De las impresiones de un fin del mundo
Y en aquel día, al esparcirse la ciudad del polvo alucinado, entre versiones inconcebibles de espadas flamígeras (aviones) y anuncios en el cielo (estallidos), la gran niebla polvorienta inició lo que, de forma unánime, se consideró "una situación apocalíptica". Y la noción del Apocalypsis Now se nutría del testimonio visual y auditivo de un planeta asido a los aparatos de radio y televisión, que navega ansioso en el internet, se angustia queriendo filtrarse en el caos de las comunicaciones, y nunca se sacia de imágenes.
Y aquel día, el primero del Siglo de la Enorme Desconfianza, se congregaron algunos desastres de la naturaleza urbana: las llamas, el polvo, la caída de los desafíos al cielo, el cascajo, el pánico que es el estrépito de la sobrevivencia, y el fluir volcánico de lo inaudito.
Y del encuentro de lo profundo del rencor y de lo sólido de la alta tecnología surgen las bestias mitológicas, los jinetes inesperados a esas horas y en esas ciudades: el odio que es una religión sólo hecha de sacrificios, la arrogancia que es el dogma de las estructuras que se "inmortalizan" a sí mismas, la decisión de unos cuantos de ofrendar su vida para que muchos otros no los sobrevivan y para herir de muerte a los símbolos tan antropomórficos.
La tragedia es tan innumerable como los modos de percibirla: las personas saltan de los edificios, los bomberos y los policías cumplen con su deber, el patriotismo del siglo XXI localiza su patria en los derechos humanos.
Los espectadores se abisman (el verbo es descriptivo) ante sus aparatos. Nunca tantos vieron lo mismo durante tanto tiempo, nunca tantos expresaron su solidaridad con palabras tan semejantes, nunca tantos (el rating de la historia) se concentraron tan apasionadamente en la fascinación del horror.
¿Qué decir o qué pensar de un paisaje apocalíptico? Y en aquel día todos creímos, de maneras coincidentes, en el fin de cualquier justificación del terrorismo y en la nueva regla: las profecías sólo se emiten después de cumplirse. Estamos al tanto: el terrorismo es el Mal de las teologías porque su víctima primera es su propia causa, y ante los escenarios del fin del mundo se piensa en lo trascendente, en lo banal, en la familia, en las imágenes que nos envuelven y nos modifican, donde lo peor que podía pasar ya le pasó a algunos de nosotros. Y la resistencia a los paisajes apocalípticos es una certidumbre: ante su avance la idea de ellos se aparta malignamente y sólo permanece la de nosotros.
¿Qué sabe el ciudadano común y corriente (casi todos) del terrorismo? La palabra evoca el universo de las conspiraciones, los campamentos secretos, las casas de seguridad, el olvido de la causa en pos de la venganza contra los enemigos de la causa o contra los que ni siquiera están al tanto de su existencia. Luego del 11 de septiembre, los mexicanos rechazaron justamente al terrorismo. Sin embargo, por desgracia, no hubo un esfuerzo serio y sistemático por entender, sin justificar en lo mínimo, las razones del exterminio.
El terrorismo agravia las leyes, los derechos humanos, las vidas, las propiedades, los pueblos mismos a los que dice defender, y cuyas humillaciones y cuyos sufrimientos se incrementan sin remedio. Y si hasta ese instante el terrorismo se ha observado sectorialmente, a partir del 11 de septiembre ha sido el temor y el espectáculo unánime y todos, interminablemente, observamos el avión secuestrado estrellarse contra la segunda de las Twin Towers en Nueva York, y contemplamos estupefactos el derrumbe de las torres. Y todos nos preguntamos: ¿cómo se llega a esto? ¿Es únicamente locura? ¿El fanatismo nada más se produce en medios de ignorancia y de rencor ante las agresiones impunes? ¿Hasta qué punto el fracaso de las causas, con el grado de justicia que contienen, se torna furia homicida, o hasta qué punto los orientados vitalmente a la destrucción adoptan causas sólo para transformarlas en depósitos del rencor supremo? Sin respuestas mínimamente satisfactorias, sólo queda a mano la especulación, tan útil o inútil como quiera verse, tan inevitable en el momento en que el impulso de la solidaridad hace las veces de recuperación del humanismo.
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Las reacciones en México ante el 11 de septiembre varían, transcurrido el primer impulso de horror. Al verse globalizada sin remedio (y sin protestas) por los acontecimientos de ese día y los siguientes, la sociedad mexicana se encontró, como casi todas las sociedades del mundo, sin unas definiciones claras de la globalización. Estamos globalizados sin duda, ¿pero eso qué significa? ¿Es simplemente recibir al mismo tiempo en todos los países las modas y los acontecimientos? En México, la radio y la televisión cubren cerca de 95 por ciento del territorio, y tras el atentado terrorista, todos los canales y todas las estaciones de radio se dedicaron a lo largo de semanas a cubrir los acontecimientos, a interesarse en la identidad de las víctimas, el heroísmo de policías y bomberos, en los actos de protesta y remembranza, en el duelo en Norteamérica y en el planeta. No se dispuso de otro tema en las conversaciones y, por ejemplo, se censuró muy vigorosamente al músico Karl Heinz Stockhausen y al ensayista Jean Baudrillard que comentaron frívolamente el "portentoso acto estético" del derrumbe de las torres.
Entre tanto desconcierto y confusión, una idea (un hecho) no se discutió, el cambio radical de la historia de todos; un día en la vida de Nueva York fue literalmente un salto internacional al revelar la intercesión de la violencia en las jerarquías estrictas de la globalización, y al exhibirse lo intolerable de los argumentos de la intolerancia, los del terrorismo de Estado entre ellos.
Se desató un torbellino de hipótesis e interpretaciones, y como en todas partes, en México circuló por un tiempo la versión revanchista: Estados Unidos "se la buscó y el que siembra vientos, recoge tempestades". Tal afirmación, moral y políticamente inaceptable, arraiga en la idea perversa que guía a la visión derechista de las matanzas y los genocidas: los países, las comunidades, los credos "se la buscan", las víctimas son invariablemente los culpables. A estos convencidos de la Lotería del Juicio Final, en nada les sirve que se localice a los responsables del terrorismo, las castas criminales, las perversiones financieras, y el temblor psicopatológico de los fanáticos, que se erigen en jueces, dictan sentencia y pretenden castigar a los símbolos al margen de quienes los representen. Pero la derecha y la izquierda sectarias coinciden en negarse al esfuerzo interpretativo, y por eso no comprendieron que no hay víctimas culpables, y que tales generalizaciones a propósito del terrorismo desatienden lo muy probado: en primera instancia, las tempestades siempre las cosechan los ajenos a ellas pero cercanos a su embate.
En América Latina la demostración más abyecta de terrorismo a nombre de la justicia social ha sido el grupo terrorista peruano Sendero Luminoso. El Presidente Gonzalo o Abimael Guzmán, el criminal que se presentó como "la cuarta espada del marxismo", ordenó como reivindicaciones demenciales, el asesinato de campesinos, de líderes sociales, de médicos, de policías, de soldados, de todo el que se interpusiera en su ruta de "pureza revolucionaria". (Fue tal su desintegración moral y mental que no resulta extraño el apoyo que ha recibido de un grupito de fanáticos en México.) Al justificarlo, se habló de la crueldad y el racismo de los terratenientes peruanos y del ejército. Esto, innegable, no justifica en lo mínimo uno solo de los crímenes de Sendero Luminoso, porque nada desintegra tanto como las competencias de salvajismo. Y en el País Vasco, ETA es otro ejemplo demoledor. Ya se sabe: la irracionalidad monstruosa que dice actuar a nombre de la racionalidad de la protesta, es uno de los grandes obstáculos de la disidencia democrática.
El imperio y sus alrededores
En octubre de 2001, un axioma se difunde casi sin necesidad de palabras: el centro de poder planetario es, como siempre y mucho más que siempre, Norteamérica. No admiten dudas las noticias de los preparativos de la venganza, las detenciones masivas de árabes y palestinos en Estados Unidos, el resurgimiento del macarthismo y el incremento de la dureza policíaca en la Frontera Norte. El 11 de septiembre exhibe y aumenta en el plano internacional la debilidad de casi todos los países, entre ellos México, que se encuentra vinculado orgánicamente con Estados Unidos por la industria, el comercio, las industrias culturales y, muy principalmente, las migraciones. En unos días, la convierte en una demostración de la eternidad burocrática, se acrecientan las dificultades para obtener visas y la suerte de los migrantes queda entre paréntesis en lo que al diálogo de los gobiernos se refiere.
Antes había sucedido algo muy importante: en atención a la estrategia del canciller Jorge Castañeda y del presidente Vicente Fox, el presidente Bush -así lo declara reiteradamente- considera a México "un gran amigo, uno de los mejores que tenemos". Esto le permite a Fox viajar con frecuencia a Nueva York y Washington, hablar dos veces en el Congreso norteamericano, ser objeto de recepciones fastuosas y, algo nunca antes visto, ir al Congreso a darle plazos para el arreglo legal de la situación de los trabajadores indocumentados. "Tienen de aquí a diciembre", le señala imperioso Fox a los legisladores norteamericanos el 8 de septiembre de 2001.
Luego del 11 de septiembre, ya se ha analizado en abundancia, los políticos norteamericanos le reprochan a Fox que no acuda directamente a Washington a dar el pésame. A la distancia, esto se parece en exceso a la demanda de un acto de cortesanía, porque si algo no escasea desde México luego de la tragedia son los pésames, pero al parecer nunca son suficientes. Fox se queda en la residencia presidencial, no pide un minuto de silencio el 15 de septiembre en el Zócalo por las víctimas de cuatro días antes, y aunque ofrece su "apoyo incondicional" al gobierno norteamericano, más bien se repliega, aturdido por las sombras del nacionalismo o, tal vez, por las versiones rudimentarias del nacionalismo manejadas por algunos de sus consejeros. El diagnóstico de Fox es, según creo, erróneo. Nadie habría protestado por la visita de urgencia a Bush, ni porque se guardase un minuto de silencio por la víctimas. Pero el gobierno no estaba al tanto de las mutaciones del nacionalismo.
Los mitos y las leyendas sobre el nacionalismo mexicano corresponden en su mayoría a un pasado que se canceló en lo básico. En los años recientes, este nacionalismo ha perdido su antiguo filo militante, confinándose en los comportamientos rituales, en los entusiasmos deportivos y gastronómicos, en las tradiciones que se salvan del naufragio impuesto por la modernización salvaje... y en los núcleos permanentes del rencor contra el imperio. Es obvio que ya no existe el nacionalismo indignado ante la pérdida de los territorios en 1847, ni el organizado en torno al antiyanquismo. Ahora, el gringo ha dejado de ser estrictamente el otro; es, sí, el otro y es el vecino del otro, que resulta ser el primo, la hermana, o el tío del sedentario o de la sedentaria que no cruzaron la frontera. El peso de las migraciones sucesivas modifica de modo extraordinario la cultura y la economía de México (con una fuerte presencia en la política), y la noción de Estados Unidos se va transformando, sin que se desvanezcan en lo mínimo las caracterizaciones de racismo y abuso laboral.
El nacionalismo no escapa a este influjo, y de hecho se transforma por un lado en rituales de autocompasión, y por otro en una afligida y divertida conciencia nacional que oscila entre el orgullo y el desamparo. Al desbordarse en fechas muy recientes el nacionalismo norteamericano, los mexicanos están al tanto: nunca han dispuesto ni dispondrán de algo así, de la obsesión chovinista que agita a todas horas la bandera nacional, afirma hallarse en "la tierra de la gran promesa", y declara al siglo XX y al siglo XXI "los siglos de Norteamerica". Pero la ausencia de un nacionalismo belicoso de tanta resonancia no elimina el sentimiento nacional ni sus diversificaciones, y la globalización instalada de manera irrefutable el 11 de septiembre se sujeta, sin que se quiera, a la crítica más devastadora, lo que se intensifica con la guerra de Afganistán.
"Estamos globalizados, sí, ¿pero de qué modo?" La globalización desigual y combinada se deja sentir en México en un sinnúmero de temas. Entre los más destacados:
-El sometimiento, la sujeción en la practica del gobierno mexicano a un conjunto de decisiones del norteamericano, lo que se expresa de manera muy elemental en la recomendación del presidente Fox al comandante Castro en marzo de 2002, dos días antes de la Cumbre de Monterrey, conversación divulgada por el Comandante Castro en pleno olvido de un compromiso explícito y en desquite por el voto de México con relación a los derechos humanos en Cuba:
Castro: Dígame, ¿en qué más puedo servirlo?
Fox: Pues básicamente no agredir a Estados Unidos o al presidente Bush, sino circunscribirnos...
Una frase así hubiese sido inconcebible incluso en los regímenes del PRI, sujetos a los gobiernos norteamericanos, pero todavía atenidos a las formas jurídicas del nacionalismo. ¿Qué es "circunscribirnos"? Por el contexto, es recordar nuestro sitio secundario y no pretender nunca abandonarlo, I know my place. El presidente Fox pertenece a una generación de mexicanos marcados por el pragmatismo en su versión más elemental, aquella según la cual el detentador del poder máximo posee las claves de todos los comportamientos. El que manda ordena y encauza la psicología colectiva, sería la conclusión.
El determinismo, un elemento primordial en la psicología y la cultura de América Latina y de México, se vigoriza con la globalización. No sólo entra en crisis la sociedad de los Estados nacionales, también debido a los organismos transnacionales, se agudizan los problemas del espacio transfronterizo que acentúa la división injusta del trabajo y la desigualdad social. "¿Qué se puede hacer contra esto?", se han preguntado desde hace mucho los latinoamericanos, y luego del 11 de septiembre la interrogante se desdibuja parcialmente al comprobarse los niveles de impotencia. Ante el imperio se puede hacer muy poco, casi nada, se concluye. Y el determinismo desmoviliza a las sociedades ante llamadas emergentes. "¿Qué le vamos a hacer? Si aquí nos tocó."
La soberanía, un término antes indiscutible, se ve sometida a numerosas revisiones y polémicas. La conducta de las grandes potencias afecta en muy buena medida a la ecología (cambios climáticos, el agujero de ozono, el Efecto Invernadero), y en la vida de cada país intervienen poderosamente los mecanismos de los holdings, las crisis monetarias, los precios del petróleo, las guerras, la televisión por cable, la concepción de la moda como la clonización de las sociedades. "Ya no hay fronteras", dicen los que nada comentan ante el maltrato atroz de los mexicanos en la zona fronteriza de Estados Unidos. Y la desaparición de los signos de la soberbia mexicana se acentúa. ¿Cómo se define la soberanía nacional ante las estructuras transnacionales?
En la práctica cotidiana, las libertades de movimiento de los Estados nacionales se reducen considerablemente. Su capacidad de acción internacional amengua, y la soberanía se fragmenta de acuerdo con factores nacionales, regionales e internacionales. Esto, que debería ser objeto de evaluación cuidadosa se vincula de inmediato a la mentalidad determinista, y luego del 11 de septiembre lo común es oír frases del "desahucio de la soberanía": If you can't beat, join'em.
-El narcotráfico, el "Estado paralelo" del delito, que devasta a las sociedades, contribuye enormemente a la masificación del delito, y es "el caballo de Troya" de la policía norteamericana en los asuntos de México.
-La comunicación, por efectos de la falta de recursos y de los monopolios norteamericanos, se globaliza de manera tiránica. Así por ejemplo, para enterarnos en México de la guerra de Afganistán o de la invasión israelí de Palestina se ha dependido extensamente de CNN.
En resumen, lo que el paisaje post 11 de septiembre agrega de conocimiento específico es el conocimiento del estilo y las dimensiones de la dependencia, no una dependencia mental (allí no hay determinaciones colectivas sino estrictamente individuales), ni siquiera, aunque la hay y múltiplemente, una dependencia económica y política, sino la dependencia de la falta de alternativas. Resucita la vieja idea del traspatio, y ante ella no hay respuestas organizadas, salvo la defensa mínima y errátil por parte de la izquierda de la dictadura de Fidel Castro, presentada como "la salvación de la dignidad de todos", aunque esto presuponga admitir y admirar la supresión de las libertades democráticas.
La toma de conciencia en tiempos conformistas
Si era inevitable la hegemonía de la globalización a la usanza norteamericana, ya no es tan previsible el surgimiento de la sensibilidad crítica, que se percibe en tiempos muy recientes. Ciertamente, no se veía como posible. Los mal llamados "globalifóbicos" han tenido en México una presencia relativamente escasa, así muchos entiendan la justicia de sus demandas, y el que los verdaderos globalifóbicos son los pertenecientes a las minorías capitalistas que atentan contra los recursos y las libertades del planeta. Sin embargo, no obstante la pobreza de las organizaciones de izquierda y la debilidad de la sociedad civil (más proyecto que realidad), las agresiones a los mexicanos en Norteamérica ya encuentran mayor resistencia en México. A este respecto debe insistirse en lo ya obvio: si algo ha cambiado en México la perspectiva de las comunidades mexicanas en el exterior, es la globalización. Sin previo aviso pero con ferocidad, la globalización nos informa de lo evidente: el destino pende de golpes de computadora, las inversiones no tienen patria, las patrias no tienen inversiones, ante el neoliberalismo no hay alternativas y el neoliberalismo no es ni podrá ser alternativa para las mayorías y las minorías responsables. La globalización extermina cualquier fetichismo o voluntarismo del afuera. Si el afuera ya está aquí dentro, ¿por qué no aceptar que a los mexicanos en el exterior también se les globaliza de acuerdo con una versión tiránica y monopólica? Nos hace distinta la índole de las oportunidades; nos asemeja la enorme dificultad para aprovecharlas.
Estar globalizado quiere decir más informado de muy distintos hechos, entre ellos el de los obstáculos inmensos para enfrentar los poderes políticos y financieros; quiere decir más seres formados en la pasividad y, también, en los casos que se multiplican, quiere decir gente más dispuesta a la defensa de los derechos humanos en donde quiera que se vean afectados. Así, los asesinatos, las golpizas, las arbitrariedades de la migra y decisiones como la reciente de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos que declaró inexistentes los derechos de un trabajador mexicano han encontrado en México respuestas indignadas en los medios, el Congreso y la opinión pública. Del mismo modo, así como la guerra en Afganistán no despertó mayores reacciones visibles, si acaso unas cartas en la prensa, los sucesos de Palestina sí han repercutido en el ánimo colectivo en forma casi unánime. Así como no se aprueba a los suicidas árabes con bombas, no se aceptan tampoco las incursiones israelíes, ni las acciones racistas ni el desprecio por los derechos humanos de los palestinos. Ni terrorismo de la desesperación, ni terrorismo de Estado.
Del congreso de puntos de vista y moralejas
El 11 de septiembre es, no obstante lo gastado de la expresión, un parteaguas histórico. Ese día se inauguró formalmente y sin que se admitieran excepciones, la conciencia de la globalización, se modificó a fondo la noción de espectáculo, se pusieron a prueba los resortes humanistas de la solidaridad, y se afirmaron los poderes irrebatibles con todo y sus puntos vulnerables. En los países del antiguo Tercer Mundo, el 11 de septiembre ha sido hasta el momento el principio ominoso y vistoso de la destrucción de sus expectativas. Para los mexicanos, la conciencia de la globalización real e inevitable ha significado y está significando demasiadas cosas, entre ellas la vigorización de la defensa de los derechos humanos, la resistencia al racismo, la sensación opresiva de límites, la desesperanza a mediano y largo plazo, la clarificación de sus demandas y sus posibilidades organizativas en Estados Unidos, en alianza necesaria y amplísima con las comunidades chicanas, otro gran protagonista.
¿Y cómo se dice okey en inglés?
Carlos Monsiváis, "México desde el 11 de septiembre", Fractal n° 22, julio-septiembre, 2001, año 6, volumen VI, pp. 11-35.