del arte moderno; desde Esquilo y Eurípides hasta Shakespeare y Dostoievski; desde los cantos nahuas sobre la orfandad del hombre hasta la constatación científica de nuestra absoluta soledad en el universo, etcétera. En este arco dramático, tendido desde los orígenes de la cultura occidental, se inscribe la obra de Juan José Arreola.
El quebranto de un alma que aspira a la plenitud, construye una escala hacia la unidad. Unos inventan un dios para religarse, otros una parafernalia de ritos; unos creen comulgar con el universo mediante el autosacrificio, otros suponen regresar al Todo por las vías del erotismo; unos se realizan en el vacío, otros en la muerte. Consciente de su carencia, sabedor de la falta que da ser a su ser, Arreola elige el regreso al Todo por medio de la fe, de la belleza y del erotismo. El erotismo lo condujo a la desesperación y al dolor; la belleza literaria, a la fama y al silencio; la fe, a la duda y a la orfandad. Este desencuentro, sin embargo, no desembocó en el nihilismo ni en el rencor, sino en una visión más honda de la vida y de la literatura.
Podemos ver la obra de Arreola como una escala angustiosa hacia el territorio de la semejanza. Escala en cuya cima vemos a un hombre vencido por su hybris, caído de lo absoluto.

El naufragio metafísico
La existencia me parece un drama inexplicable que sólo puedo aceptar teológicamente: Dios quiso ser entre nosotros y está siendo en su creación. Creo heréticamente que Dios sufre y goza con nosotros. Sólo así puedo entender que haya tanto dolor en el mundo.(20)

El escritor jalisciense fue iniciado en la religión católica. En la provincia mexicana, sin embargo, persiste aún el adoctrinamiento medieval y Arreola no fue iniciado en el amor sino, como se atisba en sus cuentos, en el horror de Dios. La presencia del mal, en él mismo y en el mundo, lo abruma y lo obliga a permanecer en una especie de estado de contrición que, pese a ello, no le impide sentirse un pecador irredento. Le inculcaron la fe por una vía negativa. "La idea de castigo y de culpa ha señoreado mi vida", escribe en un texto biográfico y precisa: "nunca me fue dado el amor de Dios, pero sí, desde el principio, el temor de Dios, temor que ha llegado a extremos sumamente graves".(21) Arreola introdujo la incertidumbre en su fe y la ironía en el dogma; nunca fue un cristiano fiel y sumiso, y desde la perspectiva de un inquisidor, puede considerársele un hereje. En realidad fue un cristiano asaltado por la duda. Como a ese personaje suyo que regresa del infierno (lugar donde no hizo "más que añadir un nuevo suplicio: el de la esperanza") y enfrenta el juicio de Dios, lo imagino confesar: "Dios ha fortalecido reiteradamente mi incertidumbre y me ha soltado de sus manos sin una sola prueba palpable, con igual turbación ante los diferentes caminos que se abren a mis ojos inexpertos. La humana incapacidad ha sido cuidadosamente restaurada; lo veo todo como un sueño y no traigo ni una sola verdad como equipaje." (22)


Arreola se sabe a la intemperie de Dios, es decir, preso en el laberinto de la incertidumbre: "Dios nos ha soltado de su mano, vamos a ciegas y su vista se aparta de nosotros. Gritamos y no nos oye", escribe en Inventario.(23) Hay en él un desamparo cósmico, semejante al que experimenta el pasajero de "El guardagujas". Conviene detenerse en este cuento, donde el abandono adquiere la dimensión de la intemperie metafísica. La historia sucede en una estación de trenes, y se narra la espera del tren por parte de un pasajero que, impaciente, mantiene un diálogo sin lógica con un guardagujas. El narrador desaparece detrás de las palabras, podríamos decir incluso que no existe y que la historia se narra a sí misma. El lugar donde sucede la historia es incierto, parecería una encrucijada donde confluyen vías ferroviarias que nadie sabe de dónde vienen ni a dónde van. Los personajes no tienen nombre, ni rostro, son seres cuyo lenguaje los crea: cobran vida por lo que dicen, no por lo que hacen. La trama, entonces, se reduce al desencuentro de dos discursos que de modo imperceptible se van tensando hasta crear un ambiente enrarecido, kafkiano (quizás Arreola sea el único escritor mexicano que ha asimilado con originalidad la influencia de Kafka).(24) El pasajero, que desea llegar a la ciudad T, descubre que no sólo es casi imposible llegar a T sino que está metido en una trampa sin salida, que está en un laberinto diseñado por un dios demente: "se aspira -le dice el guardagujas- a que un día [los pasajeros] se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa [ferroviaria] omnipotente, y que ya no les importe saber a dónde van ni de dónde vienen".(25)


En este punto, "El guardagujas" se vuelve una metáfora cósmica: cada uno de nosotros es el pasajero del cuento (un pasajero sin cara, sin nombre, sin patria) y estamos esperando viajar hacia alguna parte, pero descubrimos que no es posible ir a ningún lado, que estamos en una trampa infinita, presos en el laberinto del universo y que nuestros destinos son absolutamente inciertos. Los hombres están condenados a viajar, pero no saben de dónde vienen ni a dónde van y, en realidad, ni siquiera saben si viajan, pues los caminos (o las vías) pueden ser una ilusión, un espejismo piadoso que nos permite sobrevivir. Arreola parece decirse, y decirnos, que no podemos saber la verdad sobre la condición humana, que nos define la errancia y el abandono. Su fe cristiana resulta, pues, contradictoria: "creo en el alma y deseo la muerte. Vivo en una duda angustiosa que espero pueda resolverse algún día en la humildad de una sabia ignorancia y una aceptación del espíritu y del cuerpo que me han sido impuestos".(26)
Arreola está condenado a saber y, valga la paradoja, termina condenado por ese mismo saber. Igual que Salomón, podría decir que "quien añade ciencia, añade dolor",(27) y a semejanza de Esquilo, afirmar: "porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiriera la sabiduría con el sufrimiento". Arreola expía su verdad, y porque llega al conocimiento por el camino del dolor, no renuncia a él, no se resigna. Esto lo orilla a la soberbia, sin embargo su fe lo impele a invocar la humildad y la docta ignorantia; pero sólo a invocarlas. La realidad humana lo abruma, lo rebasa y en él germina la flor amarga de la desdicha: "A veces no logro conciliar el sueño por estar pensando en tanto mal que existe; a veces me siento incapaz de seguir viviendo si estoy rodeado por la crueldad hacia los hombres y hacia los animales [...] No me encuentro contento en el mundo, sino a disgusto."(29)


Arreola concibe el espectáculo del género humano como una pesadilla sarcástica; de ahí su continua reflexión sobre el ser del hombre, su actitud subversiva ante la fijeza apocalíptica de sus contemporáneos, su angustia por el sustrato infernal de la conciencia y, en fin, sus juicios -hilarantes y sumarios- sobre el comportamiento de los hombres: "en el fondo de mi alma soy un moralista", afirma a propósito de su cuento "El prodigioso miligramo", y concluye: "toda literatura es moralista, pero la fantástica más que ninguna".(30)

Esta vocación es visible principalmente en su Bestiario: "El animal es un espejo del hombre. [...] En los animales aparecemos caricaturizados, y la caricatura es una de las formas artísticas que más nos ayudan a conocernos. Causa horror ver en ella, acentuados, algunos de nuestros rasgos físicos o espirituales."(31)


Arreola no refiere el animal para otorgarle atributos humanos; al contrario, en ellos evidencia la bestialidad del hombre. Cada animal, además de ser una síntesis de guiños eruditos y de tropos espléndidos, es un espejo que nos revela. Pero esta antropofanía, digamos, resulta casi siempre negativa: "confieso que los hombres han destruido mucho más de lo que yo había presupuesto", afirma en boca de Dios, y agrega: "Pienso que no sería difícil que acabaran con todo. Y esto, gracias a un poco de libertad mal empleada." (32)


Al adivinar la pesadumbre de Dios, Arreola duda de la salvación, vive carcomido por la fragilidad de nuestro destino, por el quebranto del ser que se sabe ser. La posible identidad entre el mal y el libre albedrío, la inclinación suicida del hombre y el descalabro que significa el espíritu encarnado lo desvelan y, a su vez, él devela sus mecanismos mediante artefactos verbales. En un diálogo refiere que "los hombres verdaderamente grandes deben de experimentar inmensa tristeza sobre la tierra";(33) igual que ellos, el autor del Bestiario sentía tristeza, pero era una tristeza irónica, de profeta que sabe que sucumbirá al desenlace de sus palabras. Hay en él una piedad de santo sin esperanza, una ternura sarcástica de inquisidor sin iglesia. En "Telemaquia" escribe: "donde quiera que hay un duelo, estaré de parte del que cae", y hacia el final del texto:

Espectador a la fuerza, veo a los contendientes que inician la lucha y quiero estar de parte de ninguno. Porque yo también soy dos: el que pega y el que recibe las bofetadas.
El hombre contra el hombre. ¿Alguien quiere apostar?
Señoras y señores: No hay salvación. En nosotros se está perdiendo la partida. El Diablo juega ahora las piezas blancas.(34)

Sugerir que el libre albedrío semeja un juego de ajedrez en el que Dios y el Diablo se disputan el alma de los hombres es una herejía, quizá más grave porque supone que Dios acepta apostar y, debido a su ineptitud ajedrecística, perder el destino de los hombres. El libre albedrío queda anulado por una estrategia lúdica; el azar del ajedrez cósmico adquiere, en el orbe humano, la forma de un destino absoluto. Así, nadie se pierde por sí mismo, desde el principio su pérdida preexistía en el tablero del tiempo. Al nacer, viene sólo a devengar la ganancia virtual del demonio. La libertad aparece entonces como una ilusión lírica, nadie es responsable de su existencia, el ser del hombre fue decidido en otra parte.


Para un cristiano, decir que no hay salvación es una blasfemia; para un hombre lúcido es un hecho que puede constatar cada día. Si aunamos que "cada alma está especialmente construida para la soledad", como afirma en "El silencio de Dios" (un título revelador),(35) concluiremos que nadie puede salvarnos, excepto quizá nosotros mismos y digo quizá porque tenemos la vocación de la Caída. Y más: al terror de saberse solo y sin respuestas, se agrega otro: el terror de la responsabilidad. Tomar el timón de nuestro naufragio, sin la brújula de Dios y obsedidos por la incerteza de ser, nos impele a asumir un destino, a construir el sentido de nuestra existencia. Y aunque en nuestros desiertos no quepan espejismos, como dice el hablante de "Casus conscientiae"(36), hay en nosotros la búsqueda del oasis, el hallazgo de un agua bautismal que nos dé nombre y un lugar en este caos que otros llaman universo. Arreola halla sentido en la fe cristiana y en la belleza; pero no se ilusiona, es un hombre habitado por el relámpago de la lucidez, sabe que a todos "nos ha tragado la ballena. Que vivimos en sus entrañas, que nos digiere lentamente y que poco a poco nos va arrojando hacia la nada". (37)


El destructor de la felicidad

Mi tendencia radical ha sido destruir la felicidad probable. Cuando una mujer se acerca a darme el ensueño, además me acarrea la pesadilla. Ella me trae las semillas del amor y los gérmenes de la muerte.(38)

La visión del universo como un entramado erótico de signos que se unen, separan y vuelven a formar galaxias de sentido, fue heredada de la tradición hermética por los artistas modernos; sin embargo, como dice Octavio Paz, esta concepción analógica es desgarrada por la ironía, es decir, por una conciencia que se sabe también conciencia de la muerte. Esta dialéctica encarna en la obra de Arreola. En efecto, para el moralista de los Cantos de mal dolor, el erotismo fue una de las vías para exorcizar el sentimiento de su separación. Y la mujer, escala erótica hacia la plenitud, fue la depositaria de los misterios de la comunión cósmica, el camino de regreso hacia la unidad original. Asume la hipótesis del andrógino de Platón y afirma:

El ser humano era un bien común unitario, completo y bisexual. [...] Yo me considero un dividido, un arrancado de esa ganga total. [...] Desde la infancia he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer. [...] No he sido un desdichado en lo que se refiere a la sucesión de los amores en mi vida, pero he sido, como todo idealista, el desdichado radical y fundamental.(39)

Y en otra parte: "Necesito abrazar en la mujer el árbol de la vida, creer que estoy ligado a la vida universal, que la mujer es la puerta de escape hacia el todo."(40) El anhelo de hallar, en la unión con la mujer, el ser absoluto (el andrógino), es una necesidad vital e inaplazable. Para Arreola, las imágenes de la madre universal, del eterno femenino y de la mujer fatal se transmutan entre sí, se funden en la fragua del amor-pasión, y al tender hacia lo absoluto -al reino de la semejanza- señalan de manera paradójica la imposibilidad absoluta del amor, en ciertos casos incluso se despeña en la diferencia, la orfandad adquiere entonces una magnitud cósmica.


En la mujer, o mejor: en la imagen de la mujer, el hombre absuelve su caída, supera la conciencia de la escisión primigenia, en ella se reconoce a sí mismo y se reconcilia: se vuelve uno con el todo, accede al reino de la semejanza. Sin embargo, desde el centro de la plenitud, asciende el abismo:

El amor es un símbolo de ese regreso al seno terrenal, al seno de la gran madre. Por eso el amor viene a ser una metáfora de la muerte [...] Cuando amamos físicamente a una mujer, [...] nos insertamos en la tierra. [...] Incluso el espasmo amoroso, el orgasmo, tiene algo de agonía, del sentimiento de la muerte: es una muerte feliz. [...] Quizá se podría decir que tememos a la muerte como tememos al amor absoluto.(41)

Las fronteras del amor son también las de la muerte y quien alcanza este límite, sin tener una vocación mística ni la fuerza para soportar la cercanía de lo absoluto, retrocede, experimenta el horror de quien baja a la caverna de Tribenciano: "Un hueco de piedra en las entrañas de la tierra", que podemos traducir, al mismo tiempo, como útero de la gran madre, como sexo del eterno femenino y como sepulcro: "Tal vez lo que allí ataca al hombre es el horror al espacio puro, la nada en su cóncava mudez. [...] Miles de metros cúbicos de nada, en su redondo autoclave. La nada en cáscara de piedra. Piedra jaspeada y lisa. Con polvo de muerte."(42)


El amor, pues, como una vía de comunión absoluta, acaba desgarrado por la risa de la muerte. O como un vértigo al filo del vacío, así sucede en "Gravitación": "Los abismos atraen. Yo vivo a la orilla de tu alma. [...] Atraído por el abismo, vivo la melancólica certeza de que no voy a caer nunca."(43) La conclusión, pues, resulta pesimista; pero no es un pesimismo amargo, sabe sonreír: "Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja."(44)


Por lo contrario, cuando la mujer -o la imagen que hemos inventado de la mujer- nos niega, perdemos el ser y la vida se convierte en un despeñadero. Irrumpe en nuestro interior el relámpago de la nada y desde el fondo de nosotros mismos se despliega un desierto glacial hacia todo el universo. Si carecemos de una aspiración mística, la mujer bloquea nuestra necesidad de trascendencia: nos aniquila y aniquila nuestro mundo. El amor que se resuelve en un desencuentro -sea el amante desdeñado, el esposo cornudo o el matrimonio concebido como "un molino prehistórico, en el que las dos piedras se muelen a sí mismas"-(45) da pie a la "aceptación del infierno" cotidiano, como en el caso de "La migala", o a un nihilismo rencoroso: las víctimas acceden, por un lado, a un desengaño que tratan de vengar en cada mujer y, por otro, a una carencia total de sentido que podría desembocar en la muerte. "Por venganza y terror no puedo amar a ninguna mujer",(46) concluye Arreola, y en otra parte: "todos mis amores, desde el primero hasta el último, han sido destrozados por mí".(47)


Tanto si la mujer nos acerca al Arquetipo como si nos despeña en el no-ser, aparece en la obra de Arreola como una vía equívoca hacia la plenitud, una escala que nos enfrenta al horror de lo absoluto y, en el caso patético, es la encarnación de una trampa, quizá la forma más seductora del abismo:

La mujer es la trampa de la carne y está hecha para capturar al espíritu: incluso tiene de trampa el ser oquedad, agujero donde uno se mete o cae fatalmente. [...] Es como una trampa estática de arena movediza que espera, como la araña inmóvil en su tela, el acercamiento del hombre, quien por el solo hecho de acercarse está perdido. Tan es así, que el hombre enamorado pierde sus rasgos, se vuelve coloidal y gelatinoso porque se está diluyendo, y la mujer es un poderoso disolvente.(48)

Afirma esto en una entrevista y en Doxografías parafrasea el antiguo tema del amante visitado, en el sueño, por el fantasma de la amada: "La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones."(49) La imagen de la mujer, pues, lo seduce y lo repele; es al mismo tiempo el sitio de la salvación y de la pérdida; es el cuerpo donde cobran cuerpo el amor y la muerte; es la madre primigenia y el eterno femenino; es, en fin, la paradoja donde la destrucción y la belleza se miran como dos espejos enamorados de su propia imagen: "¿Qué somos en esta vida sino versiones mediocres de una verdad imposible de traducir? [...] podría reclamar a la persona amada: ¿por qué tu alma no se ha traducido en la mía?"(50)


Notas

1 "Memoria y olvido", en Obras, p. 49.
2 Emmanuel Carballo, p. 447.
3 La palabra educación, p. 32.
4 Emmanuel Carballo, p. 473. El pasaje completo reza: "Ese lenguaje al que aspiro y al que me he acercado alguna vez, el lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Ese lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas." Palabras que, curiosamente, coinciden con ciertas afirmaciones de Pound: "la poesía del siglo XX [...] será más dura y más sana, estará 'más cerca del hueso' [...] Será lo más parecida posible al granito, su fuerza residirá en su verdad, en su poder de interpretación (desde luego, la fuerza poética siempre está ahí)". Cfr. El arte de la poesía, p. 20.
5 Y ahora, la mujer..., p. 36.
6 Emmanuel Carballo, p. 457.
7 Y ahora, la mujer..., p. 39.
8 Ibid., p. 30.
9 Germaine Gómez Haro, "Soy un desollado vivo. Entrevista con Juan José Arreola", en La Jornada Semanal, núm. 124, México, 21 de octubre de 1991, pp. 14-18.
10 Y ahora, la mujer..., p. 84.
11 Emmanuel Carballo, p. 457. La cita exacta es: "cada alma está especialmente construida para la soledad". Cfr. "El silencio de Dios", Obras, p. 145.
12 Fernando Díez de Urdanivia, p. 24.
13 Cfr. "Juan José Arreola", en Los narradores ante el público, México, INBA-Joaquín Mortiz, 1966, p. 47.
14 Y ahora, la mujer..., 106.
15 Fernando Díez de Urdanivia, p. 26.
16 Emmanuel Carballo, p. 469.
17 Fernando Díez de Urdanivia, p. 22.
18 Fernando Díez de Urdanivia, p. 26. Al parecer, "drolático" es un galicismo que viene de "drolatique": chistoso, divertido.
19 "Juan José Arreola", Los narradores ante el público, p. 42.
20 La palabra educación, p. 135.
21 Los narradores ante el público, pp. 30-31.
22 "El converso", en Obras, p. 138.
23 Op. cit., p. 113.
24 Arreola reconoce dicha influencia: "'El guardagujas' está colgado literalmente de Kafka, pero ¿por qué es independiente de ese gran maestro? Pues sencillamente porque agrega elementos al conocimiento de Kafka". Cfr. Federico Campbell, p. 44.
25 "El guardagujas", en Obras, p. 64-70. Véase también la hermosa edición de este cuento, ilustrado con fotografías de Jill Hartley: Juan José Arreola, El guardagujas, Guadalajara, Petra Ediciones, 1998.
26 Y ahora, la mujer..., p. 128.
27 Cfr. Eclesiastés, I, 18.
28 Cfr. "Agamenón", en Esquilo, Tragedias, Madrid, Editorial Gredos, 1986 (Biblioteca Clásica Gredos, 97), p. 380.
29 Y ahora, la mujer..., p. 126.
30 Cfr. Antonio Fernández Ferrer, entrevistador, "La fascinación coloidal de Juan José Arreola", en El Paseante, núms. 15-16, Madrid, Ediciones Siruela, 1990, pp. 63-64.
31 Emmanuel Carballo, p. 479.
32 "El silencio de Dios", en Obras, p. 144. Expone la misma idea en La palabra educación: "en todas esas partes en que el espíritu presiona la materia descubriremos que nuestro drama consiste en una mala administración de un poco de libertad nacida de la conciencia". Op. cit., p. 54.
33 Y ahora, la mujer..., p. 104.
34 Obras, p. 416.
35 Ibid., p. 145. En una entrevista con Federico Campbell, Arreola acota que su obra incide en esta problemática: "Todo lo que yo he hecho en la vida no es más que la definición de la soledad radical del hombre." Op. cit. p. 56.
36 Ibid., p. 381.
37 Ibid., p. 432.
38 Y ahora, la mujer..., p. 15.
39 Emmanuel Carballo, p. 458.
40 Y ahora, la mujer..., p. 34.
41 Emmanuel Carballo, p. 461.
42 "La caverna", en Obras, p. 428.
43 Obras, p. 411.
44 "Cláusulas", ibid., p. 410.
45 Emmanuel Carballo, p. 460.
46 Y ahora, la mujer..., p. 33.
47 Fernando Díez de Urdanivia, p. 20.
48 Emmanuel Carballo, p. 465-466.
49 Obras, p. 208.
50 Inventario, p. 134.