¿Por qué no me perdí aquella mañana
en el verde Caribe, encrespado en blancuras
coronado de jubilosas diademas
de luz, de eternidad, de muerte?
Nadie sabía en la inmensidad
-oh sí, gaviotas, rabiorcados laureles
del aire, enamorado de sí, de sol-
y las verdes masas transparentes
llamándome: ven, ven,
aquí estamos por ti, pues de nosotras vienes
aquí fuiste engendrado -es la palabra
no te demores más en las riberas
penétranos, ven a gozar tu libertad
por la vez última, ¿por qué no?
Así como has vivido.
Fui. Penetré, me llené de terror. Volví.
Fui desechado.
Y ahora ¿qué voy a hacer, aquí, en las orillas?
II
En Tulum recordé
aquella vez, camino a Delos
por el vinoso mar
cuando no naufragamos
sólo porque Apolo es grande
y yo iba a ver su pesebre.
La chalupa parecía condenada
o destinada -es lo mismo- a los abismos
donde bullen las hondas divinidades
tritónicas de día, terribles lestrigones,
delfines, que de noche vuelven a ser
sirenas que no vuelven.
Íbamos todos apretujados
en la barcaza insuficiente y aterida
como un barco de locos
-ingleses, claro está, verdes noruegos
azules alemanes y hasta algún mexicano
de incierta tonalidad, forma y origen-.
El trémulo artefacto enfilaba, sin querer,
su proa a las profundidades
y el terror nos volvía miserables, invisibles,
sin brújula y sin nombre, sin número.
El dueño del timón no era dueño de nada.
Emergíamos -emergimos, emergemos- de milagro.
Desembarcamos y fuimos a ver los templos
los sacratísimos antros como si nada.
Ninguno le rezó a Apolo, nadie dijo su Nombre.
Tomamos fotografías.
Regresamos con buen tiempo, y mala cara.
III
Y después, otra vez, nos robaron el barco
en medio del océano y nos dejaron allí tirados
cual caliginosos bagres, imagínese, a nosotros
que somos a duras penas armadillos del monte.
Era para llorar, o para hundirse, que para el caso...
y hétenos allí, anegados, implorando y deplorando
lo siempre lamentable: nuestra incalculable
estupidez. Estupidez de tablones de balsa
o de viril viejo marino, esas embreadas
junturas donde se cuela todo
(además los ladrones eran analfabetos).
"¿Y ahora qué hacemos?" dijo el más inepto.
Nadie respondió. El Verbo nos había abandonado
(como dicen que acostumbra),
las viejas lucubraciones euclidianas
no funcionaban por ningún lado, hacían agua,
y la inimaginable noche se avecinaba
sobre los enloquecidos insectos que éramos.
Luego, sin que ninguno supiera cómo
todos nos salvamos.
Y aquí estamos, pensando en adquirir
otra más flamante embarcación.
IV
Así como a la mujer la favorecen
las más pobres cosas de la tierra
y sabe hallar su dicha en la dicha,
el hombre se disminuye,
envilece ante la riqueza
y nada lo aterroriza más
que la plena felicidad.
Sin embargo, eternamente,
a toda ola seguirá otra ola
y no hubo ni habrá nunca
una última ni una primera.
El día persigue a la noche
que sin cesar persigue al día,
la mujer persigue al hombre
a la mujer la acosa todo.
V
Un día, en alta mar, tensas las velas
nos dimos cuenta que vivíamos
como si la palabra amor fuera
el racimo de todas las palabras,
como si, arracimadas, todas
nos dijeran lo mismo
-éramos jóvenes, es cierto, aunque eso
lejos de explicar aclare mucho menos
(si bien nos dice mucho más)-.
Tal vez era porque tan sólo es
que toda palabra es un conjuro
y al decir amor ya nos amábamos,
como cualquiera es lo que dice.
Sin embargo ahora, después de aquel instante
luego de haber desembarcado
nos preguntamos por qué al decir amor
aparece enseguida todo cuanto lo niega.
VI
Ya nadie espera al que no llega,
al que tarda. Odiseo y mi madre
yacen juntos, quizá muertos
pero juntos. Apilados puñados
de polvo en las arenas,
apagados rescoldos que los niños,
los que aún van a la escuela
descifran en desleídas ediciones
hechas también de un polvo
no tan lento en derrumbarse.
Mi madre esperó a mi padre
viajero de un espacio sin tiempo
-aunque él sufría sólo del tiempo-
que sorteaba manadas de sirenas
para llegar a ella. Y ella,
llena aún más que él de ingenio
y de paciencia, tejía indescifrables
paramentos para cubrir su ausencia.
Ahora están juntos, reposan.
Lo merecen. Yo, Telémaco, me voy
a construir otra espera.
VII
Del mar Caribe este retrato, que es
recato de nada, impudicia más bien
del primer día -¿y acaso no es siempre
el perenne Primer día?- de la creación.
(No tolere ¡por Dios! que le digan
que su dios también trabaja
como usted en el estúpido infierno
de siete días a la semana)
Dios -si existe- no trabaja, juega
revienta a ser Caribe, Cenote,
dos o tres columnas dóricas
(o las que estén más adentro de su corazón)
y el rostro que usted -amén- ame.
VIII
Consultar a las olas caribes
para saber sentirlo todo.
Compulsar los cúmulos de espuma
y los enigmas del aquí, la eterna edad
para nada, para saber la nada
para un sabor de eternidad.
IX
Venga al Caribe, venga,
venga nadando o de rodillas, venga
véngase en él, vénguese en él
perdonándolo todo
una vez que lo vea,
en el instante mismo en que se deje
ser usted también lustral,
absolvente -ego te amo
en su ser absorbente
en sus aguas -¡ese color es agua!-
disolventes
de todo mal.
Venga al Caribe, se lo pide
el último de sus nadantes.
Oh Dios de los humildes
¿por qué no traes a tus pobres
al menos una vez aquí, no a rezar
a retozar?
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*Del libro Trabajos de amor, de próxima aparición en Ediciones Sin Nombre.
Juan Carvajal, "Caribbean Dream*", Fractal n° 21, abril-junio, 2001, año 6, volumen VI, pp. 105-110.
BIBLIOTECA VIRTUAL:
Juan Carvajal,La Historia a destiempo:Cronos y Tanatos.