TOMÁS SEGOVIA

Ramón Gaya en México

 

 

Estas breves notas sobre Ramón Gaya en sus años de México no son por supuesto una crítica, mucho menos una explicación y menos aún una evaluación. Son casi meras evocaciones de un amigo suyo de esa época que presenció de cerca algunas de las etapas por las que pasó entonces, y aprendió de él gran parte de lo poco o mucho que haya llegado a descubrir en la pintura y en muchas otras cosas.

Lo primero que habría que decir es que un relato veraz de los años mexicanos de Ramón Gaya ofrecería muy pocos rasgos pintorescos, exóticos, localistas. Aunque no tenía todavía 30 años cuando llegó a México y aunque puede decirse que la primera plenitud de su obra tuvo lugar en ese periodo, de todos modos su desarrollo entero de esa época podría describirse sin hacer apenas alusión a ese país. Quiero decir a ningún aspecto definido o incluso definible de ese país (mirado también como definido o definible). Pero la vida real en un país real, cualquier vida real en cualquier país real, aunque no se confunde nunca con ninguna otra vida en ningún otro país, es inasimilable, justamente, no sólo en lo que le es más propio, sino en lo que es propiamente lo más real de su ser, –es inasimilable, digo, a las generalidades definidas o definibles de ese país, esa época, ese grupo social.

Esto lo siento con especial nitidez cuando pienso en los años que compartí en México con Ramón Gaya. Mis recuerdos de entonces evocan muchas experiencias que vivimos juntos, o más o menos paralelamente, y que evidentemente no serían iguales si hubieran sucedido en otro país, como también si hubieran sucedido en otra época o entre otras personas. Esa circunstancia de nuestras vidas, única e intransferible, que impregna en nuestras memorias esos años con su ambiente, su escenario, sus condicionamientos, se llama en mi vocabulario "México", y supongo que en el suyo también. Pero no tiene mucho que ver con lo que en otros vocabularios se llama también "México" –sobre todo, no hace falta aclararlo, en los vocabularios más atenidos a lo definido y aun a lo definible. Lo que entonces nos rodeaba y acompañaba, lo que constituía nuestro mundo circundante, me atrevo a adivinar que está unido de modo tan emocionante para él como para mí con el sentido de esa parte de nuestras vidas. Pero es porque se trata de nuestras vidas, de unas historias personales, biográficas, bastante secretas, que apenas se relacionan con ningún aspecto visible de una historia oficial u oficializable.

Me parece además que el México de entonces ofrecía una faceta, sin duda no muy evidente para el curioso general, que se prestaba a ese tipo de cosas. Porque ese país que era muy visiblemente original por su superposición de culturas, por su desconcertante revolución anterior a la de Rusia, por un movimiento artístico peculiar ligado sin duda a esa revolución, era también por esos años asilo de toda una población heterogénea de perseguidos del nazifascismo, donde predominaban los intelectuales y artistas. En las márgenes de la figura fuertemente característica del México reconocible, se respiraba también un ambiente de dramáticos huéspedes de talento, de grave gente de paso, de desplazados cargados de experiencias y de cultura.

Lejos de mí la frivolidad de servirme de esto para inventar una explicación de la obra de Gaya. Pero sin duda ayuda a visualizar al Ramón Gaya de entonces imaginarlo en un ambiente donde André Breton visitaba a Trotski, donde el mismo Gaya discutía con la viuda de Víctor Serge, donde nos visitaba la troupe de Louis Jouvet, donde Darius Milhaud o Igor Stravinski dirigían estrenos propios en el Palacio de Bellas Artes, donde en países limítrofes o vecinos vivían Einstein y Niels Bohr, Thomas Mann, Hermann Hesse y Hermann Broch, Bertolt Brecht y Bela Bartók, y también Juan Ramón Jiménez, Cernuda, María Zambrano. El exilio español acabó por quedarse solo y ser trágicamente único, pero hubo un momento en que el exilio era una diáspora europea generalizada. Una nube de partículas dispersas de la cultura europea, levantada por el choque de la violencia totalitaria, flotaba sobre el continente americano y otras partes del mundo y creaba un ambiente internacionalista de temas y valores pasajeramente migratorios.

Me parece importante subrayar una vez mas (porque no es un descubrimiento mío) que por debajo de ese nacionalismo mexicano obtuso que se ha hecho famoso en todo el mundo, obviamente explotado y manipulado por el poder y por los poderes, ha habido también tradicionalmente en México una vocación universalista, ésa que en la época a que me refiero sostuvieron con ejemplar dignidad los intelectuales del grupo conocido como los Contemporáneos, y sus afines y herederos. En el México de esa época, Ramón Gaya podía ser anatematizado y borrado del mapa por Diego Rivera simplemente por no doblegarse incondicionalmente a su dictadura artística. Pero también podía encontrarse en la Avenida Juárez con su amigo Xavier Villaurrutia, que sin duda, a la vez que de López Velarde y de Sor Juana Inés de la Cruz, le hablaría de Gide, de Heidegger, de Juan Ramón Jiménez, de Ortega y Gassett. Y también de las últimas películas de Hollywood, donde se estaba despertando una nueva imaginación gracias a Frank Capra, a Fritz Lang, a Ernst Lubitsch, a Eric von Stroheim y Peter Lorre, a tantos otros emigrados europeos.

Yo diría que el exilio que vivió Ramón Gaya era tan europeo como español, no porque él se haya declarado nunca europeísta, por supuesto, sino porque fue antes que nada, como él mismo ha dicho, exilio de la pintura, una pintura encarnada sobre todo en Velázquez, pero también en Rembrandt, en Rubens, en Van Eyck, en Tiziano, y después en Cézanne, en Van Gogh. Y diría también que al lado o por debajo del México al que no pudo integrarse nunca, vivió también en un México distinto de "México" pero real, un México universalista y curioso, impregnado en esa época de bocanadas de aire europeo, lugar de cruces, de pasos y de ecos donde pudo comunicarse, alimentarse, orientarse y madurar. Ese ámbito y esa circunstancia donde me encontré tantas veces con él y aprendí tanto de su enseñanza, yo reivindico, incluso contra él mismo, no sólo que tiene todo el derecho a haber sido plenamente real, sino también a llamarse México tanto como cualquier otro "México".

Lo que me hace pensar así es la idea de que imaginar la evidente primera plenitud de su pintura como un fenómeno puramente interno y ajeno a toda circunstancia resulta menos esclarecedor y rico que situarla en un entorno real. Desde ese México sin duda parcial, marginal y poco visible donde vivía Ramón Gaya, pero que era un lugar real, incluso un país real, me parece que una mirada como la suya no estaba mal situada para tener una visión excepcionalmente universal y coherente no sólo de la pintura, sino de muchos otros aspectos del sentido humano. Sin duda no fue ésa la lección que sacaron en general de la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial el arte y el pensamiento occidentales, pero pienso que de esa experiencia era posible aprender una lección de humanidad y de sentido común. A mí me sigue sorprendiendo que después de Hitler, Mussolini, Hirohito y Franco (y Stalin), tan pocos pensadores occidentales hayan reflexionado sobre las actitudes y las premisas que llevaron (que tal vez llevan siempre) a eso: a vender el alma al diablo de esa manera abismal que describió magistralmente Thomas Mann. Haber sobrevivido a la barbarie totalitaria llevó a demasiados pocos entre nosotros a la promesa de nunca más meternos por esos caminos.

Parece claro que Ramón Gaya se había hecho esa promesa ya antes de las convulsiones que estuvieron a punto de acabar con la civilización europea, aunque, siendo un pintor y no un filósofo, no tenía por qué dar a su actitud ese aspecto doctrinario que yo le doy un poco ahora. Quiero decir que él no tenía que especular sobre lo que tienen en común el nacimiento de la doctrina artística moderna y el nacimiento de las ideologías totalitarias para comprender que esa doctrina artística era una enfermedad, –a menos que fuera una traición. Pero a mí me parece claro, recordando al Ramón Gaya de México y evocando el ambiente de esa época allí, que el afianzamiento de su actitud y el florecimiento de una primera plenitud de su pintura tienen que ver con un sentimiento que según yo respirábamos entonces, aunque no eran muchos los que lo reconocían y menos aún son, me temo, los que aún lo recuerdan, lo avalan y lo aman; un sentimiento que me atrevo a describir como el último gran soplo de esperanza que ha recorrido el mundo.

Voy a tratar ahora de personalizar un poco más, porque me doy cuenta de que he estado quizá generalizando demasiado. En ese México de la postguerra, Ramón Gaya deambulaba muy al margen de la cultura oficial y de la ideología dominante, pero no sólo de las de México, ni siquiera principalmente de ésas: lo que buscaba era sin duda la evidencia, y para eso es preciso arrumbar decididamente las convicciones más automáticas y generalizadas de nuestro entorno. Ramón Gaya se saltaba alegremente no sólo las modas y las doctrinas dominantes en las instituciones y los centros de prestigio cultural de México, sino las que venían de París, de Nueva York o de Moscú, como también las que formaban el consenso del exilio español. Era un francotirador, pero no un solitario. En esa época Ramón Gaya dialogaba mucho, y su diálogo tenía una luminosidad y un calor excepcionales porque precisamente no sucedía en ningún "foro", como dicen, ni era con grandes figuras prestigiosas, sino que era un intercambio (en el que lo que contaba era su riqueza) con otros seres (en los que lo que contaba era la humanidad).

Lo que trato de decir es que esa visión de luminosa evidencia que sus amigos recibíamos tanto de sus palabras como de sus cuadros y dibujos, para mí por lo menos encajaba bien en un mundo que parecía resurgir del caos y al que parecía volver un amanecer de humanismo y de saludable buen sentido. Ramón Gaya vivía en la nostalgia de lo que para él era la gran pintura. Esa pintura era claramente un tesoro salvado, y bastante milagrosamente, como milagrosamente se había salvado la civilización occidental e incluso en cierto sentido la civilización en general. Ese país donde Ramón Gaya vivía esa postguerra, que era también México aunque no era "México", era un lugar desde donde todo eso, en aquel momento, podía verse bastante bien si tenía uno la mirada bastante aguda y amplia.

Es en esos años cuando la pintura (y el pensamiento) de Ramón Gaya empiezan a situarse claramente en una salvación de la pintura, y he escogido cuidadosamente la manera de expresarlo porque no quiero decir que haya que salvar lo que en la pintura podría perderse, sino que la pintura es salvación nuestra siendo salvación de sí misma, nos salva salvándose y nos salvamos salvándola.

Que es también decir que la pintura no es ante todo un "arte", sino ante todo uno de los rostros del destino humano. Los homenajes a ciertos cuadros o ciertos pintores (y no sólo a eso) que empiezan a abundar en la obra de Ramón Gaya de esos años no son ceremonias cultas sino vitales. No tienen nada de lección y muy poco de aprendizaje, son casi exclusivamente reflexión, no razonamiento reflexivo, sino mirada reflexiva, y lo poco que tienen de aprendizaje está en esa reflexión y no en el "arte" o el "oficio", que se aprenden en otro sitio y de otra manera. Son en cierto modo reflexiones sobre otras reflexiones, porque lo que nos revelan sobre las obras que enfocan es principalmente lo que esas obras tienen a su vez de reflexión de la vida sobre sí misma. Al hacer de un cuadro un homenaje, el pintor nos está diciendo que la pintura es homenaje, que también el cuadro homenajeado es homenaje, testimonio tan respetuoso que casi puede decirse que se abstiene, como dice el mismo Gaya que ha de abstenerse la mano del pintor, "una mano vacante, de testigo... una mano desnuda, de mendigo" (en el soneto "Mano vacante").

Todo eso, en los años de México, era para Ramón Gaya, en gran parte, pura preparación para una vuelta a sus fuentes, a esa pintura europea de la que pronto lograría estar físicamente cerca. Sería bastante absurdo reprochárselo. Esas vueltas además, no son simples restauraciones. Una actitud tan lúcida frente a la tradición europea sería my diferente en un pintor que hubiese permanecido todo ese tiempo en España, o incluso en otro país europeo. Ramón Gaya dominaba desde lejos ese panorama con esa amplitud que sólo da la distancia, y mientras tanto se preparaba para el salto pintando no sólo algunos espléndidos retratos y los primeros grandes homenajes, sino los extraordinarios paisajes de Chapultepec, que son para mí una importante confrontación con su pintura ya definitiva. Esos gouaches que logran tanta soltura sin perder nada de solidez están pintados evidentemente desde muy dentro de esos paisajes, pero con una perspectiva que está tan lejos de una visión localista y encerrada como de una visión exotista y por tanto falsamente cercana. Alguien podría decir que son pinturas europeas de paisajes mexicanos. Yo no lo negaría. Pero si en esa pintura juzgada europea está tan de verdad un lago de Chapultepec inconfundible, con su aire, su ambiente, sus personajes multicolores tal como los encontrábamos en el México cotidiano y no en sus imágenes oficiales, si todo eso vive allí con tanta naturalidad, entonces lo que el cuadro nos da no es europeo, es universal. Esa universalidad, o ese sentido de lo universal, es lo que he querido destacar en estas líneas que son, lo repito para concluir, una visión a la vez parcial y personal.

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Tomás Segovia, "Ramón Gaya en México", Fractal n° 17, abril-junio, 2000, año 4, volumen V, pp. 11-18.