El eremita
No soy humano,
soy una carne que descuella y cuelga,
una humareda hedionda,
una especie auspiciada.
Creer en mí es convocar la hiel,
la podredumbre y el vacío
bajo esta forma reiterada y obvia
del arrepentimiento.
Bajo todas las luces del castigo
aquí purgo mis penas, de los otros,
y la condena abierta de la culpa
en la que acepto la derrota del Hombre
y donde me protejo del dolor.
Es el mayor vacío lo que llevan mis venas,
el vómito del sexo
y su conducta espuria de intimidad violada,
de carne negra,
insatisfecha y en canal.
Es este desfallecimiento y esta huida,
la podredumbre,
es acto de expiación.
Salvación de narciso
Entre las algas duras y los lirios
cae el pesado fardo de Narciso;
lo ensimismo hasta ahogarlo su destino
(torno mental de angustia es uno mismo).
Aunque todavía tibio, ¿qué le espera
a ese despojo inútil en la ciénaga?
El sordo olvido opera en esa escena
nada hay más necio que morir de histeria.
Pero el agua estancada de esta historia
se agita, se confunde, se emociona;
¿son los rápidos peces los que rondan
ansiosos y anhelantes esta poza?
No son peces aquellas dos siluetas,
son dos mujeres que en el agua juegan,
una muy blanca, la otra más morena:
verdes y negros ojos curiosean.
¿Que pasa aquí? La historia la traicionan
¡Que es Narciso, no Fausto! ¿Por qué lloran?
¿Por qué se ríen esas dos señoras?
¡Ya no hay temor a Dios, ah, pecadoras! Una lo besa y otra lo desnuda,
ésta los mira y ésa se le ayunta.
No puede ser, señor, miren, ¡disfrutan!
No dejan ya ver nada, el agua enturbian.
Mas ya la oreja moja el ansia, tenso
el caracol labial de los anhelos,
lava de olores lo que va en los besos,
leves y lábiles, húmedos de dedos.
El mar ofrece el fruto, fresco, eleve,
de ostras que son trasiego, que se adhieren
en un rijoso olor salado y riente
que muerde, en ellas muerde, en ellas hierve.
Una le habla y la otra sólo mira,
las dos lo acosan y las dos lo orillan.
No son las madres ni son las arpías,
son dos mujeres y son aguaviva.
Todo en sudor el cuerpo de una excita
lo que en la otra luce la saliva
y mojadas al límite de risas
sacian al alhelado que se mira.
En la memoria del amor se ruedan
los cuerpos que una en otra intenta, alienta,
y en el temblor del alma en que se entregan
corre la blanca luz que a tres serena.
Coda
Y es que este juego
de la moraleja
no es de serpientes
y no es de escaleras.
¿Será el amor?
¿serán las maneras?
¡Serán las letras
y serán las fiestas!
Más sólo estamos con la vida a tientas:
rojas langostas que en las rías abrevan.
Gracia divina
(Plaza de Rovira i Trias)
En el azul de este día
no hay ni palomas ni osadía.
El agua corre hacia su asiento
con tanta calma como aliento
El aire vibra en el sudor
y el ruido cuelga del olor.
Todo huele en la calle y el la plaza.
La gente pasa, queda, se desplaza.
Miro mis manos y miro la calma:
mi cuerpo tiembla, cambia el alma.
Wothan
Es una espina arista,
es una piedra, es la punta afilada del cuchillo
que tuerce su miseria y graba
áridamente ardiendo
la muesca de su runa.
Fijo en la escena de su respiración y en la batalla perdida,
en el polvo de polvo del cansancio,
somete su indigencia.
Con el turbio cuchillo va tentando
su herida,
el respiradero oscuro del destino,
la pólvora del alma.
Se reconoce apenas en el negro
rasgar de algunos signos
orillados.
Sus ojos
son los desorbitados ojos del poeta.
Sus dedos son sus uñas es su sangre es la tierra.
No es otra cosa que la mueca
de esa ruina olvidada
la huella que leemos.
La muerte de Narciso
Se estrelló con la piedra de su risa,
se hizo astillas la cara, se deshizo
el alma, el vientre, el gesto,
se quebró la mirada y las costillas.
Allí no queda nada más que una álgida
dispersión de materia y de silencios:
Narciso no era un rostro.
Era el reflejo del amor,
no tenia cuerpo ni color,
él no podía sostenerse.
(Cuando se hundió los peces le comieron el sexo como a Shelley.)
(Cuando se hundió su verga se la metieron en la boca como a Cuesta.)
Porque Narciso se quebró en sí mismo
y no pudo más con esa imagen.
Porque lo que quedó de él está lodo,
abotagado e inservible.
El escriba
Aquel hombre se sienta a la ventana.
Al fondo brilla el campo de su infancia,
una canción de cuna, alguna broma.
La tarde es roja y lenta,
su memoria no es más que literaria.
El se mira verde irse, sonreírse.
Piensa en un niño puesto los ojos en un foro,
mientras la madre lo hace y acicala
intermitente, interminablemente
(un cuadro de costumbre es una intimidad que se repite).
Las cosas se unen en trabajosas junturas y dolorosos sesgos.
El reconoce allí sus trastos viejos, sus sombras,
el avasallamiento de los hechos y su solidaridad,
su quieta reciedumbre y su urdimbre,
Y avanza a cada paso como si fuera previsto,
como si tanta herrumbre convocara y nombrara,
y hereda así canciones y plumas y galletas y calcetines,
las usurpa y se hace de ese dolor que es ya ajeno,
ajado, que es ya historia,
un trasiego sin fin de opacidades y brillos,
santos objetos de segunda mano, cuentas de vidrio, chucherías,
polvo dorado su necio de mercachifle.
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Pedro Serrano, ¨Wothan¨, Fractal n° 1, abril-junio, 1996, año I, volumen I, pp. 125-134.