Ilán Semo
Días aciagos
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IErnesto Zedillo preside los vestigios de un régimen que nació en 1929, año de la gran depresión. La coincidencia entre ambas fechas no es accidental. Los orígenes del partido de Estado se remontan a las profundidades de lo que Norbert Elias llamó alguna vez la «crisis civilizatoria» del siglo XX: los lejanos treinta. El PNR y, después, el prm fueron las respuestas que encontró el Estado emergido de la Revolución para hacer frente al ocaso de la tradición liberal, que había dominado al imaginario político de Occidente —y al de México en gran medida— desde principios del siglo XIX. La solución no acercó al país a la utopía democrática con la que soñó Madero, pero lo apartó de la pesadilla de las dictaduras militares que azolaron a América Latina hasta hace pocos años. Durante más de medio siglo fuimos (y nos percibimos como) una suerte de territorio de excepción: una isla de monólogos sin eco —abusando inopinadamente de la metáfora de Gorostiza— hipnotizada por su propia singularidad. En ello la historia de México durante el siglo XX se asemeja, asombrosamente, a la de Francia en el siglo XIX: en ambas insularidad y excentricidad se confunden en una sola figura. Francia quiso llevar la revolución a toda Europa y se quedó sola; México encontró en la soledad una estrategia de sobrevivencia. Desde la crisis de 1982, las élites que han conducido al Estado dieron la espalda a este frágil (aunque probado) principio de identidad. En una carrera guiada en parte por el frenesí y en parte por el delirio, el país fue (textualmente) cautivado por el espejismo de hacerse un lugar, en tan sólo unos cuantos años, entre el puñado de naciones centrales que dominan a la economía y a la cultura del mundo contemporáneo. Se perdieron las proporciones y se olvidaron las realidades. El impiadoso experimento concluyó en un penoso y estrepitoso espectáculo. Secuestrado por su propia omnipotencia, el Estado fue llevado a sacrificar los finos hilos que hicieron posible un régimen de estabilidad política y movilidad social relativa (muy relativa) a cambio de un fata morgana que se evaporó en un abrir y cerrar de sexenios. El sistema político, que data de 1946, se halla en el dilema que debe enfrentar toda criatura que ha prolongado su vida más allá de los límites de la biología y la cordura: el anquilosamiento Varios autores han comparado la crisis que se inició en 1994 con la de 1934. Se trata de una comparación aventurada, pero no necesariamente imposible. Si las semejanzas entre ambas fechas son notables, las diferencias lo son más aún. Hay una que recuerda al corolario que Heinrich Heine agregó a la advertencia de Hegel sobre los peligros de la reiteración. La historia es un teatro de la ironía: cuando se repite, lo hace una vez como tragedia y otra como una pobre comedia. ¿Carlos Salinas por la versión diminuta de Plutarco Elías Calles? ¿Ernesto Zedillo por la versión multiplicada de Pascual Ortiz Rubio o de Abelardo Rodríguez? La comedia: Calles abandonó definitivamente el poder como el jefe caído (pero épico) del Termidor de la Revolución Mexicana; Carlos Salinas lo hizo, primero, implorando empleo en los Estados Unidos, y después, implorando asilo en La Habana. La otra diferencia es de proporciones más severas y menos numerables. Los hombres de los treinta tuvieron que enfrentar los estragos causados por un derrumbe —1929— que fue no sólo de orden económico, sino político y moral. Para ello recurrieron a la actualización del espíritu de 1917 y a un movimiento político y social que reordenó el futuro del Estado y de la nación. (Una de las lecciones de Maquiavelo ilustra estos alcances: «política es llenar las almas de futuro»). Pero sobre todo: supieron mirar hacia afuera. Vista desde la perspectiva de nuestros días, la década previa a la II Guerra Mundial se asemeja a un complejo laboratorio de ensayos y experimentos que se propusieron substituir la escasez de opciones económicas por la abundancia de quimeras ideológicas. 1929 fue una crisis en el sentido estricto que José Vasconcelos dio un año después al término: «produjo muertes irreparables y prodigó sueños imposibles». Las acciones y reacciones que le siguieron continúan asombrándonos (y aterrándonos) por la dimensión de su irracionalidad. La lección de aquellos años cifró la gran enseñanza de la era moderna: las sociedades contemporáneas pueden, súbitamente, volverse inmisericordes cuando deciden renunciar a la búsqueda del bienestar en aras de entregarse a utopías políticas temerarias. El fascismo y el estalinismo demostraron las proporciones de esta posibilidad. Después siguieron otras experiencias igual de estremecedoras. Como toda «crisis civilizatoria», la de los treinta convocó proyectos nacionales inéditos. Sería injusto olvidar los que aventuraron (prescindiendo de las diferencias que los separan) Austria, Inglaterra y Suecia: los balbuceos del Estado de bienestar. Es decir: el testimonio consignable de que el mercado, la democracia y la política social no son necesariamente principios contradictorios. Del afán de conciliar estas antípodas se nutriría, en gran parte, el imaginario político de la posguerra. El cardenismo fue, en cierta manera, la obra de una singular recepción de estos hechos. En el New Deal encontró las nociones de la política y la economía del bienestar, pero se cuidó de traducirlas a un lenguaje nacional y nacionalista. De la experiencia soviética extrajo la utopía del Estado planificador y la realidad del Estado propietario, pero nunca cayó en la tentación totalitaria. En rigor, la filosofía y la práctica corporativa con la que sedujo al andamiaje político del Estado y de la sociedad, se originó en las filas de su adversario más riguroso: la Iglesia. La historia y sus ironías. Los caudillos y los atrabiliarios políticos de las dos décadas que siguieron a la lucha armada fueron, en principio, más cosmopolitas y más universales que los universitarios y los técnicos de hoy: supieron escuchar y, sobre todo, interpretar. En un mundo obsesionado por las ortodoxias, el cardenismo no se acogió a ninguna de ellas. Entre los espejismos de la utopía y las frustraciones de la «paz civil», optó por el mal menor: la estabilidad. Edificó el presidencialismo autoritario, pero desterró al caudillismo y a la posibilidad de la dictadura militar. Promovió el nacionalismo económico, aunque acabó admitiendo el irremediable ascenso de la hegemonía norteamericana. Estatizó la propiedad sobre una parte de la tierra y fomentó la acumulación privada de su riqueza. Cultivó la tradición y quiso conjugarla con las nociones de «lo moderno» que imperaron en su época. Los años treinta siguen siendo el gran misterio del siglo XX mexicano: una solución singular, popular y nacional a dilemas de orden universal, tan enigmática como la estabilidad del régimen que sobrevive por obra de aquellos remotos consensos.
IILos años noventa serán recordados acaso no como un drama sino como un trauma: ninguna dirección parece tener sentido, no hay hacia dónde mirar. La imagen se debe al cuadro que Werner Rummerfeldt entregó el año pasado para abrir la exposición sobre los «Sentimientos de fin siglo» que reunió la ciudad de Copenhague: un náufrago navega sin rumbo en una mar de ruinas flotantes. Los peligros del milenarismo se han disipado; la amenaza proviene ahora del vacío de las ideologías. Los líderes carismáticos se han vuelto piezas raras de museo, pero su sitio no fue ocupado por los arquetipos actuales de la política democrática (Sudáfrica es la rara excepción a esta regla), sino por una figura mediocre y peligrosa: el político desechable. Las utopías han cobrado ese halo de decepción que consume a toda criatura que conjuga la inutilidad con la inocencia. En su lugar sólo se escuchan las frágiles voces de la ética del sobreviviente. El legado de la Guerra Fría no fue la paz, sino otra guerra más cruel, irracional y desoladora que la que enfrentó a los bloques ideológicos durante cuatro décadas: la guerra de las tribus. Yugoslavia, Chechenia, Ruanda, Somalia, Turquía, Irak… se consumen en masacres que han perdido toda traza de racionalidad política. En un ensayo reciente sobre la herencia de la Guerra Fría, el meticuloso berlinés Hans Magnus Enzensberger contó más de noventa conflictos de esta naturaleza en todo el mundo. Clausewitz es obra del pasado. La guerra dejó de ser una continuación de la política y se ha transformado en un instrumento del odio. La piel y el credo han vuelto a representar a los enemigos por excelencia. Sus sujetos son antiguos y modernos: el clan, la etnia, la micro-nación y la horda religiosa. Las cruzadas más ancestrales del fanatismo recuerdan sus cometidos: el exterminio y la diáspora. La súbita caída del socialismo de Estado trajo consigo no a una nueva sociedad democrática, sino a una realidad que, en rigor, parecía impensable hace tan sólo cinco años: el neofeudalismo. Países periféricos, que no encuentran la manera de alimentar a sus poblaciones, ya no se debaten en estrategias de desarrollo, sino en campañas de aniquilamiento contra sus minorías étnicas. Las urbes de Occidente se han vuelto, una vez más, sórdidas selvas de encono racial y social. Quien busque semejanzas entre los treinta y los noventa hallará en esta vorágine a la más lamentable de todas ellas. Los judíos de hoy se llaman chicanos, kurdos, tzotziles, beduinos, chechenos, bosnios… La economía también ha devenido una dimensión incógnita. Las potencias económicas y culturales del mundo contemporáneo —Alemania, Japón, Estados Unidos y ¿China?— comparten sólo un rasgo en común: la singularidad. Sus regímenes no son modelos, sino excepciones. Hoy sabemos que las economías centrales son el resultado de complejos e irrepetibles agregados de factores subjetivos, institucionales e ideológicos. La particularidad es lo decisivo. La cultura ciudadana se reconoce hoy como un «factor económico» tan determinante como lo pueden ser una rigurosa burocracia de carrera, los rituales del shinto o la conciencia ecológica. La economía —esa realidad que se creía (y quería) abstracta y fundada en cifras y en modelos— se ha demostrado como un territorio esencialmente cultural y político. Más un arte que una ciencia, acaso su única «ley» admisible es la que formuló Peter LaFontaine, líder de la socialdemocracia alemana, en la misma reunión de Suiza en que Carlos Salinas de Gortari todavía se ufanaba de la lealtad mexicana a los dogmas del mercado libre: «El éxito sólo acompaña a las naciones que transgreden los estrechos muros de los modelos económicos, y colocan al capital humano y al capital social en el centro de sus inversiones». La decadencia del sistema político mexicano forma parte de un ocaso más general: los aciagos noventa, el fin de la experiencia del siglo xx. Para hacerle frente México carece de algo que hoy no abunda en el mundo: imaginación política. El crepúsculo del gran relato de la Revolución Mexicana sólo ha traído consigo, hasta ahora, vagas reediciones de fantasmas del pasado: el (neo) liberalismo, el (neo) cardenismo y el (neo) zapatismo. ¿Cuál seguirá? La historia nos abruma. Las fechas que datan al origen y la decadencia del régimen que dominó al país durante más de sesenta años reiteran, a su manera, una pequeña y necia universalidad: nacimos y crecimos a la sombra de la experiencia del siglo XX; ahora somos una de sus zonas de desastre. La lectura de los espejismos de la modernidad fue equívoca y deforme, al igual que lo fueron las élites que se extraviaron en las cuentas alegres de una modernización que, como las Reformas Borbónicas o el Porfiriato, quiso ser esencialmente importada. Regresar a los paradigmas del viejo Estado populista es algo más que imposible. ¿Qué queda? ¿Volver acaso a esa antigua y misteriosa vocación a la que el país recurre cíclicamente en sus momentos más aciagos: la voluntad de ser singulares? Hace más de setenta años, Wilfredo Pareto definió a una tarea similar como el aggiornamento («la puesta al día») de la identidad nacional. Es decir: la reinvención de los tejidos que vinculan al Estado con la sociedad. La crisis actual de México obedece ciertamente a un fenómeno que (todavía) no somos capaces de descifrar. El Estado-nación se ha vuelto una envoltura desbordada por tensiones y contradicciones que ponen en entredicho a los principios básicos de su centralidad política e histórica. Niklas Luhmann ha sugerido —evocando una de las metáforas más incómodas de la Ilustración— que se trata de una «evolución» de «orden universal»: Perú y Filipinas la comparten por igual, aunque nadie quisiera verse en el papel de Rusia o Yugoslavia. Yo prefiero una noción que proviene de la biología contemporánea y que se emplea para describir la historia de las especies que parecen no tener historia: la mutación. La pérdida de centralidad del Estado no se hallaba, hasta hace una década, en el catálogo de los advenimientos probables de la era moderna. Los regímenes de Europa del Este que se reclamaban inopinadamente socialistas fueron los primeros en sucumbir frente a esta revolución política. Su súbita desaparición evidencia las magnitudes del corolario más inesperado del siglo XX: la anacronía del Estado para continuar funcionando, a la manera en que lo hizo desde el siglo XIX, como el «cemento de la sociedad». Después siguieron, indistintamente, el Estado social erigido por la socialdemocracia y los Estados corporativos de América Latina. Su crisis es menos estrepitosa aunque no por ello menos dramática. A primera vista se trata de un movimiento que escapa a los dictados de la geografía. La distancia que separa a España y Alemania, por ejemplo, no impidió que ambas encontraran en esta conmoción la oportunidad para reafirmarse como naciones singulares y emprender caminos inexplorados. Nada les asegura el éxito. Estados Unidos parece moverse en círculos: cuenta con la fuerza y los recursos para adecuarse a esta nueva realidad, pero no quiere —¿o no puede?— emprender un ajuste de cuentas con su pasado. México, en cambio, lo vive como una zozobra. Acostumbrado a depositar en el Estado los pretextos de su pasado y los reclamos de su futuro, el país se debate, como los amantes necios, ante la angustia de una ausencia cada vez más irreparable. El invicto Leviathan creado por la Revolución Mexicana se ha convertido en una estructura torpe y mutilada que navega peligrosamente sin rumbo. Los hechos que consignan esta fragilidad tienen ese dejo sísmico que ha hecho de la historia nacional una realidad invariablemente impredecible: estallan súbitamente; estremecen la antigua arquitectura sin plan alguno; disuelven al pasado en polvo. La huella del sismo es el polvo. El sismo es un evento sin futuro.
IIIEl primero de enero de 1994 no fue una fecha contradictoria. La aritmética que conjugó a la rebelión de los indígenas de Chiapas —hoy sabemos que lo habían intentado sin éxito dos veces en los meses previos— con la firma del Tratado de Libre Comercio habla de una historia que (apenas) se halla en ciernes. El estado nacional se encuentra asediado por dos pulsiones centrífugas que no sólo han despojado al sistema político de su capacidad —esencialmente autoritaria— para cohesionar y disciplinar a la sociedad, sino que cuestionan la centralidad del «espíritu de Estado» que ha distinguido, indistintamente, a la cultura política y al ensamblaje económico del país desde los años veinte. De un lado, la globalización; del otro, la fragmentación política, étnica, regional y cultural. La cara y la cruz de las fuerzas que impugnan a un orden que está envejeciendo a ojos vista. La globalización ha sido un sinónimo de disímbolos significados. Una parábola con el siglo XVIII sirve para ilustrarlos. El Estado-nación fue el resultado de la destrucción/homologación de los reinos, feudos y comunidades que distinguieron a la geografía de la era medieval. El siglo XIX observó su consagración y su transformación en el epicentro de la vida pública y del imaginario político de las sociedades modernas. ¿Quién podía imaginar que también esta historia llegaría a su fin? Las evidencias que sugieren que todavía nos espera el espectáculo contrario son cada día más patentes. En cierta manera, vivimos un proceso similar a la disolución de las unidades medievales, sólo que los feudos y los reinos actuales son las naciones. Los poderes principales que dictan el destino de la economía mundial quisieran ver en los Estados a sus cuerpos de administraciones provinciales y no, como había sucedido hasta ahora, a instituciones empeñadas en reproducir y perpetuar a sus dominios y jurisdicciones. Para ello han mutilado su economía, desmembrado sus instituciones, deslegitimado sus funciones y desacreditado el papel de sus funcionarios. La obra de destrucción ha sido económica, política y, sobre todo, cultural. Nada más alejado de este fenómeno que cualquier símil con un proceso guiado por algún braintrust, un poder localizado o una mega-institución internacional. (Las condenas al fmi se asemejan a las que se hacían en contra de la burguesía hace tan sólo una década. El dilema propagandístico es que las siglas no tienen rostro). La pérdida de centralidad del Estado responde a la emergencia, eminentemente anárquica, de nuevas presencias y nuevos poderes. Su elucidación es una tarea impostergable que corresponde a la sociología y la teoría crítica. Enumerarlos con detalle exigiría varios volúmenes cargados de esmero artesanal y capacidad de asombro. A cambio, una «taxonomía» simple aunque realista los clasificaría en dos polos visiblemente contrapuestos. De un lado, el mundo de las corporaciones trasnacionales y las finanzas, los medios masivos de comunicación y el enjambre de la tecnocracia que crece día a día; del otro, la nueva «sociedad civil» que reúne miles de pequeñas y grandes organizaciones no gubernamentales y que disputan al Estado el territorio de la política pública —o incluso, como en México, amplios espacios de la legitimidad electoral. Ambos «frentes» representan intereses y proyectos definitivamente encontrados, pero no podemos olvidar que se mueven en un sentido paralelo y, en cierta manera, afín: la des-estatización de la sociedad. Las antípodas son realmente notables. Los capitales trasnacionales obligaron al estado a vender y venderles sus empresas; Alianza Cívica logró expropiar al gobierno la jurisdicción sobre la vigilancia de elecciones. El efecto de ambas acciones coincide en un punto: la des-estatización de la esfera pública. Al mismo tiempo, nadie como Alianza Cívica y las ONG’s (en general) han denunciado (y en cierta medida combatido) al capital trasnacional por la arbitrariedad y la miopía con la que se han movido en México. Lucha y unidad de nuevos contrarios. La rapidez y la extensión con la que se han multiplicado estos nuevos sujetos políticos es deslumbrante: han cegado incluso a sus propios opositores. Una década fue suficiente para desfigurar al Leviatán que los modernos construyeron a lo largo de dos siglos. Pero hay algo más asombroso aún: el misterio de su protagonista central. Es imposible no reconocer que el epicentro ostensible de este proceso se halla en la misma burocracia del Estado, el corazón y las arterias del laberinto estatal. Ella lo ha dotado de la «universalidad» que destaca Luhmann y de la contundencia que sólo puede lograr un cuerpo de Estado. ¿Contradicción o paradoja? El Estado-nación fue el resultado de la transformación de las monarquías absolutistas en poderes visiblemente menores o, en los casos más radicales, de la desaparición misma del régimen monárquico, como sucedió en Francia a partir de 1789 y en el continente americano después de las guerras de independencia. La destrucción del antiguo régimen convocó y conjugó la participación de grupos y clases sociales que reclamaban opciones notoriamente disímbolas. En Francia, el Tercer Estado se alió con la burocracia pública y con el Paris profundo para derrocar a la monarquía, que era apoyada por una parte sustancial de la servidumbre y la burguesía de las ciudades menores. En la Gran Bretaña sucedió exactamente lo contrario. Los yeomen, una suerte de farmers premodernos, se aliaron con la servidumbre y los pequeños comerciantes rurales para combatir a la nobleza y a la Great Society de las finanzas y la industria que tenía sede en las ciudades. El movimiento antimonárquico francés fue más poderoso y arrollador que el inglés. La revolución Francesa concluyó en una república, la Inglesa, en una monarquía constitucional. El camino que halló la guerra de independencia de México para fundar una república no parece tener símil alguno, según la opinión de sus historiadores más versados. El reino (esencialmente criollo y mestizo) sumó fuerzas con un sector de la Iglesia y de los pueblos indígenas para luchar contra los hacendados rurales, comerciantes y mineros (peninsulares) sostenidos por otro sector de la Iglesia y por la corona. La burocracia pública se dividió según los cargos que pertenecían a uno y otro grupo. Cabe pensar que se trata de un movimiento que se dirimió con la lógica inversa a los que fundaron el Estado moderno en la mayor parte de Europa. Aquí comenzó como una empresa nacional y terminó en una lucha entre clases, castas y grupos sociales y étnicos. Allí se inició como un conflicto entre el reino, la corte y la corona y concluyó en las guerras que definieron la fabricación de las naciones a lo largo del siglo XIX. Las fuerzas que hoy pugnan por el desplazamiento del Estado-nación (léase el actual «antiguo régimen») son acaso tan complejas, variadas y disímbolas como las que propiciaron su nacimiento. Basta con asomarse a dos casos virtualmente opuestos para percatarse de ello: España y México. La transición española trajo consigo a un grupo de políticos socialistas que supieron guiarla a lo largo de tres complejos caminos: el Estado-mosaico, un régimen político que se acerca al que Ferenc Féher definió como «democracia societal» y la economía social de mercado. El milagro español (sin comillas) fue, sobre todo, una fábrica de la invención política. La «globalización» de España —el ingreso a la Comunidad Europea— supuso severas condiciones para las instituciones y la economía nacional: «achicamiento» sustancial del Estado, apertura de un mercado casi autárqucio, reformas radicales al antiguo corporativismo reorganización del estado jurídico y desaparición de los privilegios económicos, políticos e institucionales de las élites franquistas. Fernando Claudín advirtió a Felipe González de los peligros de esta transformación con una frase puntualmente generalizable: «Es una historia como la española, reducir los espacios del Estado súbitamente equivale a destapar una olla express en plena ebullición: la sociedad estallará en mil átomos». La profundidad de esta apreciación no impidió que el psoe encontrara la manera no solamente de impedirlo, sino de fundar una institucionalidad inédita. Para ello emprendió la transformación del Estado-nación centralista del franquismo en una estructura que cada día se asemeja más y más a un Estado mosaico: un régimen que auspició y promovió las autonomías regionales y culturales sin desmantelar las redes del poder nacional. Dos ejemplos que ilustran la complejidad y lo inflamable de esta tarea son (para su manifiesto infortunio) célebres: la antigua Unión Soviética y Yugoslavia que fallecieron en el intento. La experiencia española presenta más interrogantes e incógnitas que respuestas. Los paradigmas que cifró son, sin embargo, insospechados y cruciales para el imaginario político de los días que corren. A diferencia de la Unión Soviética, México todavía no ha sucumbido ante estos dilemas, pero está a punto de lograrlo. El régimen salinista —y ahora el zedillismo— son los testimonios de la de la inviabilidad del sistema político para hacer frente al reto de la pérdida de la centralidad del Estado. La élite tecnocrática emprendió la «globalización» del país no como un proyecto del Estado y la nación, sino como un plan para perpetuar a un grupo político en el poder. La omnipotencia del Estado fue empleada para debilitarlo sin ofrecer opciones de organización política, social y regional que impidieran el estallido de la «olla express». Una rigurosa continuación del antiguo régimen, sin los soportes ideológicos y, sobre todo, económicos que lo sostenían. El año de 1994 trajo consigo los saldos definitivos de esta incongruencia. En tan sólo doce meses, el régimen sacrificó los principales puntales que le habían permitido gozar de estabilidad durante más de medio siglo. La rebelión de Chiapas, gracias a su eficacia en los medios de comunicación, hundió al espejismo de la estabilidad social. El asesinato de Luis Donaldo Colosio hizo lo mismo con el de la estabilidad política. La ilusión de la estabilidad económica se ha pospuesto indefinidamente. Los tres «ases» que hicieron posible al imperio del pri ya fueron «quemados». El régimen no cuenta con la legitimidad ni con la voluntad para acometer una tarea como la que emprendió España en 1982. Las dos formaciones básicas de oposición, el PAN y el PRD, viven el dilema de la lentitud de transición. La habilidad del régimen para impedir el cambio los ha obligado a adecuarse paulatinamente a las viejas prácticas. Ganan votos, pero pierden perspectivas como agentes efectivos de transformación. La sociedad mexicana ya se ha convertido en una realidad mosaico, mientras que el Estado mantiene la mayoría de las características y, sobre todo, la mentalidad de los mega-Estados que se originaron en la crisis de 1929. Y más dramático aún: la sociedad política, que contó con el gran relato de la Revolución, no ha logrado producir uno nuevo. Sin gran relato en la política, los peligros que acechan al tejido que une a la vida pública con el orden cotidiano son innumerables.
Ilán Semo , ¨Días aciagos¨, Fractal n° 1, abril-junio, 1996, año I, volumen I, pp. 69-82.
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