Me agrada el asombro que los nativos de Chicago expresan cuando ven las imágenes de estas perchas (bike racks, en inglés). Ello demuestra, de un modo humilde pero fehaciente, la capacidad que tiene la imagen fotográfica para dar relieve a lo real: para mostrar aquello que, estando a la vista, usualmente pasa inadvertido.
Exploradas con acucioso celo por los amantes de la forma, no faltan en la historia de la fotografía antecedentes de estas figuras: los acercamientos de especímenes botánicos fotografiados por Karl Blossfeldt a principios del siglo XX, la exploración arquitectónica de máquinas y construcciones de Paul Strand, y más recientemente, las composiciones de austera plenitud de un Ralph Gibson, entre otros artistas de la cámara. Uno de los legados más perdurables de la fotografía ha sido el de haber mostrado la plétora de formas que habitan el espacio cotidiano.
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Percha para bicicletas en la Avenida Illinios, Chicago. Dan Russek, 1999. |
La fotografía nos educa en el ejercicio de la estética urbana. Estas formas tubulares son un botón de muestra de la infinita textura de la ciudad contemporánea. Fruto de descubrimientos en la más literal materialidad siempre tan a mano, siempre tan remota estas imágenes son el testimonio de quien explora a fondo una faceta del mundo, a la manera de un flâneur a la caza de abstracciones.
Hay que entender aquí por fotografía no tanto un ilimitado acervo de imágenes o la técnica que las produce, sino un instrumento de afinación, una modalidad constructiva de la mirada. No es ya la fotografía sino el fotografiar; no es el fotografiar sino a la manera de Weston el ver fotográficamente. Lo que llamo "ejercicios de estética urbana" es una actividad que busca expandir en un sentido específico, en el entorno que habitamos, nuestros poderes de aprehensión estética. Esta percepción, que se muestra tan gozosa, usualmente está empañada por la ciega costumbre o el espesioso entramado de conceptos que imponemos sobre el mundo. Y sin embargo,
A veces, sin causa aparente [...] vemos de verdad lo que nos rodea. Y esa visión es, a su manera, una suerte de teofanía o aparición, pues el mundo se nos revela en sus repliegues y abismos. [...] Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera, la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. (Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 133).
Con toda la redundancia que implica la sentencia, en sus instantes privilegiados la fotografía fija revelaciones. O sea, hace manejable una escena más allá del momento en que se inscribe, la hace visible por encima del ajetreo diario y la inviste de posibilidades interpretativas. Desde su contingencia, desde su construcción diferida, la fotografía en esto tan cercana a la literatura es una inagotable reserva de formas que perduran.
Desde una cierta lectura simbólica, estas perchas dibujan una caligrafía minimalista. Son sílabas que puntean el espacio urbano. Su trazo articula frases y configura emblemas de cosas dispares, símbolos de lo diverso: el valle y la cresta, lo alto y lo bajo, la marea y el serpenteo. Representan, por una parte, la oscilación, la gráfica de un progreso, y por otra, el movimiento paralizado, la fijación de una tendencia. Altares donde oficia la abstracción, encarnan lo concreto y sus distorsiones. Son signos de la dialéctica y del desdoblamiento, látigos que fustiga el mediodía, pliegues, rizos, señales eléctricas, signos vitales. Son, en suma, una imagen del flujo, el flujo de imágenes, el flujo de ejemplos...
Más allá de lo emblemático, la interpretación de estas imágenes se inscribe en una tácita oposición de valores culturales. Estas fotografías confrontan la institución convencional del arte con la vitalidad perceptual de lo estético: frente al arte como producto confinado al museo, la galería o el comentario erudito, se alza lo estético como actividad que explora la dimensión perceptual de lo existente. Frente a las miras adocenadas del arte como artículo decorativo o mercantil, lo estético afirma aquí una aproximación al mundo que celebra y reaviva el descubrimiento de lo visible.
Detrás de esta exploración minuciosa, hay como un aire de utopía, una pureza que quisiera recortar lo superfluo en aquello que nos rodea de modo confuso, una esperanza desesperada de ordenada nitidez. Por lo que toca a su resonancia en el orden social, estos ejercicios aspiran a fomentar una visión en torno al espacio público como espacio estético (y también, tal vez, eventualmente, una acción en aras al "cuidado" de lo que nos circunda en la urbe). Todo queda, por lo pronto, en una aspiración. Hay en este minimalismo que meramente compone una imagen con acero, cemento y sombra, una suerte de ensalmo visual, una mirada poética ante la proliferación de lo mundano.
Como un flâneur a la caza de abstracciones, quien orienta su atención de esta manera se convierte en una suerte de centro siempre ansioso de convergencias, tejedor de analogías en un laberinto abierto, humilde descubridor de estructuras sobre la marcha. Y es que, tal vez a fuerza de prejuicios librescos, no valoramos lo suficiente el mero acto de caminar. Hay quienes hallan en la caminata, no pocas veces, el momento cúspide, el tiempo donde cunde la inspiración. Citando a dos maestros de la exaltación, ya Nietzsche pedía desconfiar de los pensamientos que se conciben cuando se está sentado, mientras Cortázar ponderaba los dones que provienen de la "distracción receptiva de lo ambulatorio". La calle no es sólo un espacio económico o político o cultural: constituye, tal cual, una sede excitante, aun vigente luego de vanguardias y modernismos, donde se manifiesta una y otra vez la revelación de un orden estético.
Bajo esta perspectiva, no es difícil hallar el más puro "arte abstracto" en la vida cotidiana. Descubrir, sin la menor ironía, a Mondrian y Pollock y Dubuffet en el trazo del cemento en la banqueta, en los cimientos de las construcciones, en la descarapelada pared de un pasaje subterráneo. Hay algo de la linea febricitante de los cuadros de Bridget Riley, exponente en los años sesenta de la pintura cinética, en la silueta de estas perchas callejeras.
Más allá de fuentes, paralelismos e influencias, estas imágenes buscan transmitir un sentido visual de oportunidad y captura. Desde la perspectiva de una mirada que halla en una calle cualquiera el motivo incesante de las formas, estas figuras son uno entre tantos tesoros insospechados que se ofrecen al atento caminante de las urbes.