Rara vez me invade el insomnio, esa enfermedad de fatigados. Pero cuando lo hace, cuando me atrapa en sus arenas metafísicas, estiro el brazo fuera de las sábanas para esperar el canto de los pájaros en compañía del Manual de urbanidad y buenas maneras de Antonio Carreño. Como es de suponerse, he meditado lo suficiente al respecto de este comportamiento sistemático que cualquiera juzgaría, muy atinadamente, "un tanto trasnochado". Después de darle muchas vueltas al asunto -después de darle aún más vueltas a la almohada-, me he convencido de que se trata de un comportamiento razonable e incluso profiláctico para esas horas demasiado estériles de la madrugada. A sabiendas de que no podré conciliar el sueño con la ayuda de un volumen abstruso -digamos de filosofía de lenguaje-; a sabiendas de que no hay remedio posible contra ese mal de la conciencia como no sea seguir el hilo de sus preocupaciones y alarmas, qué mejor que la tutela de una elegante preceptiva cuyo tema son los actos que no sabré ejecutar jamás, las estrictas maneras y atenciones de un pasado que se antoja inexistente, de una literatura de marionetas.
Como todos habrán experimentado alguna vez, durante el trance del insomnio la mente se encuentra en un estado de conciencia exacerbada que sólo es capaz de producirse después de la medianoche; un estado distante de la lucidez -pero también del ensueño- donde los jalones de oreja severamente autoimpuestos y las reprensiones inmotivadas son el deleite del momento, su extraño e inconsecuente lenitivo.
La felicidad del insomnio, su dicha lánguida, alcanza entonces la apoteosis con una serie de buenos deseos que tal vez porque los sabemos fantasiosos nos conducen a un estado de santidad indescriptible, a una suerte de embriaguez abotagada que, en tales circunstancias, es lo más cercano al sueño que podemos esperar. Y sumidos hasta el cuello en ese lavadero silencioso de la conciencia, ¿no es casi una extensión necesaria preocuparse un poco por la civilidad? ¿No es entonces ocasión inmejorable para rendir tributo, aunque sólo sea de tipo mental y pasajero, a las buenas maneras? Si habré de ser tironeado por consejos y admoniciones -he reflexionado bajo de las sábanas- ¡qué mejor que por medio de consejos y admoniciones redactados con arte!
El estilo del señor Carreño no deja entonces de sorprenderme. Tiene cierto dejo inglés en lo que se refiere a la composición de sus frases, a un tiempo claras y sugerentes, con una facilidad de expresión que remeda las divagaciones irresponsables, pero sin desmedro de la discreción y el buen tino. Tiene también, en cuanto al método, algo de la meticulosidad y la exigencia francesas, especialmente en la disposición de sus distintas materias, y en la firme consigna de no dejar ningún cabo suelto a la improvisación del lector; de modo que son pocas las conductas aberrantes o simplemente solitarias que escapan a su rica, abundantísima casuística. Encontramos, por ejemplo, diseccionadas con finura por su ojo rector, situaciones incómodas y muy comunes y tan difíciles de prever como las siguientes: qué hacer en caso de que una bella dama ocupe nuestra butaca en un espectáculo; de qué modo sortear con dignidad el hecho de que por alguna razón no hayamos podido asearnos debidamente; con qué cara recibir a una visita inesperada en el momento en que nos sorprende ridículamente en bata; cuál es la etiqueta aconsejable para finiquitar un caldo sin incurrir en la monstruosidad de sorberlo; qué diligencias cumplir cuando un perfecto desconocido tiene la ocurrencia de morir en nuestra sala; y muchas otras "situaciones sociales" que sería muy gozoso reseñar pero que me desviarían de mi principal propósito. Tiene, asimismo, en cada una de sus páginas, una comicidad involuntaria debida al exceso de rigidez y afectación en que lo hacen caer sus altos propósitos, y, no menos importante, una especie de afán abarcador que recuerda a los espíritus filosóficos en sus momentos de más vigor o mayor insania: una suerte de fiebre regidora que no consiente que ninguna actitud o palabra, por más improbable o inocente que fuere, quede sin máxima o sin explicación o sin dueño; una sed de legislar y de inmiscuir su mirada sentenciosa en todos los rincones imaginables; afición que podría catalogarse con el nombre de delirio censor, y que, de figurar en un diccionario filosófico, se definiría con las siguientes palabras:
Mal muy difundido en los temperamentos que gustan de combinar lo metódico con lo puritano, de acento más normativo que crítico, cuyo propósito es entrometer la altivez de una nariz en cualquier asunto que no le incumba.
Las barbas del señor Carreño las hallaremos en los días de campo, en las presentaciones y los bailes, mientras estamos a solas, durante las conversaciones, durante los silencios de las conversaciones y, por supuesto, hasta en la sopa. También, para mi sorpresa insomne, dedica unas palabras a los momentos en que nos entregamos al sueño. En el artículo segundo, capítulo III, denominado "Del acto de acostarnos, y de nuestros deberes durante la noche", además de puntualizar la forma en que debemos dar las buenas noches a nuestros semejantes, luego de recomendar sigilo y delicadeza al entrar en un cuarto donde nuestra pareja alcanzó antes que nosotros los brazos de Morfeo y, en fin, tras describir el modo en que la decencia nos obliga a "despojarnos de nuestros vestidos para entrar en la cama", Carreño se atreve a censurar con elevado gesto ciertos comportamientos, diríase que inconscientes y fuera de nuestro dominio, que acontecen en las horas del sueño, mientras nuestra conciencia se ausenta -quién sabe si tranquila o solamente desobligada-, y durante los que difícilmente podríamos preocuparnos por honrar al buen gusto con la atención que se merece. Los incisos a los que me refiero son tres, y los copio en su totalidad como muestra de la excentricidad a la que puede conducir ese delirio censor:
13. El ronquido, ese ruido áspero y desapacible que algunas personas hacen en medio del sueño, molesta de una manera intolerable a los que tienen la desgracia de acompañarlos. Este no es un movimiento natural y que no pueda evitarse, sino un mal hábito, que revela siempre una educación descuidada.
14. También es un mal hábito el ejecutar durante el sueño movimientos fuertes, que a veces hacen caer al suelo la ropa de la cama que nos cubre, y que nos hacen tomar posiciones chocantes y contrarias a la honestidad y el decoro.
15. La costumbre de levantarnos en la noche a satisfacer necesidades corporales, es altamente reprobable; y en vano se empeñan en justificarla, aquellas personas que no conocen bien todo lo que la educación puede recabar de la naturaleza. La oportunidad de estos actos la fijan siempre nuestros hábitos a nuestra propia elección; y el hombre verdaderamente fino y delicado, no escoge por cierto una hora en que puede llegar a hacerse molesto, o en que por lo menos ha de pasar por la pena de llamar la atención de los que le acompañan.
¡Con qué circunspección y elegancia se expresan algunos disparates! ¡Poco faltó para que nos indicara que dormir boca abajo y abandonarse a sueños concupiscentes es contrario ya no digamos a la salud, sino a la respetabilidad y las buenas maneras! La intromisión de la nariz de la urbanidad en tales asuntos es tanto más desconcertante si nos detenemos a considerar el epígrafe que antecede la totalidad de la obra, una bella amonestación extraída del libro de Silvio Pellico, Deberes del hombre: "Para descansar de la noble fatiga de ser buenos, delicados y corteses, no hay más tiempo que el que destinamos al sueño."
¿Cómo es entonces que Carreño, vencido por la fiebre de repudiar, por la ruda y poco provechosa tarea de gobernarnos en exceso, ha incurrido en la profanación de ese precioso tiempo, el único en el que podría relajarse la obediencia irrestricta a la etiqueta y al incumplido deseo de civilidad? ¿Acaso ese gran hombre, Manuel Antonio Carreño, genio de las letras de ignoro qué orgullosa metrópoli, vigía de la decencia y las virtudes, cedió a unos pocos instantes de debilidad y deslizó una broma entre sus papeles, sin importar la afrenta que con ella ocasionaba a la inteligencia?
Aguijoneado por estas inquietudes, consagré las restantes horas de insomnio de una noche por demás turbulenta a buscar el capítulo referente a "El modo de conducirnos dentro de los sueños"; el artículo sobre "Las reglas que deben observarse en los paseos sonámbulos" o "De los hábitos respiratorios durante las pesadillas"; y ya entrados en materia, el desquiciante inciso "Acerca de los modos honorables de caerse de la cama". Sobra decir que inútilmente. Pero tampoco encontré ninguna indicación "Acerca del comportamiento en las noches de insomnio", que bien pudo contemplar en su heteróclita casuística; ninguna aclaración "Del tiempo prudente que toda persona educada debe esperar sin pegar el ojo antes de encender la luz y dedicarse a ocupaciones propias de la vigilia"; y mucho menos "Sobre el modo correcto de revolverse entre las sábanas"; así que mis horas de conciencia exacerbada transcurrieron de un modo aún más desapacible que de costumbre, jalonadas por aprensiones fantásticas, por temores de estar infringiendo quién sabe que regla atronadora aun cuando la ignorancia no me daba derecho, y siempre más desorientado por la certeza absurda de que muy pronto aparecería el inciso pertinente en todas sus letras y con todos sus terribles acentos, para regocijo de mi completa falta de culpa.
Pero no encontré nada más. La mañana llegó por fin, a disipar con sus luces mis torvas aflicciones, y a sacarme justificadamente de la cama. Minutos más tarde, cuando ya un café con leche disolvía los restos de conciencia exacerbada que todavía se agitaban, como torpes y fastidiosas migajas, en mi mente, resolví con despreocupación que Manuel Carreño seguramente dormitaba mientras legislaba acerca de la noche; que, como dijera Horacio una vez de Homero, quandoque bonus dormitat Carregnus ("también el buen Carreño duerme").
Luigi Amara, "Etiqueta sonámbula", Fractal n° 21, abril-junio, 2001, año 6, volumen VI, pp. 105-110.