FRANCISCO VALDÉS UGALDE

Pensar lo público

Las formas de actuar y pensar sobre la construcción de la participación social en las decisiones públicas se hallan, hoy en día, secuestradas por la discusión en torno al "neoliberalismo". Lejos de ayudar a especificar las posibilidades de la acción pública, los términos de esta discusión empañan el discernimiento. La polarización a la que han dado lugar no solamente conduce a confrontar gobierno y sociedad, neoliberal el primero e indigente y maltratada la segunda, sino, en esencia, a una oposición teológica y moral entre el mal y el bien. El término "neoliberalismo" se ha convertido en una alegoría del denuesto. Su sentido teórico y sus contenidos han sido olvidados o simplemente ignorados tras la estridencia de la crítica a las políticas de gobierno que ha inspirado.

En raras ocasiones se ha reflexionado con rigor acerca de la factibilidad de prescindir de sus principios y prescripciones analíticas o normativas en la conducción de la política y la economía. Por más que se critique y condene moralmente a esta corriente de pensamiento, persiste la necesidad de una reconstrucción racional de la revolución teórica de la que surge, de los resultados de sus aplicaciones y de sus perspectivas. De igual importancia es evaluar las alternativas económicas y políticas que podrían sustituirlo o reformarlo. Imposible abordar todo ello de un solo golpe. Las páginas que siguen sólo se proponen hacer algunas observaciones al respecto.
Si se quiere que el análisis y la crítica sobrepasen el nivel de superficialidad en el que se encuentran actualmente, es preciso interpretar globalmente el llamado "neoliberalismo", evitando reducirlo a una veleidad pantagruélica de las clases dominantes. De hecho hay que separar el pensamiento que lo conforma de las aspiraciones de dominación con las cuales converge. En principio, la historia intelectual de sus precursores tiene su origen en una demanda de liberación del estatismo. Se trata de una serie de respuestas a diversas crisis intelectuales de las ciencias sociales y, sin lugar a dudas, a desacuerdos con los arreglos institucionales conocidos genéricamente como "Estado de bienestar", así como a su inviabilidad en la transformación de la economía mundial desde principios de la década de los setenta. Es cierto, empero, que su traducción en programas de gobierno ha significado un cúmulo de decisiones encaminadas a la reorganización institucional del orden económico, político y social que se ha realizado, las más de las veces, en los cauces de sistemas políticos cuya estructura y dinámica de decisiones no había sido diseñada para tener los alcances fundacionales a los que tal reorganización ha conducido. Por el contrario, su estructura y funcionamiento se basaban en el supuesto de que los acuerdos esenciales de la vida económica y social eran transparentes y gozaban de suficiente consenso entre los distintos actores, y de que la finalidad de los sistemas políticos consistía en modular dichos acuerdos y no alterarlos radicalmente, como ocurrió en la práctica. La Inglaterra de Margaret Thatcher, los Estados Unidos de Reagan/Bush y el México de Miguel De la Madrid/Carlos Salinas de Gortari son ejemplos entre muchos, aunque probablemente se cuenten entre los más relevantes. Esta realidad ha dado lugar a una contradicción central: si las políticas liberales tenían por objeto alterar las ecuaciones básicas de la economía y de la relación entre Estado y sociedad, han traído entre otras consecuencias la de hacer urgente la transformación de los sistemas políticos mediante los cuales se implantaron y, más generalmente, los sistemas sociales de toma de decisiones en torno a la acción pública.
Asumiendo el riesgo de una síntesis extrema, se puede decir que el neoliberalismo no es sino el resultado de una serie de formulaciones generales acerca del comportamiento humano en sociedad, que refutan supuestos en los que se basaban las ideas predominantes sobre el funcionamiento del orden económico y político. Para hacerlo se fundamentó, indudablemente, en algunas fuentes de la tradición económica liberal y en el utilitarismo. Señalaré algunas de las que me parecen más relevantes. Por falta de espacio excluyo el tratamiento de otras referencias que fueron decisivas para el desarrollo de esta tradición analítica; en particular la que se desprende de la teoría de juegos. A ella hago breve alusión en las páginas finales que tratan del tema de las instituciones.

La teoría de la elección racional

En La Riqueza de las Naciones Adam Smith se propuso descifrar la naturaleza de un mecanismo que hacía posible convertir la búsqueda del interés individual en bienestar colectivo. Primero procedió a observar el comportamiento de los individuos para luego explorar cómo este comportamiento podía ser articulado con la generación de productos colectivos deseables; es decir: moralmente "buenos". Para Adam Smith el resultado deseable de la acción social era conseguir el máximo producto posible de la actividad económica; al mismo tiempo, concebía a la economía política como una rama de la filosofía moral. En este sentido distinguía el producto (output) de la riqueza (wealth).

El individuo, según este razonamiento, trátese de una persona, una empresa, o una entidad política, persigue el interés propio, bajo condiciones en las que su acción está sujeta a costos de información y oportunidad. La innovación que Adam Smith llevó a cabo en el mundo de las ideas residió en el descubrimiento de que el mecanismo del mercado ofrecía una primera respuesta a la pregunta liberal de cómo es posible que una sociedad de ciudadanos egoístas produzca un bienestar colectivo sin recurrir al autoritarismo. A su manera ésta fue la misma interrogante que se hicieron por separado Hobbes y Locke. Originalmente Smith concebía que este mecanismo correspondía únicamente a la vida económica y que no podía aplicarse a otras esferas como la política. Sin embargo, la revolución marginalista (o neoclásica) de finales del siglo XIX y el desarrollo técnico de la ciencia económica hicieron que este sentido original pasara al olvido. El efecto de ello fue doble: por una parte, el mecanismo del mercado se aisló de su contexto social más amplio (vida política y cultural, historia, geografía, etcétera); por la otra, su sentido filosófico y moral como cimiento del bienestar colectivo se trocó por una búsqueda de exactitud y perfección "científica" aislada de las finalidades sociales generales a las que supuestamente debía servir.

Los dos elementos más importantes del análisis de Smith que prefiguraron la noción contemporánea de racionalidad fueron: 1) la creencia en que el comportamiento de la gente estaba motivado por afectos y emociones, más que por la razón y 2) la necesidad de algún tipo de regulación para lograr la armonía entre la conducta individual y el resultado de la acción colectiva. Para Smith, esto era verdad tanto en el reino de lo moral y de lo político como en el de lo económico. Pero fue sólo en la esfera de la economía en donde identificó un conjunto claramente demarcado de motivaciones que producían regularidades en la conducta individual y una fuerza reguladora, a la vez "natural" y confiable, que armonizaba esta conducta con el objetivo colectivo (ya definido más arriba) de la maximización del producto. Las motivaciones eran aquellas relativas al "self-interest" o interés individual, y la fuerza natural de regulación era el mercado competitivo. En otras esferas de la vida, tales como la política o la cultura, Smith no encontró, como lo explica Jaan Whitehead meticulosamente en su ensayo "The forgotten limits: reason and regulation in economic theory" (aparecido en la antología editada por Kristen Renwick: The economic approach to politics), un conjunto claramente delimitado de motivaciones o una "fuerza natural" reguladora.

El surgimiento de la economía marginalista -o neoclásica como se le conoce popularmente - a fines del siglo XIX, trasladó la atención de muchos economistas hacia los fenómenos de la demanda y del comportamiento del consumidor individual. Con este énfasis, surge una tendencia, que posteriormente cobrará influencia, cuyo propósito es explicar cómo los consumidores individuales, y luego toda clase de agentes económicos, obtienen la máxima utilidad o satisfacción, asignando sus recursos a la adquisición de determinados bienes. A partir de esta idea se reformuló el tema de la satisfacción económica individual como un problema de maximización en un contexto de restricciones o constreñimientos. Es decir: dados los constreñimientos impuestos por el ingreso disponible y los precios de los bienes deseados, ¿cómo puede operar un actor económico para extraer el máximo provecho de sus recursos dados? Este problema adquirió su mayor consistencia en modelos matemáticos que permitieron una formulación elegante y con alta capacidad analítica, y que se empezaron a aplicar no sólo a la teoría del consumo, sino a otras áreas de la reflexión económica.

Para que el mercado funcione adecuadamente deben cumplirse varios requisitos, que por lo general no se satisfacen en la realidad. El primer criterio es el de la competencia perfecta. Esto quiere decir: a) en presencia de muchos consumidores y productores, ninguno debe tener la capacidad para influir asimétricamente en la determinación de la oferta o la demanda; b) si alguno de ellos logra hacerlo, debería sufrir un severo castigo; c) los participantes en el juego gozan de suficiente libertad para entrar y salir del juego a voluntad o conveniencia una vez cumplidos sus contratos y d) los jugadores cuentan con la información necesaria para saber lo que ocurre en el mercado.

El segundo principio es el de la racionalidad. Los agentes económicos toman decisiones racionales sobre la base de lo anterior, lo cual implica que ordenan y jerarquizan sus preferencias y finalidades para maximizar la satisfacción de las mismas. De hecho, esta racionalidad puede materializarse gracias a que los agentes tienen claro su interés individual.

Esta innovación en el pensamiento económico tuvo consecuencias variadas. Una de ellas fue que la importancia atribuida al juego de la oferta y la demanda hizo que se dejaran de lado los problemas del crecimiento económico y de la distribución del ingreso, es decir, se dio prioridad a los elementos estáticos del modelo sobre los aspectos dinámicos del crecimiento y el desarrollo. Otra consecuencia ha sido que, por razones equivalentes, las preferencias de los agentes económicos empezaron a ser consideradas como dadas, y dejó de ser relevante cómo se forman dichas preferencias. Todo el contexto social y cultural que influye sobre ellas o las limita dejó así de ser considerado relevante en el análisis económico, a diferencia de lo que había concebido Adam Smith. El economista inglés nunca pensó que las finalidades de los agentes económicos fueran ajenas a la definición de las necesidades colectivas, sino que aquellas actuaban en el contexto de éstas. De hecho, para Smith, el mecanismo regulador del mercado debía modular las pasiones y los intereses individuales para evitar que éstos, con todo su poder unilateral, pudieran sobreponerse al interés colectivo. Al imponerse la idea de un individuo cuya racionalidad se explica solamente en los términos de un contexto inmediato, ajeno a la historia y a las circunstancias generales que le rodean, perdió sentido la idea de que el mercado era un mecanismo regulador capaz de sustituir al Estado autoritario, es decir, capaz de ser una de las bases institucionales de la democracia moderna.

La economía neoclásica, en el sentido más ortodoxo de sus versiones actuales, (precisamente aquellas que han dado cuerpo al neoliberalismo aplicado por la tecnocracia mexicana en la última década) al profesionalizarse como "ciencia de la economía", permitió, por una parte, desarrollar un impresionante arsenal de instrumentos analíticos, pero, por otra, hizo posible que muchos economistas profesionales formados en esta corriente de pensamiento olvidaran la tesis según la cual el mercado debía ser un medio para la autorregulación de la dinámica de interacción (y de las contradicciones) entre las finalidades individuales y las colectivas. El significado profundo de ello consiste en que los problemas derivados de la condición social, tales como justicia, equidad, pobreza y desigualdad, así como las características de la población en cuanto a cultura, educación, información e identidad, quedaron fuera del análisis del mercado, el cual había sido pensado en la economía política clásica como mecanismo de regulación alternativo al Estado autoritario.

Durante largo tiempo el análisis económico se alejó del contexto social y cultural en el que se producen los fenómenos económicos. A la par, ninguna otra ciencia social había podido, hasta fechas recientes, hacerse (analíticamente) cargo de interpretar la interacción entre sociedad y economía. Ambos aspectos han dejado, sin embargo, una honda huella en el modo de enfocar los problemas y diseñar las políticas para atacarlos. Uno de los más característicos ha sido el problema del Estado. En la medida en que el gobierno no forma parte "integral" de la realidad económica, a excepción de las finanzas públicas, la economía neoclásica dejó su análisis a un lado. Basándose por igual en el concepto de un hombre racional, maximizador de resultados en función de su interés individual, el gobierno y las demás instituciones políticas pasaron a ser una suma de individuos maximizadores que se comportan sin ninguna otra racionalidad que no sea la de satisfacer sus intereses personales. De ahí que las recetas contra el estatismo adoptaran como medida principal el achicamiento del Estado.

No todo es fango y horror; ni lo salvable está exento de crítica o vindicación. Estos problemas son precisamente los que han vuelto a aparecer en las teorías de la elección racional y la elección social, bajo la forma de una reflexión sobre la naturaleza las instituciones.

Racionalidad social e instituciones

Para efectos de análisis es necesario colocar las teorías de la elección racional en el contexto más amplio de la teoría social. Hacerlo así nos permite analizar las teorías de la elección racional en función del lugar que otorgan al individuo y a los factores externos que limitan su capacidad de acción. Con frecuencia se dice que las teorías de la elección racional exageran la importancia del individuo en la explicación de la acción social y que, en cambio, disminuyen artificialmente la de los condicionamientos estructurales y organizativos del orden social preexistente a la acción individual, con lo cual ofrecen un panorama atomístico de la acción social y del orden donde se produce. Lo contrario se afirma de otras teorías (aunque frecuentemente éstas no están asociadas a la literatura de la elección racional), en el sentido de que dan tal peso a los factores externos que los actores individuales pierden toda importancia y se convierten en esclavos de dictados exteriores que gobiernan por completo su conducta. Según se quisiera explicar la conducta individual o las características del mundo externo, las teorías consideraban el contexto institucional o la conducta individual como elementos dados, fijos, respectivamente; pero el problema de la dinámica de su interacción permanecía por lo general obscuro.

Algunas teorías de la racionalidad y de los enfoques institucionalistas de la acción social se han empeñado especialmente en develar este problema y proponer soluciones analíticas para superarlo, ofreciendo, en no pocos casos, estudios concretos que aportan pruebas de la pertinencia (y de los problemas) de este enfoque.

En el caso concreto de las teorías de la elección racional, sobresale su preocupación por explicar la acción de individuos o grupos orientada a la obtención de finalidades expresas. Sin embargo, los enfoques que han permanecido sin salir del paradigma neoclásico (o del liberalismo tradicional) comparten la característica de una visión de la acción y la decisión basada en actores atomísticos. En estas teorías podemos encontrar versiones "sub-socializadas" o "sobre-socializadas" de la elección racional. Según una reflexión de Mark Granovetter, que aborda el tema en "Economic action and social structure: the problem of embeddedness" (aparecida en American Journal of Sociology, November 1985, p. 483), en las primeras, la atomización resulta de la estrecha conceptualización del interés individual; en las segundas, del hecho de que los patrones de conducta han sido internalizados y que las relaciones sociales entre los actores tienen únicamente efectos periféricos sobre dichos patrones. Visto desde la perspectiva de estos extremos, el problema del orden queda fuera de foco continuamente: el actor y su contexto social inmediato son relacionados incorrectamente. El ejemplo clásico de este problema, según el mismo texto de Granovetter, se puede encontrar en el Leviatán de Hobbes: "los desafortunados individuos del estado de naturaleza, abrumados por el desorden producido a consecuencia de su atomización, alienan jubilosamente sus derechos a un poder autoritario y pasan a convertirse en dóciles y honorables ciudadanos. Mediante el artificio del contrato social, pasan discretamente de un estado subsocializado a otro sobresocializado".

En el análisis económico se presenta un fenómeno semejante. En la medida en que dicha disciplina ha ido laborando cada vez más con modelos estandarizados, ha producido explicaciones sobresocializadas de la influencia del contexto social sobre los comportamientos económicos individuales. En los análisis económicos se suelen formular generalizaciones sobre los atributos sociales del comportamiento individual que no son sino deducciones ad hoc. A partir de que los actores estudiados pertenecen a una clase social, a un estrato o a un grupo, se derivan imputaciones referidas a todos los rasgos del comportamiento social de dichos actores. De este modo, la realidad social no directamente económica se describe como un vector exterior que pone en marcha un proceso, por ejemplo, de luchas por determinados intereses o preferencias dadas. Pero una vez dicho esto, desaparecen las referencias a la influencia específica de los factores no económicos sobre las conductas de los actores, y se esfuma también todo análisis de las transformaciones que estas conductas sufren gracias a aquellos. De esto se deriva una paradoja: el intento de describir la sociedad a partir del registro de comportamientos concretos se convierte, una vez que se generalizan ciertas regularidades, en un impostación del atributo general sobre los hechos particulares. Con ello, se vuelve a meter por la ventana del análisis la atomización del actor que se trataba de haber sacado por la puerta. Cito de nuevo a Mark Granovetter (p. 487): "dado que el conjunto analizado de individuos (normalmente díadas y ocasionalmente grupos más grandes) es abstraído del contexto social, es atomizado de su comportamiento respecto de otros grupos y de la historia de sus propias relaciones".

La crítica de estos enfoques (y los desarrollos a que han dado lugar desde muy diferentes visiones y perspectivas) coincide en la necesidad de formular teorías que permitan explicar analíticamente las relaciones complejas entre acción propositiva (agencia) y los sistemas de relaciones sociales en los que se lleva a cabo (estructura). Si se quiere explicar el comportamiento social de individuos, grupos o conjuntos aún más amplios (y de todos los posibles, el económico ocupa un lugar privilegiado), es indispensable formular los mecanismos -como lo sugiere John Elster en The cement of society- en los cuales la acción social se "encuentra" con sus determinaciones supuestamente externas (ya que por lo menos algunas de ellas han sido anteriormente producidas por la acción), y cómo se influyen ambas mutuamente.

Entre las soluciones ofrecidas a este problema dentro del contexto de las teorías de la elección racional puede encontrarse un avance en las teorías de la economía institucional (la llamada "new institutional economics") y en esfuerzos semejantes en la sociología política. Estos esfuerzos alternativos de teorización han sido opacados por el predominio de los enfoques neoclásicos en el tratamiento de las políticas públicas "neoliberales". Aunque en gran medida abrevan de las mismas fuentes liberales, se diferencian de aquellos por establecer un diálogo mediado con el marxismo y la sociología crítica, y han contribuido significativamente a la formulación de visiones compartidas con algunas vertientes de estas últimas.

No obstante, hay que tener presente que en la nueva economía institucional conviven, sobre todo en la actualidad, dos tendencias: una pretende una solución interdisciplinaria; la otra intenta despojar al análisis de las instituciones de la argumentación sociológica, histórica y jurídica. La primera se propone mostrar que las instituciones económicas son el resultado de múltitiples influencias que no pueden reducirse a la exclusividad de ninguna disciplina; la segunda pretende comprobar que dichas instituciones son explicables esencialmente como la solución más eficiente a problemas económicos. Esta segunda forma de ver las cosas implica la reificación del funcionalismo y ocluye el análisis detallado de la estructura social y su interrelación con la acción propositiva.

En su mayor parte los argumentos de la teoría de la elección racional están estrechamente vinculados a una visión atomizada de los individuos y de los fines económicos que persiguen. Actualmente, esta concepción tiende a ser superada por las contribuciones que incluyen otros enfoques. Uno de estos, aunque parezca paradójico, resulta del abandono del supuesto absoluto de la decisión racional. Este abandono conserva, sin embargo, la idea de la elección racional como una hipótesis que no debe ser fácilmente abandonada. Es decir, el análisis social debe permitirnos explicar conductas no racionales desde el punto de vista estrictamente normativo propuesto por la teoría, pero que son racionales a la luz de los entramados sociales estructurales concretos en los que tienen lugar. Desde el punto de vista estrictamente económico, por ejemplo, un consumidor es irracional si no busca el máximo de utilidad que la relación costo-beneficio pareciera indicar; sin embargo, a la luz de otras consideraciones ("deseos", compromisos personales, valores o creencias), dicha conducta puede aparecer como racional o perfectamente razonable. Pero esta racionalidad solamente aparece superando el supuesto extremo de racionalidad (deductivo) mediante el análisis exhaustivo de la especificidad del contexto en el que decisión es tomada. Pareciera que en esta dirección, si bien es posible superar cierto atomismo respecto del actor y de las relaciones sociales, la posibilidad de generalización teórica desaparecería. No es así. Quisiera ilustrar este aspecto del problema tratando de sintetizar algunas propuestas extraídas del estudio de las instituciones.

A pesar de sus limitaciones, las teorías de la elección racional han permitido una diferenciación entre el tipo de estudio de las instituciones que se hacía con anterioridad del que se puede practicar en la actualidad. La posibilidad de formular hipótesis más precisas y de establecer parámetros unívocos para aceptarlas o rechazarlas, se distingue hoy del ensayo literario o de los catálogos de minucias institucionales y legales, así como del discurso filosófico con el cual se solía dar cuenta de la naturaleza de las instituciones. No obstante, en buena medida el estudio actual de las instituciones ha sido provocado por el esfuerzo de despojar de sus anteojeras a las teorías de la elección racional (y también a las teorías conductistas). El paradigma de la elección racional sustituye al hombre pasivo víctima de las circunstancias -estructuras- que frecuentemente nos presenta la sociología, por otro propositivo, proactivo, un maximizador portador de intenciones y valores propios que informan su acción -agencia-. Las virtudes de un tipo humano así son que, además de representar una imagen más realista del individuo social, permiten al análisis vérselas con un actor volitivo, que tiene preferencias y que escapa asiduamente a todo intento reduccionista y estático; que al actuar evidencia su preferencia por determinadas alternativas y creencias, que actúa inteligentemente en el mundo. Pero como ya se dijo, este hombre racional es insuficiente por atomístico. El mecanismo de agregación de estos individuos se basa en la selección de preferencias o en los valores privados. No hay sociedad; o, si la hay, es necesario, como en un acto de magia, extraerla del sombrero que traiga puesto el científico social.

El nuevo institucionalismo ofrece algunas soluciones interesantes a este problema, aunque, insisto, no solamente se encuentran en esta vertiente de la teoría. Otros analistas, como por ejemplo Giddens, han hecho contribuciones considerables por su propia cuenta y partiendo de supuestos distintos. El nuevo institucionalismo puede ser descrito como la teoría heredera de la elección racional, en el sentido de que mantiene la hipótesis de la racionalidad, si bien ésta no es postulada externamente a la situación estudiada, sino como interactuando con las "características y los procedimientos institucionales", (tal y como lo propone Kenneth A. Shepsle en "Studying institutions: some lessons from the rational choice approach", publicado en Journal of Theoretical Politics, V. 1; No; 2, p. 135).

Individualismo y vida colectiva

El liberalismo reivindica el contenido individual del orden social frente a los conceptos y las prescripciones de naturaleza colectiva. Antes de cualquier obligación política o social hay una entidad individual con contenido, necesidades e intereses propios irreductibles a la acción colectiva. Lo "neo" del liberalismo en este aspecto consiste en formular esta tesis no únicamente en términos de filosofía política, sino en reconstruir a partir de ella la dinámica social. Es decir, la nueva visión liberal no es simplemente una extrapolación de la filosofía del liberalismo, sino una visión científica del orden contemporáneo que se funde y se confunde con la economía, la ciencia política y la sociología hasta volverse inseparable de ellas. De acuerdo con sus argumentos fundamentales, la acción colectiva no obedece a los intereses y necesidades comunes de los individuos, sino exactamente a lo contrario, a los intereses individuales. Lo común aparece solamente cuando la escala de satisfacción de las necesidades individuales supera la capacidad de la acción individual. Esto quiere decir que por sí mismos los individuos no pueden obtener ciertos bienes que únicamente puede alcanzar la acción organizada. Sin embargo, la organización colectiva de la acción es costosa, alguien tiene que proporcionarla y los que se benefician de ella deben pagar por ello. De esta realidad deriva la existencia de una tensión permanente entre interés individual y vida pública que atraviesa por la formación de organizaciones con el objeto de generar los satisfactores de las necesidades de los individuos. La formación de organizaciones es ardua y costosa. En ellas los individuos y los grupos ven reflejadas sus expectativas de mejoramiento y pueden encontrar, dependiendo de las circunstancias, satisfactores u obstáculos. Una parte del delicado equilibrio social que resulta de esto consiste en que la organización necesita controlar aspectos esenciales de la conducta de sus miembros y éstos necesitan supervisar y modular el comportamiento de la organización si quieren evitar que se desvíe de sus finalidades. Un ejemplo paradigmático es el gobierno.

Según el liberalismo "neo" es falso que la naturaleza del gobierno sea responder a los intereses de los electores. Esta idea contradice los cánones tradicionales de la teoría de la democracia pluralista y del marxismo, pero pone el dedo en la llaga de un asunto crucial. Una vez constituido, el gobierno adquiere una dinámica propia que se explica en función de los intereses individuales de quienes lo forman. El funcionario no es un "servidor" público, sino un ser humano de carne y hueso que tiene intereses propios al igual que todos los demás. Por lo tanto, en el cumplimiento de su oficio o función, tratará de satisfacer esos intereses, sean estos relativos al prestigio o al enriquecimiento. Proponerse reducir esta realidad a la dimensión moral de la buena conducta, es decir, tratar de que el funcionario sea efectivamente un servidor es una ilusión. Por más servicial que sea nunca abandonará sus intereses personales en aras de su función pública, altruista. Para que lo haga no se puede depender de sus buenas intenciones sino de controles efectivos. Estos son de orden cultural y legal, y se concretan en estructuras institucionales que producen soluciones de equilibrio estables. Para controlar al gobierno, es decir, para cumplir con una de las condiciones que lo hacen democrático, es indispensable una cultura de lo público que asuma las funciones gubernamentales como el deber de cumplir con ciertas responsabilidades y un control efectivo de las mismas por medio de la ley y de sistemas políticos, fiscales y administrativos eficientes. Si una sociedad no puede controlar a su gobierno es que no ha conseguido el equilibrio requerido para que el gobierno sea una organización óptima. Si un sistema político no puede controlar a una de sus ramas, por ejemplo, el poder ejecutivo, es porque sus mecanismos diseñados para esa finalidad no son idóneos, por ejemplo, el sistema legislativo o judicial, o el sistema electoral.

Para el liberalismo de nuevo tipo, la expansión del Estado como "Estado de bienestar" no se explica sino como producto de la dinámica clientelar a la que da lugar la autonomía de la función pública respecto de los actores sociales, que se convierten, así, en clientelas cautivas de los políticos y de los funcionarios. El "Estado de bienestar", según se afirma en el liberalismo "neo", se convirtió en una costosa maquinaria que resolvía mejor las necesidades de legiones de burócratas que las del ciudadano. Perdió su sentido al desviarse de su finalidad. Por esta razón había que hacer volver las democracias occidentales a sus raíces liberales. De ahí se desprenden las ideas de ajuste fiscal, privatización de empresas públicas, economía de mercado y, últimamente, aunque de manera muy imprecisa, de reforma del Estado.

Sin embargo, como es obvio, una simple vuelta al liberalismo sería estéril, como lo han sido los enfoques de reforma del Estado basados puramente en los principios de la economía política neoclásica. Con la excepción de Hegel, para el liberalismo clásico el Estado no había merecido una consideración atenta; más bien lo común fue encontrar un cierto desdén por la cuestión. Para el liberalismo "neo" el Estado sí merece una atención detallada. Creo que en este renglón lo más destacado de las nuevas teorías de la elección social sobre el Estado es la función del derecho. Una sociedad que se regula eficazmente mediante el derecho puede ser no sólo libre y justa sino también eficiente (habida cuenta de que el sistema legal no solamente sea vigente sino que también esté bien construido). El derecho, visto así, no es únicamente portador de la eficacia de la justicia, sino creador de un entorno a la acción individual y colectiva que permite prever la conducta de los demás y, por lo tanto, calcular la propia. La garantía de que así ocurra es la presencia de un poder judicial que administra eficientemente el cumplimiento de la ley y, sobre todo, su incumplimiento, castigándolo al grado de que esa transgresión no atente contra la previsibilidad y la calculabilidad de la acción social.

Complementariamente a lo anterior, un aspecto fundamental y novedoso del liberalismo "neo", en la perspectiva de la construcción de lo público, se refiere a la vigencia real de las instituciones que hacen eficiente el funcionamiento de los mercados y de las organizaciones sociales. Esta vigencia no depende solamente del rigor con el que, por ejemplo, se aplica la ley, sino del grado de apropiación individual y colectiva de la norma, que hace que la ley no tenga que ser aplicada por el aparato judicial sino en una minoría de casos, reduciéndose así el costo que conlleva. Se trata del papel que juega la cultura como sistema de normas y valores que dan vida a conductas que facilitan el comportamiento ágil y eficiente de los agentes económicos, sociales y políticos. En tanto que éstos puedan actuar sabiendo que hay un horizonte para su acción en el que lo más probable es que no encuentren obstáculos derivados de la discrecionalidad de otros actores, pueden despreocuparse de generar conductas primordialmente defensivas. Pero si ocurre lo contrario, sus energías estarán dedicadas sobre todo a evitar encontrarse con estos obstáculos. En la suma social de una situación así, el resultado es la incapacidad del todo para el éxito y su continua proclividad al fracaso, sea éste económico, político o social. Douglass North ha reflexionado abundantemente sobre este tema en Institutions, institutional change, and economic performance. El libro de Amarty Sen, Inequality reexamined, también propone aportes considerables a la problemática de la desigualdad social.

La dificultad más grande para distinguir el nuevo liberalismo de las políticas impuestas por los gobiernos que supuestamente se han inspirado en él, reside en que aplicar y mantener estas políticas ha llevado a las élites a dogmatizar los aspectos más ideológicos y menos interesantes del nuevo liberalismo. Esto tiene que ver con el predominio de la ciencia económica sobre otras disciplinas, como se ha tratado de ilustrar páginas arriba.

Ahora que la sociedad mexicana atraviesa por un proceso de reorganización inédito e incompleto, el debate sobre las formas de reconstrucción de las rutinas sociales y de sus componentes públicos y privados ocupa un lugar privilegiado que es anormal en tiempos de orden estable. Esta exigencia intelectual no podrá llevarse a cabo pasando por alto la reconstrucción y valoración adecuada del liberalismo, sin la cual no será posible la elaboración de alternativas. Por esta razón, es indispensable reconocer y reconstruir los componentes y raciocinios ineludibles en el proceso de remodelar las formas de la organización social, si no se quiere caer en una simple vuelta al pasado disfrazada de salto al futuro.

ugalde@servidor.unam.mx

 

Francisco Valdes Ugalde , ¨Pensar lo público ¨, Fractal n° 1, abril-junio, 1996, año I, volumen I, pp. 161-178.