HÉCTOR MANJARREZ

Dios*

 

 

Cada noche, Claudia y yo nos poníamos de rodillas en el piso de linóleo azul e incantábamos, hermano mayor y hermana tres años menor: "Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día". Era bonito, era conmovedor, era muy tierno. En nuestra inocencia, nos encomendábamos a una fuerza superior que no era el gran Creador y Juzgador, sino uno de sus agentes preferidos, esos seres llamados ángeles que eran varones sin sexualidad, especie de niñotes con alas, querubines en realidad.
Los linóleos, por cierto, eran alfombras de un nuevo material plástico, grueso, resistente y bastante flexible, generalmente muy coloridas, que representaban el summum del ahorro y la modernidad. Unos imitaban tapetes persas, otros medio semejaban cuadros de Kandinsky. Se trapeaban en un dos por tres, venían en decenas o centenas de diseños, se compraban en Sears Roebuck, duraban años, no albergaban ácaros, y no sé por qué desaparecieron en los sesentas. (¿Serían cancerígenos?)

Yo dejé de creer muy pronto. A mi mente infantil le parecía que el mínimo conocimiento científico echaba por tierra, aunque sólo fuera cronológica y paleontológicamente, las narrativas de la Biblia. Ni Dios había creado el Universo y al hombre, ni la mujer, evidentemente, era producto de una costilla. Me repugnaba ponerme de hinojos y suplicarle misericordia a alguien de cuya existencia no había prueba alguna, tan sólo rumores sobre su severidad y, si te portabas bien, de su benevolencia y dulzura.

Como cualquier niño, practicaba la observación de adultos. Sin duda hubiera sido muy interesante escudriñar el lado paterno de mi árbol genealógico -el lado ateo y masón-, pero el hecho es que los elementos investigables pertenecían al bando opuesto, el del catolicismo guadalupano y femenil y de la Villa de Guadalupe, donde Claudia y yo teníamos mil o dos mil tías de distintas edades, todas ellas convencidas de que los hombres eran borrachos y abusivos y malos y sólo pensaban en una cosa y en el trago, excepto por Jesucristo y los curas con los que se confesaban a diario, sí, diariamente, algunas.
El estudio de la conducta de mis mayores mostraba que los más originales no se persignaban, ni iban a misa, ni decían "Si Dios quiere" cada vez que se proponían algo o simplemente concertaban una cita, aunque es cierto que muchas personas, hombres también, llevaban medallas colgando del cuello. En aquellos años, si los agarrabas a todos por los pies y los ponías de cabeza, a nueve y medio de cada diez se les saltarían su cadenita y medalla. Ahora sólo las portan los muy creyentes, o los futbolistas que creen que el Ser Supremo está pendiente de los partidos que todo el tiempo tienen lugar en todas partes del mundo.
La Villa en esa época era un pueblito lejano, aunque ya conectado por las vías de pavimento. Empezaba a cercarlo la colonia Lindavista, pero tenía un aire inconfundible de aldea chamagosa; sólo existía la pequeña Basílica original -no la grandota y nueva-, la estación de tren parecía un set del película del Oeste, y por doquier brotaban vendedores de merengues, en bici o a pie, que siempre arrojaban al aire la moneda para determinar si el cliente se quedaba con un merengue pagado y uno gratis, o sin ninguno; o con dos, o sin ninguno, etc., en una operación, se diría hoy, suma-cero.


Alicia Mejía Villarreal, mi madre, había nacido en la Villa de Guadalupe, y a la Villa íbamos muchos fines de semana. La sensación no era muy diferente de ir al campo, excepto que no había campo, sólo descampados y casas con muebles viejos y de olor muy rancio, habitadas por personas con costumbres pueblerinas. "¡Jesús, María y José!", exclamaban mis parientas cuando algo las sorprendía o asustaba, y no decían "Salud" sino "Jesús" cuando estornudabas, y se despedían con muchísimos besos y la bendición cuando -madre, hija e hijo- emprendíamos el retorno a la colonia Condesa, comparativo parangón de la modernidad donde los hogares con cuadros del Sagrado Corazón de Jesús eran, sin duda, mucho menos numerosos. Desde chico me di cuenta de que el país se dividía en muchas formas de ser y muchos tiempos, y que una de esas divisiones consistía en que unos se morían por ser modernos y otros sentían que se morían si lo eran. Yo era de aquéllos.

El mío era un mundo casi desprovisto de hombres. Las parientas de la Villa eran sobre todo viudas y solteras -eternas unas, jóvenes y no tan jóvenes otras- y muchas vestían permanentemente de negro, como si hubiera habido una matazón de esposos, hermanos e hijos. Las más antiguas se habían visto involucradas por sus sacerdotes, esposos e hijos en la conspiración para matar a Álvaro Obregón, allá en los remotos años veinte, y eran devotas del Padre Pro y la Madre Conchita, mártires católicos que la educación oficial tildaba de fanáticos, oscurantistas, magnicidas y traidores a la patria. Durante los años de la persecución religiosa, habían desde luego resguardado y fortalecido su fe en las misas clandestinas. Eran seres muy buenos, cariñosos y, a mis ojos, anticuados; a veces escuchaban las radionovelas y carecían -misterio de misterios- de tocadiscos. (Pasado el tiempo, tendrían televisores.)


Crecí rodeado de mujeres por todas partes: mi madre, mi hermana, mis abuelas, mis pocas primas y muchas tías, mis maestras, las directoras de escuela, la señora de la lechería que con exagerada displicencia me despachaba todas las tardes, la ogresa de la tienda de abarrotes La Sirenita (que siempre me robaba unos gramos en el jamón, en el queso añejo), las criadas cachondas y a veces ladronas y las sirvientas abnegadas y estrictas, las niñas de las que me enamoraba, como Cristina, en quien pensaba, según le expliqué a mi mamá, "todo el tiempo; hasta cuando como frijoles, pienso en ella". Y seguramente pensaba en ella, o en Diana Bracho -mi primera y única y efímera novia de la primaria-, cuando teníamos que comer bisteces aplanados "con cueritos y nervio", que a Claudia y a mí nos repugnaban, pero tantas veces eran la única carne que Alicia, siempre acuciada, siempre angustiada, podía comprarnos.


Otras mujeres importantes fueron Virginia, que se escondía detrás de un viejo y ancho árbol en el patio de la escuela bilingüe y mixta y nos enseñaba -a algunos incrédulos chavitos seleccionados arbitrariamente- su diminuto y fabuloso brassiere puntiagudo; y María Elena, cuyos ojos oscuros y oscura cabellera me hacían fingir y hasta sentir una amistad profunda y leal por su hermano Fito, al cual por ende visitaba yo tarde tras tarde tras tarde en su casa de la Condesa. Despiadada, taimadamente, estos dos hermanos alguna noche urdieron un plan. Cierto día, al regresar de la escuela, me encontré con que tenía correspondencia, un sobrecito blanco de esos en que se meten las invitaciones para las fiestas infantiles. El matasellos era de una ciudad del estado muy católico de Guanajuato. (No era una de las espaciadas y despaciosas cartas que mi papá me escribía de la entonces lejanísima Europa.) La foto tipo credencial era de una rubia preciosa que aún creo medio recordar. El texto decía así: "Querido Héctor, desde que vi una foto tuya en casa de mis primos, que me han contado tanto sobre ti, sentí que me gustaría mucho conocerte y que me escribas. ¿Te gustaría ser mi novio?", y seguía la firma adorable de alguien llamado Rosita o Gladiola o Azucena. ¡Por fin me amaba una mujer que no era de la familia! De inmediato me puse a escribir el primero de seis a doce borradores de la primera carta de amor perpetuo de mi vida, de cuatro líneas a lo sumo.
Después de la comida le telefonee a Fito y le dije que había recibido una carta de la ciudad en cuestión, aunque no de quien. A mi amigo y condiscípulo no pareció interesarle el tema, él recibía epístolas de sus pen-pals en Ontario y Ohio. Al cabo de un rato comentó: "¿Sabes quién vive allí? Una prima mía bien bonita y güerita a la que María Elena le habló de ti." Al día siguiente, acudí a la Westminster School y, a escondidas de mi madre y las otras maestras, le mostré a mis más cercanos amigos y enemigos (que eran más o menos los mismos) el sobre, la foto y las líneas fehacientes. Grandes fueron el asombro y la envidia de esos congéneres míos, inseparables siempre física y espiritualmente en la perruna persecución de cualquier pelota en movimiento. (¿Qué hacían los varones antes de que se inventara la pelota?, no lo he leído en los historiadores de las mentalidades.) Grandísimos, insoportables, fueron mi dolor y humillación del día siguiente, cuando los mendaces María Elena y Fito le confesaron a unos cuantos, que se lo propalaron a otros muchos, que la divina prima existía, desde luego, pero no había mandado la conmovedora misiva. Ni la hubiera enviado nunca, pues no podía interesarse en un ateo y baboso como yo.
Para intentar quitarme el padecimiento, ese día atajé más tiros a gol que nunca. En el momento en que celebraba el paradón decisivo, Miss Saldaña, voluminosa y aguda profe gringa, comentó con calculada saña: "Look at the peacock!", ¡Miren el pavorreal!, despertando las carcajadas de los que conocían la palabra; y de los otros también, por supuesto. Para acabar de arruinar las cosas, se me vino en pésima gana desquitarme con quien había hecho el tiro salvado, mi mejor amigo, que tenía nombre de filósofo y parentesco con el mismo, Antonio Caso, el cual usaba faja correctiva sin que yo lo supiera. Al jalonearle la camisa en el agarrón, lo exhibí de la manera más humillante. "¡Mujercita, mujercita, usas faja!, ¡enséñanos el brassiere!", le gritaba la plebe infantil, que ya se había olvidado de mí. Hasta la fecha, más de cuarenta años después, siento culpa.
No quiero decir que no existieran hombres importantes en mi mundo de los años cincuenta. Había choferes de Cadillac y de "camión materialista" y autobús, tíos bondadosos que aparecían y tíos maldosos que desaparecían, barrenderos, cómicos, ídolos populares, cantantes y actores, Pedro Infante y Jorge Negrete y David Silva, taxistas, vendedores de lotería por millones, taqueros y torteros y vendedores de camotes con sus especies de locomotoras pequeñas, Pardavé y El Chicote y todos Los Soler, españoles de panadería o mueblería, futbolistas y beisbolistas y héroes de la lucha libre, señor Presidente y señores secretarios de Estado, doctores, licenciados y más abogados, contadores, ingenieros, arquitectos, novedosos siquiatras y sicoanalistas, etcétera, etcétera.


Los varones acaparaban todas las profesiones. También todos los oficios. Y, por si fuera poco, ¡también la mendicidad!, pues por entonces eran muy pocas y muy mal vistas -si cabe decirlo- las limosneras. Las mujeres eran mamacitas santas y demás parientas; algunas también eran maestras, secretarias, empleaditas, costureras, cocineras, recamareras, marchantas de mercado y de tortillas y quesadillas; y desde luego que putas, aunque en aquel mundo cruel e hipócrita que quería creerse recatado, era difícil reconocerlas si no te las señalaba alguien con el dedo. Y era de muy mala educación señalar a alguien, al igual que poner los codos en la mesa, sacarte los mocos, dudar de la Religión o la Revolución, o rebatir a un adulto de cualquier sexo, aun cortésmente.


Gran parte de la Ciudad de México, incluyendo en primer lugar a las clases subordinadas, estaba empeñada, no sólo de noche sino todo el día, en distinguir a los Bien de los Mal educados. Los ricos eran ricos y decentes. Los pobres eran "probes" pero decentes. ¡No queríamos parecer bárbaros del campo, ni barbajanes citadinos! Nadie sabía cómo ser aristócrata en un país republicano desde Juárez, y muy pocos conocían las maneras burguesas o hacendadas luego de la Revolución, pero decentes lo éramos todos, salvo algunos seres excepcionales: María Félix, Agustín Lara y otros "bohemios" triunfantes -la divina Dolores del Río era intermedia-; y los generalotes y caciques que tenían todo el derecho a no serlo, porque tenían esa cosa vulgar pero indiscutible que era el poder.


Los menores de edad, por lo tanto, éramos entusiastas delatores. No como en los fascismos y comunismos, eso es un hecho, pero sí con demasiadas ganas. ¡Zutano está hablando con la boca llena!, ¡Mengana se estaba riendo de mi tía Sin Remedios!, ¡los gemelos Fulanos leyeron u oyeron algo que no debían!, ¡mi tío Beto se burló de Diosito o del Señor Presidente! Era un placer denunciar. Era un placer mayor no ser denunciado. Había que ser astuto, saber qué decir y a quién decírselo. Desde niños podíamos iniciarnos en el oficio que los priistas llevaban a la perfección: la grilla, la tenebra, la zalamería traicionera.


Y las adultas nos chiqueaban y cuchicheaban y mimaban y sermoneaban y pellizcaban y abofeteaban y gritaban y, si les parecía necesario, nos maldecían y cintareaban. ¿Por qué nos hacían eso ellas, las víctimas de los hombres? Porque eran las encargadas de la educación, la buena educación, de los chicos. Porque no hay que creer que sólo los machos disfrutaban de ejercer el derecho a la violencia contra los indefensos en que se ha fundado la vida en México desde mucho antes de los españoles. Las mujeres lo disfrutaban y lo ejercían más. Eran nuestros capataces. Si la falta era grave, se informaba a los patriarcas, aquellos señores que proporcionaban el sustento cotidiano y tenían el rostro adusto, todavía generalmente con bigote.
Aquellas mujeres de todas edades y formas eran adultos sin derechos y casi siempre supersticiosos e ignorantes, aunque no tanto como en provincia, o en España, o en casi toda América Latina. Aun mi madre, que era de un racionalismo férreo y un carácter más preclaro que la infinita mayoría de los varones, era en parte miembro integral de aquel mundo femenil que los hombres despreciaban con todo su ser y al que, por otra parte, juraban profesar amor y admiración y canciones sin límites, igual que como se quitaban el sombrero al pasar frente a las iglesias a las que rara vez acudían. (Eran los últimos años del sombrero en el mundo occidental.) En México, desde la Reforma, el catolicismo ha sido sobre todo costumbre de mujeres y de ignorantes o de hipócritas; rara vez hay, como en Francia o Italia, intelectuales abiertamente católicos a quienes se pueda respetar por su empeño en la inteligencia y en la fe.


Mi ma oscilaba entre el mundo de la Villa de Guadalupe -donde estaban la infancia y la solidaridad femenina- y el mundo moderno en que definida y definitivamente quería que sus hijos desplegaran las alas, no con la bendición del Corazón de Jesús y sus imágenes de kitsch aterrador, sino bajo la protección de las vacunas de los doctores Salk y Sabin y bajo la guía del doctor Spock, padre by proxy de todos los niños de ese nuevo mundo absolument moderne en que los objetos de plástico eran cada vez más y más numerosos, útiles, fascinantes, desechables. Nuestros padres eran los primeros genitores en la historia de la humanidad que casi con certidumbre no tenían que temer la muerte de sus hijos, para eso había vacunas y penicilina; y que -sin necesidad de ser ricos- podían planear y propiciar nuestro desenvolvimiento. El futuro, en los años cincuenta, se veía bien. El futuro existía. (En los sesenta, con la píldora anticonceptiva y la libertad de las mujeres, se iba a ver aún mejor.)


En esos años, los hombres hacían siempre lo que querían. Ahí estaban sus amigos para solaparlos y, sobre todo, las instituciones para protegerlos, los prejuicios para absolverlos, sus mamacitas para mimarlos, sus esposas para perdonarlos, sus "queridas" para consecuentarlos y sus hijos para obedecerles. Los varones, desde el Presidente hasta el barrendero, eran omnipotentes, como Dios, y su patriarcado se sostenía -se sigue sosteniendo- tan sólo gracias a la compleja y resistente red del matriarcado, sin duda la única institución mexicana que ha sido eficiente durante siglos. Detrás de Dios y debajo del macho, se hallaba la sociedad genuina, las mujeres que, para proteger el orden familiar, le rezaban a la Virgencita y a los santos y soportaban y validaban el abuso y la violencia; y cuando el macho se largaba, o se daba al trago, o se mataba a balazos o machetazos con otro imbécil, ellas se encargaban de "sacar adelante" a los hijos.


A principios de este siglo XXI, en más del veinte por ciento de los hogares mexicanos el "jefe de familia" es una mujer: soltera o divorciada y con frecuencia menor de edad y algunas veces viuda. Medio siglo después de mi infancia, muchisísimas mujeres en México han dado grandes pasos hacia su liberación sexual, social y política. Muchísimos hombres sólo han empeorado, ahí están las espantosas cifras de violencia familiar, violaciones, asesinatos.


Los varones adultos de los cincuentas casi siempre tenían ese carácter impresionante y amenazante y también emocionante del machismo. En aquellos Buicks y Cadillacs convertibles que eran como animales míticos -de líneas audaces, cromo brillante, llantas de cara blanca- esos hombres pasaban ante nuestros ojos acompañados de las fieras hollywoodescas que eran aquellas mujeres que se cubrían el cuerpo con pieles de felinos o cibelinos feroces. Los admirábamos -aunque ni siquiera se parecieran un poquito a Pedro Armendáriz o Kirk Douglas- por su poder sobre el dinero y sobre el (otro) sexo. La máquina, ¡la hembra!, la lana, la plata. Sunset Boulevard, el Paseo de la Reforma. A nadie parecía ofenderle, menos aún indignarle, aquellos desplantes. A algunas mujeres -María Félix, Dolores del Río, Katy Jurado, las anónimas- también se les permitía (se les agradecía) que nos deslumbraran.


En realidad, claro, la mayor parte de los machos eran solamente unos sujetos sin encanto ni dinero, pero con poder. Si los niños y los adolescentes rezongábamos ante el "Porque yo lo digo" de las capataces, éstas aducían el "Porque tu Papá lo dijo", que era irrebatible. Como nuestro papá nos había abandonado a mis siete y sus cuatro años, Claudia y yo no teníamos que escuchar esa frase terminante; bastaba con el "Yo lo digo" de Alicia Mejía Villarreal. Con lo cual los dos hermanos a veces extrañábamos a Héctor Cruz Manjarrez Moreno con todas nuestras fuerzas... Porque había sido un padre conmovedor y cercanísimo hasta el día de su fuga vergonzosa; y porque nos habíamos quedado sin Suprema Corte. Para Claus la pérdida era incomprensible. Para mí -que entendía y compartía y padecía la furia de mi madre- era demasiado comprensible. El menos macho de los hombres, el más amigo de los padres, no sólo abandonó a mi madre (eso era parte del mundo moderno) sino también a sus hijos (eso era el antiguo).
Y no podíamos apelar al padre de mi padre, porque mi mítico abuelo Froylán Cruz Manjarrez (ignoro su segundo apellido) el Constituyente más joven de 1917, el gobernador interino de Puebla en 1922, el exiliado delahuertista en La Habana y Barcelona, el director del diario El Nacional, el autor de La jornada institucional, el supuesto tercer o cuarto brazo derecho de Lázaro Cárdenas, había muerto de cáncer en 1937.


El machismo era la ley de los hombres y de Dios, pues unos y Otro eran del mismo sexo. El Papado, por ejemplo, en aquellos años amenazaba con el infierno (¿o sólo el purgatorio?) a las mujeres que usaran la prenda distintiva de los hombres: los pantalones. Todas las iglesias cristianas identificaban el Deseo no tanto con el ansia de los testosterónicos, sino con la falta de pudor de las mujeres. En las misceláneas como La Sirenita, se permitía la venta de cervezas a los hombres, que las consumían en la calle, mientras se rascaban y acomodaban los güevos y se piqueteaban entre sí los culos ("fundillos") y lanzaban espesos gargajos (o pesetas de plata de veinticinco centavos) a las rayas del pavimento en el juego de la rayuela. (A todos nos sorprendió Cortázar, en los sesentas, cuando nos dio otro nombre para el juego del Avión.)


Esos hombres -proletarios y baja clase media en mi colonia, lúmpenes en otras- se dedicaban en grupo a cabulear a los niños y atosigar a las mujeres. Sin siquiera una pizca del encanto de David Silva y Pedro Infante y Joaquín Cordero en sus papeles de proletarios de corazón bueno y cuerpo buenote, se creían con algunos de los derechos de los millonarios, los licenciados y los caciques. Y el pobre pendejito que era yo tenía que soportarlos, torearlos y sonreírles, porque yo era el Mayorcito, el que iba a comprar las cosas, ¡en pocas palabras, el Hombre de la Casa! Mis funciones eran demasiadas y variadas. De Mujer: comprar el pan, las tortillas, la leche, el queso, el jamón, la carne, las verduras, la fruta, las quesadillas; de Hombre: cuidar a mi hermana en la calle y apoyar a mi mamá en todo. Extrañaba a mi pa, igual que mi hermana, pero también lo maldecía con rencor, con dolor. Era 96.99 por ciento solidario con mi ma, pero no siempre soportaba bien su heroísmo, con frecuencia espectacularmente chantajista.


-¿No te das cuenta que papá nos traicionó y abandonó? ¿No te das cuenta de que no nos manda un centavo y Alicia (también la llamábamos así) tiene que trabajar mañana y tarde para mantenernos? ¡Papá es un poco hombre! -a veces le gritaba yo a Claus, que de todas formas me decía que extrañaba a su papito, en lo que tenía toda la razón. Lo cual me daba más rabia, porque yo ya no podía ser niño, y -como todos los chicos- no quería ser adulto. (Años después, mi padre y yo llegamos a ser muy amigos, pero nunca he podido quitarme aquel espanto -mi pa volviéndose un fantasma a ojos vistas- del abandono.)


No sólo éramos los vástagos iniciales de las vacunas, el plástico, las familias pequeñas y el fabuloso futuro, y las bombas atómicas y las plumas atómicas, que era como los bolígrafos se llamaban en México. También éramos los primeros hijos del divorcio.
No era fácil. Las mujeres decían de mi mamá: "Es una divorciada", lo cual significaba que su hombre la había repudiado incluso ante las leyes. Para el mundo femenino, ser "una divorciada" era casi peor que ser "la querida" o la "chamacona" de Pérez; o la "mantenida" de Gómez; o la "mamá de los otros hijos" de Rodríguez, es decir, la que vivía en "la Casa Chica". Era casi tan terrible como ser "una cualquiera" y muy poquito arriba de las terribles y abominadas "madres solteras". Ser divorciada era el anatema, haber sido y ya no ser la mujer de González o Martínez; una traición al noble -el ejemplar- destino de la mujer decente: el papel de esposa abnegada por engañada, y engañada por abnegada.


Y "una divorciada" era, además, una amenaza para las demás hembras: era una mujer que se había ganado el derecho a ser libre.


Es evidente que también para los hijos las murmuraciones que entreoíamos eran ponzoña: "Esa niña no tiene papá, él se fue con otra", "Ésos son hijos de divorciada", "Pobrecitos, ¿ya sabes lo que les pasó a esos niños?", susurraban las señoras con sus voces crueles y sibilantes. Y los chamacos gritaban a voz en cuello: "¡Héctor no tiene papá, Claudia no tiene papá!" Los hijos de divorciados nos hacíamos amigos poco a poco y con mutua desconfianza -o instantáneamente al conocernos, como si nos hubiéramos olido-, pero nunca, jamás hablábamos de la tara que nos unía. Era demasiado dolorosa en lo individual y bochornosa en lo social. Hacia los trece años, a veces yo ya sorprendía -aunque no intimidaba- a los coetáneos con esta pregunta: "¿A poco tus papás todavía viven juntos?" Subtexto: ¡Qué anticuados!
A nadie en Ciudad de México, ni siquiera a la gente de La Villa, le gustaba que le dijeran anticuado. Era como decirle indio, por ejemplo. "¡Pareces indio!" era un insulto de lo más común: un mote peor -si cabe; y vaya si cabía- que llamarlo Puto y Putito, o Vieja y Mujercita.
Algunas siervas de sus maridos, por otra parte, llegaban al extremo de matarlos, y la prensa las bautizó, no sin ingenio, como autoviudas. "¡Otra autoviuda! ¡La asesina alega legítima defensa!", proclamaban los diarios. Al léxico del México moralmente disléxico se agregaba otro tema de burla y de chacota: las autoviudas, que nos parecían comiquísimas.
Los niños observábamos todo esto como piezas de un rompecabezas. ¿Cómo y dónde embonaban las piezas?, ¿de qué servía el Ángel de la Guarda ante tanto dolor e injusticia? ¿Por qué Dios, que se nos decía que era bueno y omnipotente, no hacía nada? ¿Acaso estaba ocupado ayudando a otros, que lo merecían más?
Aquella sociedad de los años cincuenta era un matriarcado evidente pero "invisible" en que las mujeres creían en Dios o Jesucristo y los santos, y los hombres profesaban creer en la Virgencita y en sus Madrecitas Santas, que siempre les perdonaban sus mentiras y abusos y (como se decía entonces) sirvergüenzadas. No sólo los hombres, sino tal vez ante todo las mujeres, indoctrinaban el machismo.
Por mi parte, no recuerdo haber conocido entonces un solo hombre admirable, excepto a mi padre, que un día dejó de ser Dr. Jekyll, el humanista, para convertirse en el incomprensible Mr. Hyde... el Hidden, el tipo que andaba escondido y que un día mandó al pobre hijo púber de su nueva mujer a regalarme su colección de libros de Salgari, autor que me leí casi íntegro durante un largo mes de hepatitis y que -como a varios de mi generación- por primera vez me hizo desear ser, a mi vez, escritor. Se dice que los escritores nacen de la herida de Lo Incomprensible en la infancia. Sin saberlo, Héctor Grande le daba a Héctor Chico también el bálsamo, la curación que sólo daría resultados mucho años después. (Ahora mismo, por ejemplo.)
Todos los demás hombres podían ser simpáticos o guapos o fuertes o cariñosos o carismáticos o interesantes o chingones, pero mi ojo de siete años se había vuelto implacable y detectaba sin falla al mentiroso, al farsante, al gandalla, al cabrón, al pobre pendejo entre ellos. Por contraste, las mujeres eran mejores: valientes, honestas, chistosas, cariñosas, confiables. Y terriblemente asfixiantes.
Yo no quería comportarme como ellos, como los de mi sexo, pero quería tener lo que tenían: el descaro, la desfachatez, l'effronterie de la libertad.
Hubo, es muy cierto, un hombre que el Trío Los Abandonados quisimos mucho. Carlos, tío político de Claus y mío que se enamoró locamente de Alicia, quien se enamoró perdidamente de él, que a su vez nos quiso muchísimo y fue nuestro padre sustituto y sin embargo jamás pretendió usurpar el sitio de nuestro pa.
Mi mamá fue la primera mujer de quien me constó que ejercía su libertad sexual. Es cierto, sin duda, que Carlos y Alicia se separaban a altas horas de la noche para que en la mañana Claus y yo los encontráramos a ella en la cama y a él en la sala. De todas formas, sabíamos que intercambiaban caricias y complicidades a todas horas y agradecíamos que sus cuerpos y sus almas -como decían los boleros de entonces- se quisieran mucho. Cuatro, cinco o seis veces los vi dormidos juntos, algún vislumbre tuve de ellos haciéndose el amor. Aparte de los celos edípicos, aparte del susto del hijo que se ha quedado encarnando el papel del padre, aparte del asombro del niño que atisba la dulce ferocidad animal de los adultos, sé -porque mis recuerdos me lo han dicho una y otra vez- que me tranquilizaba la entrega, la ternura entre ellos.
El embelesamiento entre Carlos y Alicia les infundía un enamoramiento que se le contagiaba a los dos hermanos, que los queríamos mucho. Durante algunos años, fuimos una especie de familia muy atípica y bastante feliz. Sin lugar a duda, contribuía mucho el hecho extraordinario de que nadie significativo -de las familias Mejía, Manjarrez, Moreno, Villarreal y aledañas- rechazara en público a Carlos y Alicia solos, o con Claudia y Héctor.
Porque la Gran Tolerancia Mexicana también existe. Muchos años después, en 1979 o 1980, cuando mi primogénita Berenice Manjarrez Vericat, alias La Bere, le fue presentada a la mamá de quien entonces era mi compañera, Adriana Postinghel Mauri, argentina, doña Norma, repito norma, dijo: "¡Pobrecita chiquizha! ¿Verdad que querés estar con tu mamá? ¡Flor del pecado azteca, no hay quien te compadezca!" El "pecado azteca" es ancestral, es cotidiano. Ni la Iglesia ni las murmuraciones lo sofocan.
En medio de esa tolerancia de costumbres entre nuestras gentes y de la intolerancia social, general y generalizada, oficial y extraoficial, transcurrían nuestras vidas. En lugar de mi papi
estaba Carlos, amigo de verdad cuyo perro Terry, hijo de mamá terrier y papá desconocido -otro pecado azteca-, se volvió mío, que por entonces vestía camisetas de banlón que significaron el inicio del plástico, de lo sintético, también en la vestimenta. Poco a poco, la población de gran parte del mundo empezaría a vestirse toda igual, y las diferencias de clase serían menos escandalosas a la vista.
(Dos días después de haberle leído por teléfono las líneas anteriores, Alicia me pide que no le vaya yo a hacer creer a la gente de hoy que aquella tolerancia mexicana existía. "Se suponía que no sucedía", me dice, refiriéndose al amor entre ella y Carlos. "They chose to ignore it?", le pregunto. "No, Héctor, no era esa tolerancia de los que deciden ignorar para no molestar. Era algo mucho peor. Se suponía que no debía pasar. Puesto que hacían como que no veían lo que estaban viendo, no lo veían. Éramos invisibles Carlos y yo como pareja. Date cuenta." "Pero en comparación con otras ciudades de habla hispana...", redarguyo. "Es muy posible, pero vivíamos en México." Y en México, me quedo pensando yo, somos especialistas en hacernos pendejos.)
¿No era machista Carlos? Claro que lo era, ¡era de lo más macho!, y sin embargo nunca nos falló a Claus y a mí. Nos apoyaba siempre, porque a él nadie lo había apoyado. Si Alicia se enfurecía con nosotros, él la calmaba con palabras, o con arrumacos, o (aunque fuera diez años más joven) con autoridad: "En mi presencia no se habla mal del papá de los niños". Si mi padre había hecho una de las suyas (desaparecerse hasta por correo, ponerse de Santaclós increíble en Navidad), Carlos no lo defendía, pero tampoco lo atacaba.
Por otra parte, de las dos o tres veces que se atrevió o acomidió mi papá a recogerme en la esquina donde yo aguardaba el autobús escolar, recuerdo dos hechos cruciales. El primero, mi furia al verlo llegar en un precioso MG verde botella: "¡Nosotros no tenemos para comer y tú andas en MG!" ("Las cosas se van a arreglar, chaparrito, no te enojes.") El segundo, que mi padre a su vez defendiera el papel de Carlos en las vidas de sus hijos y de su ex: "Es una buena persona y creo que le hace bien a tu mamá. Salúdalo de mi parte".
-Carlos, el imbécil de mi papá te manda saludos.
-Salúdalo de mi parte cuando lo veas. Y no vuelvas a hablar así de él.
En suma: los dos varones que fueron mis padres me enseñaron una lección de tolerancia entre hombres que hice inmediata y fervorosamente mía.
Sin duda alguna, tanto Carlos como Héctor fueron ejemplares fracasos en el mundo del machismo a ultranza de aquellos años. Aquél, porque sólo lo simulaba perfectamente -con su bello cuerpo atlético y su aspecto de estrella de cine-; éste -con su pinta de intelectual siempre pensativo-, porque ese código le era repulsivo luego de haber vivido más de tres años en Estados Unidos, en Illinois. El uno y el otro eran básicamente tiernos pero, por desgracia, también fundamentalmente ineptos. No sólo mi pa no daba dinero para sus hijos, sino que su sustituto no siempre tenía empleo, y cuando lo tenía era mal pagado... El Trío Los Abandonados, por ende, se sonaba las narices con papel del excusado y no con clínex; se lavaba los dientes con bicarbonato de sodio y no con Colgate; y si podía, caminaba para ahorrarse el pasaje. Vivíamos en el mundo del dinero que no alcanza. Más o menos distantes de los pobres; y económicamente cerca de los demás familiares (salvo unos pocos que habían prosperado o hasta hecho fortunas bajo Ávila Camacho o Alemán), los cuales siempre tenían problemas para ajustar el gasto. Si Claudia y yo íbamos a una escuela privada, era porque teníamos beca gracias al empleo de Alicia.
Recuerdo el alivio con que en algún momento descubrí el término Clase Media. Aun si la distancia respecto a los que comían bien todos los días era muy grande, ¡no por eso éramos pobres! ¡Éramos de Clase Media! Y no sólo eso: más Media Media que Media Baja, aunque la diferencia a veces era francamente fuzzy. Vivíamos en la Condesa; teníamos centenares de libros y muchas decenas de discos; hablábamos casi dos idiomas; mi pa era un desastre, pero era diplomático; y mi abuelo Froylán había sido diputado Constituyente. "Nuestras mamás son tan típicamente clase media", decretaba mi amigo Guillermo Palacios, que quería ser dandy maldito y declamaba con brío pasajes blasfemos del Gog de Papini. "Your grandmother is so Mexican middle-class", diagnosticaba Felipe Padín, cuyo padre trabajaba para la Ford Motor Company y ya era dueño de su propia casa de dos pisos con jardín y luego tendría residencia en el Pedregal. Es cierto que algunos de mis familiares eran muy claramente de clase baja y hasta lumpen, y su acento era de película de Ismael Rodríguez, pero yo, no; yo era (descubrí un día con gran placer) de cierta clase media ilustrada. Cuando leí La región más transparente, los pasajes donde Carlos Fuentes hacía escarnio de la clase media me encantaban: porque se burlaba de mi mundo, y porque "probaba" que la clase media era mi mundo. Menospreciables, los pobres; despreciables, los ricos; yo era de clase media.
Por otra parte, Carlos y Alicia -sobre todo ella- eran miembros marginales de La Bohemia, ese mundo en que se fumaba mucho cigarro y un poco de marihuana y la gente "se tomaba La Copa" y te topabas con el novelista Norman Mailer y la actriz Marpessa Dawn en las fiestas y se escuchaba al ídolo del "Feeling", el cubano José Antonio Méndez, que platicaba con ellos con su voz agónica y tabacosa y les ponía dedicatorias en la parte posterior de sus elepés. Del mundo del cabaret Leda y el Salón México donde se danzoneaba, es decir el mundo de Octavio Paz y Pepe Revueltas y Renato Leduc y un largo etcétera, se había pasado a los pequeños y más íntimos universos del bebop y el nuevo bolero como ceremonias de algunos iniciados: el mundo del pecado mortal, pero sobre todo intensamente sentimental, que ya había vaticinado Agustín Lara. Por eso, porque me fascinaba ese nuevo mundo en que mi madre (aunque no bebiera mucho, ni fumara nada de nada) se había metido, ese mundo donde los adultos se comportaban como individuos libres y modernos -y que Alicia me narraba con la debida censura, pero mucho entusiasmo-, cuando me despertaba en las noches de mi pubertad con hambre y sed (de justicia, hermandad y sexo, además de pan con mermelada y leche) y veía las veladoras que ella ponía encima del refri Kelvinator, yo se las apagaba.
Se las apagaba sin misericordia. Había molestos paréntesis y contradicciones en su conducta. ¿Cómo se atrevía a hacer retroceder la Historia: la suya, la nuestra, la de la humanidad? ¿Cómo podía Alicia encenderle lucecitas votivas a San Antonio y San Noséqué, cómo se atrevía a regresar a los ritos superados de La Villa, cómo se le ocurría (tal vez) arrepentirse de sus Pecados, que no eran más que senderos de la Libertad?
Ella volvía a encender las veladoras en la mañana, antes que Los Tres desayunáramos, y yo volvía a apagarlas antes de irme a la escuela. Sin cruzar palabra, sin dirimir el enfrentamiento ideológico, a lo largo de la jornada la madre encendía y el hijo apagaba; la maestra afirmaba el fuego de la fe, el alumno defendía la luz de la razón. Para mí, se trataba definida y definitivamente de una cuestión de Principios que tomaba con la mayor seriedad del mundo. No sólo de los principios de La Bohemia, donde después de todo se podía Pecar (y Confesar si era preciso) repetidamente. Sino también, y sobre todo, de la libertad, igualdad y fraternidad de las Mujeres, Madres incluidas en primer sitio. Si mi papá había fracasado tan sonadamente como proveedor e ideólogo, ¿debía y podía yo aceptar que mi mamá fracasara como ideóloga luego de triunfar como proveedora? La respuesta era No. Una y mil veces no. Otra veladora apagada. Otro cabo tijereteado para que le costara volver a encender la vela y tuviera tiempo de cavilar sobre su conducta indebida y supersticiosa.
Si habíamos de profesar y practicar creencias, debían de ser -en mi opinión cada vez más formada- ideas progresistas, modernas: la Feligresía de la Progresía, en pocas palabras. Como las costumbres de Alicia en los bares de la colonias Roma e Hipódromo y las fiestas de la Cuauhtémoc. Y como las ideas y convicciones de mi abuelo Froylán y su hermano David, zapatista en Tlaxcala que había luchado por el reparto agrario contra los terratenientes, durante la Revolución. La Cofradía de la Izquierda tenía que ser la nuestra, como de hecho ya lo era para Froylán, el medio hermano de mi padre, que era un comunista de hueso colorado, un fervoroso, un fanático, un inocente, un puro, un sacrificado, pero a quien no conocíamos aún.
En medio de estas luchas ideológicas en el seno de la clase media, sucedió mi segunda gran desgracia de aquellos primeros años. En la ausencia de mi abuelo paterno y de mi padre, que se había fugado con otra a la bella y remota Praga y divorciado chuecamente -ante un juzgado de pueblo-, la familia tomó una decisión, llena de buena fe, que a mí me resultó horriblemente degradante: Claudia y yo debíamos hacer la Primera Comunión. ¿Por qué? Porque sí. No se escuchaba a los niños; ni siquiera a los niños, como mi hermana y yo, a quienes a veces les preguntaban su parecer. La haces porque la haces y porque es por tu bien, punto.
La decisión fue súbita y brutal. ¿Cómo podía ser que mi sardónico abuelo Pedro Mejía Pavón -que era muy conservador pero sólo se hubiera parado en una iglesia si allí se jugara la Serie Mundial de beisbol- estuviera de acuerdo? ¿A qué diablos se debía que mi abuela Ofelia Villarreal Gutiérrez -que ciertamente iba a misa, pero no con el fervor con que acudía a sesiones de espiritismo; y que creía en todo tipo de magias tan latas como sincretistas, que ahora llamaríamos New Age- de repente dejara su vago paganismo y se comportara tan dogmáticamente? ¿Y por qué mi abuela Georgina Moreno Ortega, la sonorense -que de chico me llevaba a retozar en los jardines de su amigo Plutarco Elías Calles, el Presidente perseguidor de la Iglesia católica-, estaba de acuerdo? ¿Y a cuenta de qué mi madre, grande de las grandes del protofeminismo, parecía ser la más empeñada en que sus hijos formáramos parte y número de la Iglesia reaccionaria que ella misma solía denunciar, una y otra vez, con furia y con argumentos?
¿Se debía a que en los años anteriores no había dinero suficiente para pagarle a la catequista, ni para sufragar al cura, ni -sobre todo- para organizar el tradicional desayuno de tamales y champurrado? ¿O esta conspiración de los adultos se debió a que de repente se dijeron, sin decírselo in so many words, que la prueba de su fe y pertenencia a la Iglesia la daríamos los inocentes chiquillos, corderos de Dios que lavaríamos pecados y omisiones de los adultos?
No lo sé: los caminos de las familias son misteriosos. En aquel momento de escandaloso entusiasmo de mis familiares, durante todo ese proceso humillante de intento de catequización de mi conciencia, yo me sentí avasallado, me supe un mero vasallo que escuchaba y obedecía; y experimenté, en cuerpo y alma, es decir en mi inteligencia, una verdadera Toma de Conciencia. En tres palabras: me volví jacobino; en dos: anticlerical ferviente. En una: agnóstico.
Ninguno de los adultos nos ofreció jamás, que yo recuerde, ningún argumento. Nos habían enseñado a pensar y cuestionar, a Claus y a mí, y en el preciso momento en que debíamos pensar y cuestionar, se nos hacía sentir que ésta sí que no era la ocasión, m'hijito; que la existencia de Dios y la pertenencia a la Iglesia católica eran consustanciales al hecho de ser humanos y mexicanos. Cuanto más autoritaria la actitud de los mayores, más intolerable y ridícula me parecía. Pero, porque Claudia y yo éramos chicos, había que acatar. Y encima fingir que sí, creíamos y creeríamos en un Solo Dios, creador del cielo y de la tierra, y del dolor y la injusticia, como antes habíamos creído en el Ángel de la Guarda. Y ellos, los adultos, fingirían a su vez que Claudia y Héctor eran niños católicos, tan cursis y modositos como los que abominaban de las grandes tradiciones laicas de Juárez y de Cárdenas en las que nos habían educado mi madre y mi padre.
Al escribir esto, revivo un poco mi impotencia de entonces: la indignación, la humillación, la exasperación, el desespero, el dolor, la ira, el desprecio. ¿Por qué expresar el poderoso y misterioso vínculo con la Naturaleza, con los Cielos, con la Soledad, y también con el deseo de obtener y hacer el Bien, a través de una deidad, de una sola deidad, de una deidad masculina, de un dios del desierto, un dios de alguno de los remotos desiertos del Medio Oriente, y no precisamente el dios judío, o el musulmán, sino el cristiano, y sólo el cristiano, pero no el armenio, ni el sirio, ni el maronita, ni el bizantino, ni el ruso, ni alguno de las tantas variedades del protestantismo, sino el católico, apostólico y romano, el que habían traído los funestos españoles, los pinchísimos, cabronsísimos y pendejísimos españoles (durante la dictadura franquista se despreciaba mucho a España en México), el que encarnaba el terrible papa Pío XII, del que sabíamos que no había levantado un dedo ensortijado para salvar a los judíos del Holocausto, de la Shoah?
¿Por qué, si yo no podía creer en esa deidad, se me forzaba a decir que creería en ella para siempre? (Mi madre y yo, aunque nos vemos con frecuencia y conversamos largo y seguido por teléfono, nunca hemos hablado de esta experiencia.) Se me hizo ponerme de hinojos; se me hizo bajar la cerviz; se me hizo abrir la boca para que me introdujeran una hostia; y antes se me hizo confesar mis pecados; pero no dije ninguna de mis verdaderas culpas... con lo que me sentí aún más culpable ante ese dios en el que no podía creer.
-Aun si fuera cierto que Voltaire se confesó en el lecho de muerte, todo esto son sólo supersticiones y supercherías y superbabosadas -le decía yo a mi hermana menor, que evitaba siempre los conflictos y anhelaba la paz y por tanto me decía:
-No digas eso.
-¿Qué, superbabosadas?
-Sí, no digas eso.
-Bueno.
-No me gusta cuando te burlas de todo. Los abues y mamá lo hacen porque nos quieren, y para que no nos vayamos al Infierno. Si tú no crees, no tienes que decirlo.
-Y tú, ¿tú crees?
-No sé, Héctor, no sé -me decía Claudia.
-Nada más acuérdate de la canción: "It ain't necessarily so, it ain't necessarily so, the things that you're liable to read in the Bible, it ain't necessarily so". ("No es necesariamente cierto, no es necesariamente cierto. Lo que te topes en la Biblia no es necesariamente cierto." Letra de Ira Gershwin y Du Bose Hayward, música de George Gershwin, de la ópera Porgy and Bess, 1935. Canción que mucho nos gustaba entonar en familia imitando la voz de mi padre, de quien aprendí a emular las voces de bajo de los negros americanos.)

(Por lo demás, no pretendo que este diálogo de hermanos sea real, pero sí verosímil.)
Yo en esos años ya había ojeado Tótem y tabú, de Freud, en un libro argentino o chileno de carátula de cartón y colores chillones para la época, y a ratos leía -asombrado, enloquecido, iluminado- a Homero, que de pronto había dejado de ser sólo una bonita avenida en la colonia Polanco, paralela a Horacio, intersectada por Arquímedes, Séneca y Eugenio Sue y otros autores que luego, temprano o tarde, acabaría leyendo. A Homero -fuese su Ilíada o su Odisea- lo llevaba conmigo a la Primaria, a la Secundaria, al Deportivo y al parque de Chapultepec -en el sobaco; eran aquellos viejos libros verdes editados por José Vasconcelos en los años veinte; y tenían un verdadero poder mágico: los barbajanes, nacos, pelados, machos, filisteos o como se les llame de repente me (casi) respetaban. En todo casi o caso, me dejaban pasar entre sus pandillas montoneras con injurias, pero sin golpes. Como que se paralizaban, como si no se pudiera golpear a un varón con su misal.
Antes que Homero, leí (y también cargué en la axila), hasta donde recuerdo, a John Steinbeck, Erskine Caldwell, Stefan Zweig, José Rubén Romero, Cervantes (las Novelas ejemplares); y otros libros de bolsillo para adultos que me maravillaron o me aburrieron pero que ni mi memoria ni (seguramente) el canon literario consignan, en inglés o en español. Pero nada fue como el descubrirme acorazado por aquellos libros verdes de tapa dura, ni nada fue como leer, aun si era a saltos entre la tele, la escuela, el deporte y las inciertas amistades, a Homero.
¡Eso era literatura! ¡Ésos eran personajes, aun si Aquiles, un militarote petulante, vencía y humillaba a mi tocayo Héctor! ¡Ésos eran héroes!
Y ésos, los de Homero, eran Dioses. Dioses numerosos. Dioses y diosas, de ambos sexos. Deidades que no ocultaban, sino desplegaban y ostentaban, hasta el exceso, que eran admirables, despreciables, poderosas, y cuyas intervenciones siempre abusivas en la vida de las mujeres y los hombres -y los niños, aunque sólo aparecen como sacrificiales- conferían un verdadero sentido heroico a los individuos. (Poniéndome de rodillas para confesar y comulgar, yo era todo menos heroico.) No es que yo creyera en las deidades griegas excepto como portentosos actores de ese arte prodigioso que mi confuso y ávido y naciente Nuevo Yo estaba descubriendo, y descubriendo que se llamaba Literatura, o Leyenda, o Poesía, o Historia. Pero escribo estas palabras como si hoy entendiera lo que entonces sentí, y en eso, como en tantas cosas, soy un vástago del Siglo Veinte: hijo del psicoanálisis y de la autobiografía. Lo que sentí fue asombro.
Las deidades griegas eran muy antiguas y extranjeras. Muy antiguas y extranjeras y admirables eran también las hazañas de Cristo, cuyo heroísmo patético -en el sentido noble- se resumía en su trágica figura colgada de una cruz, exhibida en iglesias y catedrales y basílicas, para tremendo ejemplo de los adultos y espanto de los niños. No podía uno mirarlo a los ojos -o la sangre de las heridas, o los clavos, o las espinas- sin sentirse malo; sin imaginarse culpable; sin creerse indigno. Y así no se puede empezar Una Vida, con tanta culpa tan heredada y ajena, sentía yo. El Dios del Antiguo Testamento era terrible, vengativo, hermético. Jesucristo, temible en su debilidad gore.


¿Por qué había nacido yo en México? ¿Y por qué en el seno de esa familia que no decidía en qué creía? ¿Y por qué debía hacer la Primera Comunión? ¿Y por qué había muerto el abuelo masón, y por qué su hijo, mi padre, se había largado justo a los siete años, cuando supuestamente se acaba la Inocencia y se comulga por primera vez? (¿Por qué no era yo Jim, el de La Isla del Tesoro, o Héctor, el héroe memorable y vencido de Troya, o los indomables Ivanhoe, Sandokan y D'Artagnan?)


En fecha cercana, una ampolla en la palma de la mano derecha se me había infectado a tal punto que la pus me la había hinchado como mano del engendro de Frankenstein. No podía yo
entrecerrar los dedos, de lo inflamados y amarillentos que estaban. ¿Por qué me pasaba esto a mí, de todos los niños que se ampollaban en la barra metálica del playground de la Escuela Westminster?, ¿por qué no a cualquiera de los Patroclos y Agamenones, Marios, Robertos, Pepes, Marianas, Susanas y demás niños mensos? ¿Y por qué precisamente a mí la infección ya me estaba infestando e inflamando no sólo la muñeca, sino el antebrazo?


Yo no era el único niño que le tenía pavor a las inyecciones, pero sí fui el único que salí corriendo de la Clínica del Seguro Social de la calle de Orizaba al ver la cara (hipócrita) del doctor y el rostro (sádico) de la enfermera que empuñaba la enorme hipodérmica de vidrio. Todos teníamos miedo. Los adultos le tenían miedo al despotismo del Gobierno y la plétora de caciques y jefecitos y a las murmuraciones de los otros adultos. Los chicos teníamos terror, en grados variables, de los adultos, que oscilaban, a gran velocidad, entre muy buenos y muy malos. Y los abuelos habían vivido el terror de la Revolución...


Una vez que logré huir de la clínica, no paré de correr con la lengua de fuera y la boca reseca, ni, luego, de caminar, aterrado, sin rumbo, bañado en sudor. Estaba seguro de que todos los adultos y los niños, todas las mujeres y todos los varones, me delatarían; que la ciudad entera me buscaba y se burlaba de mí; que esa patrulla que se demoraba en la esquina buscaba a un niño con mi filiación. Sin embargo, con la mano monstruosa palpitando locamente a causa del miedo y la infección, yo tenía claro mi Destino -palabra que había descubierto en los libros y en los boleros-: para que la gangrena no se me siguiera propagando en el cuerpo, me amputarían casi todo el brazo, sin duda... Pero sólo cuando me encontraran tirado en las calles, ya sin conocimiento, como perro atropellado, o poeta romántico.


Y entonces, aprendería a escribir con la mano izquierda. Como Cervantes, si es que al Manco de Lepanto le había pasado eso.


No sé tras cuánto tiempo, regresé o fui devuelto a la clínica (tendría que preguntarle a mi madre, ¿no?), y me inyectaron decilitros y decilitros de penicilina en la mano, y me metieron metros y metros y más metros de gasa angosta por una incisión -cuya pequeña cicatriz conservo como risible herida de guerra-, de la que salpicaba pus como un diminuto y potente géiser descontrolado. Y yo, como ya tenía toda la extremidad derecha insensible, me medio reí, como si me carcajeara. Me reí de mi ridículo miedo con la enfermera, que no se rió conmigo; me reí con el doctor, que me enseñaba con rostro indignado la interminable purulencia amarilla y casi verdosa que me extraían -metros y metros de gasa empapada, una y otra vez-; me reí con mi madre, que ya no estaba aterrada de perder a un hijo, pero no se podía reír conmigo. En realidad, yo sólo me sonreía: como sólo se sonríen los idiotas que saben que lo son. Y me inyectaron dosis caballunas de penicilina los tres días siguientes.


Mi actitud hacia la Primera Comunión era exactamente (o muy aproximadamente) la misma. Prefería que me amputaran de la Iglesia y de la Sociedad entera, y no que me pusieran de rodillas ante un sacerdote que me imaginaba tan malvado como el cardenal Richelieu de Los tres mosqueteros, o tan tonto como cierto cura de la iglesia del Santo Niño de Praga (¡Praga, donde se escondía el padre que nos había abandonado!) con el que había realizado mi primera confesión, llena de mentirillas por mi parte y de mal aliento y preguntas inanes por la suya. Sin embargo, fui derrotado. Uno, me inyectaron; dos, me salvaron del Purgatorio, o del Infierno.
No recuerdo nada de la ceremonia; no sé en qué iglesia tuvo lugar; no me acuerdo si hubo, aparte de Claudia y yo, otros comulgantes; no sé si, como el Héctor de Ilión, me sentí héroe o víctima. Del desayuno posterior, sólo conservo vaga memoria de niños de ambos sexos que corrían y jugaban, divertidísimos, entre las mesas: ¿eran mis primos, o eran primos ajenos?, ¿sucedía esto en un restorán con terraza? Era antes de mediodía y creo acordarme que las sillas eran de colores muy mexicanos: amarillo fuerte, azul oscuro, anaranjado brillante, con los consabidos dibujos de flores sobre madera.


Me sentía, creo, absoluta (¡y además imperfectamente!) Culpable. No sólo, como todos los hijos de parejas separadas, de la disputa entre mis padres. Y del peso de mis grandes defectos y tonterías. Sino también ante mis primas y tías y otras parientas de La Villa, cuya muy grande bondad cristiana yo sentía que estaba realmente mancillando, y cuya fe yo respetaba tanto como quería que se respetara mi falta de la misma. Yo estaba aceptando el sacrificio de ser cristiano; pero en aras de mi familia, no por mí. Pues yo comprendía -y no sé dónde lo leí al vuelo- que la fe era Credo quia absurdum, y sólo entendía la parte de lo absurdo que era creer.
Y me sentía culpable ante mí mismo, que descubría -a los casi diez años de Claus, a mis trece y ya con Pelo Público- que uno es, siempre, un Enigma no sólo para los otros, sino para sí mismo.

*Capítulo segundo de Cuando había futuro. Memorias de la segunda mitad del siglo XX.

Héctor Manjarrez, "Dios", Fractal n° 21, abril-junio, 2001, año 6, volumen VI, pp. 121-146.