Pedro Serrano

Fronteras: la calle de al lado

 

 

 

La frontera es una palabra que impone su apariencia como una realidad inobjetable; es decir, que inmediatamente, apenas pronunciada, dispara en cada uno de nosotros imágenes muy precisas de su realidad, de sus sentidos y de sus implicaciones. Nadie duda de qué estamos hablando cuando nos referimos a la frontera entre España y Francia, o la frontera entre México y Estados Unidos. Apenas las mencionamos, cada uno de nosotros empieza a producir conceptos que son parte de su definición. "Una frontera es esto, y esto y esto; y estas dos fronteras en particular son así y asado", y pasamos a otra cosa. El sentido de frontera, en un primer momento, a todos nos parece perfectamente claro. Incluso cuando empezamos a pensar en sus distintas acepciones, cada una de ellas cabe completamente en su propia expresión, como "las fronteras de la ciencia", por ejemplo.

Sin embargo, si así fuera en realidad, no estaríamos aquí reunidos dándole vueltas a mil instancias fronterizas. Lo que pasa es que apenas comenzamos a acercarnos a cualquiera de los posibles ejemplos de frontera, tanto esa realidad como la palabra que la nombra comienzan a desdibujarse. Como si fuera necesaria, indispensable, su existencia, pero también como si esa existencia debiera mantenerse a una distancia tal que no permitiera su difuminación y su caída en la incoherencia.

La frontera, y aquí empezamos a entrar en materia, es precisamente lo que nos defiende de la incoherencia. La frontera entre una cosa y otra es lo que hace que esto sea así y aquello sea aquello. Pero este esbozo de primera explicación muestra la asimetría del sentido de frontera. Que esto sea así está definido precisamente por esa línea que lo separa de aquello; pero que aquello sea aquello no organiza ninguna ecuación. La definición de esto está dada por la exclusión de aquello, no por su correspondencia ni por su comparación. Las fronteras nos sirven para definirnos, y esa definición implica la exclusión de todo lo que no quepa dentro de esa frontera.

Por supuesto, ninguno de nosotros podría vivir en una indefinición continua, y por eso necesitamos crear fronteras de todo tipo. Pero la misma necesidad de construir fronteras nos muestra que la frontera es un artificio y una realidad parcial. Las fronteras, como las ideas, son necesarias, y también son pragmáticas, no reales. Responden a algo pero no construyen una totalidad. Y aquí es donde la frontera empieza a complicarse la vida.

La frontera señala la diferencia, rompe la continuidad, marca lo distinto. Por eso mismo, desde esta perspectiva, la frontera no puede pensarse como una realidad. La frontera no existe, no es, no sucede nunca en sí misma. La frontera es lo que separa dos entidades distintas (dos Estados políticos, pero también dos sonidos de una lengua) y permite su definición propia. En este sentido, la frontera es un punto de inflexión, nada más. Las definiciones de los diccionarios van todas por este lado, aunque el caso extremo es el de la Academia, cuya primera entrada para "frontera", en un retorcimiento que no es del todo extraño, de plano suprime la necesidad de la segunda entidad. Frontera: "confín de un estado" [punto].

Ahora bien, la frontera también es una realidad en sí. Pensemos en una pintura y en el cambio del gris del cielo al verde de un mar en tormenta, en un paisaje de Turner, por ejemplo. Lo que marca la realidad distinta de esos dos colores es la presencia contrastada de ambos, la frontera que los dos colores, en su diferenciación, establecen. Para hablar de la frontera entre el azul y el verde en un cuadro de Turner tendríamos que ir al cuadro en sí, ver qué color se pintó primero, ver cómo se sobreponen los trazos de uno sobre el otro, cómo se enciman y traslapan. A eso podríamos llamarlo la frontera de esos colores en ese cuadro. Pero subrepticiamente, sin darnos cuenta, de repente estamos ya hablando de mucho más cosas que simplemente de una frontera entre dos colores abstractos. Estamos hablando de temporalidad, pues uno de los colores tuvo que ser puesto por fuerza primero que el otro, y estamos hablando también de figuración, pues un color significa una cosa y el otro otra. Además de que en algunos momentos pueden confundirse y mezclarse. La frontera entonces empieza a adquirir presencia, a ser historia y narrar una temporalidad propia, autónoma hasta cierto punto de la realidad más extensa del cuadro. Sin esa frontera entre esos dos colores, el azul y el verde no tendrían mayor repercusión que su realidad abstracta, uno ajeno al otro. Entonces quizá no habláramos de fronteras, sino de su posición en la gama de los colores. La frontera, entonces, no es sólo una separación, sino una relación. Y por lo mismo, no se da en situaciones abstractas, aunque parte de sí tienda hacia eso, sino siempre en una realidad concreta, lo cual hace que cada frontera requiera su propia investigación.

Pero si el cuadro en el que pensamos no es un Turner, sino uno de Mark Rothko, entonces la historia (no de la pintura, por supuesto, sino del sentido de frontera) cambia, se vuelve fascinante, y la realidad de la frontera mucho más complicada. En un cuadro de Rothko, el paso del blanco al naranja y de éste al marrón está tan lleno de la historia de los otros colores que la frontera adquiere una realidad mucho más presente que en el ejemplo anterior. Más que una secuencia de colores, se da en ellos una historia de sus relaciones y sensibilidades. Nunca hay en Rothko colores puros, ni siquiera en los últimos cuadros que pintó antes de suicidarse, todos en gris y negro, de una sombría luminosidad. Los cuadros de Rothko son una puesta en presencia de la naturaleza propia de la frontera, de su vibración íntima. En sus cuadros los colores se empujan unos a otros, se superponen, se ven al través de otro color, se difuminan. La falta de figuración no significa una falta de historia. Pero la historia que se cuenta es la de los propios colores encimándose y ensimismándose, del balbuceo del color, es decir.

Al principio mencioné que las fronteras son nítidas cuando vemos lo que separan, pero que si nos acercamos a ellas nos perdemos en la difuminación y el caos. La pintura de Rothko es un acercamiento tal al espacio de la frontera que desaparece toda exterioridad. Se pierde la frontera como límite y surge la frontera como entidad propia. En pintura, el campo es el fondo de color sobre el que se pintan las figuras. ¿Pero qué pasa cuando esas figuras no aparecen y sólo hay una secuencia de campos de color? Podemos hablar entonces de un campo de fuerzas, en donde los colores presionan hacia la significación sin alcanzarla nunca. El logro de los cuadros de Rothko es construir precisamente esos espacios. Desde 1950 hasta su muerte se dedicó a pintar telas en las que los colores vibraban, unos con otros y unos sobre otros. Ver una exposición de Rothko lleva del alborozo a la asfixia, pero nunca podemos definir lo que muestran. La pintura de Rothko, en ese sentido, no produce un discurso, sino un incurso, una inmersión en el espacio de aquello con lo cual construimos nuestras definiciones. Por supuesto, esta característica no es propiedad sólo de Rothko, pues es explícita en toda la historia del arte del siglo XX, pero Rothko es uno de los pintores que más se adentraron en esa banda de expresión, y uno de los que mejor muestran la naturaleza extrema de la frontera.

Mostrar la frontera no es definirla. Para poder hacerlo necesitamos salir de ese espacio de resonancia pero no de significación y regresar al diferendo. Es decir, regresar a la frontera como límite. Y volvemos al principio. La frontera es por un lado una entidad en sí misma pero también una marca de separación. Como marca de separación su naturaleza es tranquilizante: una frontera nos permite reconocer las diferencias, marcar las distancias, establecer límites. Sin el sentido de frontera no podríamos entendernos. No podríamos ni siquiera hablar. La diferencia de sonidos existe porque existen fronteras. Y sin sonidos diferenciados sería imposible construir palabras. A su vez, las palabras se separan unas de otras en primer lugar como agrupaciones fonéticas. Aunque no sepamos qué quiere decir, los sonidos de "leche" son totalmente diferentes a los de "casa". Pero la cosa, de nuevo, no es tan simple, pues alguien que no hable español tendrá dificultades para distinguir entre "hijo" e "higo", por ejemplo. Si no hubiera fronteras lingüísticas no podríamos entendernos.

Una frontera es tranquilizante porque permite reconocer la diferencia, lo que está de este lado de lo que está del otro, el color gris del verde. En ese sentido la frontera es una convención que permite la circulación de una entidad dentro de sus propios límites: un hijo es un hijo y nunca será un higo. Pero el espacio del límite es también peligroso. Una persona cuya significación sea exclusivamente la de ser un hijo lo tiene todo muy difícil. Una persona es un hijo, pero además muchas otras cosas. A veces incluso puede acabar siendo un higo.

El carácter estabilizador de las fronteras entre palabras nos permite comunicarnos. Gracias a estas fronteras fonéticas no confundimos al hijo con el higo, y poco a poco vamos construyendo un universo a la vez más complejo y más estable. Pero si todo fuera tan sencillo, si la estabilidad de las palabras que utilizamos fuera definitiva, no habría eso que llamamos poesía. La poesía nos muestra que la estabilidad de las palabras es relativa, que sus relaciones son mucho más oscuras de lo que sabíamos, no sólo en el lenguaje abstracto, sino en cada uno de nosotros, y que un universo lingüístico de significados fijos sería de una aridez incalificable. La poesía se mueve siempre en los espacios de frontera de las palabras, abriendo, como se dice, nuevas fronteras, moviendo las fronteras aceptadas, resignificando los territorios conocidos. A veces, como en el caso de Jorge Cuesta (o como lo hace Rothko en pintura), concentrándose de tal modo en el terreno movedizo e indefinible de la frontera en sí, que su resultado es la asfixia. No es casual que Cuesta, como Rothko, se haya suicidado: "De avidez la avidez nutre su sombra." La frontera es inhabitable como espacio en sí.

No quiero decir con esto que la frontera no exista en sí misma, sino que la única manera de convivir con ella es en tránsito, y que toda frontera es relativa. Un amigo y tocayo mío, Pedro Contreras, se fue hace tiempo a Tijuana, la ciudad fronteriza por antonomasia, y durante muchos años vivió allí sin tener pasaporte. La frontera era para él, como para muchos mexicanos que llegan a Tijuana, únicamente este lado de la frontera. La diferencia es que él no quería ir al otro lado, y los otros sí. La idea de que alguien decida cancelar un espacio otro que está ahí, y al cual puede acceder, siempre me ha desconcertado. Claro que aquí, como en muchos otros casos, artísticos o científicos, la razón era extremar la experiencia de la frontera como imposibilidad de tránsito, vivirla no como hecho diferencial sino como límite prohibido. Vivir esto sin acceso a aquello es potenciar al máximo la realidad de esto. Y esa era su búsqueda artística: vivir la frontera como cancelación de lo otro. Pero esa es sólo una de las muchas maneras en las que una frontera se vive.

La frontera entre Estados Unidos y México es muy clara, cada vez más (aunque por otro lado cada vez menos). La pulcra autopista que conduce de San Diego a la frontera se convierte al pasarla en la polvareda de la Avenida Revolución de Tijuana. Pero eso es una frontera urbana. Si ampliamos la visión, el desierto de Sonora no se diferencia del desierto de California. Aquí la frontera es una convención y unas marcas en la geografía. La verdadera frontera en algunos puntos entre Estados Unidos y México no es la línea fronteriza, sino la extensión del desierto, los guardias de la migra y los rancheros estadounidenses. Pasar la frontera para un mexicano indocumentado que atraviesa el desierto no quiere decir cruzar una aduana, sino avanzar por un continuo indiferenciado hasta llegar al otro lado habitable, que no es la línea fronteriza sino la ciudad de Los Ángeles, por ejemplo. Los Ángeles es la segunda ciudad en cuanto al número de mexicanos que viven en ella. En este sentido, un mexicano que atraviesa el desierto, cruza las autopistas, se esconde en los matorrales y por fin llega a Los Ángeles no ha salido, en un sentido, de México. Allí verá probablemente a su familia, comerá lo mismo que comía en su casa e incluso, si es zapoteca, hablará zapoteco y no español ni inglés. En el trabajo, lo mismo. Mientras no se tope con un policía migratorio, que le hará ver una realidad incontestable a la cual había escapado todo el tiempo, la frontera no existe.

Como en toda realidad de frontera, en el punto de encuentro entre México y Estados Unidos hay varias fronteras: por un lado la división territorial, por el otro los obstáculos que dificultan la movilidad entre los dos países, y finalmente un espacio mucho más extenso que va de Ensenada hasta Los Ángeles. Desde esta perspectiva, la frontera entre California y Baja California es como un cuadro de Rothko, un campo extenso de fuerzas en donde las cosas van cambiando y agrupándose pero no se definen de manera abrupta. En algunos sitios de Ensenada podemos pensar que estamos en Estados Unidos, y en algunos barrios de Los Ángeles no tendremos la menor duda de que vamos por la avenida San Juan de Letrán de la ciudad de México. Por supuesto, ésta es una de las fronteras que más desasosiego causan a aquellos que tanto de un lado como del otro quisieran verlas como hechos inamovibles, y a lo que es temporal llamar eterno. En California se implantó una ley que prohibía la enseñanza del español, y en México hay siempre temor por los deseos separatistas de los estados de norte del país.

Esta realidad doble de la frontera no se limita, como ya hemos visto, a realidades políticas. La frontera es una realidad al mismo tiempo racional y emocional. Vuelvo por eso a mis ejemplos pictóricos. En los cuadros de Turner, que tienen una gran carga emocional, el cielo y el mar son entidades separadas, a pesar de que muchas veces los elementos, y también sus colores, se mezclen. En cambio, en los cuadros de Rothko la racionalidad sólo marca la diferenciación de los colores utilizados. Un verde no es nunca un gris, pero el sentido del cuadro no está dado por esta diferencia racional, sino por la carga emocional que la presión de los distintos colores interpuestos produce. Pero estos dos ejemplos son en el fondo muy cercanos; todo pintor se mueve en un espacio fronterizo, si no su pintura sería repetición. Un ejemplo delicioso de la relación entre frontera y color se da en una novela de Mark Twain en la que Tom Sawyer y sus amigos recorren los Estados Unidos en globo. Al cruzar un río alguien dice que están entrando en Dakota. "Yo siempre pensé que Dakota era de color azul, como en los mapas", dice uno de sus amigos. Como la cita es de memoria, probablemente estuvieran hablando de Missisipi, pero el ejemplo sirve. Es una descripción inmejorable de cómo reducimos el "aquello" que está del otro lado a una idea manejable. El otro se vuelve uniforme y falto de complejidad, cuando trasladamos algunas señas identificatorias a nociones fijas. Como señalé al principio, la definición de lo que llamamos esto está dada por la exclusión de aquello, y la mejor manera de resolver la ansiedad que aquello nos puede producir es encajonarlo en un estereotipo.

Por eso las fronteras, que sirven para marcar límites y para entender realidades, tienen que ser también permeables. Si la frontera es inhabitable como espacio vital constante, pues borra toda significación, una frontera intransitable conduce a la asfixia, sea política o sea de sentido. La frontera es al mismo tiempo un referente de tranquilidad y un referente de ansiedad. Se preguntarán por qué llevo tantas páginas hablando en estos términos de la frontera. La titulé "la calle de al lado" porque la calle de al lado es una de las primeras experiencias de frontera a la que nos enfrentamos. Habitamos un espacio aparentemente uniforme hasta que nos atrevemos a salir de él. Y digo aparentemente uniforme porque desde el momento que comenzamos a articular ya no palabras, sino movimientos, estamos instituyendo fronteras.

Los pies que un niño comienza a descubrir al chupárselos todavía no son esos instrumentos que luego le servirán para caminar. Tiene el niño al principio una relación muy íntima con los pies, que poco a poco, al instrumentalizarlos, va a olvidar. Eso no quiere decir que los pies dejen de ser esas cosas adorables que deberíamos seguir chupándonos toda la vida, sólo que para poder erguirnos hemos tenido que perder esa elasticidad que nos permitía llevárnoslos a la boca. Los hemos puesto al otro extremo de nuestra cabeza. No pretendo que comencemos ahora a hacer ejercicios de elasticidad hasta volver a alcanzar esa placidez infantil, sino ser conscientes de que los pies sirven para muchas más cosas, que son parte de nosotros y que nosotros no sólo somos esos individuos que van de un lado al otro. Los pies también pueden participar en nuestro estar, y poder lograrlo significa recuperar espacios que habíamos dejado fuera de nuestras fronteras.

La calle de al lado es un ejemplo de aquello que no es nuestro, que nunca va a ser de nosotros como lo fue nuestra propia calle, pero que puede llegar a ser parte de nosotros, y cambiar de paso nuestra relación con nuestra propia calle. Al principio, en nuestras primeras salidas, todo lo que hay en esa calle nos es ajeno: las casas, las esquinas, la gente que ahí vive, las tiendas que ahí se encuentran y lo que esas tiendas ofrecen. La falta de familiaridad la vivimos al mismo tiempo como hostilidad y como atracción. Es necesario ser conscientes de eso para atravesar, no tanto la realidad del aquello, sino las emociones que despierta en nosotros. El sentimiento de hostilidad nos puede hacer detenernos y regresar a lo conocido. O estar ahí (o leerlo) con un rechazo constante que nos impida acceder a un verdadero estar ahí de nosotros. Lo mismo nos pasa tanto cuando vamos a otro país como cuando atravesamos cualquier tipo de frontera. Leer un poema nuevo presenta unas dificultades que muchas veces nos llevan al rechazo. Sólo cuando poco a poco vamos comprendiendo su realidad y las relaciones que la conforman empezamos a hacerlo nuestro. O, en sentido contrario, encontrando los argumentos de nuestra incomodidad. Este movimiento hacia el otro es lo que hace un momento llamé "atracción", y que se presenta en toda situación de frontera. La calle de al lado es aquella en la que dejamos de ser nosotros para acceder a un nosotros más amplio. La frontera emocional que surge al doblar la esquina puede detenernos o bien hacernos avanzar. Por eso decía antes que quedarnos en la situación de frontera es insostenible. La mezcla de atracción y angustia, vivida como una constante, es tan inhabitable como la repetición de lo mismo. Imaginemos que alguien se detiene en la esquina y se regresa, para siempre, a su propia calle. Imaginemos también que alguien se detiene en la esquina y ahí se queda, también para siempre. Hay un poema de Xavier Villaurrutia que presenta superpuestas estas dos experiencias de una manera inimitable, el "Nocturno de la estatua". El pozo sin fondo de la calle de al lado y la repetición infinita del lugar conocido quedan paralizadas en una imposibilidad asfixiante. En la calle de al lado se encuentran cosas desconocidas que están ahí para, en nuestra experiencia personal, hacerlas conocidas. Ese tránsito hacia lo desconocido es una de las experiencias humanas más inquietantes. La reconstrucción o repetición que hace de lo desconocido algo conocido se convierte en una experiencia sublime. Pero la calle de al lado siempre será la que sigue. Al hacer nuestra esa calle, al reconocer sus casas y sus rostros se abre una nueva frontera: otra calle.

Una de mis primeras experiencias fue subirme en la bicicleta y empezar a avanzar por calles que nunca había visto. Era la primera vez que me atrevía a ir solo por lugares que, antes de recorrerlos, me parecían inhóspitos. Los árboles eran distintos, la gente se vestía de otro modo, las puertas abrían a mundos inimaginables. La sensación de sorpresa que tuve entonces es la misma que tengo cada vez que comienzo a caminar por una ciudad que no conozco, sea Frankfurt en la madrugada o La Paz, Bolivia, al atardecer. Hay un primer momento en el que no me quiero mover, una barrera que hay que atravesar para salir del hotel y comenzar a caminar. Una frontera, en suma. Luego viene la fascinación: un parque o una entrada de casa son lugares mágicos en los que sí pasan cosas "de mayor importancia que la rosa". O que son la rosa misma. Pero hay algo más que sucede cuando comenzamos a atravesar fronteras. El regreso a lo conocido ya no es nunca a lo mismo. Cuando hemos atravesado la calle de al lado, volver a nuestra calle la hace diferente. Nuestra calle es ahora muchas más cosas que antes. Es más ella misma, debido a las diferencias con la de al lado, pero también es mucho más de lo que era, debido a esas diferencias y también a los parecidos. Nuestra calle se vuelve tan fascinante como la otra. Salir de nuestras propias fronteras (emocionales, psicológicas, intelectuales, y reales) nos hace ver que el mundo es más de lo que pensábamos, pero también que nosotros somos más parte del mundo de lo que creíamos.

Al principio señale que a veces, por un retorcimiento no del todo extraño, nuestras definiciones de frontera excluyen la existencia del otro. Hay miles de anécdotas que hablan de este desconocimiento. Una de las que más gracia me hacen es la del inglés que le pregunta al escocés cuál es el mar que separa a ambos países. Por una construcción sinecdóquica, supongo, el inglés ha identificado Inglaterra con la Gran Bretaña. Escocia, por lo tanto, debe ser otra isla, qué mejor ejemplo que Irlanda. Estados Unidos es en este momento el ejemplo más claro tanto de la complacencia intelectual que produce la autosatisfacción como de la dificultad para reconocerse como parte del mundo. Los acontecimientos del 11 de septiembre son una muestra de ello. Los estadounidenses viajan mucho, pero generalmente no lo hacen fuera de sus fronteras. No consideran que valga la pena nada que no suceda dentro de sus propias fronteras. Más de la mitad de sus congresistas, por ejemplo, nunca han tenido pasaporte. Como mi amigo en Tijuana, sólo que por razones diferentes. Y estoy hablando de la élite política de un país. Muchos de los que sí lo tienen, y que incluso saben otras lenguas, son agentes de la CIA o militares. Es decir, personas entrenadas para identificar en el otro lo que coincide y lo que no coincide con ellos, no para entender la diferencia. Para ambos, como para el personaje de Mark Twain, los otros países son tal y como aparecen en los mapas. El mismo nombre del país, por ejemplo, es una muestra de la exclusión del otro, y de la exclusividad de los nombres: es Estados Unidos de América. No me interesa tanto discutir esto (finalmente, cada uno tiene derecho a llamarse como quiera), sino mostrar uno de los temas que la palabra frontera presenta. El regocijo autónomo con lo propio sólo se puede dar si hacemos de lo propio una totalidad en la que la frontera es el límite de uno, no el límite con lo otro. Si a alguien se le ocurre en estos momentos relacionar los atentados terroristas en Nueva York con la política exterior estadounidense en los países musulmanes, es calificado como un acto de "moral e intelectual" descrédito (bankruptcy es, sintomáticamente, la palabra utilizada). Yo entiendo que sea totalmente falto de tino hacer un comentario así frente a alguno de los deudos de los atentados, pero la cita es parte de una durísima polémica que se ha desatado en la London Review of Books a partir de una serie de artículos aparecidos a raíz de los atentados. Por supuesto, no se puede defender de ningún modo la brutalidad de esos actos, pero tampoco se puede negar que esos hechos son parte de un contexto más amplio. Hace varios años una chica estadounidense que estudiaba relaciones internacionales en Londres se preguntaba por qué el mundo no quería a los estadounidenses, si los estadounidenses querían a todo el mundo. "Precisamente por ese tipo de comentarios", le respondió alguien. Considerar que lo que pasa dentro de nuestras fronteras es lo único que realmente importa nos lleva a ambas posiciones. No prever que nuestros actos puedan afectar al otro y, si los del otro llegan a afectarnos, no ser capaces de entender que sus actos tienen que ver con los nuestros. "Es humano -escribió T. S. Eliot- que cuando no entendemos a otro ser humano, y no podemos ignorarlo, ejerzamos una presión inconsciente en esa persona para que se convierta en algo que podamos entender: muchos esposos y esposas ejercen esta presión en el otro. El efecto en la persona así influenciada se traduce en la represión y la distorsión, más que en el mejoramiento de la personalidad; y ningún hombre es suficientemente bueno como para tener el derecho a transformar al otro a su propia imagen." Pero Eliot es un estadounidense que salió de sus propias fronteras, tanto políticas como familiares y emocionales, en busca de un reconocimiento mayor, tanto de sí mismo como del otro. Salir a la calle de al lado es exponernos tanto a los peligros externos como a nuestros propios demonios. Hacer de los primeros demonios externos y de los segundos peligros propios sólo reduce nuestra experiencia. Tratar de comprender ambos nos da acceso a una realidad mucho más amplia y mucho más rica. La calle de al lado es también la nuestra, y la nuestra también es de otros.