Esa noche al cerrar los ojos me sorprendió el regreso virtual (retinal, ilusorio) de una lluvia de diamantina que, por la avalancha de otras impresiones entre las que se coló, apenas había yo notado. Se trató de chorros de materia pulverizada (imaginé que era aluminio atomizado del recubrimiento del edificio) que cada tanto salía expelida de los boquetes de los edificios en llamas, y que al caer dispersándose, aun contra el fondo azul intenso y claro de aquella mañana esplendente, producían una paradójica, casi monstruosa, impresión de celebración, de feria. Confeti brillante, electrizado. Alegría infantil de ver en el aire destellar constelaciones. Sólo al cerrar los ojos aquella noche después de una caravana inclemente de impresiones, comprendí que mi retina se hirió con (y eligió) la belleza de esos relativamente inconspicuos borbotones. Inocente, ignorante, amoral, decidió devolvérmela sin su carga de espanto.
Debemos desdoblarnos, he escuchado decir, de nuestra fascinación estética para que ante sucesos tan fuera del hábito y tan descomunales podamos contemplar la profundidad del horror que arrastran. Pero hacerlo no es natural; la belleza de lo terrible es recalcitrante. Los hilos del miedo y del azoro extático no ceden fácilmente ante los de la compasión.
Ese martes habíamos despertado, Mónica y yo, con el ruido de las turbinas volando bajo y el estruendo del choque que hizo vibrar nuestras ventanas. Sin poder discernir del todo si esa impresión quedaba de aquel o de este lado de la línea entre el sueño y la vigilia, cruzamos unas frases. Eso fue un avión, y se estrelló aquí cerca, concluimos y acto reflejo encendimos el televisor. Ahí estaba ya la imagen del edificio herido. Sin pensarlo nos vestimos y salimos veloces sabiendo que lo que vivimos ocurría tan sólo ahí, a tres cuadras. Seríamos testigos y nos corría por el cuerpo una emoción quizá menos inconsciente que inconfesable. Algo dramático, único, insólito, ocurría, y nosotros ahí, con las previsiones para el día rotas, abríamos los sentidos para dejar entrar lo inesperado. Y todavía no nos lo acabamos.
Salir del hotel, alzar la vista y encontrar a uno de los gigantes en llamas (su hermano, acerado e impasible, detrás). Un boquete en su cúspide, una boca recién rasgada, sesgada, con jirones de piel de alambre colgada de sus labios, oscura y dentada por metales rotos. Una boca atroz que arrojaba fragmentos carbonizados, desprendimientos, desmoronamientos, cachos de lámina y grumos oscuros; y el humo alzándose inmenso y las llamas asomándose espasmódicas, para dejar claro que aquello era una sección del infierno.
También cada tanto el animal arrojaba seres humanos. Pero eso no lo percibimos sino hasta que la masa se fraguó y fuimos parte de su quejido.
Nosotros abajo tomábamos fotos. Azorados nos mirábamos unos a otros y volvíamos a alzar los ojos. Apenas dos palabras sobre lo inverosímil y pasmoso del cuadro. Aguzábamos los oídos. Por la masa heterogénea de TriBeCa a las 9 am (puertorriqueños, chinos, wasps, italianos) hacían las rondas, los rumores. ¿Qué había sido? Un avión militar. Un helicóptero de turistas. Un misil. Todas versiones posibles e increíbles.
Desde ahí era imposible calcular el tamaño de la bocaza abierta por el impacto. No acabé de entender su inmensidad, y que sólo los 100 pisos de altura la trajeron a una dimensión manejable, hasta que vi un acercamiento fotográfico en el periódico del día siguiente. Ahí aparecía el asombroso detalle de una figura humana minúscula en uno de los labios desgarrados. Un hombre que hacía el increíble gesto de asomarse a ver hacia fuera por el boquete poniéndose la mano sobre las cejas para bloquear el sol.
No recordamos (lo hemos hablado ya cien veces) en qué momento preciso comenzamos a notar el intermitente quejido de la masa. Cuando lo hicimos consciente ya debía tener unos minutos; primero fue suave, luego creciente y doloroso,. ¡Ay!, ¡aaaay! (...) ¡virgen santísima aaaay!, (...), se están tirando los inocentes, mira, ¡mira!... Y miramos. Y pudimos distinguir, desde la aséptica y cinematográfica distancia que mediaba, la forma de los cuerpos al surcar, en caída veloz, en agitación o reposo, la vertical inmensa que el rascacielos perfilaba. Y cada caída fue acompañada de un quejido que ataba las tripas de todos los que estábamos ahí, atónitos, preguntándonos qué sensación, qué dolor, qué extremo paroxismo sería el que estaba obligando a uno tras otro de esos individuos a tomar la fatal decisión. Y cada uno de esos seres que optaba así por morir acelerado, envuelto en aire y no en humo y grados centígrados, podía ser nosotros. Era nosotros con un ligero cambio en las bifurcaciones del pasado.
No vimos venir el segundo Boeing. Llegó por el otro lado. La segunda torre, la de atrás desde nuestro lugar, de pronto, sin aviso, estalló. Los cuatrocientos metros de la altura del edificio y las varias cuadras que nos separaban no impidieron que viviésemos esa erupción como si nos atacara. Con una fantasmal (distendida y sin embargo compacta) simultaneidad vimos en un instante un salvaje destello, escuchamos un ronco sonido y presenciamos el surgir (en el recuerdo es siempre una cámara lenta) de esa mezcla expansiva de fuego naranja y humo gris, y su extenderse mágica y decidida en nuestra dirección. Sentimos el fogonazo del calor al tiempo que la bocanada del estallido (ha sido descrita con tantas metáforas -hongo, corola, floración- y ninguna es exacta) llegó a su máximo y comenzó a contraerse. Corrimos, aullamos, lloramos, nos tiramos al piso. Y algunos seguimos tomando fotos. Se oían ya todo tipo de gritos. Fragmentos volaban. Estábamos ahí, en medio de una guerra. Ya no quedaba duda.
Física de preparatoria: La parábola de una turbina en llamas del segundo avionazo tocó piso a una cuadra, doscientos metros a la izquierda de donde estábamos. Así de lejos y de cerca estuvimos.
Unos minutos después voló sobre el sur de Manhattan un jet militar. Uno de los rumores hablaba del hurto de bombarderos y de que los boquetes eran de misiles. La masa asustada gritó, ahí viene, ahí viene de nuevo y corrió absurdamente a buscar la ilusión de un refugio.
Los rostros y actitudes de los homo sapiens ante un desastre incomprensible son una galería barroca de sus posibilidades expresivas. Y lo que ocurre espontáneamente en las tripas (si las reacciones que vemos son un buen camino hacia intuirlo) es también tan disimilar que nadie tendría que postular ahí algún rasgo universal. Habemos los que nos aterrorizamos sordamente y tratamos de mantener la atención para mejor sobrevivir, egoístamente. Hay quienes pierden los cabales y se dejan ir al desmayo o la histeria. Éstos casi siempre encuentran a un altruista que se ocupe de ellos. Hay así quienes se olvidan de sí y salen directo al encuentro del peligro, tratando de ayudar, de eliminar el mal, de salvar a las víctimas. Todos los caminos se toman espontáneamente y nada en tu pasado te sirve para saber quién serás entonces.
Los carros de bomberos pasaban hacia el sur de la isla. Los habitantes de la calle, turbados e indecisos, se alejaban hacia el norte. Los temerosos e inseguros policías de esquina fueron de a poco remplazados por personal mejor adiestrado, más ecuánime y firme. Sus gritos comenzaron a ordenar a la masa. La consigna era clara. Alejarse. No voltear a riesgo de petrificarse. Nosotros volvimos al hotel a recobrar el aliento.
Estábamos Mónica y yo en el cuarto dándonos un insensato regaderazo (el mundo arde y tú acicalándote) cuando todo -piso, techo, paredes, vidrio- comenzó a vibrar. A tremolar. La larga y creciente sacudida fue acompañada por un ruido incomprensible, como un rugido que fue cobrando forma y volumen hasta coronarse en un seco, dramático cataplum. Luego el hueco ominoso del silencio. No se pareció a un temblor. Fue (ni modo) como un efecto especial de una película de desastres. Un volcán a punto de nacer bajo tus pies. Están bombardeando gritaba destemplado alguien desde el pasillo. El hotel ya era un caos de inquilinos y personal yendo y viniendo. La adrenalina en nuestros cuerpos subía continuamente de nivel.
Mónica insistía en que lo que oímos fue el derrumbe de una torre. Yo no podía creerlo. Testigo del colapso de un edificio en el temblor de 85, mi instinto se negaba a asociar ambas impresiones (y a su modo tenía razón). El cuarto no daba a la calle. Para ver debíamos bajar. La esquina de Chambers y West Broadway se había metamorfoseado, cambiado de época. Tolvanera. Tormenta de ceniza. Sedimento de vidrio y cemento y seres humanos molidos. Postapocalipsis.
La gente habló de una lluvia de papeles y en algunas de las fotos se pudo ver ese tapiz irregular de hojas batidas por una patética brisa, como el otoño fantasmal de un delirio surrealista. Pero ese viento soplaba hacia otro lado y no lo presenciamos.
Desquiciados, los responsables del hotel no atinaban pie con bola. Una hilera de nerviosas mucamas latinoamericanas esperaban la señal para partir. Los turistas lo hacían, con o sin maletas. Nuestros pasaportes y dinero estaban en una caja de seguridad y Mónica consiguió de la encargada que como último acto antes de huir le diera acceso a ella.
Nos unimos al éxodo. Calle arriba por West Broadway. Caminábamos cien pasos. Volteábamos a ver, a atender, y recalibrábamos nuestra fascinación y nuestro espanto. Sólo quedaba una torre visible. La primera en ser golpeada. La de la antena. Ya no alcanzábamos a ver si el hombre o la mujer, que desde el principio del incendio sacó una manta blanca y comenzó a agitarla desde uno de los últimos pisos, seguía allí. Queríamos creer que sí, y que de algún modo se salvaría. En donde había estado la otra torre flotaba una gasa de humo blanco. Y algo inconsciente nos seguía insistiendo; ahí debe estar todavía, nomás sople un poco de aire y se verá.
Volvíamos a caminar. Siempre sintiendo y reaccionando a las voces y gestos de la gente. Circulaban en los rostros la confusión y la incredulidad. Comenzaron aparecer esos extraños personajes. Salidos del infierno. Cubiertos de un polvo ocre de una manera tan total, profunda, que uno sentía que tenían polvo en los intestinos y en las venas. Eran estatuas móviles de sal y arena que se mezclaban entre nosotros, los otros expulsados, sin disolverse. Sobrevivientes transmutados que parecían andar más firmes, con algún propósito más definido. Buscar un teléfono que funcionase. Un improbable autobús que los sacase de ahí.
Vino el colapso de la torre que quedaba. Primero fue ver su insólita pulverización, su arrodillarse y hundirse condenada por el dios insensible de la gravitación y la resistencia de materiales. Después el tronido; otra vez esa sumatoria infinita de choques y estallidos que dan un bramido total. Onda monumental que hiela el tímpano, los axones, y obstruye la comprensión. Otra vez carreras, histerias, cadenas de voces, insultos. Aunque lejos como para que nos alcanzara ya, de todos modos instintivamente nos alejamos del tsunami de polvo que surgió como remate. Otra onda expansiva, otra agresión al cuerpo de los cercanos y al alma aterida de los que habíamos puesto distancia.
Conductas enrieladas o excéntricas, previsibles e imprevisibles: Un barbudo blandiendo la Biblia cantaba el fin de los tiempos. Cristalizaciones de gente ansiosa en torno a pequeños radios sobre la banqueta. Hombres de traje sentados en escalones con la mirada fija en el piso, apenas moviendo en circulitos la punta del zapato. Llantos silentes, ruidosos, espasmódicos. Personas intentando hacer lo de todos sus días, jogging, shopping. Un pintor de acuarelas hacía cuadros en vivo de las torres humeantes, de su colapso, de la humareda que quedó, con trazos rapidísimos, nerviosos. Abrazos espontáneos, gestos maniáticos. Palabras como soledad y compañía no tenían ya bordes claros. La recurrencia del recuerdo de la masa confundida de la colonia Juárez minutos después del terremoto mexicano era mi retorcimiento particular. Y otra vez el instinto de alejarse más, y más. Pies en polvorosa.
Recalamos en un bar universitario cerca de Union Square. En las teles CNN hacía que nuestras madres en México supieran más de los detalles del "ataque a América" que nosotros. Ahí nos pusimos al tanto. Y ahí se inició la terapia del habla. Extraños que dejan de serlo. Verbos, adjetivos, frases que van cayendo en los sitios lastimados para intentar ordenar el pasmo, adormilar el susto. Nunca es más necesario hablar, tocar con palabras a los otros y ver cómo rebotan ecolocalizándonos. Y escucharlos tocarnos.
El resto del día lo ocupamos en atravesar de sur a norte Manhattan. Bloqueada en todos sus accesos, paralizadas sus vías móviles, se había vuelto una urbe de andarines, de migrantes, de caravanas misteriosas en todas direcciones. Al sur, en el lejano sur, la nube de humo y polvo era el sangrado continuo, lento, de la isla herida. (Una semana después, cuando finalmente salimos de ahí, el fondo de la isla seguía humeando.)
También el silencio hace sus ministerios. Mónica y yo caminando en silencio. Prendidos de la mano. Observando la conducta desplazada, desenfocada de los transeúntes. Sintiendo una doble extranjería. Ascendiendo por esa cuadrícula rigurosamente numerada, inhumana en sus volúmenes cúbicos y mesmerizante en sus reflejos.
Solos y juntos. Y así fue por días. Acercarse uno al otro al caminar, al descansar, al dormir. Estar juntos. Tener y ser compañía como un límite, como una base, como un tope muelle y firme.
II
Otro día escribiré sobre la amistad que florece entre los intersticios de las experiencias extremas. En la dedicatoria de estas líneas menciono a los seres hermosos que nos cobijaron.
Nueva York vivió su duelo de manera retorcida, abigarrada. Y, como ocurre a los deudos en el momento de asimilar la punzada, sus rostros se deformaron por el dolor y el coraje. En la semana posterior que estuvimos ahí, obligados y asombrados, vimos emerger varias formas de su locura plañidera. La más amable y dócil fue la de los sesenteros, que enseguida llenaron plazas y parques de mensajes y flores, de velas y cantos pacíficos. La más oscura e inquietante fue la de los ochenteros que pedían sangre y se vestían con retoques militares. Por esos días había una exposición magistralmente concebida en el museo P.S.1 sobre los subterráneos vínculos entre el uniforme (y sus atavismos entre los militares) y ciertas oleadas fascistoides de la moda; o entre la testosterona guerrera y sus encarnaciones polimórficas adentro y afuera del ejército. No sé si suspendieron la exhibición después del 11 de septiembre. Pero puedo decir que entraba en una extraña, perturbadora resonancia con lo que vimos ocurrir en esos días entre los jóvenes yanquis en las banquetas de Nueva York.
La noche del drama el filósofo banquetero de Manhattan, De la Vega (autor de una colección abierta y ecléctica de aforismos, que recicla de aquí y de allá, que escribe en la vía pública y vende sobre tarjetas y playeras) se puso a escribir por las banquetas con un gis verde claro y una caligrafía pareja y nítida la frase "an eye for an eye leaves the whole world blind". Celebramos su tino mis amigos y yo. Pero ya para la mañana siguiente entendimos que éramos minoría cuando leímos los rosarios de respuestas, con gises de colores más dramáticos. "Ninguna piedad para con ellos", "Al infierno con los terroristas".
La floración micológica de banderas era quizá más comprensible; un gesto de colectividad y unión; aunque no menos chocante para quien alcanza a ver detrás del nacionalismo instintivo los dientes de la futura masacre.
Tardamos varios días en recuperar nuestras cosas. Cada día siguiente nos levantábamos de la cama (las pesadillas no han cesado casi un mes después) y enfilábamos rumbo al sur con la intención de llegar a hotel tan abruptamente abandonado y recoger nuestros trapos. Cada vez se trató de ir superando más cordones de policías. Identificaciones, breves alegatos sobre quiénes éramos y qué queríamos. Siempre había un punto insuperable. Con cada cuadra que avanzábamos, de regreso de donde habíamos escapado, la extrañeza crecía. Ambulancias, grúas, materialistas, vehículos militares. Polvo pisado. Objetos abandonados por siempre en la rápida huida. Lo indescriptible era el olor: acre, a naturaleza y artificio íntimamente incinerados. Y la cresta de polvo encolumnándose, como ávida de llenar el vacío dejado.
El viernes finalmente nos dejaron acercarnos a donde mandaba el ejército. El hotel ya a unos poco metros. Un buen soldado nos dejó pasar. Era el último edificio accesible. Entramos por un pasillo oscuro (la zona estaba sin luz, ni agua, ni teléfonos) y en la penumbra se levantó de un sillón una figura esbelta y encorvada. Un anciano mulato que debía ser el velador. Hablaba a través de una traqueotomía. Ese detalle macabro que ahora nos divierte en ese momento nos acabó de transportar a la irrealidad. "Follow me" nos dijo desde sus cavernas y nos fue guiando con una lamparita inútil por los laberínticos pasillos. Un mal novelista habría ideado esa situación. Grutas, minotauros, ultratumba.
La realidad brumosa afuera no era más creíble. Era imposible aceptar que se trataba de la misma esquina donde hacía tres días habíamos presenciado los ataques. Faltaban más edificios que las dos torres. Pero el vacío mayor era de la gente, ahora suplantada por una variedad de espectros. Vehículos destrozados, barricadas. No pudimos ni quisimos acercarnos más, a donde se dirimían las cuentas de los muertos.
Carlos López Beltrán, "Pies en polvorosa", Fractal n° 21, abril-junio, 2001, año 6, volumen VI, pp. 95-104.
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