JAVIER ORDÓÑEZ

El viajero imaginario
 

"Emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, caballeros y ciudadanos y toda la gente que desee conocer la variedad de razas de hombres y las peculiaridades de las diferentes regiones del mundo, todos ellos tomen este libro y léanlo".

 

Tradicionalmente los viajeros han tenido la misión, algunas veces la ventura y otras el infortunio, de intentar abrir el mundo mental de sus contemporáneos. Viajaban y regresaban para contar. Tenían una fama merecida de arriesgados, de bastante mentirosos y siempre de exagerados. Podían contar cosas maravillosas y traer mercancías desconocidas para garantizar su narración pero también frecuentemente afirmaban haberlas perdido en las penalidades del viaje, dejando así a sus oyentes la tarea de creer o no el relato maravilloso. Recuerdo haber leído la historia de un grupo de mercaderes que llegó a Roma con un nuevo producto del oriente. Se trataba de unos suculentos faisanes que aseguraban haber visto nacer de árboles que sólo se daban en aquel lejano paraíso. Una nueva y rara especie de alimento vegetal que por lo tanto podía comerse en cuaresma. Hicieron una gran fortuna vendiéndolos a los ricos del lugar y sólo cayeron en desgracia cuando las autoridades que velaban por la moralidad de sus vasallos descubrieron la naturaleza animal de aquellos misteriosos productos al comerlos en sus festines. Así, después de los banquetes, y sólo después, mandaron ejecutar a los mercaderes.

Además los viajeros clásicos siempre intentaron extraer consecuencias morales de sus viajes, descripciones generales y caracterizaciones que se han transmitido a través de generaciones hasta convertirse en logotipos o marcas de fábrica de los países descritos. ¿Quién no conoce hoy la afirmación de Herodoto: "Egipto es un don del Nilo"? Herodoto, Pausanias o Marco Polo, son viajeros míticos que abrieron la imaginación de sus contemporáneos. Eran viajeros-mensajeros, espectadores, notarios de la diversidad. Otros los seguirían, pero ellos daban pautas para la imaginación y la memoria a aquellos contemporáneos cuya tensión oscilaba entre el sarcasmo y la incredulidad.

La Embajada de México, el Instituto de México en este caso, ha propuesto una serie de conferencias sobre las experiencias personales o filosóficas de viajeros contemporáneos a México. Viajeros casi de una sola generación pero lo monogeneracional está de moda en España. La diferencia entre Paco Álvarez y Marco Polo, a quien pertenece la cita del principio, es clara. El segundo contaba lo que nadie había visto, Paco, por el contrario, seguro que ha contado lo que hipotéticamente todo el mundo puede haber visto. La diferencia entre su conocimiento de México y el conocimiento de cualquiera se puede medir en términos de experiencia personal. Para apreciarla es necesario aceptar que una experiencia existencial subjetiva tiene suficiente interés para sostener la atención de un público exigente durante una hora de charla. Pero puede suceder que nos enfademos al escuchar esa de la narración. Como les ocurre a los niños que les irrita escuchar el cuento que ya saben transformado en algunos detalles.

Imaginemos un viajero que a su regreso cuenta su experiencia a quienes supuestamente conocen el país mejor que él, y que los oyentes le increpan porque se ha equivocado o ha hecho una apreciación a su juicio equivocada. Serán indulgentes con errores geográficos, la calle tal corta con la avenida cual, o el estado de Tijuana linda con el de Jalisco y no sé si existen estos estados pero supongo que sí porque se oyen en las canciones. Lo serán menos si se equivocan en parte de su historia, si dicen que Porfirio era contemporáneo de Hernán Cortés. Pero ya la intransigencia subirá de tono si el viajero afirma algo de la vida política, social o económica del México contemporáneo. Entonces, percibirá que hay un frente común ante una opinión problemática que ponga en duda la grandeza y el honor de aquello que aprecian quienes escuchan el relato con el corazón. Este mecanismo funcionaría igual si un viajero mexicano contase su experiencia en un supuesto Instituto de Cultura Española en la Ciudad de México ante un público formado mayoritariamente por españoles. Aunque siempre se niegue esta suprema regla cultural, un cierto y benévolo patriotismo extra muros aparece en todas las culturas. Eso significa que la narración ofrecida por los conferenciantes es además una especie de rendición de cuentas que otorga a la experiencia personal un cierto valor de examen.

Por todo eso, yo me pregunto ¿qué hago aquí? La perversidad de los organizadores ha tentado la suerte conmigo que procuro dar el menor número de conferencias posibles acerca de lo que supuestamente conozco y que aborrezco hablar en público. Me ha obligado con su tradicional amabilidad a contar mi supuesta experiencia mexicana. En esta charla el retorcimiento criollo llega aquí a un máximo porque siempre he fracasado en mis viajes a México. Nunca he viajado a México. Nunca he visitado México. Podría decir que nunca he pisado materialmente suelo mexicano, o si lo preferís, el único suelo mexicano que he pisado es el de esta Embajada. Pero no os alarméis; no voy a contaros cuántas veces he venido al Instituto de México.

Porque si se trata de experiencias mexicanas, las tengo. Si se necesita haber deseado visitar México yo lo he deseado. Además, puedo no haber estado en muchos de los lugares que se suponen relevantes pero he tenido compañeros de excepción para penetrar en ese mundo tan esquivo como eso que se denomina con ligereza "el alma de un pueblo". Sobre todo, para descubrir que si ya es problemático percibir "el alma" colectiva, seguro que lo segundo, "el pueblo", no pasa de ser una fabulación de los políticos. Las almas de los pueblos son como los faisanes vegetales. Tal vez por eso sería posible decir que la forma más cabal de conocer un lugar es no visitarlo nunca. Y especialmente México. Comprendo, no obstante, que me retiréis el saludo porque consideréis mi reflexión como el mayor ataque a la industria turística mexicana. No es así, puedo asegurarlo.

En mi opinión sólo los lugares culturalmente simples pueden tener esas almas que se parezcan a faisanes vegetales. Por ejemplo un cuartel sería un lugar simple y de pronto habría que aceptar que México no es ningún cuartel. Cualquier retazo de memoria que se articule en una narración sobre México muestra una extraña complejidad referida incesantemente a un mundo de impresiones sorprendentes.

Así cuando el viajero aterriza o llega por barco o coche a México y permanece unos días allí queda hechizado por su primer escenario. Algo así como le ocurrió a la Oca Martina que cuando salió del cascarón y vio la cara de Lorenz debió pensar que aquel ser era su madre. Si cuando sale del mundo Mexicano se está convencido de que ha captado un "espíritu mexicano" posiblemente se encuentra uno en el papel de la Oca Martina. Pero siendo indulgente conviene entender por qué se escucha con frecuencia "es un país mágico", o se repite "es un país de experiencias radicales", y se usan afirmaciones como "es muy fuerte", "es total", "es auténtico". El viajero ha encontrado sin duda un escenario, ha sido devorado por él y luego ha sido escupido con la suficiente fuerza como para tejer la alucinación. México es, desde esta perspectiva, un viaje.

Por lo que me han contado, esta es la experiencia de mi generación. Una vivencia donde se reúne el mezcal con republicanismo de los emigrantes y se añaden elementos lúdicos a la cordialidad que el viajero recibe tanto cuando entra como cuando sale del país. No es una revelación muy original decir que la sustitución de la parte por el todo es la esencia misma de la experiencia mística del viaje. Especialmente cuando, como me pasa a mi, no se tiene ni una remota experiencia de lo que pueda ser un todo.

Siguiendo el itinerario de los rapsodas pareciera como si a México sólo pudiera entrarse por los sentidos. Del mundo gris de la península se pasaría al multicolor de la ciudad de México. Todos hablarán de su color, de la diversidad y de su cromatismo. También de su olor, de sus aromas a cilantro, a tortilla recién hecha y, supuestamente, también a ese perfume peculiar universal del Caribe, a gasolina de bajo octanaje. No faltará quien defienda que en México sólo se puede entrar por los ojos y por el olfato. También se acentúa que es una cultura óptica y barroca. Cuántas veces he escuchado a los chicos de los cultural studies de los Estados Unidos de América del Norte, decir que la otredad de la cultura mexicana es el resultado de la diferencia de óptica. De óptica en un sentido pictórico y visual. Toda la cultura se resolvería en una especie de diagrama perdido que el barroco posterior debió restaurar. Y algo de razón deben tener porque los relatos de los viajeros contemporáneos insisten siempre en esa especie de alteridad mexicana. Aunque frecuentemente olviden quien es el otro, si ellos o nosotros.

Pero ya es hora de comenzar este no viaje que es el mío; a un país construido tan artificialmente como cualquier otro.

Pues sí, se puede entrar en México de muchas maneras. La más trivial es hacerlo desde el aeropuerto; otra más difícil es penetrar por las palabras de quienes no desean contar nada sobre México sino tan sólo tomarlo como escenario. Podrán decir que eso vale para cualquier lugar y no les faltará razón pero lo cierto es que a mí me sirvió precisamente para entrar en México. Mas tarde tuve buenos rapsodas mexicanos, pero mi viaje comienza y comenzó casualmente en mi infancia. Después ya nadie ha podido superar la persuasión que tuvieron unas pocas conversaciones mantenidas a lo largo de cerca de diez años de la infancia a la adolescencia, charlas ocasionales, muy espaciadas, donde un fabulador me contó las raíces de mi familia mexicana. Y no piensen que me gusta regresar a mi infancia porque sea un periodo feliz de mi vida. Nada de eso. La recuerdo como un lapso especialmente doloroso, sometido al vaivén de una familia inmóvil, tiempo de una gran vulnerabilidad sin defensa, ni siquiera en un higiénico pensamiento de la muerte.

Años de infancia con dos escenarios. El segundo siempre Santander. Una ciudad marina donde hace falta caminar un rato para ver el horizonte del océano. Allí se hablaba de México, o mejor, lo hacía uno de los habitantes de la casa de mi abuela donde transcurrían mis extraños meses de verano. Fue después de cumplir los siete años, y lo recuerdo porque por primera vez mis padres decidieron dejarme todas las vacaciones en Santander. La casa donde vivía mi abuela era un refugio conseguido después del gran fuego que abrazó dos terceras partes de la ciudad. Un último piso de un edificio situado en la parte alta de la colina. Su única virtud era que se podía ver toda la bahía, entrar y salir los barcos, subir y bajar las mareas que dejaban ver los arenales, unas inmensas islas que fueron siempre la desgracia de la ciudad. Enfrente de la casa un monte, Peñacabarga, que hacía de barómetro. Mirar por las tres ventanas que daban a la bahía permitía superar todas las miserias de una ciudad cuyo funcionamiento no comprendía. En una de esas ventanas vivía un hombre con fama de extraño. Cuando estaba en casa, bien recibía en la cama, donde pasaba la vida leyendo, bien estaba asomado a la ventana de su habitación. Aquel verano fue el primero en hablar a solas con él.

En todo el tiempo que lo recuerdo hasta su muerte sólo recibió una visita de un amigo y fue aquel verano. La primera vez que yo escuché hablar de México.

 

–¿Quién era ese hombre?
–Un amigo.
–Era raro, vestía raro, hablaba raro.
–Sí, hace muchos años que no vive aquí.
–¿Dónde vive?
–En México.
–¿Qué es México?
–Un país.
No me atrevía a preguntar entonces qué era un país, porque yo vivía teóricamente en EL país.
–¿Y dónde está?
–Muy lejos, al otro lado del mar.
–¿En Peñacabarga?
–No, mira.
Y me subió a la ventana, me puso un escabel para que pudiera ver con comodidad y me hizo mirar a la izquierda.
–Por ahí se sale de la bahía, después los barcos giran a la izquierda y navegan y navegan después de pasar por El Sardinero hasta llegar a un país muy lejano que se llama México.
–¿Y todos los barcos que salen de Santander van a México?
–Unos sí y otros no, depende. Yo cuando llegué a Santander hace muchos años vine en un barcoero desde otro país que se llamaba Escocia.
–¿Y cómo saben los barcos que tienen que ir a un sitio?
–Porque se lo mandan los capitanes.
–¿Y sabía el capitán que tú querías venir a Santander?
–Sí, porque se lo había dicho tu bisabuelo.
–Y... ¿por qué obedecía el capitán a tu bisabuelo?
–Porque el barco era suyo. Y era tu bisabuelo no el mío.

Los posesivos cercanos no me emocionaron, pero me produjo una profunda impresión que los barcos pudieran tener dueño. Aquellos barcos tan bellos que entraban y salían de la bahía tenían dueño y muchos dueños. En definitiva, eran tan vulgares como el resto de los objetos. Pero todavía me quedaba alguna pregunta.

 

–¿Y entonces, quién es el dueño de México?
El hombre sonrió y guardó silencio.

Todo el verano martiricé a mis primos y primas con preguntas: ¿hacia dónde iban los barcos?.

Me había quedado muy claro que la primera etapa del viaje Santander-México era El Sardinero.

 

 

 

***

 

 

En Santander llueve, afortunadamente. A veces, mucho mejor, llueve en domingo. No se ha de ir a la playa. Fue todavía aquél verano, seguía con la intriga de México, llovía y entré en la habitación del hombre de la ventana, estaba leyendo una carta. Me miró y me dijo:

 

 

–¿Te gusta este reloj?
Era un reloj de bolsillo que no cabía en mi mano.
–No sé.
–Me lo trajo el señor que vino de México, será para ti cuando seas mayor, le he grabado una fecha. Es plata -continuó- , así no podrás nunca olvidarte de mí ni de la fecha.

 

Así la palabra México y aquél reloj pesado y feo que todavía conservo, aquella fecha que no me decía nada, se convirtió en un alcancía para almacenar los recuerdos. Después leería en Octavio Paz la expresión "ventana que abre hacia adentro", me pareció que hablaba de esa clase de memoria. Pero los recuerdos no tienen orden cronológico porque no hay reloj que nos marque todas las horas del mundo.

Regresé a Santander todos los veranos, casi, mientras aquel hombre vivió y hablamos a veces de México. Siempre inicié yo la conversación, de noche cuando la bahía era una luminaria de barcos farol; él sólo deseaba hablar de noche.

 

 

 

***

 

 

 

–¿Recuerdas aquel hombre que te trajo el reloj?
–Sí, era un amigo, ya murió hace tiempo en Ciudad de México.
–¿Vino sólo a eso?
El hombre no contestó hasta mucho tiempo después.
–Vino a devolvérmelo, se lo di para que pudiera llegar a Lisboa y de ahí a América, pero pudo escapar sin tener que venderlo. Entonces los republicanos teníamos amigos en muchas partes.
–Pero, ¿dónde estabais?
–En un campo de concentración de Burgos.
Las palabras eran casi obscenas, cualquier alusión a la Guerra Civil lo era. Toda aquella casa era territorio de perdedores.
–Y tú, ¿por que no te fuiste?
–Por tu abuela, la tenían ellos.

 

 

 

***

 

 

Ellos regresaban cada verano como aquellas aves que previenen la desgracia. Ellos regresaban para decir "llega el Azor", y en aquella casa de viejos enfermos entraba el miedo y el silencio. A mí me llegaba porque funcionaba como la humedad que sube y sube hasta desmoronarlo todo.

 

 

 

***

 

 

 

–También vino a decirme dónde está la tumba de tu bisabuelo.
Yo lo miré perplejo.
–¿El de los barcos?
–No, el padre de tu abuela. Murió cuando todavía vivía Porfirio. Fue a México a construir el ferrocarril. Era un buen maquinista.

 

 

 

***

 

 

Porfirio y mi bisabuelo, padre de mi abuela santanderina. El ferrocarril, una máquina de tren. Porfirio dijo eso que tan bién han aprendido los partidarios del pensamiento único: "Poca política y mucha administración". Porfirio ampliando la red de ferrocarriles desde unos cientos de kilómetros hasta cerca de veinte mil. Un bisabuelo mío haciendo las Américas montado en una enorme máquina de vapor, muerto en 1904, enterrado quién sabe dónde. Tirando desde el principio de siglo de una familia que se desgarraba a cada tirón.

 

 

 

***

 

 

 

-¿Y me puedes dar algún libro sobre México?
-No sé, lee a Humboldt así practicarás tu francés.
-¿Pero no era alemán? S’, pero escribía también en francés.

 

 

 

***

 

 

Pero antes debía conocer la suerte de mi bisabuelo, no lograba que nadie me dijera nada. Sólo el hombre de la ventana me dijo un día:

 

 

–Si quieres saber más pide que te pongan ostras el día de tu cumpleaños.

 

Fue una buena sugerencia porque no recordaba que jamás se hubieran comido ostras en mi casa. Se negaron a darme ostras, "dan mala suerte", "son asquerosas", "saben a alcantarilla", "¿no te importa comerte algo todavía vivo?". El empeño de un adolescente normalmente casi siempre triunfa y me confesaron que la familia no comía ostras desde que el bisabuelo maquinista y ferroviario había muerto en Ciudad de México después de un banquete de indigestión de ostras. A partir de entonces, siempre brindo mis ostras a la salud de aquel bisabuelo, primer difunto de la familia que tengo registrado en ese viejo Nuevo Mundo.

 

 

 

***

 

 

"Persuadido de que esta obra pudiera ser útil a los encargados del gobierno y administración de las colonias, los cuales muchas veces, aún después de una larga residencia en ellos no suelen tener ninguna idea exacta acerca del estado de estas hermosas y extensas regiones, había comunicado mi manuscrito a cuantos mostraron deseo de estudiarlo..."

Pensaba entonces cómo un país podía caber en un libro. Después comprendí que allí sólo se abría una puerta por donde pudieran entrar en aquel México los lectores que estuvieran dispuestos a incorporarse a un relato donde se describiera un lugar que ahora sólo existe en la memoria. Entonces me fascinó la primera parte del Ensayo político de Humboldt porque me parecía fundamental conocer el aspecto físico del mundo. Lecturas sucesivas me dieron otras referencias de las sociedades, culturas, estados y lenguas. Para preparar esta exposición he recurrido al capítulo VII que corresponde al último de la segunda parte.

Una vez más ha funcionado la maravilla de esa arqueología que trata de dar un corte temporal a situaciones de la sociedad que examina. Entonces como ahora, me parecía un espacio inabarcable, una sociedad incomprensible. Arrollado por el detalle de la descripción de Humboldt pasé, y he pasado recientemente, tardes de lluvia santanderinas, o en este caso madrileñas, para tratar de entender cómo podía sobrevivir una criatura política semejante. En aquellos años supuse que la dificultad provenía de mi falta de conocimiento. Navegaba por el libro como se circula por un pantano donde se ha perdido la referencia. Ahora creo que es la propia criatura la que se resiste a esta síntesis. Siempre la palabra Estado parece ser sólo un nombre que oculte los problemas de la diversidad y de la tensión. Pero el despliegue humboldtiano pulverizaba cualquier denominación unitaria, incluso la más nominalista.

Abrumado. Así quedé cuando comencé con la lectura del Ensayo y por eso lo comenté con el hombre de la ventana.

 

 

–¿Qué sentido tiene leer números y cifras de hace dos siglos? Además me he enterado de guerras que despedazaron la mitad del territorio? México perdió medio país o casi.
Yo hablaba enfadado. Él contestó aquella noche:
–¿Y cómo sabes que México perdió? México no perdió nada, simplemente hay dos Méxicos. Pero sólo uno lleva su nombre.
–¿Y las cifras? - pregunté.
–Tú escucha la música, lo demás no importa.
Ahora sé que tenía razón.

 

 

 

***

 

 

De todos los viajes literarios que hice a México aquél fue el más fascinante. Ser conducido por un viajero de excepción, hacer aflorar todas las imágenes que me enseñaron y ver cuánta verdad hay en la expresión "Nuevo Mundo". ¿Ser prisionero de las palabras escritas, de su tiempo? Todo lo contrario, sólo ellas me enseñaron que México significa diversidad y sorpresa. Algunos días me llevaba las notas del libro de Humboldt a los jardines de El Sardinero. Desde aquellas primeras conversaciones esa playa se había convertido en la primera etapa de mi viaje posible. Hasta entonces toda la familia había llegado a México en barco. Allí imaginaba el mar como un lugar marcado por surcos de barcos que llegaban hasta Veracruz. No entendía mucho, no lo entiendo todavía, cómo se podían comunicar mundos tan diferentes. La homogeneidad santanderina frente a la heterogeneidad mexicana que describía el libro de Humboldt; el mar debía poseer un filtro perverso que mantenía las cosas así.

 

 

 

***

 

 

De noche, asomados a la ventana otra vez.

 

 

–¿Cómo es México ahora?
–Como siempre, imagínalo así y será siempre así.
–¿Es más fértil que Santander?
–Es otra cosa. Ya lo decía tu bisabuelo.
–¿El que murió en México?
–No, el dueño de los barcos.
–¿Lo conocía?, ¿había estado allí?
No entendía porqué se cortó de pronto una comunicación tan antigua.
–Conocía muy bien el viaje desde Manila a Acapulco, después desde Veracruz a La Habana y después a Glasgow.

 

 

 

***

 

 

La bahía estaba siempre en movimiento, marea arriba, marea abajo. Todo lo dominaba este vaivén. Los arenales, las horas de pesca, las excursiones de verano, la entrada y salida de los barcos.

 

 

–¿Por qué hay mareas?
–La luna; tira del mar.

 

Pero a mí no me convencía la explicación aunque la creyera cierta. Me gustaba imaginar que los mexicanos tiraban del mar como si fuera una alfombra que llegaba hasta Santander y se metía entre los rincones de la bahía. Eran más, más fuertes, más diferentes. El Nuevo Mundo dominaba al viejo a tirones de mareas, era una especie de despotismo hidráulico.

 

 

 

***

 

 

A fines del verano de Humboldt le pregunté al hombre de la ventana si no tenía algún otro libro sobre México:

 

 

–Sí– dijo. Si lees sólo ese acabarás boche.
Buscó entre sus libros, eligió uno delgadísimo, de los que sirven apenas para una noche. No me dejó protestar.
–Toma; aunque no te lo merezcas.

 

Así aprendí que sólo me gusta lo que no merezco.
Pasaron varios días hasta que me decidí comenzar a leerlo. Tenía un título incomprensible: "Pedro Páramo", el autor un nombre de broma: "Rulfo". Otro día de lluvia lo abrí y apareció un nombre mágico: "Comala". Comparado con él, años más tarde, Macondo me pareció una urbanización de Alcobendas.

 

Me duró una noche
Y otra.
Y otra más.

 

En aquel final de verano, durante esos días ya fríos de septiembre de mareas vivas sólo existió el mito de Comala. Hablaba de olores y de ánimas, paisajes imposibles, hombres y mujeres de piedra. Tiempos paralelos, relatos cruzados destrozados por los críticos que desean convertir la alucinación en pedagogía. Por ejemplo, "olor podrido de las saponarias", una referencia precisa para reconocer las tierras del otro lado del mar. Conocía el olor a salitre, a alcantarilla, a pescado podrido en Puerto Chico, o a fritanga del bar El Sol; olores todos abominables. Pero la saponaria era un enigma en el universo de los olores posibles. Nadie sabía decirme cómo huelen las saponarias, ni siquiera aquel diccionario, que las definía como plantas cardiofiláceas, me dio ninguna pista.

 

 

 

***

 

 

Llegó otro verano, tiempo de reflujos; las mareas no son siempre de aguas, también acarrean personas. Aquella familia que había estado desplazándose a México durante décadas por los motivos más dispares, comenzó ese verano el reflujo hacia la Península. Para el hombre de la ventana significó alarma. Regresaron los familiares como bandadas como las aves migratorias.

 

 

–No vendrán todos.- Me explicó el hombre de la ventana- Sólo los que tienen nostalgia de lo que ya no existe.

 

Fue verdad. Sólo regresaron en aquella ocasión unos cuantos, en grupo, eso sí, como si se hubieran puesto de acuerdo para impresionar a las familias peninsulares. Tenían un propósito claro, eran familias de padres con hijas casaderas.

 

 

 

***

 

 

 

–Os fuisteis como comunistas y regresáis como empresarios.

 

El hombre de la ventana era implacable y miraba con sarcasmo a aquel hombretón que llegó a casa de mi abuela acompañado de una joven vestida con un traje de color imposible. Nunca más hablaron aquellas dos personas que tal vez fueran colegas, amigos o incluso, quizás, hermanos.

 

 

 

***

 

 

Aquella oleada no me afectó, no tenía edad de meritorio para ninguna niña mexicana. Se dirigieron a otros lugares donde había familias más prolíficas. Sin embargo, a partir de entonces cada verano nos servía una remesa de familiares cada vez más ricos o cada vez con más hijas casaderas.

 

 

 

***

 

 

 

–¿Y vienen todos?. Volví a preguntar.
–Qué va, sólo los que han cambiado demasiado, los inseguros, los que quieren demostrar que han triunfado.
En México quedaban siempre los nombres míticos de las personas que habían tejido el hilo fino de los recuerdos de mi madre.
Esos regresaron más tarde sin parafernalia, había muerto el hombre de la ventana y desaparecido el general Franco.

 

 

 

***

 

 

 

–Dicen que Franco está a punto de dimitir.
Yo lo había escuchado en la radio en uno de esos veranos intermedios y se lo decía al hombre de la ventana para iniciar la conversación.
–No creo. Con este carajo de gente Franco morirá en la cama como si fuera el Papa.
A mí me dio tristeza por él; porque supe que se iba a cumplir una profecía perjudicial para el hombre que quería.

 

 

 

***

 

 

 

–Ha venido un tal Abel, trae dos hijas.
–Era anarquista; ahora es sólo un hombre triste.
Conocía a aquellas dos muchachas que vestían de color chantilly y verde limón. Hablaban raro pero tenían la simpatía arrolladora de dos adolescentes conspiradoras y "manejaban" - así decían ellas- un coche enorme color café con leche y vainilla que les daba mucho interés.
–Tú eres un gachupínn- me dijeron nada más conocerme.
–Y vosotras un par de criollas.

 

Después todo fue bien, yo fui el primo pequeño gachupín y ellas las primas mayores criollas.
Les hacía contarme detalles de México y llegué a la conclusión de que la ciudad donde vivían era poco más o menos como Torrelavega. Querían demostrar que México era como España, que todo era igual, que la gente era como en Santander, el paisaje como la vega de Pas y que no había Nuevo Mundo.

 

 

–¿Qué es la saponaria?- Hice la pregunta sin esperar respuesta.
Sin embargo, Áurora la mayor de mis primas criollas contestó:
–¡Oh, las saponarias! Tienen unas flores grandotas, son rosas y huelen bien pero cuando se pasan dan muy mal olor. Hay muchas en el rancho.
Había dicho la palabra mágica: rancho. Yo me pegué a ella para abrir el hermetismo de aquellas mexicanas. Vivían en un rancho a decenas de kilómetros de la capital federal, no podían decir cuántos, rodeadas de aquellas gentes que nunca aparecían en los relatos, esas que no se parecen a los santanderinos, ni a los castellanos, ni a los vascos.
–¿Se llama el rancho "La Media Luna"?
–No, tiene un nombre de allí.
Y pronunció un conjunto de tes y de eles que nunca entendí.
–Pero no se lo digas a Abel que te hemos hablado del rancho. No quiere que nadie sepa que no vivimos en la capital.

 

 

 

***

 

 

Niñas criollas santanderinas mimadas para casar con gachupín, exhibidas como signo de riqueza indiana, unidas, pegadas a una tierra que era ya la suya.

 

 

–¿Por qué crees que lo hace Abel?– pregunté al hombre de la ventana.
–El nunca ha estado en México, siempre ha vivido aquí. Pero sus hijas no. Sin darse cuenta hablan y piensan desde allí. Aquí hacen teatro. Pero lo dejarán de hacer, no pueden soportar ser indianas, son criollas hasta la médula, diles que te hablen de su gente.

 

Para vencer su desconfianza les leí trozos de Pedro Páramo. Pedro Páramo que son sólo trozos. Al principio no entendían nada, después lo leyeron en voz alta con aquel acento que a mí me fascinaba. "Pensaba en ti Susana, en las lomas verdes cuando volábamos papalotes en la época del aire". Áurora se quedaba pensativa en mitad de la frase. "Quisiera ser zopilote para volar adonde vive mi hermana". Áurora pensaba tanto que nos quedábamos en silencio minutos largos hasta que su hermana la jaleaba:

 

 

–Ándale, niñita, sigue leyendo que va a resucitar Juan Preciado–.

 

Y continuaba la lectura a trompicones, como reproduciendo la fatiga del rapsoda al narrar todos aquellos vericuetos de la memoria.

Me llamaban la atención los papalotes, zopilotes, trojes, molotes, que pronunciaba Aurora con un detalle rítmico como si fuera la auténtica música de su tierra. Así se hicieron de noche muchos días y llegó el otoño.

 

 

 

***

 

 

Algunas veces, pocas, nos reunimos los tres con el hombre de la ventana, siempre en las últimas horas de la tarde. Entonces les pregunta él sobre México y ellas le iban describiendo algunas calles que él sabía de memoria gracias a las cartas que recibía desde allí.

 

 

–México me habla sólo en invierno cuando llegan noticias y libros.

 

Eran calles donde vivía la familia que nunca regresaba. No preguntaba por personas sino por lugares, por tal confitería o cual plaza. Una vez recuerdo que Aurora le preguntó:

 

 

–¿Cómo era México antes?–

 

El "antes" se refería al bisabuelo muerto en la época de Porfirio. Pero aquel hombre de la ventana no entendía de tiempos tan cercanos.

 

 

–Era bello, acuoso, complejo, mágico. Dicen.

 

Buscó otro libro en la estantería muy leído y viejo y repasó unas páginas, leyó lo siguiente: "Esta gran cibda de Tenochtitlán está fundada en una laguna salada y desde tierra irme y hasta el cuerpo de dicha cibdad por cualquier parte que quisieran entrar en ella hay dos leguas. Tiene cuatro entradas todas de calzada hecha a mano tan ancha como dos lanzas jinetas, tan grande la cibdad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo, las principales muy anchas y muy derechas y algunas de éstas y todas las demás son la mitad de tierra, por la otra mitad son agua por la cual andan sus canoas." Siguió leyendo mucho rato y fui reconociendo en sus palabras prestadas de Cortés las consideraciones de Humboldt.

 

 

 

***

 

 

Ciudad mágica y cosmogónica. recordé la narración del Ensayo donde se describe la polémica de la desecación de la laguna, la propuesta de la Corte de Madrid para trasladar la ciudad de lugar como si un lugar sagrado se pudiera mover.

 

 

–Todo estaba atado en aquella laguna, tuvieron que inventarse la Virgen de Guadalupe para justificar la alianza barroca.

 

Al menos eso me dijo Víctor *** en un bar de Nueva York después del décimo trago a su quinto whisky. "¡Luna sub pedibus eius!" gritaba como un energúmeno en aquel bar. Y Después me proporcionó un texto donde lo explicaba, ya después de estar borracho.

" La luna especialmente daña en las inundaciones donde predomina y México ha padecido muchas en los tiempos pasados y la más general, penosa y seguida, fue la que se precipitó por el mes de septiembre del año 1629 hasta el 34, ....entonces se conoció el amparo e intercesión de la virgen, porque sin pensar bajaron poco a poco las aguas...."

En el séptimo whisky, Víctor *** era capaz de mostrar que esa imagen rodeada de estrellas con la luna en los pies era la representación de toda una alianza de cosmogonías locales tan primitiva que narcotizaron a los funcionarios madrileños para impedirles el traslado de la capital de la Nueva España.

 

 

 

***

 

 

Lástima que el hombre de la ventana no pudiera llegar a conocer a Víctor, porque él resumía la otredad en una cosmogonía donde coincidían los españoles y los mexicanos y mostraban estar hechos del mismo cuajo: les gustaban los santos.

 

 

 

***

 

 

De toda la familia que conocí en aquellas mareas de verano sólo reconocí en viajes posteriores a aquellas dos primas criollas. Fueron creciendo a la distancia exacta de cuatro y tres años de mí, hicieron el viaje muchas veces y al final me confesaba la menor: –Ya no sé qué viaje es el de ida y cuál el de regreso, no sé dónde tengo el deseo.

Posiblemente lo tenía repartido, o simplemente partido con el estrabismo de los inmigrantes que sólo se reconocen en el viaje. Pero ya no volvimos a hablar de México, ni a leer a Rulfo, ni a conversar todos juntos con el hombre de la ventana.

 

 

 

***

 

 

Fue haciéndose una sombra casi mineral, inmóvil. Los últimos veranos me hablaba de Escocia, de Glasgow, de los primeros días cálidos cuando se podía bañar en los lagos. No quería hablar de México.

Al final de un verano me dio el reloj. Pasaron meses y me avisaron que había muerto. Viajé a Santander en un tren lento que emergió de la niebla sólo al amanecer. Mi abuela había llamado a un cura después de muerto porque no se atrevió a hacerlo antes. Me dio pena saber que ni entonces lo podían dejar en paz. Había que enterrarlo en la tierra y a la ceremonia vino una colección de hombres y mujeres que no conocía. Parecía que habían salido de alguna catacumba anarquista. Eran ellas y ellos los colegas de aquel hombre. No habían querido marcharse después de la guerra como no lo quiso hacer el que se enterraba aquel día. Sólo uno de ellos me dirigió la palabra, me tendió la mano y me dijo:

 

 

–Soy Urano, tramoyista–, como si fuera lo más normal del mundo.

 

 

 

***

 

 

Su casa era tan peculiar como él mismo, libros de historia, de esperanto, de filosofía, de poesía, de teatro, marionetas, máscaras y restos de atrezzo. Todo un hermoso caos, un té de hierbas que no sabía a nada definible.

 

 

–Fue grande. Aunque teníamos prohibido reunirnos, siempre supimos unos de otros. Ahora sólo nos vemos en los entierros.
Después hablamos sobre México, le volví a preguntar porqué no había escapado cuando la Guerra Civil.
–Él solía decir que era necesario entender lo que decía Quevedo al final de El Buscón: "Determiné, consultándolo primero con la Grajales, de pasarme a Indias con ella, a ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte y fuime peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres". Por eso no quería irse, porque si hubiera ido allí le habrían hecho la vida tan imposible como se la hicieron aquí.
Esa era la sentencia de Urano. Yo por mi parte dudaba que aquello fuera cierto. Para atenuar su amargura le pregunté:
–Y yo, ¿puedo ir a México?- El contestó:
–Andate con tiento, vete sólo si tienes un motivo, que aquella tierra no se puede tratar de cualquier modo.
Ahora están todos enterrados cerca para que puedan hablar cómodamente los días de lluvia.

 

 

Jarvier Ordóñez, "El viajero imaginario", Fractal n° 17, abril-junio, 2000, año 4, volumen V, pp. 131-152.