Ferenc Fehér

Crítica a la política del vacío

 

 

 

I

En mi interpretación, la posmodernidad no es una era o un período histórico concreto que sigue de la modernidad como su sustituto o su negación. Es una tendencia dominante dentro de la modernidad tardía (o recientemente madura); un tiempo para hacer un recuento, un momento de valoración. Como resultado, los análisis de la condición política posmoderna parecen estar (desconcertantemente) privados de originalidad; son mapas de un vasto ámbito que es parasitario de la modernidad. En contraposición, el más somero escrutinio de la política moderna, nacida de las grandes convulsiones, especialmente la Revolución Francesa, mostrará la desinhibida grandeur de su imaginación política, la audacia del proyecto de la razón política. Y aquello no puede comprenderse sin esto. Ya lo he dicho en otras ocasiones: la posmodernidad no es más que el inventario crítico de la modernidad.


El ámbito de la política moderna ha sido constituido por una serie de invenciones. La primera de ellas fue la invención de la «sociedad». Las denominaciones más tempranas del conjunto de los asuntos y los ámbitos humanos («mundo», ciudad-Estado, el reino del hombre frente a la ciudad de Dios) eran muy diferentes entre sí por sus disímbolos significados, pero tenían algo en común: lo que nosotros, modernos, llamamos «sociedad» (frente al «Estado») permanecía indistinguible en ellas. Autoridad y norma pueden tener más o menos cabida dentro del aristotelismo, pero éste no conoció (ni procuró) distinción alguna entre «Estado» y «sociedad». (Llamar a las diversas etapas del mundo premoderno «sociedades» y estudiarlas por sí mismas, con independencia de sus «Estados», es uno de esos abusos —carentes de sentido crítico— de las estrategias que la modernidad aplica a lo premoderno y que es preciso revisar).


Una definición válida de «sociedad» es «todo lo que no es el Estado». Imprecisa como puede ser, a diferencia del locus sui generis del poder y de la dominación, su autonomización ha mostrado una enorme fuerza de inteligibilidad. Ello supuso, primero, un cambio completo del orden tradicional en la topografía humana. La modernidad, por oposición a lo premoderno, ya no podía ser representada, al menos no en sus períodos «normales», por el sencillo símil de la pirámide: quienes estaban «arriba» obtenían, por primera vez en la historia real, su legitimación, no de Dios, que estaba incluso más arriba, sino de los que estaban abajo. Además, la clara separación entre la «sociedad» y el «Estado» también supuso que, al eliminar al monarca —cuya corona asfixiaba cada manifestación vital particular—, se liberaba una vasta esfera en la que el individuo (otra invención moderna) devenía efectivamente autónomo: se podía dar leyes a sí mismo.


Sin embargo, la principal diferencia radicaba de hecho en que la gente hacía cosas real y efectivamente distintas en la «sociedad» y en el «Estado». Al principio, la división del trabajo produjo un grupo humano peculiar (la clase política, proveniente en gran medida del linaje tradicional), que hacía cosas muy distintas de las que se hacían en la «sociedad». La difusión de la democracia multiplicó esta separación. Las «cosas» típicas que se realizaban en la «sociedad» eran trabajar, producir, fundar familias, procrear (para preservar la especie), crear cultura, desarrollar la ciencia y acuñar discursos sobre los asuntos públicos; todo ello en este orden de importancia, al menos para el más importante teórico moderno de la «sociedad», Carlos Marx. Desde el punto de vista de su antropología, las acciones humanas eran «materiales» y genuinamente sustantivas. Cuando Marx elaboró su «materialismo», en su polémica de juventud con Hegel, éste era mucho menos una visión cosmológica u ontológica que la exposición de la tesis de la primacía de la sociedad (con sus actividades circunstanciales y «materiales») sobre el Estado.


El «Estado», la segunda gran invención de la política moderna, sólo puede, por consiguiente, imaginarse mediante su separación de la «sociedad» y su contraposición con ella. A diferencia de «la sociedad material y sustantiva», el Estado es «espiritual», en el sentido elemental de la transfiguración del lugar del poder. El cuerpo del rey (un espacio de dominación tan eminente que los primeros grandes revolucionarios —desde Cromwell hasta Robespierre— sintieron la irresistible necesidad de decapitarlo), se transformó en el «cuerpo de la política», que no es corpóreo, sino más bien una abstracción metafísica. La nación de Sieyès y la voluntad general de Rousseau fueron categorías no necesariamente distintas de la libertad trascendental de Kant; para Laplace, su condición de ministro del interior del gobierno de Napoleón significó un suave tránsito para adaptar el método de su «mecánica celeste» a la aritmética de la «voluntad de todos».


¿A qué tipo de actividades se dedica el «Estado» como algo distinto de la «sociedad»? En primer lugar, el Estado representa a la sociedad sobre la base de un poder delegado, abstracto e impersonal. Esto significa, ante todo, que el Estado puede «adivinar el pensamiento» de la sociedad, fundándose en un mandato indeterminado, en todas las decisiones en las que la sociedad parece tener una «voluntad», pero no la capacidad ni el tiempo para convertirla en una acción explícita y unificada. En segundo lugar, «la voluntad de todos» no es igual de extensa que la voluntad general, dadas las persistentes divisiones sociales que distinguen al mundo moderno. Pero, aunque lo fuera, sería una simple suma, mientras que la voluntad general es la forma auténticamente política y refinada de la voluntad soberana. La «voluntad general» se encuentra en el Estado y no en la sociedad, pues es el símbolo de lo general frente a las infinitas particularidades. (Éste es el locus classicus de lo que Marx describe como el «autoengaño ideológico»). Por una sorprendente metamorfosis, este gestor de lo abstracto, el Estado, es al mismo tiempo el gestor de lo particular con respecto a lo universal: humano e inhumano a la vez.


La forma paradigmática en la que emergió el «Estado» fue la autosegregación con respecto a un especifico ethnos-demos, cifrado por un orden universal que se había vuelto obsoleto. Así es como la Reforma llegó a ser la cuna del nacionalismo moderno; así es como la desmonarquización del universalismo ilustrado durante la Revolución Francesa y, después, durante la época de un nuevo (y paradigmático) Carlomagno —Napoleón, anunció el siglo del Estado—Nación; así es como el colapso del universalismo comunista dio lugar en la actualidad al conflicto étnico. (Y ésta es también la causa de que la observación de Carl Schmitt, erróneamente situada en las raíces más teológicas de la política moderna, sea correcta, ya que la forma habitual en la que el Estado-Nación articula su actividad es la relación de «amigo-enemigo».)


Por último: en todas partes, con la excepción de las democracias «puras» del Nuevo Mundo, el Estado se atribuyó la función del educador de la sociedad. Él exige ser «el depositario del espíritu de la nación»; y como legislador exige para sí la única instancia en la que puede hacerse justicia (en la «sociedad» sólo hay «justicia populachera»). Como se encuentra, supuestamente, más allá de las particularidades, sus acciones pretenden representar la solidaridad y el desinterés frente al interés particular y egoísta.


La tercera gran invención política de la modernidad fue la «cuestión social», que funciona a modo de importante vínculo entre el «Estado» y la «sociedad». Es una invención propiamente moderna. Sin la proclamación de los derechos universales del hombre, el noventa por ciento de esos problemas que hoy constituyen la «cuestión social» habrían sido considerados como sufrimientos e injusticias —bien naturales, bien impuestos por Dios— de la condición humana, y acerca de los cuales los gobernantes y los gobiernos no podrían ni deberían hacer nada. En el mejor de los casos, estos problemas habrían sido vistos de manera pragmática y como obligaciones de poca relevancia. En rigor, las voces de los que padecen pobreza, enfermedades y mala salud, discriminación por razones de casta, clase, sexo, raza o de cualquier otra índole, no fueron audibles en la escena política antes de la Declaración de los Derechos Humanos. Con cien años de experiencia a nuestras espaldas de legislación sobre los problemas sociales, aunados a la ingeniería social y al Estado de bienestar, puede afirmarse con visible seguridad que —al menos bajo las condiciones impuestas por la modernidad— la «cuestión social» tiene que ser permanente y seriamente tratada, pero no puede nunca ser resuelta de un modo estable o definitivo.


Ello se explica por tres razones. 1) Mientras que la igualdad formal (ante la ley) es una condición absoluta de la modernidad la égalité de fait ha sido, desde que fue propuesta por Babeuf y su grupo durante la Revolución Francesa, más o menos universalmente abandonada como un arreglo tiránico. 2) La modernidad es, de manera continua, un sistema dinámico impulsado por la ideología del desarrollo y de sus necesidades, el cual excluye, incluso, un hipotético estado de satisfacción permanente. 3) La historia de la modernidad nos revela que la «solución» de cada problema social produce un nuevo problema social, ad infinitum.


El socialismo, acaso el mayor protagonista de la política de la modernidad, surgió directamente de la «cuestión social». Tanto su «ciencia» como su utopía están indisolublemente relacionadas con ella. La reiterada exigencia utópica de la solución «definitiva» de la «cuestión social» fue una demanda profundamente contradictoria, dado el carácter fáustico del proyecto socialista. En realidad, esta utopía ha necesitado, para sobrevivir, de la propia lógica de la modernidad cuyo equilibrio se halla continuamente amenazado por lo que Karl Polanyi llamó «la utopía liberal-capitalista»: la creencia en los resultados finalmente beneficiosos de la «mano invisible» y de la operación autorreguladora del libre mercado. El socialismo situó las raíces de la cuestión social en el carácter intrínsecamente desigual o alineado de la «sociedad», mientras que, simultáneamente, buscaba su remedio en la transformación de la «sociedad» misma (que iría acompañada de la eliminación radical del Estado) o, por el contrario, en un Estado fuerte, paternalista e interventor.


En todas estas invenciones se halla una visión fundamentalmente discordante con la esencia de la modernidad. Casi todos los agentes políticos, tanto en la «izquierda» como en la «derecha» (dicotomía que ha sido otro mecanismo autoexplicativo de la política de la modernidad), han visto al «nuevo mundo» como un cosmos dinámico, pero también como un mundo que sufre una contradicción interna crónica, quizá incurable. Progresivo pero inestable en sí mismo, reclama constantemente principios rectores y una «dirección científica». Intrínsecamente dialéctico, hace ilusoria la reconciliación de los opuestos fuera de cualquier política regida por principios filosóficos. Ello es propio de las ironías de la política de la modernidad. (No sólo el ultrarradical Robespierre fue un ideólogo que prometía que su estrategia «realizaría las promesas de la filosofía», sino que también lo fue el «pragmático» Burke, archienemigo de la política basada en abstracciones).


En lugar de una tipología de la política de la modernidad, baste aquí con señalar algunos de sus rasgos dominantes. Es preciso hacer dos advertencias. En primer lugar, tanto entre los conservadores como entre los liberales han existido excepciones. Muchos de los partidos socialdemócratas, por ejemplo, se convirtieron en liberales como reacción al extremismo comunista tanto en términos de su estructura interna como por su programa social. En segundo lugar, lo que denomino aquí «rasgos dominantes» es el resultado de una sucesión de etapas, que corresponden a la democratización progresiva de la política que podemos observar en la historia reciente.


En la modernidad temprana, la escena pública estaba dominada por élites de «notables», que no se comportaban de manera muy diferente a la aristocracia anterior. Los «tipos» dominantes de la política moderna fueron determinados por paradigmas filosóficos, y nunca apuntaron a meras exigencias cotidianas como «el reparto la riqueza», sino a algo mucho más «sublime»: la reconciliación absoluta de las contradicciones inherentes a la sociedad, y muchas veces a su homogeneización lógica o a la reducción de su complejidad. Sus «ideologías del progreso» fueron, la mayoría de las veces, de orden teológico y estuvieron impregnadas con un trasfondo visiblemente historicista. La política tenía que servir a «las metas de la historia», impulsar el «fin de la historia» y el advenimiento de la «historia real»; tenía que expresar (y ser inspirada por) el gran relato de la epopeya de la humanidad, desde la «historia sin acabar» al término del viaje teológicamente predestinado. El progreso universal, transformado en estrategia política, se extendió a la política de la producción, que tenía la fantástica meta de «hacer retroceder las barreras de la naturaleza» o, incluso, una más arrogante de construir el lugar del hombre como el amo del centro del mundo natural (de donde había sido expulsado por las ciencias naturales que él mismo había creado).


La concepción de la modernidad como «artificio» explica la «originalidad» fundamental de la política moderna (tanto en sentido positivo como negativo). El ámbito de la política se ha experimentado como un juego de artificios y como una estrategia estética y estetizante. La «estética de la guerra» facilitó una transición suave a las nuevas modalidades de la violencia desde Napoleón, quien se quejaba de la pesadez de las grandes masas de soldados, una consecuencia democrática del reclutamiento general; el Emperador francés sostenía que «perjudicaba la coreografía de las batallas». Este sentimiento alcanza hasta los estetas y líderes fascistas, por ejemplo Ernst Jünger, a quien entusiasmaba la «grandeza artística de la guerra». La teatralidad de la política moderna, donde los actores —de Danton a Trotsky— se destacaban y miraban desde un escenario/pódium, observando a su audiencia presente y futura como si fueran personajes históricos en los cuadros de Poussin, no consistía tan sólo en el «histrionismo». Todos ellos compartieron, sabiéndolo o no, el dictum profundo de Napoleón de que en la modernidad la política protagoniza un papel que había puesto en escena la ananké griega, el destino trágico. Y este rasgo de la política estetizada no se restringía a los actores radicales. El aperçu de Churchill en la II Guerra Mundial, que decidió escribir un relato dramático sobre ella (y una dramatización de sí mismo), es una broma del tipo si non e vero e ben trovato. Finalmente, las formas dominantes de la política moderna alemana fundadas en el drama del «redentor» (con un redentor personal o colectivo) hablan de ello abundantemente.


En esta representación la política sirvió de Ersatz de la moral y de Ersatz de la religión. La política «redentora» ofreció lo que la «sociedad» no pudo generar por sus propios medios: grandeza, heroísmo y autoestima. También produjo un sustituto trascendental para una época secularizada: el reconocimiento de la posteridad.


La política de la modernidad ha sido, desde sus orígenes, no sólo una búsqueda de la libertad, sino (como lo predijo, por ejemplo, Benjamin Constant) una gran experimento progresivo de dominación absoluta. Los regímenes totalitarios surgieron, indistintamente, tanto desde la «sociedad» como desde el «Estado». Si la «sociedad» era su punto de partida (en otras palabras, si estamos hablando de lo que Yaakov Talmón denominó «democracia totalitaria»), entonces la ideología que legitimaba al régimen totalitario consistía en la prioridad de la «felicidad» sobre la libertad. Si, por el contrario, era en cierta manera el «Estado» el primus movens del régimen total, entonces sería la grandeur quien, en la mayor parte de los contenciosos (los políticos nacionales y los estetas), saldría victoriosa sobre la libertad. En ambas versiones, el gran experimento político llevó a la modernidad al borde mismo del colapso.

 

II

Ha sido en fechas recientes, sobre todo en la última década, cuando se ha comenzado a escribir el inventario posmoderno de los resultados de la política moderna. No obstante, podría haber empezado antes. Gorbachov estaba en lo cierto cuando afirmó, en una de sus despedidas del mundo de la política, que el momento en que la sociedad soviética pudo haber negociado una transición más dúctil hacia la democracia, fueron los años que siguieron a la victoria sobre Hitler. Si el aparato dirigente soviético hubiera reunido el arrojo y el desinterés necesarios para poner punto final al imperio del terror de Stalin, habríamos entrado en la era de la política posmoderna medio siglo antes. Pero, ya que estamos en la hora del recuento, nuestro cometido es hacer este inventario.


El primer resultado del inventario posmoderno es la observación de que los grandes relatos se han desvanecido por completo de la política. A pesar de la caracterización, ahora tan de moda y en gran medida inadecuada, de los cambios en Europa del Este (y los que han tenido lugar en la ex-Unión Soviética), en términos del «triunfo del capitalismo», la caracterización general del mundo moderno como «capitalista» o «socialista» probablemente nos abandonará pronto. Esto no niega el carácter capitalista de la presente economía mundial, dominada por oligopolios, cuyo poder e intereses sobrepasan las fronteras del Estado-nación (en la medida en que todavía queramos emplear la terminología marxista). Este pronóstico implica, por supuesto, algunas consideraciones. Primero, una tendencia del siglo XIX, compartida tanto por radicales como por liberales, desde Marx a los clásicos de la economía política inglesa, fue creer que el tipo fundamental de actividades humanas es el económico, el cual determina todo lo demás. Esta visión del mundo, dominante durante el siglo XIX, ha sido peligrosamente restrictiva para la modernidad, y es hora, en el proceso del inventario posmoderno, de corregir su parcialidad. En segundo lugar, la versión más crítica de una posible nueva economía política, que apunte hacia reformas concretas, descansará con toda probabilidad sobre las siguientes premisas. Un sistema económico basado en el mercado no puede —y no debe— ser reemplazado por un sistema de planificación y distribución estatal en el que el Estado desempeñe un papel de propietario general nominal (mientras que en realidad son grupos corporativos los que gobiernan). Esto es así tanto por causa de la primacía de la libertad cuanto por el rendimiento económico. La verdad de esta afirmación ha sido corroborada suficientemente por la historia del comunismo soviético, que fue tan sangriento políticamente como catastrófico en términos económicos. Al mismo tiempo, la economía en una democracia no puede permanecer exclusivamente en el ámbito privado de aquellos que tienen empresas y las administran. Es una institución pública con custodia privada (o con custodia mixta del Estado y empresarios privados) la que tiene que satisfacer por lo menos dos esperanzas y requisitos generales de la sociedad. El primero es mantener la producción en un nivel donde el mínimo —cultural y socialmente definido— pueda ser garantizado para todo el mundo. Esta esperanza está vinculada con el postulado del crecimiento en el mundo dinámico de la modernidad. El segundo requisito es que la economía debe generar oportunidades de trabajo, condiciones que permitan el pleno empleo, porque la democracia moderna, en la que el reconocimiento hegeliano del individuo no es el resultado ni de la riqueza heredada ni de los privilegios sociales sino del trabajo como estilo de vida imperante, es incompatible con la existencia de un tipo de proletariado romano en su interior.


El postulado de una dirección social de la economía como una institución pública con custodia privada puede ser bastante radical (o utópico) para los conservadores, pero no tiene casi nada que hacer con el viejo modelo del «capitalismo frente al socialismo». Justicia social, postulados democráticos y expectativas culturales son los principios que definen su política, no el determinismo económico; y aspira a una readaptación continua de las instituciones económicas de la modernidad, pero no a su total sustitución por las ingeniosas invenciones de una «razón dialéctica» que fomenta la irracionalidad económica y el terror político.


El élan vital del historicismo, la gran ambición de concluir la «prehistoria» y de superarla en favor de una «historia genuina», se ha desvanecido igualmente de la política moderna. De hecho, el espíritu dominante de la condición política posmoderna es el recelo frente al historicismo y el rechazo del proyecto revolucionario o bien el intento de declararlo terminado. Tenemos un excelente testimonio de esta hostilidad posmoderna contra la Historia con mayúscula: La insoportable levedad del ser, novela de Milan Kundera. Sabina, la pintora checa, que fue educada bajo el férreo domino de la Historia, aborrece la Historia; para ella es sólo un gran desfile monótono y sin final. Por el contrario, para su amante, el cosmopolita occidental de la generación del 68, la Historia tiene un atractivo irresistible: «Qué bonito sería celebrar algo, exigir algo, protestar contra algo; estar fuera a campo abierto, estar con otros. La muchedumbre avanzando por el boulevard de Saint-Germain o desde la plaza de la República a La Bastilla le fascinaba. Él veía la marcha, la multitud gritando como la imagen de Europa y de su historia. Europa era la Gran Marcha. La marcha de la revolución hacia la revolución, de la lucha a la lucha, siempre hacia adelante». El rechazo de la Historia de otro protagonista checo, Tomas, es todavía más importante, porque se deriva de un escepticismo metódico, no de una aversión personal. «Einmal ist keinmal. Lo que ocurre sólo una vez, también podría no haber ocurrido nunca. La historia de los checos no se repetirá, ni la historia de Europa. La historia de los checos y la de Europa son un par de bocetos a lápiz de la inexperiencia fatal de la humanidad. La historia es tan liviana como la vida humana individual, insoportablemente leve, ligera como una pluma, como el polvo revuelto en el aire, como todo lo que mañana ya no existirá».


El escepticismo posmoderno de los europeos del Este con respecto al proyecto historicista, expresado tan contundentemente por Kundera o Havel, es en realidad un eco lejano de la desilusión occidental ante la Historia. Fue Merleau-Ponty quien extrajo de las aventuras de la dialéctica la conclusión más enfática y llena de resignación: la «razón en la Historia», representada en la arrogancia del bolchevismo, era otra «astucia de la razón» en la que la «Historia» quedaba como una entidad extraña y amenazadora para las vidas corrientes de los individuos corrientes. Era un proyecto que los sojuzgaba, en vez de liberarlos; la Razón en manos de los principales «agentes de la Historia» se transformó en Sinrazón, esto es, en el imperio de la violencia desnuda. Por su parte, François Furet afirmó repetidas veces, en ocasión del bicentenario de la Revolución Francesa, que el «teatro revolucionario» es un puro juego que se sirve a sí mismo: la Revolución Francesa, la madre de todos los proyectos similares, se había terminado hacía ya tiempo. Su exposición de los hechos fue un poco apresurada, porque fueron necesarios los trascendentales acontecimientos de 1989-1991 para la conclusión y finalización del proyecto revolucionario. Sin embargo, una vez terminada la polémica, mientras que la política posmoderna podía apuntar a la revisión drástica de las instituciones de la modernidad, sólo podía ser «política revolucionaria» en la retórica.


También la célebre tesis de Carl Schmitt sobre el carácter central de la relación «amigo/enemigo» como eje de la política moderna ha quedado descartada por las tendencias de la condición política posmoderna, debido al rechazo del «gran relato». Por supuesto, la oposición «amigo/enemigo» fue articulada en un principio como una gran dinámica que, al declarar al Estado-nación en situación de emergencia permanente, generaría la cohesión del mismo. También se aplicaba al casi sagrado estado de guerra entre naciones. Pero todo aquel que perciba ahora los palos de ciego de la política estadounidense en busca de un enemigo cuya sombra desafiante pueda producir el consenso anterior de la Guerra Fría, comprenderá sin dificultad cuánto se exageró la tesis de la relación «amigo/enemigo» dentro de uno de los relatos básicos de la modernidad. Dos son las principales razones por las que el esquema de Schmitt puede aplicarse sólo de un modo muy limitado (y ello sin tener en cuenta una tercera de no poco peso: el hecho de que, con la caída de los regímenes totalitarios de uno y otro tipo, ya no pueda desarrollarse la demonología que el esquema precisa). La primera de esas razones es que, a pesar de todos sus rasgos claramente hipócritas, en el nuevo orden planetario que empieza a configurarse, la «victoria», la derrota del enemigo, constituyen categorías cuya aplicabilidad es cada vez menor (según se mostró en el desenlace de la Guerra del Golfo y la intervención de los Estados Unidos en Panamá). La dominación sin trabas de una nación por otra se ha convertido en algo inadmisible; la interferencia directa es un tabú; ya no cabe desempeñar el papel de un «libertador» que se hace cargo de los asuntos del liberado, y, por todo ello, la política de la derrota del enemigo ha perdido todo sentido.


Las grandes potencias siguen actuando como de costumbre, pero ya no pueden producir el entusiasmo y la cohesión interna que surgen tan sólo cuando —por hablar en lenguaje nietzscheano— los vastos instintos predatorios del «monstruo frío» —el Estado-nación— no se hallan debilitados por esa invención cristiana de los derechos humanos. El segundo factor que priva de valor a la tesis del «amigo/enemigo» como material bruto de un gran relato es el cambio del status de la guerra en la modernidad tardía. Debido al tremendo poder destructivo del armamento moderno, y a causa del referente de la concepción bélica hitleriana, donde la victoria en el campo de batalla y el genocidio fueron inseparables, la actitud dominante en la condición posmoderna es un pacifismo indiferenciado y a menudo irreflexivo: una «criminalización» creciente de la guerra. Pero, sin guerra, el relato de «amigo y enemigo» es una ficción.


Finalmente, el hecho de que en un mundo problemáticamente secularizado, la política haya dejado de ser el Ersatz de la religión ha contribuido sustancialmente a la quiebra del gran relato. Para que la política funcione como sustituto de la religión, es menester que se cumplan dos condiciones previas: el culto al Líder y la capacidad de dicho culto para dotar de sentido a las vidas individuales. Los Líderes —tanto Hitler como Stalin— son ahora espantajos obsoletos (o, en forma más optimista, recordatorios eternos de la muerte), mientras que Mussolini ha quedado reducido a un dictador nacional fracasado, aunque complejo desde el punto de vista intelectual. Con notable inadecuación se llama «carisma» en el lenguaje político contemporáneo a lo que constituye un mero valor mediático, una especie de sex appeal. Ningún soldado moriría hoy con los nombres de Ronald Reagan, Margaret Thatcher o François Mitterrand en sus labios, pero eso es precisamente lo que ha de acontecer para que haya carisma, término de origen religioso que tiene su lugar propio en una «política redentora». Del sentido que la política puede dar a la vida nos habla una tendencia literaria. Jorge Semprún es quizá el último escritor importante de una larga tradición que comenzó con Malraux y en la que tanto el escritor-intelectual como los protagonistas de las novelas hallaban en la política respuestas a preguntas existenciales. Pero la situación de hoy recuerda más bien a la conclusión que Max Weber extrajo de su viaje a Estados Unidos. Decía Weber de sus conversadores que nunca ocultaban su desdén por los políticos por los que votaban. Pero añadían: es mejor que seamos nosotros quienes los despreciemos, antes que llegar a una situación en la que sean ellos quienes nos desprecien. En verdad, es ésta una condición definitivamente adversa a una política Ersatz de la religión.


Tras la borrachera de los grandes relatos, la posmodernidad ha recobrado su lucidez al hilo de dos descubrimientos, ambos analizados en detalle por Ágnes Heller y por mí en otros lugares. El primero estriba en el reconocimiento de las «tres lógicas de la modernidad». Tales «lógicas» se han identificado como las tendencias del desarrollo de la tecnología, la división funcional del trabajo y la experimentación en el arte de gobernar. La relativa independencia de cada una no es un «descubrimiento científico», sino más bien una decisión (posmoderna) tomada sobre las perspectivas de la modernidad. La política del siglo XIX no quiso saber nada de estos ámbitos relativamente separados. El progreso tecnológico (en el que se comprendía la revolución de la ciencia, el dominio del mundo por el «hombre fáustico») parecía encarnar la aspiración humana a la inmortalidad; constituía el rasgo distintivo de la era moderna, la respuesta última a todas las preguntas planteadas. Como resultado, el orden funcional de la modernidad fue puesto al servicio del progreso tecnológico hasta el extremo de que tecnología, división funcional de trabajo, «capitalismo» e industrialización parecían ser indistinguibles. Más aún, todos los experimentos que buscaban una «forma óptima del Estado» aspiraban a un rendimiento tan óptimo como el que el progreso tecnológico proporcionaba al Estado. (El Estado bolchevique fue una de esas piezas maestras logradas en el «laboratorio social»). Este fue el modo de reducir la complejidad de la modernidad por medio del «capitalismo» y el «socialismo», esas ideologías dominantes del siglo XIX. Pero los primeros signos del despertar posmoderno están ahora a la vista. Los límites de la tecnología trazados, al menos en forma retórica, por el ecologismo, el cuestionamiento hecho por la crítica cultural al funcionalismo omniabarcante, la neutralización ideológica del Estado por la democracia de masas, una situación en la que los grupos de presión más dispares usan su poder de voto para compartir el poder, todos estos fenómenos de la posguerra, poseen significados inéditos. La tecnología ha dejado de percibirse como el principal poder autogenerador que determina y debe determinar todas las demás esferas. El modelo concreto de la división funcional del trabajo no se considera eternamente dado, y se cree que puede alterarse atendiendo también a argumentos sociales. El Estado ha dejado de considerarse como el agente del progreso tecnológico, como aquel elemento que garantiza que dicho progreso se lleve a cabo en las mejores condiciones posibles y que asegura el bienestar de sus principales beneficiarios. En principio, ha pasado a ser tan sólo un vigilante general de los asuntos sociales; ya no es una agencia de clase sino, para bien o para mal, un factor relativamente independiente.


El «péndulo de la modernidad», un esquema de la dinámica de la modernidad, sólo puede erigirse sobre esta base. La teoría comprende las siguientes tesis, todas ellas definitorias de la política en la condición posmoderna. En primer lugar, el péndulo sólo puede moverse en un mundo en el que la modernidad se ha abierto camino en una dimensión planetaria, aunque en la mayor parte del globo se ha copiado nada más su estructura, sin que su dinámica actúe de hecho a escala mundial. En segundo lugar, el avance de la modernidad significa la separación relativa entre el «Estado» y la «sociedad» (o dicho a la inversa: el establecimiento relativamente separado de estas esferas significa que ha llegado la modernidad) y, en esa coexistencia, la «sociedad» posee una relativa prioridad. Los principales impulsos que mueven al péndulo provienen de la «sociedad», y de ahí el carácter pendular de la dinámica. Los movimientos no pueden ir más lejos que las «energías» de quienes les han proporcionado el impulso.


La metáfora que preside la teoría nos aclara que no se trata de crear una (pseudo) ciencia de la energética social. Más bien, es la categoría hermenéutica del «horizonte» lo que se emplea. Los agentes humanos quieren alcanzar su horizonte y producen sus impulsos en esa dirección. Pero un «horizonte» no es sólo algo que señala una dirección; también constituye un límite. Cuando los actores se dan cuenta de que han alcanzado su límite (aunque hayan cambiado de posición mientras tanto y hayan creado, con ello, nuevos horizontes para sí mismos) el impulso toca fondo y empuja en una nueva dirección. La fábula del «péndulo de la modernidad» no es un remiendo de la vieja teoría del desarrollo cíclico, ni tampoco la comprensión estática de un mundo dinámico. Pero es ciertamente un relato aleccionador, en armonía con el proceso posmoderno de adquisición de lucidez. Señala que nunca, en ningún lugar hay un desarrollo sin límites; que siempre hay un límite a las aspiraciones humanas definido por nuestra posición el mundo, la cual delimita también nuestro horizonte; y que el sueño de cruzar el horizonte es una peligrosa locura, un salto en el abismo.


Un punto señaladamente importante del orden del día político es la accidentada relación entre universalismo y particularismo. El gran logro de la modernidad fue la secularización y planetarización del universalismo político. La política de la modernidad despojó al lenguaje cristiano de los derechos humanos de su ropaje religioso, y pudo así extenderlo, como estatuto político, al conjunto de la humanidad, por encima de las distintas culturas. Al mismo tiempo, la agenda política de la modernidad, de carácter universalista, tiene una triple fisura cuyo reconocimiento es un indicio de la condición política posmoderna. En primer lugar, el universalismo político caminó hipócritamente de la mano con la práctica del colonialismo, que tan sólo se extinguió hace medio siglo, tras la Segunda Guerra Mundial. En segundo lugar, nunca pudo establecer a la «humanidad» como una autoridad política mundial. Aunque la idea de un orden mundial (republicano-cosmopolita o socialista-internacionalista) puede ser una de las ilusiones perniciosas de la modernidad, el hecho de que todos los proyectos de una autoridad planetaria hayan concluido en caricaturas por el estilo de la Sociedad de las Naciones y las Naciones Unidas es un peligroso indicio de la impotencia política del proyecto universalista. En fin, el universalismo se fue desarrollando a costa de la extinción de las diferencias.
Se puede afirmar con certeza que el modelo de la marcha triunfal del universalismo no fue otro que la asimilación forzosa de los judíos. Según este conocido modelo, la emancipación político-legal fue seguida por la exigencia categórica de la asimilación de lo judío a la pauta dominante, concretamente dada, del Estado-Nación; fue acompañada por la admisión, nunca plena, en la sociedad y en sus diversas instituciones; y, finalmente, a menudo la emancipación daba marcha atrás por medio de leyes discriminatorias de nuevo cuño, cada vez que la histeria se adueñaba de un grupo particular. El resultado, del lado de lo asimilado, fue una completa y necrotizante pérdida de identidad, acompañada por la frustración de tener que permanecer eternamente ajeno. Este sentimiento «judío» sale ahora a la superficie de manera generalizada en las exigencias de los grupos más heterogéneos: descendientes de antiguos esclavos, minorías étnicas condenadas a la extinción por la mano de hierro del Estado centralizador, la población indígena latinoamericana en lucha por su identidad y otros fenómenos de naturaleza similar. La fórmula positiva de la diferencia que busca su propio reconocimiento social es el «multiculturalismo». El multiculturalismo como exigencia social y política pone de manifiesto la total complejidad y el carácter laberíntico de la «política (posmoderna) de la diferencia». La forma histórica de construcción de las identidades colectivas tras de la disolución del universalismo cristiano, mediante el moldeamiento de una cultura particular considerada como «sustancia» de un grupo humano, ha sido uno de los principales itinerarios creados por la modernidad. La otra solución, la «contractual», en la que tan sólo un documento (la Constitución), y no ya una sustancia cultural, generaba la identidad del grupo, ha sido siempre la excepción y nunca la regla. Y en tiempos difíciles casi siempre ha resultado insuficiente. Así pues, la insistencia en la única y exclusiva sustancia cultural de un grupo particular, que lo consolida en una unidad coherente, racional y emotiva, es algo más que prejuicio o xenofobia. Al mismo tiempo, obstruye el camino a las exigencias legítimas de reconocimiento y autonomía que las distintas «diferencias» plantean.


Hay, por añadidura, dos factores distintos que agravan todavía más el conflicto naciente de la condición política posmoderna. En primer término, no hay meta-autoridad alguna cuyo juicio pudiese ser seguido y obedecido con confianza. En su manifestación plena, la ausencia de la existencia política de la «humanidad» que antes mencioné, se presenta como una laguna. De hecho, ésta es la segunda ronda de una historia muy antigua. El presidente Wilson trató de compendiar las lecciones morales y políticas del cataclismo de la Primera Guerra Mundial en el lema del reconocimiento universal del derecho a la autodeterminación nacional. Pero una vez que fracasaron todos los intentos de crear una autoridad universal que distinguiese entre pretensiones válidas e infundadas, el resultado fue el estallido de un conflicto en cadena que condujo directamente a un nuevo cataclismo. El segundo factor de agravamiento es que las «diferencias» que se multiplican en la condición política posmoderna establecen sus propios «minidiscursos». Lo específico del minidiscurso es la franca negación de su adecuada traducibilidad a un lenguaje universal. No falta, por supuesto, una gran dosis de confusión, y aun de hipocresía, en tales exigencias, ya que cada una de las diferencias pretende lograr reconocimiento por medio de derechos legalmente establecidos, y el «lenguaje de los derechos» es un medium universal. Pero el impulso hacia la autosegregación deja básicamente una sola senda abierta: la de la violencia entre las diferencias que no saben hablar un lenguaje en común.

 

III

Este dilema irresuelto, y quizás imposible de resolver, nos conduce al punto más fuerte de la agenda política de la condición posmoderna: la política de la vida o bio-política. La bio-política es heredera de la política de clases y es su descendiente más directo. El fin de la política de clases no parte de que la cuestión social se haya resuelto o de que se haya establecido una homogeneidad social fundada en la justicia social o en la igualdad. Salvo en aquellos países que gozan de un sólido Estado del bienestar, en todos los demás la cuestión social se ha resuelto de un modo peor del que era factible (al mismo tiempo que la versión fuerte del Estado del bienestar se halla ahora en crisis). Y, según he tratado de explicar, la cuestión social no se ha de resolver nunca «para bien». La política de clase se ha sustentado tradicionalmente sobre premisas y expectativas distintas a la reparación de agravios particulares. El acontecimiento fundacional de la dinámica de la modernidad, la Revolución Francesa, intentó desesperadamente prevenir el surgimiento de una escisión de clases en el orden político que por primera vez se creaba, y ello por dos razones: 1) los revolucionarios franceses temían que los conflictos de clase dieran al traste con la libertad política y 2) consideraban a las clases como vestigios de los estamentos feudales. Los dos remedios propuestos por los primeros estadistas de la modernidad —la felicidad pública y la cohesión nacional— nunca desaparecieron de la agenda política de la modernidad, pero jamás han impedido que el conflicto de clases sea el principal campo del conflicto político. Marx dio un giro dialéctico también a esta cuestión. Por un lado, el proletariado que él construyó filosóficamente, tan distinto de la clase obrera empírica, habría de intensificar su existencia de clase y su separación de clase; tal era la vía ancha y recta hacia la victoria. Por otra parte, dicha clase —más consciente de su existencia de clase que cualquier otra clase anterior a ella— era la última de la «prehistoria». Una vez producida su anunciada victoria, seguiría un mundo por entero sin clases. El gran relato del «fin de las clases» pertenece a la política de clase en la misma medida en que la creencia en los «efectos saludables» —política, cultural y moralmente— de la segregación que se proponen a grupos humanos enteros; la creencia en lo uno y en lo otro, también ha desaparecido ya. Los actores sociales están todavía demasiado acostumbrados a formular sus intereses materiales en términos de grupo, porque ésa es la condición previa para que aumenten su agresividad política. Pero esos mismos actores parecen haber dejado de creer que su coexistencia colectiva deba ser otra cosa que una demostración temporal de sus intereses comunes.


La cultura de clase se ha convertido en una curiosidad folclórica. La revolución educativa de la democracia de masas proporciona a la gente, con independencia de su clase, una misma cultura (o pseudocultura). Tampoco ha quedado, después del tremendo fiasco del comunismo, creencia de ninguna índole en una sociedad «sin clases»; el estilo de vida de la nomenklatura contaba al resto del mundo una fábula casi tan descorazonadora como la del terror político.


El tránsito de la política de clases a la «bio-política», a una agenda política cuyos principales puntos son la raza o etnicidad, el género o sexo y las cuestiones del medio ambiente, es tan sólo una mudanza de vocabulario. En parte, este tránsito es en verdad equivalente a una «traducción»; por ejemplo, los peligros implícitos en la existencia de una subclase o subproletariado demasiado descomunal se pueden presentar también como un asunto racial. Pero en su mayor parte la «bio-política» tiene propuestas visiblemente distintas de las que tenía la política de clases.


Marx creyó que el mérito principal del capitalismo estribaba en que era una sociedad «puramente social», en la que ni el nacimiento (una contingencia genética) ni cualquier otro factor «natural» definían a la jerarquía humana. (De esta guisa, la sociedad era «lo único» que era menester cambiar para el logro de la «emancipación humana»). Desde el punto de vista de la «bio-política», ese carácter puramente social del capitalismo (o de la modernidad) se revela como la tiranía de un racionalismo abstracto que elimina la cualidad específicamente humana inscrita en el cuerpo. Como señaló Foucault, el cuerpo está en la prisión del alma. Según sostuvo Merleau-Ponty, Marx interpretó la lucha de clases en el capitalismo como el tipo singular de violencia que pone fin a toda violencia, como la violencia racional que avanza hacia el discurso de la autocomprensión del proletariado, como una eliminación parcial, en este sentido, de la sinrazón de la historia. Por el contrario, la bio-política subraya la importancia del «minidiscurso», la inescrutabilidad e intraducibilidad del Otro, la epistemología especial (de género o de raza) hasta el extremo de una segregación genética.


No puede caber duda de que la fase presente es el resultado de una revolución dual y muy importante: la del proceso autoemancipatorio de las mujeres y de aquellas razas que han tenido que resistir pasivamente las tendencias de asimilación implacable de una cultura universalista. Pero en su forma presente es un severo desafío a la modernidad en un sentido doble. En primer término, es así a causa de su dialéctica no intencionada. Aunque es cierto, por ejemplo, que mientras la violencia contra las mujeres sea parte cotidiana de nuestra cultura, la modernidad no puede considerarse emancipada. Pero la «bio-localización» de este vocabulario produce de suyo una excesiva violencia. La modernidad ha desarrollado mecanismos, en buena medida debido a la influencia del liberalismo y su espíritu legalista, que en parte subliman la violencia en la cultura, y hasta cierto punto lo hacen en los dos subsistemas «domesticados» de la economía y el derecho. Una vez que estas mediaciones quedan desechadas por ser demasiado universalistas y, por lo tanto, opresivas, y la resolución de conflictos regresa a una inmediatez cuerpo-a-cuerpo, puede darse por eliminado uno de los pocos puntos respecto de los cuales la modernidad representa un «progreso» (ganancias sin sus correspondientes pérdidas).


La cuestión política, tan crucial para la condición posmoderna, es y producirá siempre el excedente cultural por medio del cual la política posmoderna encontrará a su hermana gemela en la creación cultural. Al lado de las exigencias cotidianas de la vida pública y de la miseria a menudo aterradora en tantas gentes, en tantas áreas del mundo, esta condición previa parece algo esencialmente etéreo, la parasitaria preocupación del esteta por el «estilo» de la política. Sin embargo, esta corriente de pensamiento ha sido guiada de principio a fin por la convicción de que, aunque la política de la modernidad tenga que purgarse de sus ponzoñosas ilusiones de grandeur, sin una nueva alianza entre política y cultura, el destino de la modernidad se hallará aún en el alero y la pregunta «¿puede sobrevivir la modernidad?» quedará sin respuesta.

 

Ferenc Feher , ¨Crítica a la política del vacío ¨, Fractal n° 1, abril-junio, 1996, año I, volumen I, pp. 135-158.